jueves, 26 de abril de 2012

La Inmaculada

Venimos de una pareja desobediente a Dios y maldita. Este es el triste hecho que nos contrista y humilla. Basta descender de aquella fuente emponzoñada para quedar también emponzoñados; basta ser fruto de aquel árbol para llevar la condición pecadora y maldita del árbol ¿Quién puede tornar una semilla venenosa en fruto nutritivo y benéfico? Reconocer que estamos heridos por un pecado hereditario no cuesta ningún trabajo: es verdad de simple experiencia propia y ajena. El mismo apóstol san Pablo describe cómo sentía una perversa inclinación que militaba en sus miembros contra la ley de Dios. La convicción de que nuestro linaje está pervertido desde la fuente y que nadie que sea descendiente de Adán puede escaparse a este torrente inficionado y que inficiona es una verdad histórica de todos los siglos, de todas las edades, de todas las naciones. Necesita el linaje humano un Redentor.

Dos hechos largamente comprobados, sentidos y admitidos:
1.     Todos heredamos el pecado original.
2.     Todos necesitamos ser redimidos por Nuestro Señor Jesucristo.

Pero en estas dos verdades tan claras e indudables consideraron muchos grandes pensadores que radicaba la imposibilidad de que María fuera inmaculada en su Concepción. Quién creyera que dos colosos de la devoción a la Santísima Virgen y al par titanes del pensamiento teológico vieron en estas dos verdades el argumento incontestable que convencía, decían ellos, de la imposibilidad de la Inmaculada Concepción.

“Si fue concebida de varón y mujer no pudo ser Inmaculada”, decía san Bernardo.

“Si necesitó Redención no pudo ser Inmaculada”, decía Santo Tomás.

“Yo no puedo refutar esas razones, pero María fue Inmaculada”, decía el pueblo cristiano. Más adelante veremos cómo Duns Scoto, el admirable Doctor de la Inmaculada demostró que no hay incompatibilidad.

El dogma de la Inmaculada es una de esas verdades que pertenecen al tesoro de la Revelación y recorren todas las etapas que de acuerdo con la Sagrada Teología puede recorrer la verdad en su magnífico desenvolvimiento que se llama evolución del dogma.

En primer término la verdad estaba en el campo del buen padre de familia, pero oculta como un filón de oro en las entrañas de la tierra, o un nido de diamantes y esmeraldas en la oquedad de la roca. ¿Cuáles eran esos filones? Eran aquel “aplastar la cabeza del demonio” pronunciado en la tarde del paraíso; eran aquel “llena de gracia”, del anuncio evangélico; eran aquel “bendita tú eres entre todas las mujeres” de santa Isabel el día de la Visitación.

Después… y este es el segundo término, esa verdad la descubren los Santos Padres y el pueblo cristiano a quien ellos enseñan. Los maestros de la fe y el pueblo creyente, sin saber precisamente en cuál de los textos de la Sagrada Escritura está contenida, tienen la seguridad de que en esa arca sacrosanta de la verdad escrita, se esconde la Inmaculada Concepción de María, y que de allá se trasluce al caudal abierto de la tradición, como si las aguas transparentes de un río revelaran los ocultos tesoros que yacen invisibles lecho adentro; o como si en un jardín florido saltara un abundante y cristalino surtidor, aunque de hecho no pudiera señalarse el sitio oculto de la tierra donde circula la vena misteriosa que lo alimenta.

Entra luego aquella verdad en una inexplicable etapa, y es un período de discusión durante el cual resaltan admirablemente dos cosas: cómo para la busca, enseñanza y conservación de la verdad revelada, el ingenio humano como tal aunque poderoso y espléndido poco vale, y en cambio el magisterio viviente de la Iglesia, aunque modesto y sin alarde es infalible. Los canónigos de la Catedral de Lyon determinan por decreto capitular celebrar todos los años solemnemente la fiesta dé la Concepción Inmaculada de María. Cuando lo supo san Bernardo, siendo como era devotísimo de María, les escribió su epístola 174, en la que les reprende enérgicamente por tal innovación, diciendo que la nueva solemnidad ni está señalada en la Liturgia de la Iglesia, ni viene aprobada ni recomendada por la antigüedad de la Tradición. “La real doncella no necesita mendigar falsos oropeles, siendo así que posee tantos y tan irrecusables títulos de grandeza”. Llamaba al privilegio de la Inmaculada Concepción falso oropel. Y arrastró en pos de sí a los grandes maestros de la teología de aquellos siglos: san Pedro Damián, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, san Buenaventura, san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino. Tan cierto es aquello: Nisi Dominus aedificaverit domum, in vanum laborant qui aedificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem in vanum vigilat custos.

Sin embargo, la fe en la Inmaculada siguió verdadera y viviente. El pueblo cristiano y el magisterio de la Iglesia no se dejaron arrastrar ni por la autoridad ni por la santidad ni por la elocuencia del gran san Bernardo que fue a un mismo tiempo gran doctor, gran santo y el máximo orador de la edad media. Ni tampoco por la sabiduría y genio de un santo Tomás.

“Si me dijere alguno, dice fray Juan de los Ángeles parte II p. 239 que los antiguos doctores tuvieron que la Virgen fue concebida en pecado original, lo que me parece de ellos es lo que de Hércules y de otros famosos conquistadores del mundo, que llegando a Cádiz puso dos columnas con aquel famoso epitafio: Non plus ultra: “No hay más mundo”; y engañáronse, porque después se han descubierto las Indias Occidentales, que es otro nuevo mundo. Gran Hércules, san Bernardo, san Juan Crisóstomo y santo Tomás, famosos descubridores de las grandezas y excelencias de la Virgen; pero llegados al piélago grande y océano del pecado original, dijeron: “Santificada fue”, como san Juan Bautista y Jeremías, y pusieron Non plus ultra. Quedáronse allí; pero han venido después muchos Corteses, conquistadores de nuevos reinos, que arrojándose al agua, dijeron: Plus ultra, “Más adelante”. No sólo fue santificada, sino preservada. No la tocó el pecado, como ni a los hijos de Israel la espada del Faraón cuando con sus carros los fue persiguiendo hasta el Mar Bermejo”.

El doctor de la Inmaculada fue Juan Duns Scoto, franciscano escocés, gloria de Oxford y de la Sorbona, que rebatió los argumentos contra la Inmaculada Concepción y planteó el sintético silogismo: Potuit, decuit ergo fecit.[1] Por medio del cual habló la sabiduría asociada al sentido común, a la tradición y a la piedad. Dios pudo hacer a su Madre inmaculada; convino que así la hiciera; luego de cierto la hizo.

La sabiduría popular se expresó por boca de Valdivieso:

¿Quiso y no pudo? No es Dios.
¿Pudo y no quiso? No es Hijo.
Digan, pues, que pudo y quiso.

Cuarta etapa. El sol del dogma ya llevaba recorrida más de la mitad de su carrera, pero antes de llegar al cénit, quiso Dios que fuera la verdad universalmente creída y celebrada por todos los órdenes: por los pequeños que tienen la fe del carbonero, por los grandes de los colegios, seminarios, universidades, por las comunidades religiosas, por el episcopado. Desde el Concilio de Trento que preparó, por decirlo así, el camino a la definición del dogma de la Inmaculada, al declarar que no era su intención incluir a la Santísima Virgen en la generalidad de su definición del dogma del pecado original, hasta el año de 1854, el avance de esta verdad fue realmente glorioso y triunfal.

La quinta etapa, es el sol en el cénit: el 8 de diciembre de 1854. La definición del dogma de la Inmaculada por el Papa Pío IX dice así: “Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la Beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada, por singular privilegio de Dios, y en virtud de los méritos de Jesucristo, de toda mancha de pecado original es doctrina revelada por Dios y por tanto han de creerla firme y constantemente todos los fieles”.

Antes que Pío IX pronunciase su fallo, hizo comparecer, digamos así, delante de su trono a todos los pueblos del globo y a todos los siglos de la edad cristiana para que unos y otros depusieran acerca de la creencia actual y de la creencia tradicional en la Inmaculada Concepción. A la voz del Vicario de Cristo, los raudales de la doctrina revelada brotaron de montes y collados, comenzaron a correr desde los extremos remotos de los siglos y juntándose ante la Cátedra del Pontífice formaron como un piélago inmenso y limpidísimo en cuyos cristales se dibujaba la imagen radiante de la Virgen sin mancha. Unánime fue el juicio de la Iglesia dispersa, idénticos los sentimientos en los corazones cristianos de todas las épocas y de todas las latitudes y el Papa no vaciló en ponerles el sello de su oráculo soberano. Estupendo testimonio de la unidad y catolicidad de la Iglesia sobre todo en tiempos como los nuestros de confusión de ideas, de pugnas entre las escuelas y las sectas, de mudanza continúa en las teorías que fabrican los hombres. Ni es menos digno de notar que en aquella coyuntura el Papa definió la doctrina católica sin intervención del Concilio general. Los trescientos obispos que le asistían no estaban allí como jueces para sentenciar sino como espectadores y testigos para dar mayor solemnidad a la sentencia del jefe de la Iglesia que hablaba en nombre de Nuestro Señor Jesucristo; por la autoridad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la suya propia. La definición dogmática fue, pues, como si dijéramos la manifestación y ejercicio anticipado de aquella infalibilidad personal e independiente del Papa que veinte años más tarde iba a proclamarse en aquella misma Basílica del Vaticano. Y ¿quién no confesará que en uno y otro caso fue Pío IX instrumento de la misericordia providencial del Señor para con su Iglesia? La tempestad se preparaba, las sectas coligadas se apostaban para destruir el principado civil de la Santa Sede, antemural y garantía de su poder espiritual; la revolución triunfante iba a conquistar y ocupar la Ciudad Eterna dejando de hecho al Papa, prisionero dentro de los muros del Vaticano. Mas antes que tal sucediera, era preciso estrechar los lazos que unen a los miembros del cuerpo místico de Cristo con su cabeza visible, poner como si dijéramos el coronamiento a la constitución de la Iglesia y forjar el anillo de diamante que había de juntar indisolublemente al Papa con los Obispos y fieles de todo el orbe. Cuando san Pedro confesó abiertamente la divinidad de su Maestro, recibió en galardón el Primado sobre toda la Iglesia, y a la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María, hecha por el sucesor de san Pedro, respondió Jesucristo con la no menos solemne declaración de la infalibilidad pontificia. “Tú eres Cristo, Hijo de Dios”, dijo Pedro en las cercanías de Cesárea de Filipo, y Cristo le dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Por tus méritos, oh Señor Jesús, exclama Pío IX desde su Cátedra de Roma, tu Madre ha sido Inmaculada desde su primer instante, y Jesucristo por boca del Concilio ecuménico le contesta: “Yo te digo que en virtud de mi poder soberano tú eres el pastor y maestro de mi grey en todos los siglos”.

La Santísima Virgen respondió, por decirlo así, en dos ocasiones, a la cita de Pío IX: anticipadamente en 1830 cuando a Santa Catalina Labouré le ordenó acuñar la medalla milagrosa con la inscripción: “Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”; y unos años después de la definición dogmática cuando en las orillas del Gave le dijo su nombre a Bernardita Soubirous: Yo soy la Inmaculada Concepción”.

En este dogma de la Inmaculada como en otros privilegios de María, y como en toda la persona de María se pueden distinguir aquellas hermosas y progresivas etapas que enumera el texto sagrado: aparece como suave aurora naciente, avanza como luna hermosa y espléndida, domina el cénit como sol de meridianas claridades, y se apodera de los espacios siderales con la cadencia de los coros marciales y la terribilidad de los escuadrones en orden de batalla.

Visto ese conjunto histórico de la Inmaculada, será oportuno decir algo del privilegio mismo y de la gran maravilla que es la Concepción Inmaculada de María.

La Sagrada Escritura nos refiere cómo fue el paso del mar Rojo, cuando huían los hebreos de la esclavitud egipcia. Fácil es imaginar el pavor y el desconcierto del pueblo de Israel al ver que en frente se alzaba el mar; a un lado una escarpada cumbre; por los otros flancos los ejércitos perseguidores. El desaliento empezó a apoderarse de todos, y las maldiciones contra el caudillo estallaban.

No dice la Sagrada Escritura que Moisés le hablara al Señor. Las grandes angustias son mudas, pero san Agustín anota que toda su persona era un grito sin voz que en la gran tragedia golpeaba en el corazón mismo del Altísimo. Y el Señor respondió: Diles a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara y extiende tu mano sobre el mar, y divídele, para que caminen en seco los hijos de Israel por medio del mar. Y adelantándose el ángel de Dios que iba delante del ejército de Israel, marchó detrás de ellos, y con él también la columna de nube, dejando la delantera.

Situose el ángel del Señor entre el ejército de los hebreos próximos al mar y el de los egipcios acampados en la explanada contigua. Con la nube proyectaba el ángel luz hacia los hebreos y oscuridad hacia los egipcios que quedaron sumidos en impenetrable noche. Entonces extendió Moisés la mano sobre el mar, y el Señor lo retiró e hizo soplar un viento recio y abrasador y lo convirtió en seco. Y entraron los hijos de Israel por medio del mar seco porque el agua estaba a derecha e izquierda de ellos. Cuando ya el pueblo había recorrido la mayor parte de los veinte kilómetros que serían el trayecto por el mar, el ángel hizo cesar la impenetrable oscuridad de la nube y los ejércitos egipcios pretendieron dar alcance a los hebreos. Cuando ya se habían internado en persecución de ellos, ya también se acercaba el amanecer porque el recorrido marítimo les había llevado a los hebreos varias horas. Salvos se hallaban éstos en la otra orilla, los enemigos en aquel camino que dejaron las aguas todavía amuralladas de lado y lado por el poder de Dios. Eran las horas del alba cuando el Señor unió unas y otras aguas y los envolvió el furor de las olas.

Este paso de los israelitas por el mar Rojo es una imagen muy viva de la libertad que el Señor nos da por medio de las aguas del Bautismo. Así lo insinúa san Pablo y lo dice explícitamente san Agustín.

Cuánto más aplicable es el relato bíblico al misterio de la Inmaculada Concepción de María.

Aquí también la amenazó el mar cenagoso del pecado; aquí también quiso envolverla la noche impenetrable del error; aquí también el dragón infernal con su astucia y su crueldad; aquí el ejército de egipcios que son las funestas consecuencias del pecado original. Pero no haya temor… Dios obrará. La diestra del Altísimo mostró su soberana fortaleza; al mar cenagoso del pecado opuso Dios el mar purísimo de su sangre redentora que redimió a María con una redención que forma categoría especial, única propia de María, la más gloriosa para Nuestro Señor cuyo poder manifiesta, la más gloriosa para María, a la que hace la obra maestra de la Redención. A la noche impenetrable del error opuso las claridades indeficientes de la santidad porque “al modo que la nieve inmaculada que se cuaja en las alturas está formada de gotas que se cristalizan en límpidos copos, así también María está como coagulada de rayos de luz, dice san Teodoreto de Ancira: tota lucis fulgoribus concreta”.

Al dragón infernal astuto y cruel opuso Dios la planta diminuta de María que le aplastó la cabeza: “Sepultado quedó en el abismo y hundiose como una piedra en lo más profundo. Al ejército de las funestas consecuencias del pecado original opuso el cortejo de las virtudes: mar del pecado, oscuridad de la culpa, esclavitud del demonio, incendio de concupiscencias, ejército de secuelas del pecado: deteneos porque escrito está: “Caiga de recio sobre vosotros el terror y el espanto, a vista del gran poder de tu brazo, quedad inmóviles como una piedra, en tanto que pasa, oh Señor, tu Inmaculada, hasta que pase tu Inmaculada que Tú has adquirido. Éxodo, Cap. XV, 16. Ese es precisamente el argumento de un grandioso cuadro en que todos los personajes juegan admirable oficio para darnos a entender en toda su magnificencia el triunfo de la Inmaculada. Aunque aparecen sensiblemente expresados el Padre celestial, primera persona de la adorable Trinidad, representado bajo la figura del anciano de días, es decir, de siglos eternos, y el Espíritu Santo, tercera persona, significado por la Paloma que ocupa el más alto lugar del cuadro, con todo eso, la figura central, la protagonista de toda la acción indudablemente es María, y los demás personajes sólo intervienen en función, digámoslo así, del triunfo de la Inmaculada. Porque el Padre celestial sostiene en el aire a María, en un abrazo de todo su poder, de toda su asistencia, y de toda su solicitud; y con qué mirada escrutadora sigue los movimientos del dragón infernal contra la purísima e Inmaculada. El ha querido ocupar un lugar secundario dentro del oficio tan decisivo y necesario que allí desempeña. Es que el Padre celestial quiere que aparezca el triunfo de la Inmaculada. Y el Espíritu Santo interviene para irradiar sobre María toda su santidad, belleza y pureza, para envolverla en el sol radiante de la santidad y hacer de Ella la mujer revestida del sol. Solo aparece el Espíritu Santo para mostrar el contraste entre la Mujer vestida del sol y el tenebroso espíritu del Príncipe de las tinieblas. En cuanto al Hijo divino no aparece sensiblemente expresado, pero ¿quién no ve que está en María, dentro de María? Es la mejor manera de expresar que tanto María como la prole divina de María, fraguada y confundida en una sola y misma acción, aplastan la cabeza infernal. Los ángeles que despliegan su acción a los pies de María, hacen más patético y pavoroso el triunfo de la Inmaculada. Porque cuánto estupor revelan, qué profundo terror los embarga a ellos que conocen el poder, la astucia, las dotes del que en un tiempo fue el espíritu creado más excelso, más hermoso, más cercano de Dios y ahora tan horroroso, tan monstruoso, tan malo, tan enemigo de Dios.

En cuanto al dragón infernal es el vencido, el derrotado por el triunfo de la Inmaculada. Asombro, confusión, rabia, desesperación, fracaso, es lo que expresa la actitud de Satanás que está a un palmo del abismo eterno, desgraciado irremediable al que en breve instante va a precipitarse. ¿En qué momento la planta de la Inmaculada le acható y le aplastó la cabeza? El mismo no lo sabe, pero lo siente… está destrozado por la planta virginal. Por eso fulguran en halo resplandeciente las doce estrellas de la Vencedora, de la triunfadora: es el triunfo de la Inmaculada. Este cuadro es por una parte la realización del anuncio del Paraíso: Pondré enemistades entre ti y la Mujer; Ella te aplastará la cabeza. María es el desquite de Dios. Satanás venció a Eva, primera mujer; María, mujer por excelencia, vence a Satanás. Y por otra parte este cuadro es la expresión de la profecía apocalíptica: Apareció en el cielo una gran señal: era una Mujer vestida del sol, que tenía por escabel la luna, en su cabeza doce estrellas, y el dragón infernal en vano forcejeaba contra Ella. Este cuadro compendia la historia bíblica desde su primera página que es el Paraíso, hasta su última que es el Apocalipsis. Este cuadro es la feliz interpretación de la doctrina de la Iglesia sobre la Inmaculada: Dios la redime con Redención anticipada; antes que el demonio la manchara, ya estaba derrotado porque Dios la tenía elegida, preelegida y predestinada para Madre suya. Dios la hizo llena de gracia porque el Espíritu Santo la envolvió en el sol de la gracia: ser llena de gracia es ser incorruptible, es ser perfecta, es ser inmaculada. Este cuadro expresa que la razón de ser María Inmaculada es por ser Madre de Dios, y qué felizmente lo expresa cuando compenetra a María tan admirablemente con su Hijo que el pintor presupone que todos entendemos que en María está el Hijo y por eso no lo sensibiliza en otra forma. Qué desborde de alcance dogmático, qué acierto, qué maravilla. La Iglesia enseña que en el primer instante de su purísimo ser natural María Santísima fue concebida sin pecado. Y qué bien lo manifiesta este cuadro. Cuando no lo había pensado todavía el demonio, ya tenía destrozada la cabeza. Los más grandes títulos de María son: Maternidad divina, Concepción inmaculada, Virginidad perfectísima, asunción en cuerpo y alma, realeza universal, mediación universal de la gracia, corredención… ¿Y todo esto no aparece claro, diáfano, espléndido en este magnífico, grandioso, insuperable triunfo de la Inmaculada? Qué maravilloso poder de síntesis el de este cuadro: Es que el privilegio de la Inmaculada es el punto de partida de la Madre de Dios.

Marcos Lombo Bonilla
Presbítero.


Tomado de la Revista Regina Mundi


[1] Palabras que significan; pudo, lo halló conveniente, y por eso lo realizó. Se discute si Scoto lo dijo exactamente así. En todo caso las grandes ideas que están compendiadas en esas palabras son de Scoto.

miércoles, 18 de abril de 2012

Los santos y María


s. Pedro de Alcántara

Cuando san Pedro de Alcántara era superior del Convento de Reforma de Nuestra Señora de los Ángeles, cerca de Robledillo, pasó lo siguiente debido a su gran amor y confianza en la Santísima Virgen: “En un riguroso invierno, a causa de la excesiva nieve que cubría los caminos, se hizo de todo punto imposible salir del convento en busca de limosnas. Como el espíritu de pobreza, que rayaba en lo increíble en aquella mansión, más celestial que terrena, no permitía grande acopio de alimentos, se dejó sentir bien pronto en toda su intensidad y dureza la carencia de sustento, y la víspera de Navidad vinieron a hallarse sin un pedazo de pan con qué atender a sus desfallecidos cuerpos.

Aunque el recuerdo de la pobreza de Nuestro Señor y de su Madre Santísima en el portal de Belén servía de gran consuelo a los religiosos que se gozaban de padecer aquellos gajes de la pobreza seráfica, el ánimo de Pedro sentíase conmovido y apenado al ver sufrir a sus hijos, y en tan amargo trance procuró sostener su espíritu con dulces y sabrosas pláticas, en las que ponía el Señor, más que nunca, tal eficacia y virtud que daban a la vez fuerza y vigor al alma y al cuerpo. Ello es que ni omitieron las horas ordinarias de oración y penitencia, ni se dispensaron de cantar los maitines a media noche con la solemnidad acostumbrada.

Entre tanto, Pedro, confiado en las promesas del Señor y de san Francisco, su padre, redoblaba sus oraciones y daba amorosas quejas a la Santísima Virgen, cuando he aquí que, a deshora de la noche y apenas habían dado comienzo al rezo del divino oficio, se oyó resonar la campana de la portería, y acudiendo el portero, extrañado de la novedad, encontró junto a la puerta dos grandes cestas, llenas de pan blanquísimo la una y la otra con buena provisión de viandas, sin que en la nieve se descubriera huella alguna que diese a demostrar haber sido portador de tan ricos presentes una persona humana. Con esto, no sólo se remedió la necesidad de la afligida comunidad, sino que fue ocasión al santo prelado para dar a sus religiosos saludables documentos acerca de la pobreza evangélica”.

S. Gema Galgani
“Fue un ocho de mayo en que la Soberana Señora, la Virgen María, como si quisiera expresar con una viveza tal vez nunca más igualada, como en su Corazón se desbordaba ya el amor que contenía para Gema, en un arranque de encendida maternidad, que recuerda aquel amoroso frenesí con que las madres, apretujándolos entre sus brazos, magullan y se comen a besos a sus hijitos, dice a nuestro serafín humanado: “Tú gozas en llamarme tu Mamá; pues mira, yo salto de júbilo llamándote mi hija”.

S. Gertrudis
“Deseaba santa Gertrudis en Adviento ofrecer sus filiales obsequios a la Virgen María, y el Señor le mostró como debía hacerlo, diciéndole: 1º Saluda al corazón virginal de mi Madre, en atención a la superabundancia de todos los bienes con que benefició a los mortales; tan puro fue que hizo antes que ningún otro el voto de virginidad; 2° Saluda a ese corazón tan humilde que mereció concebir del Espíritu Santo; 3° A ese corazón devotísimo y tan henchido de deseos que a él irresistiblemente me arrastraron; 4° Tan encendido en amor a Dios y al prójimo; 5º Tan fiel en conservar cuanto hice en mi infancia, adolescencia y juventud; 6° Tan pacientísimo en mi Pasión que le traspasó terriblemente, sin jamás olvidar tan doloroso cuadro; 7º Tan leal y generoso que consintió que de veras quiso fuera yo, su único Hijo, inmolado para rescate del mundo; 8° Tan solícito y constante en rogar sin tregua por la naciente Iglesia; 9º Tan dado por fin a la contemplación, logrando con sus méritos la gracia de los hombres”.
. Contardo Ferrini
“Exulta, alma mía, por tener una Madre en el Cielo que te quiere más que todas las madres de la tierra juntas; exulta y devuelve amor por amor. En el templo de Jerusalén, en la casita de Nazaret, maduraba una virtud extraordinaria que cautivaba el corazón mismo de Dios; el perfume de aquella flor inmaculada arrastró al Señor a encarnarse y a salvar al mundo. Desde entonces oraba María por nosotros, y toda necesidad nuestra era objeto de sus maternales cuidados. Fue Ella la que consiguió el vino en Cana…

¡Y supo obtener tanto! ¿Qué hará pues, con quienes la aman y le piden los tesoros espirituales, procurando marchar en pos de sus huellas? ¿Qué hará Ella por nosotros, del momento que somos el legado de su Hijo moribundo e hijos suyos? ¿Qué hará Ella, luego de haber contemplado en el Gólgota cómo se ha de amar?” Así habló de María Santísima el beato profesor Contardo Ferrini.

S. Alberto Magno
Según Pedro de Prusia, se trataba de una visión de la Santa Virgen que tuvo san Alberto Magno cuando era estudiante y rezaba en una iglesia de Padua, y la que lo decidió a ingresar en la Orden de Santo Domingo. En la época de su noviciado, vanamente se esforzaba por aprender las ciencias divinas y humanas; su comprensión era tan lenta que resolvió renunciar a la vida de Hermano Predicador. De repente, ve que su pieza se ilumina y que se le aparece la Santa Virgen, como se le apareció a santo Domingo, acompañada de santa Bárbara y de santa Catalina. La Santa Virgen lo consuela y él le suplica que le conceda el conocimiento de todas las ciencias humanas. Ella responde: “¡Sea!; en adelante tus progresos serán extraordinarios y en filosofía no tendrás nadie que te iguale. Siempre te protegeré y no permitiré que sucumbas a los argumentos de los sofistas ni que te alejes de la verdadera fe. Pero, a fin de que sepas que debes este saber a mi bondad y no a tu inteligencia, antes de tu muerte te será arrebatado”. Y así se explican los últimos tres años de silencio del gran sabio dominico.


S. Ignacio de Loyola
Cuando san Ignacio estaba de convaleciente en Loyola, le sucedió, según apunta en su autobiografía, lo siguiente: “Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de Nuestra Señora con el Santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía haberle quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas. Así desde aquella hora hasta el agosto de 1555, que esto se escribe, nunca más tuvo ni un mínimo consenso de cosas de carne”.

B. Ana María Taigi
“Todo es inútil, decía Ana María Taigi, cuando le prodigaban cuidados y remedios; estoy en sazón para el Cielo y conviene que yo parta. Sed hijas mías, devotas de María Santísima; os la dejo por Madre en mi lugar”.

S. Juan B. María Vianney
En su sermón sobre las grandezas de María, el santo Cura de Ars, describe la entrada de María en el cielo en estos términos: Para haceros una descripción fiel de su entrada gloriosa y triunfante en el cielo, fuera necesario, hermanos míos, ser el mismo Dios que en aquellos momentos quiso prodigar a su Santísima Madre todas las riquezas de su amor y de su reconocimiento. Bien podemos afirmar que juntó y congregó todo cuanto fuese capaz de embellecer y adornar su triunfo en el cielo. “Abríos de par en par, puertas del cielo, aquí tenéis a vuestra Reina que deja la tierra para venir a hermosear los cielos con la grandeza de su gloria y la inmensidad de sus méritos y de su dignidad”.

“Oh excelentísima, gloriosísima y santísima siempre intacta Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, Reina del mundo y señora de toda criatura, que a nadie abandonas, a nadie desprecias, a nadie que recurre a ti con puro y humilde corazón despachas desconsolado, socórreme, piadosísima Virgen María”.
León XII

jueves, 12 de abril de 2012

Ejercicios espirituales con Benedicto XVI

Por P. Miguel Patiño H., smm.
Traductor
Miembro de Número de la Sociedad Mariológica Colombiana

Los ejercicios espirituales del Papa y de la Curia romana que se llevaron a cabo del 13 al 19 de marzo de 2011 así como las meditaciones, fueron guiados por el padre François Marie Léthel, O.C.D., religioso de la Orden de Carmelitas Descalzos, Secretario de la Pontificia Academia de Teología y profesor ordinario de espiritualidad de la Pontificia Facultad Teológica Teresianum de Roma.
El tema de los ejercicios fue: “La luz de Cristo en el corazón de la Iglesia – Juan Pablo II y la teología de los santos”.
El padre François Marie Léthel desde hace muchos años es profesor de teología espiritual en el ISCSM al igual que en la Facultad de Misionología.
La editorial del Vaticano, publicó hace poco estas meditaciones en un libro de 294 páginas, intitulado: La Luce di Cristo nel cuore della Chiesa, Giovanni Paolo II e la Teologia dei Santi. Exercizi Spirituali con Benedetto XVI. Son 16 meditaciones precedidas de una carta de agradecimiento del Papa al P. Léthel y de una introducción del autor para presentar el objetivo y contenido global de los ejercicios: “En estos días de oración y de reflexión, miraremos a los santos, escucharemos a los santos, nos dejaremos guiar por los santos…”  “Juan Pablo II es quien conduce estos ejercicios, de la mano sobre todo de dos santos muy cercanos a él: san Luis María Grignion de Montfort, inspirador de su Totus Tuus, y santa Teresa de Lisieux, el único doctor de la Iglesia propuesto por Él durante su largo pontificado”. “En 1968, en el noviciado de los Carmelitas de mi Provincia de París, descubrí el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen de san Luis María Grignion de Montfort, y desde entonces, su Totus Tuus cristocéntrico y mariano se convirtió en algo fundamental para toda mi vida, de modo especial ha sido la mejor arma espiritual para poder resistir a la gran ofensiva de la crisis. Tenía entonces 20 años, como Juan Karol Wojtyla cuando descubrió el mismo tesoro en 1940, en el momento de la segunda Guerra Mundial. Y justamente la crisis del 68 me empujó a hacer una «opción preferencial» por los santos…”
A continuación la traducción de las Meditaciones 3 y 5 que tratan más ampliamente del itinerario espiritual del Totus Tuus, cristocéntrico y mariano, que fue el hilo conductor de toda la vida de Karol Wojtyla y que se encuentra descrito en el Tratado de la VD y en su resumen el SM, en conexión con sus otras obras, particularmente el ASE y los Cánticos.
No son éstas las únicas meditaciones en las que el P. Léthel habla de Montfort y presenta citas textuales de sus obras. Por ejemplo, el mismo P. Léthel, en la Meditación 2 intitulada “La gran ciencia de los santos”, reconoce que este título lo ha tomado de Montfort a quien cita y que habla de ella en ASE 93-94. También en la Meditación 4 sobre “El esplendor de la caridad, de la fe y de la esperanza vividas por Juan Pablo II con María Santísima”, en la que cita gran parte de la Carta de Juan Pablo II a la Familia Montfortiana (CFM, 1; 6; 7; 8). En ella justifica la expresión paradójica “esclavitud de amor” de Montfort, al tratar el tema de la santidad como perfección de la caridad. Pues la esclavitud de amor es interpretada como un intercambio de amor entre Dios y la humanidad en el misterio de la Encarnación. Igualmente cita la CFM al hablar de ‘La peregrinación de la fe’ y del ‘Signo de esperanza segura’. También en la última meditación, la 17,  sobre San José, en base a la Redemptoris Custos de Juan Pablo II, hace referencia de nuevo a Montfort transcribiendo y comentando el CT 122 que compuso en honor de san José y basándose en VD 27, para fundamentar la función que continúa realizando San José de modo similar a la de María en el tiempo y en la eternidad.




El Totus Tuus cristocéntrico y mariano
de Karol Wojtyla,
Hilo conductor de toda su vida

El escudo de Juan Pablo II nos ofrece la mejor clave de interpretación de su vida, de su pontificado, de su santidad. Ya habíamos advertido en la primera meditación que se trata de la representación simbólica del texto del Evangelio, en el cual Jesús Crucificado da la Madre al Discípulo, Jn 19, 25-27. El Totus Tuus presente en la base del escudo significa la acogida de este don de parte del Discípulo, en el acto de amor como don de sí mismo. Es la síntesis de toda la espiritualidad cristocéntrica y mariana contenida en el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen de san Luis María Grignion de Montfort, 1673-1716. Es la obra maestra de este santo, síntesis de toda su doctrina espiritual. El manuscrito, descubierto sólo en 1842, fue inmediatamente publicado y traducido en muchos idiomas. Ha tenido siempre un gran éxito y sobre todo una gran influencia en los santos de la época moderna, entre los cuales Juan Pablo II ocupa un lugar eminente.
En realidad, el lema Totus Tuus ha sido el hilo conductor de toda la vida de Karol Wojtyla, «hilo mariano» de un largo y continuo camino hacia la santidad. ¡Totus Tuus! Dos palabras que son una oración dirigida a Jesús por medio de María y en su Corazón Inmaculado. Es un acto de Amor como don total de sí mismo. En el mismo sentido, Santa Teresa de Lisieux definió el Amor en su última poesía a María: «Amar es dar todo y darse uno mismo», Porque te amo, Oh María!, est. 22. «Te amo» significa: «Me doy todo a ti, soy tuyo para siempre».
El Totus Tuus es la oración breve y esencial que ha animado toda la vida de Karol Wojtyla, una vida totalmente entregada al Señor, a la Iglesia a todos los hombres, continuamente vivida con María, la Madre de Jesús y Madre nuestra. Luis María de Montfort y Teresa de Lisieux son ciertamente como dos faros de santidad que han iluminado de manera especial el Pontificado de Juan Pablo II, en la perspectiva del Concilio Vaticano II trazada por la Lumen Gentium, en los capítulos VIII sobre María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia y V sobre la vocación universal a la santidad. Montfort es el santo que más ha influido en toda la vida de Karol Wojtyla, mientras Teresa de Jesús es la única santa declarada Doctora de la Iglesia por él[1].
1. Don y Misterio (1996)
En la vida de Karol Wojtyla este Totus Tuus se convirtió como la respiración de su alma, el latido de su corazón a partir de 1940 cuando, a la edad de 20 años, descubrió el Tratado de Montfort. Muchas veces Juan Pablo II contará este hecho, como por ejemplo al escritor André Fossard, al inicio de su pontificado[2].
Lo hizo especialmente en el momento de su 50 aniversario de sacerdocio en su libro Don y misterio, 1996. Según su testimonio, fue un santo laico, Jan Tyranowiski (ahora siervo de Dios) quien le hizo conocer el Tratado de Montfort y las Obras de san Juan de la Cruz, abriéndolo a la más profunda vida espiritual, en aquellos difíciles años de la ocupación nazi en Polonia. El joven Karol debía trabajar como obrero, descubriendo progresivamente en el mismo período su vocación al sacerdocio. Hablando de este período, Juan Pablo II insistía en el «hilo mariano» que había guiado toda su vida desde la infancia, en su familia, en su parroquia, en la devoción carmelitana al escapulario y la devoción salesiana a María auxiliadora, ver Dono e Mistero, p. 37. El descubrimiento del Tratado le ayudó a dar un paso decisivo en su camino mariano, superando cierta crisis:
«Hubo un momento en el cual me cuestioné de alguna manera mi culto a María, considerando que éste, si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo. Me ayudó entonces el libro de San Luis María Grignion de Montfort titulado Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En él encontré la respuesta a mis dudas. Efectivamente, María nos acerca a Cristo, con tal de que se viva su misterio en Cristo. (…) El autor es un teólogo notable. Su pensamiento mariológico está basado en el Misterio Trinitario y en la verdad de la Encarnación del Verbo de Dios. (…) Esto explica el origen del Totus Tuus. La expresión deriva de San Luis María Grignion de Montfort. Es la abreviatura de la forma más completa de la consagración a la Madre de Dios, que dice: Totus tuus ego sum et omnia mea Tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor Tuum, Maria. Soy todo tuyo y todo lo mío es tuyo. Te recibo como todos mis bienes. Dame tu corazón, ¡oh María!» Dono e Mistero, pp. 38-39.

Estas palabras en latín, continuamente oradas y copiadas por Karol Wojtyla encabezando las cuatro primeras páginas de sus manuscritos, se encuentran al final del Tratado de Montfort, cuando el santo invita al fiel a vivir la Comunión eucarística con María y en María[3]. Antes de considerar más atentamente el contexto y el significado de estas palabras, es necesario destacar que este Totus Tuus se convierte para siempre, de 1940 al 2005, en la línea directriz de toda la vida de Karol Wojtyla, como seminarista y sacerdote, y después como obispo y Papa. Cuando en el 1958 es nombrado por Pío XII Obispo auxiliar de Cracovia, escoge ya el Totus Tuus como lema episcopal, el mismo que conservará como Papa. Y sobre todo lo vivirá hasta el fin, en los grandes sufrimientos de los últimos meses. Después de la traqueotomía, no pudiendo ya hablar más, escribirá últimamente las palabras Totus Tuus.
Puedo también añadir mi testimonio personal, cuando fui invitado a almorzar con Juan Pablo II, junto con el cardenal Ratzinger y un pequeño grupo de teólogos, en 1987. Habíamos hablado del Tratado de Montfort con el Santo Padre. Estaba sentado a la mesa al lado de Mons. Dziwisz quien me dijo: «¡El Santo Padre abre cada día este libro!».
2. Carta de Juan Pablo II a los Religiosos y Religiosas de las Familias Montfortianas, 8 diciembre 2003.
En sus escritos magisteriales, Juan Pablo II se ha referido muchas veces a san Luis María, como por ejemplo en la Redemptoris Mater, n. 48. Pero, de modo especial, al final de su pontificado nos ha dejado una bellísima síntesis de su doctrina interpretada a la luz del Vaticano II, en su Carta a los Religiosos y Religiosas de las Familias Montfortianas del 8 de diciembre de 2003[4]. Es el texto más iluminado para comprender mejor el profundo significado teológico del Totus Tuus y del lema episcopal[5], y, a la vez, es una de las mejores claves para entrar en la profundidad del alma de Juan Pablo II.
En la introducción de esta Carta, no 1, Juan Pablo II presenta el Tratado de Montfort como un texto clásico de la espiritualidad mariana, que ha tenido una extraordinaria acogida eclesial y que se puede comprender aún mejor después del Concilio. La Carta Pontificia cita continuamente textos de la Lumen Gentium, del Tratado de la Verdadera Devoción y del Secreto de María.
Así, a la luz de la Lumen Gentium, y especialmente del Capítulo VIII sobre la Virgen María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, la enseñanza del Tratado es considerada primero desde el punto de vista cristológico. En primer lugar su cristocentrismo es expuesto bajo el título «A Jesús por María», n. 2-4. Después viene el aspecto eclesiológico intitulado: María, miembro eminente del Cuerpo místico y Madre de la Iglesia, n. 5.
Enseguida, a la luz del capítulo V de la Lumen Gentium sobre la vocación universal a la santidad, la misma Carta presenta el camino eclesial de la santidad vivido con María en la caridad, la fe y la esperanza. Así, los tres últimos puntos están intitulados: la santidad, perfección de la caridad, n.6, La «peregrinación de la fe», n.7, y Signo de segura esperanza, n.8, citando siempre textos del concilio y de Montfort. Será la clave de nuestra próxima meditación cuando contemplemos el esplendor de la caridad, de la fe y de la esperanza vividas por Juan Pablo II con María, en la Iglesia y para el Mundo.
Ahora, a la luz de la primera parte de la Carta, podemos comprender el enfoque de la vida de Karol Wojtyla como «existencia teológica» vivida con María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En la introducción, n. 1, el Papa recuerda su experiencia personal (resumiendo el citado relato de Don y Misterio. Citando después el Tratado de Montfort insiste en la principal característica de su doctrina que es el cristocentrismo: «la verdadera devoción mariana y cristocéntrica. (…) Es un medio privilegiado “para encontrar a Jesucristo perfectamente, para amarlo tiernamente y servirlo fielmente”, VD 62»; CFM, n. 2-3. El fundamento de esta doctrina es evidentemente el Evangelio que es citado. Y precisamente es a partir del texto de san Juan que es explicado el escudo y el lema Totus Tuus:
 «La Iglesia, desde sus orígenes, y especialmente en los momentos más difíciles, ha contemplado con particular intensidad uno de los acontecimientos de la pasión de Jesucristo referido por san Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al Discípulo a quien amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al Discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora el Discípulo la acogió en su casa» Jn 19, 25-27. A lo largo de su historia, el pueblo de Dios ha experimentado este don hecho por Jesús crucificado: el don de su Madre. María santísima es verdaderamente Madre nuestra, que nos acompaña en nuestra peregrinación de fe, esperanza y caridad hacia la unión cada vez más intensa con Cristo, único salvador y mediador de la salvación[6].
Como es sabido, en mi escudo episcopal, que es ilustración simbólica del texto evangélico  recién citado, el lema Totus tuus se inspira en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort[7]. Estas dos palabras expresan la pertenencia total a Jesús por medio de María:  “Tuus totus ego sum, et omnia mea, tua sunt”, escribe san Luis María; y traduce:  «Soy todo tuyo, y cuanto tengo es tuyo, ¡oh mi amable Jesús!, por María tu santísima Madre», VD 233; CFM n. 1.
Aquí el Totus Tuus está dirigido a Jesús, por medio de María, pero también a María, siempre para entregarse totalmente a Jesús, y sobre todo en la comunión Eucarística. Y es justamente al final del Tratado que se encuentran las precedentes palabras en latín que luego son continuamente citadas por Karol Wojtyla, seminarista, sacerdote, obispo y Papa. San Luis María enseña a vivir la santa Comunión con María. Se trata de renovar la consagración del bautismo en las manos de María para recibir con Ella el Cuerpo de Jesús, en esta gran dinámica que va del bautismo a la Eucaristía:
«Renueva tu consagración, diciendo: Totus tuus ego sum, et omnia mea tua sunt; “Soy todo tuyo, ¡oh María!, y cuanto tengo es tuyo”[8]. Suplica a esta bondadosa Madre que te preste su corazón para recibir en él a su Hijo con sus propias disposiciones… Pídele su corazón  con  estas  tiernas palabras: Accipio te in mea omnia, praebe mihi cor tuum, o Maria; ¡Te recibo como mi todo, oh María; préstame tu corazón!», VD 266.  
Este texto de Montfort está dirigido al fiel para su plena participación en la Eucaristía, pero evidentemente tiene un valor especial para el sacerdote que celebra la Misa cada día. Nuestro santo lo dice, siempre al final del Tratado, invitando a renovar esta consagración mariana «antes de celebrar o de participar en la santa Misa, en la Comunión, etc.», VD 259. La espiritualidad cristocéntrica y mariana de Montfort, vivida por Juan Pablo II, es también esencialmente eucarística.[9]
3. Accepit eam discipulus in sua, Jn 19,27 / Accipio te in mea omnia.
    El Discípulo la recibió en su casa, Jn 19,27/ Te recibo como mi todo.

Ahora se requiere mirar atentamente estas palabras en latín de Montfort siempre retomadas por Juan Pablo II. Ciertamente, las palabras Accipio Te in mea omnia, «Te recibo como todo mi bien», son la aproximación personal del texto del Evangelio: Accepit eam discípulo in sua, «El Discípulo la acogió en su casa», Jn 19,27. María es un don que el discípulo recibe continuamente del mismo Jesús, y que acoge en el don de sí mismo expresado en las palabras Totus tuus ego sum, «Soy todo tuyo». Montfort lo dice hablando a Jesús, identificándose con el Discípulo Juan:

 «¡Mil y mil veces ‑como san Juan ante la cruz‑ he aceptado a María como tu don más precioso! ¡Y cuántas veces me he consagrado a Ella! Aunque todavía no conforme a tus deseos. Por ello la acepto ahora, como tú lo quieres, ¡amado Jesús mío!», SM 66.

De manera muy sintética Luis María expresa que una de las grandes leyes de la vida espiritual es la necesidad del don de sí mismo para acoger el Don de Dios[10]. Es solamente en el don total de sí mismo, expresado en el Totus Tuus, que el discípulo puede acoger el Don de Dios: el don del Padre que da su Hijo y el Espíritu de su Hijo, ver Gal 4, 4-6, el don del Hijo que se da él mismo y que da el Espíritu y que da su propia Madre, y también el don de María que da el Hijo y se da ella misma.

En efecto, es Jesús quien ha dado el Discípulo a su santa Madre: «He aquí a tu hijo» y la Madre al discípulo: «He aquí a tu Madre», Jn 19, 26-27. El Verbo Encarnado y Redentor, con su palabra omnipotente ha creado una nueva relación entre María y el Discípulo, una relación de amor en el don recíproco de sí. Luis María lo dice de modo espléndido, citando siempre el mismo texto del Evangelio en latín:

«La Santísima Virgen es Madre de dulzura y misericordia, y jamás se deja vencer en amor y generosidad, viendo que te has entregado totalmente a Ella para honrarla y servirla y te has despojado de cuanto más amas para adornarla, se entrega también a ti plenamente y en forma inefable. Hace que te abismes en el piélago de sus gracias, te adorna con sus méritos, te apoya con su poder, te ilumina con su luz, te inflama con su amor, te comunica sus virtudes: su humildad, su fe, su pureza, etc.; se constituye tu fiadora, tu suplemento y tu todo ante Jesús. Por último, dado que como consagrado perteneces totalmente a María, también Ella te pertenece en plenitud. De suerte que, en cuanto perfecto servidor e hijo de María, puedes repetir lo que dijo de sí mismo el evangelista San Juan: Accepit eam discipulus in sua: El Discípulo la tuvo en su casa, Jn 19,27[11] como su único bien», VD 144.
Este don recíproco hace profundamente feliz al hombre: «Beatus Vir»! Es como el grito del corazón de san Luis María cuando dice a Jesús: «¡Oh! ¡Cuán dichoso el hombre que habita en la casa de María! ¡Tú fuiste el primero en habitar en Ella!», VD 196. La misma feliz experiencia se expresa siempre en referencia a las palabras del Evangelio:

«¡Oh! ¡Qué feliz es el hombre que lo ha entregado todo a María, que en todo y por todo confía y se pierde en María! ¡Es todo de María, y María es toda de él! Puede decir abiertamente con David: María ha sido hecha para mí, ver Sal 118,58, Vulgata. O con el Discípulo amado: La tomé por todos mis bienes, Jn 19,27. O con Jesucristo: Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío, Jn 17,10», VD 179.
En la vida del sacerdote, del hombre consagrado en el celibato, no hay duda que hay una relación con María, la Nueva Eva, la Mujer toda Bella y toda Santa, y fuente de pureza, de equilibrio y de una relación justa y serena con todas las mujeres. El testimonio de Juan Pablo II ha sido ejemplar en este aspecto. Hablaremos de ello en la próxima meditación, considerando la caridad del Papa hacia la mujer, pero indicamos desde ya uno de los textos más iluminadores sobre este aspecto, «una breve Meditación sobre el Don Desinteresado», escrita por él el 8 de febrero de 1994 y jamás publicada hasta el día de hoy. ¡Esta Meditación es brillante como un diamante! Es uno de los textos más luminosos sobre la profundidad de su alma.
Pero este don de María viene siempre de Jesús y lleva a Jesús. Es el sentido de la petición Praebe mihi Cor Tuum, María, «dame tu corazón, ¡Oh María!» No se trata de amar principalmente a María, sino más bien de amar a Jesús con el corazón de María, y en Él amar al Padre y al Espíritu Santo, la Iglesia y a todos los hombres.
La persona que expresa y vive el Totus Tuus, vive y expresa al mismo tiempo el Totus Meus: Cristo es todo mío, y María es también toda mía, Tota Mea. Eran precisamente las palabras de san Juan de la Cruz en la oración del alma enamorada: «Mía es la Madre de Dios… Dios mismo es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí», Dichos de luz y de amor, n. 26.

4. «La verdadera devoción a María es cristocéntrica»

«La verdadera devoción a María es cristocéntrica», afirma Juan Pablo II en su Carta bajo el título Ad Jesum per Mariam, y esta gran afirmación es enseguida ilustrada por textos del Concilio y de Montfort. Es la misma insistencia del cristocentrismo como la primera de las «verdades fundamentales» de la verdadera devoción a María, es decir el absoluto y la centralidad de Cristo y la total relatividad de María a Él y a la Santísima Trinidad:

«El amor a Dios mediante la unión con Jesucristo es la finalidad de toda devoción auténtica, porque –como  escribe san Luis María–

Jesucristo:
es el único Maestro que debe enseñarnos,
el único Señor de quien debemos depender,
la única Cabeza a la que debemos estar unidos,
el único Modelo a quien debemos asemejarnos,
el único Médico que debe curarnos,
el único Pastor que debe apacentarnos,
el único Camino que debe conducirnos,
la única Verdad que debemos creer,
la única Vida que debe vivificarnos
y el único Todo que en todo debe bastarnos.», VD 61.
La devoción a la Santísima Virgen es un medio privilegiado «para hallar perfectamente a Jesucristo, para amarlo con ternura  y servirlo con fidelidad», VD 62. Este deseo central de «amarlo con ternura» se dilata enseguida en una ardiente oración a Jesús, pidiendo la gracia de participar en la indecible comunión de amor que existe entre Él y su Madre. La orientación total de María a Cristo, y en Él a la Santísima Trinidad, se experimenta ante todo en esta observación: «Por último, siempre que piensas en María, Ella piensa por ti en Dios. Siempre que alabas y honras a María, Ella alaba y honra a Dios[12]. Y yo me atrevo a llamarla la relación de Dios, pues sólo existe con relación a Él; o “el eco de Dios”, ya que no dice ni repite sino Dios. Si tú dices María, Ella dice Dios. Cuando Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, Ella ‑el eco fiel de Dios‑ exclamó: Proclama mi alma la grandeza del Señor, Lc 1,46. Lo que en esta ocasión hizo María, lo sigue realizando todos los días; cuando la alabamos, amamos, honramos o nos consagramos a Ella, alabamos, amamos, honramos y nos consagramos a Dios por María y en María.» VD 225. También en la oración a la Madre del Señor san Luis María expresa la dimensión trinitaria de su relación con Dios: 
«Dios te salve, María, Hija predilecta del Padre eterno;
Dios te salve, María, Madre admirable del Hijo;
Dios te salve, María, Esposa fidelísima del Espíritu Santo» SM 68; CFM, N, 2-3.

Todo el largo Pontificado, iluminado por el Totus Tuus, ha dado una asombrosa demostración de esta verdad fundamental a partir de la primera encíclica Redemptor hominis que comienza con las palabras: «El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del Cosmos y de la Historia». El discípulo que recibe de Jesús mismo el don de María mediante el don total de sí mismo, entra por medio de Ella en el misterio de la Alianza, en la profundidad del admirable intercambio entre Dios y el hombre en Cristo Jesús. «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegase a ser Dios», decían los Padres de la Iglesia. El Hijo de Dios ha descendido del Cielo y se ha encarnado por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, para hacernos subir al seno del Padre. María ocupa exactamente el mismo puesto en el movimiento «descendente» de la Encarnación y en el movimiento «ascendente» de nuestra divinización.

5. María y la Iglesia
El lugar de María en el Misterio de la Iglesia es consecuencia de su puesto fundamental en el Misterio de Cristo, como Theotokos, Madre de Dios. Basándose en la Escritura y en la gran Tradición de los Padres de la Iglesia y de los Santos, el Concilio ha puesto de relieve esta relación esencial entre María y la Iglesia. El Siervo de Dios, Pablo VI insistió en este punto en su gran discurso al Concilio del 21 de noviembre de 1964, en el momento de la promulgación de la Lumen Gentium, cuando dio solemnemente a María el título de Madre de la Iglesia, diez años más tarde, en la Marialis Cultus, el mismo Pablo VI daba una de las más bellas expresiones de la espiritualidad del Concilio, afirmando que el amor por la Iglesia se traducirá en amor por María, y viceversa porque la una no puede existir sin la otra» n.28. La relación entre María y la Iglesia es tan íntima que ¡es imposible amar a María sin amar a Iglesia, ni amar a la Iglesia sin amar a María!
Esta doctrina del Concilio es retomada por Juan Pablo II en el n. 5 de la Carta a la Familia Montfortiana, bajo el título: María, miembro eminente del Cuerpo Místico y Madre de la Iglesia, citando siempre los textos de la Lumen Gentium, Cap. VIII, y de Montfort: Tratado y Secreto de María.
Se recuerda aquí la clásica doctrina del Cuerpo Místico, cimentada en las enseñanzas de san Pablo. Cristo es la Cabeza y nosotros somos sus miembros, y es siempre el Espíritu Santo quien forma el Cuerpo de Cristo en la Cabeza y en los miembros. María no puede ser Madre de la Cabeza sin ser Madre de los miembros, es decir, no puede ser Madre de Cristo sin ser Madre de la Iglesia, siempre por obra del Espíritu Santo. Mediante el nuevo nacimiento del bautismo, el Espíritu Santo nos incorpora en Cristo, y su obra de santificación es hacer que cada miembro sea siempre más semejante a la Cabeza que es Cristo.
Pero junto a este aspecto de María Madre del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, el Concilio ha desarrollado más otro aspecto de María como imagen perfecta de la Iglesia, esto es aquello de la identificación de María con la Iglesia. Desde este punto de vista, la obra santificadora del Espíritu Santo nos hace siempre más semejantes a María, Virgen y Madre, humilde Sierva del Señor, compartiendo su fe, esperanza y caridad. Recordemos continuamente que el alma de la espiritualidad de Montfort es el Totus Tuus como un continuo acto de caridad. Este es el sentido de la «perfecta devoción», que no es una de las tantas devociones a María –aunque incluye a todas, como por ejemplo el Rosario–  sino la misma vida bautismal vivida con María y en María. Es esencialmente «práctica interior», vida interior, camino de vida espiritual profunda que debe conducir progresivamente a la santidad exactamente como el itinerario descrito por Teresa de Ávila a través de las «siete moradas» del Castillo interior. Así, nuestro santo indica estas etapas:

«Dado que lo esencial de esta devoción consiste en el interior que ella debe formar, no será igualmente comprendida por todos: algunos se detendrán en lo que tiene de exterior, sin pasar de ahí: será el mayor número; otros, en número reducido, penetrarán en lo interior de la misma, pero se quedarán en el primer grado. ¿Quién subirá al segundo? ¿Quién llegará hasta el tercero? ¿Quién, finalmente, permanecerá en él habitualmente? Sólo aquel a quien el Espíritu Santo de Jesucristo revele este secreto y lo conduzca por sí mismo para hacerlo avanzar de virtud en virtud, de gracia en gracia, de luz en luz, hasta transformarlo en Jesucristo y llevarlo a la plenitud de su madurez sobre la tierra y perfección de su gloria en el cielo», VD 119.
No hay duda que Juan Pablo II ha vivido esta espiritualidad cristocéntrica y mariana al nivel más alto de la vida mística que es la unión transformante. Así en su Carta a los religiosos y religiosas de las Familias montfortianas, él destaca esta «identificación  mística con María» que está «totalmente orientada a Jesús»:  
«Una de las expresiones más altas de la espiritualidad de san Luis María Grignion de Montfort se refiere a la identificación del fiel con María en su amor a Jesús, en su servicio a Jesús. Meditando en el conocido texto de san Ambrosio: “More en cada uno el alma de María, para engrandecer al Señor; more en cada uno el espíritu de María, para regocijarse en Dios”[13], escribe:
¡Qué dichoso quien... se halla totalmente poseído y es conducido por el espíritu de María! ¡Espíritu que es suave y fuerte, celoso y prudente, humilde e intrépido, puro y fecundo![14]. La identificación mística con María está totalmente orientada a Jesús, como se expresa en la oración: 
«En fin, muy querida y amada Madre mía,
haz ‑a ser posible‑
que no tenga yo más espíritu que el tuyo,
para conocer a Jesucristo y su divina voluntad;
que no tenga yo más alma que la tuya,
para alabar y glorificar al Señor;
que no tenga yo más corazón que el tuyo,
para amar a Dios con amor puro y ardiente como el tuyo», SM 68; CFM, n. 5.

El texto del Tratado que acabamos de citar se aplica perfectamente a Juan Pablo II. El Papa mariano ha sido un hombre dulce y fuerte, celoso y prudente, humilde y valiente, puro y fecundo. La petición: Praebe mihi Cor Tuum, o María, dame tu corazón, oh María, ha sido escuchada. El mismo Luis María que tuvo la maravillosa experiencia de esta identificación mística con María espera que su doctrina produzca muchos frutos en los siglos sucesivos de la Iglesia:

«¡Ah! ¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso… en que la excelsa María sea establecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su excelso y único Jesús? ¿Cuándo respirarán las almas a María como los cuerpos respiran el aire? Cosas maravillosas sucederán entonces en la tierra, donde el Espíritu Santo ‑al encontrar a su querida Esposa como reproducida en las almas‑ vendrá a ellas con la abundancia de sus dones y las llenará de gracia. ¿Cuándo llegará, hermano mío, ese tiempo dichoso, ese siglo de María, en el que muchas almas escogidas y obtenidas del Altísimo por María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformen en copias vivientes de la Santísima Virgen para amar y glorificar a Jesucristo? Ese tiempo sólo llegará cuando se conozca y viva la devoción que yo enseño: “¡Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María!» VD 217.
Este texto es muy bello, es muy rico y equilibrado desde el punto de vista teológico, en el equilibrio entre el aspecto cristológico y el aspecto pneumatológico de la verdadera devoción a María. María no toma jamás el lugar de Cristo o del Espíritu Santo, sino que es toda relativa a Jesús y al Espíritu. Madre de Jesús y Esposa del Espíritu, es decir, siempre en «las dos Manos del Padre», según la bella expresión simbólica de san Ireneo. Es siempre el Espíritu Santo quien obra en María para formar el Cuerpo de Cristo, en la Cabeza y en los miembros, y también para «reproducir» a María misma en la Iglesia, en las «almas», es decir, en cada persona en la Iglesia, hasta hacer que se convierta en «copia viviente de María para amar y glorificar a Jesucristo». En este punto la doctrina de Montfort se armoniza perfectamente con la enseñanza del Concilio sobre María como imagen y ejemplar perfecto de la Iglesia Santa, ver Lumen Gentium, nn 63-65. En la perspectiva del Concilio, toda la Iglesia debe transformarse en «copia viviente de María para amar y glorificar a Jesucristo», y lo logra concretamente a través de las personas que con María recorren este camino de santidad. Es la misma y fundamental vocación la de María y la de toda la Iglesia que Teresa de Lisieux expresaba como su vocación en el cielo y en la tierra; «Amar a Jesús y hacerlo amar», Carta del 24 de febrero de 1897. Se trata, pues, de dejarse plasmar por el Espíritu Santo para ser configurado a Jesús como el miembro a la Cabeza, y también para ser configurado con María como a la Virgen Madre que lo ama perfectamente, lo genera y lo hace amar. Como conclusión de esta meditación sobre el Totus Tuus de Juan Pablo, conviene citar el último párrafo de su propia meditación (inédita) del 8 de febrero de 1994:
«Finalmente es justo añadir que en la presente meditación sobre el «don desinteresado» está escondido un largo camino, un «itinerario» interior que llevaba desde las palabras que escuché de labios de mi director espiritual hasta aquel Totus Tuus que me acompaña continuamente desde hace tantos años. Lo descubrí en los tiempos de la ocupación  trabajando como obrero en la Solvay. Lo descubrí a través  de la lectura del Tratado de la Verdadera Devoción a la Madre de Dios de san Luis Grignion de Montfort. Fue cuando había escogido el sacerdocio, y, trabajando físicamente, al mismo tiempo estudiaba la filosofía. Me daba cuenta que la vocación sacerdotal había puesto en mi camino a tantas personas, que Dios me había confiado de modo particular a cada uno y a cada una de ellas: «dará» y «confiará». Precisamente entonces surgió aquella gran necesidad de mi entrega confiada a María la cual se expresa en las palabras “Totus Tuus”. Esto no es tanto una declaración como una oración. Para que no cediese a la tentación ni siquiera en la forma más camuflada. Para que permaneciese puro, es decir, «transparente» para Dios y los hombres. Para que permaneciesen puros mi mirada, mis oídos y mi mente. Para que todo sirviese a la revelación de lo bello que Dios da a los hombres… No desgastaré…, no destruiré…, no disminuiré…, manifestaré…  Totus Tuus. Sí, se necesita ser totalmente un don desinteresado para reconocer en toda persona aquel don que es ella. Para agradecer por aquel don de la persona al Donante».



La doctrina de San Luis María de Montfort,
sintetizada en el Tratado de la Verdadera Devoción
a la Santísima Virgen
y resumida en el Secreto de María

Juan Pablo II, en la gracia de su beatificación, nos invita a redescubrir el libro que tanto ha influido en toda su vida: el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. Hemos hablado de ello ampliamente en las dos meditaciones precedentes, en relación al enfoque cristocéntrico y mariano de su camino de santidad, y su modo de vivir con María la caridad, la fe y la esperanza.
Ahora, es el mismo Juan Pablo II quien nos invita a tomar en la mano[15] este libro de luz y de fuego, siempre siguiendo el tema general de estos ejercicios: La Luz de Cristo en el corazón de la Iglesia. Con la doctrina de Montfort, se trata de la Luz de Cristo en el Corazón de María, tan profundamente unido con el Corazón de Jesús y el Corazón de la Iglesia, el Corazón Inmaculado, en el cual esta Luz pudo siempre resplandecer en plenitud, sin la mínima sombra de pecado.
El Corazón Inmaculado de María, como Corazón de Mujer y de Madre, refleja de manera maravillosa la Luz de Cristo su Hijo en toda la Iglesia y en toda la humanidad. Todo hombre, en efecto, es «un hermano por el cual Cristo ha muerto» según las palabra de san Pablo, 1Cor 8,11, o bien, según san Juan de la Cruz, todo hombre es un alma redimida y desposada por Él en el leño de la Cruz, ver Cántico B, str 23, n.3. Toda persona humana es un hijo, una hija que el Redentor ha confiado al Amor Materno de María.
El amor del Pueblo de Dios por María es un gran tesoro de fe y de vida, es una realidad inmensa, un campo en el cual con frecuencia el Pueblo de Dios precede a los teólogos. Luego, algunos santos teólogos tienen la capacidad de explicar, profundizar e iluminar esta realidad vivida por los pequeños. Así lo ha hecho san Luis María llamado por Juan Pablo II «un teólogo de clase».
Recientemente nuestro Papa Benedicto decía la misma cosa a propósito del beato Duns Scoto, primer gran teólogo de la Inmaculada Concepción:

«A este respecto, quisiera resaltar un dato que me parece importante. Teólogos de valor, como Duns Scoto acerca de la doctrina sobre la Inmaculada Concepción, han enriquecido con su específica contribución del pensamiento lo que el Pueblo de Dios creía ya espontáneamente sobre la Santísima Virgen, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vivencia cristiana. Así la fe sea en la Inmaculada Concepción, sea en la Asunción corporal de la Virgen ya estaba presente en el Pueblo de Dios, mientras la teología no había encontrado aún la clave para interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe. Por consiguiente, el Pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a aquel sobrenatural sensus fidei, es decir, a aquella capacidad infusa por el Espíritu Santo, que capacita para abrazar la realidad de la fe, con la humildad del corazón y de la mente. En este sentido, el Pueblo de Dios es «magisterio que precede», y que después debe ser profundizado e intelectualmente acogido por la teología. ¡Puedan siempre los teólogos ponerse a la escucha de esta fuente de fe y conservar la humildad y sencillez de los pequeños!», Audiencia General del 7 de julio 2010.

Después, el Papa cita su Homilía del 1° de diciembre 2009 a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, con las palabras que se refieren a santa Teresa de Lisieux. Es el «Manifiesto» que ya citamos en la primera meditación.
Todo esto se puede aplicar a san Luis María, a su gran elaboración teológica al servicio de los pobres y de los pequeños.

1. El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, en relación con la vida y las otras Obras de san Luis María.

El Tratado de Montfort, escrito probablemente en 1712 pero descubierto sólo en 1842, es la síntesis final de la doctrina expresada en el conjunto de sus Obras precedentes, especialmente los Cánticos y sus escritos sobre el Santo Rosario, y sobre todo su primer importante tratado intitulado el Amor de la Sabiduría Eterna. El Tratado es la obra maestra de un santo sacerdote, un misionero y un místico, orientado hacia los más pobres y pequeños.
Nacido en 1673 en la Bretaña, Luis María había recibido una óptima formación cultural, espiritual y teológica, de nivel académico, primero en el Colegio de los Jesuitas de Rennes y luego en el Seminario de San Sulpicio en París, siguiendo también lecciones en la Sorbona. Ordenado sacerdote en 1700, desarrolló una intensa actividad misionera en las provincias del Oeste de Francia (Vandea y Bretaña) hasta su muerte en 1716. Su doctrina espiritual está profundamente enraizada en la Biblia, en la teología de los Padres y Doctores de la Iglesia, con la influencia de las grandes espiritualidades (ignaciana, dominicana, franciscana, carmelitana…). Se podría comparar justamente con san Juan de la Cruz que había estudiado en Salamanca. Son dos sacerdotes que unen una sólida preparación teológica y una profunda experiencia mística, y que tienen el mismo objetivo de enseñar a los hermanos el camino de la santidad.
Luis María es considerado como uno de los más importantes maestros de la «Escuela Francesa» de espiritualidad, fundada por el Cardenal Pierre de Bérulle[16] al inicio del siglo XVII, y caracterizada por un fortísimo cristocentrismo, fundado sobre la contemplación del Misterio de la Encarnación, con una rica doctrina respecto a María y a la Iglesia Cuerpo Místico de Cristo. En el nuevo contexto de la modernidad –estando en diálogo con el joven Descartes– Bérulle había ya propuesto el cristianismo de manera realmente genial, como superación de la antítesis entre el teocentrismo medieval y el antropocentrismo del renacimiento. Su cristocentrismo que contempla al Verbo Encarnado como el Centro de todo, es un verdadero «teo-antropocentrismo». Se podría hablar del «viraje teo-antropológico» de Bérulle que tuvo una influencia enorme en los santos, especialmente en Francia. Veremos cómo esta gran contribución fue asimilada por la carmelitana francesa Teresa de Lisieux, porque en sus escritos, el nombre de Jesús se encuentra en primer plano, nombre presente dos veces más que el nombre de Dios. Por el contrario, en los escritos de los santos precedentes como santo Tomás, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, el nombre de Dios es más frecuente que el nombre de Jesús.
Por una parte, san Luis María buscará siembre hacer accesible a los pobres y a los pequeños las más grandes verdades del Misterio cristiano y de la vida espiritual, con un estilo claro, vivo y ardiente, utilizando con frecuencia parábolas, imágenes y símbolos.
El manuscrito del Tratado es autógrafo, pero incompleto: faltan páginas al comienzo y al final. Por ello, no tiene título. Así pues, el título tradicional de Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen no es original, no es del Autor sino de los editores. Seguramente no es muy feliz puesto que no expresa el cristocentrismo que caracteriza toda la obra. En cambio, el primer gran tratado de Montfort fue intitulado El Amor de la Sabiduría Eterna que es Cristo. Bajo esta luz, para la nueva edición que preparé para el gran jubileo del 2000, puse como título el Amor de Jesús en María[17], publicado sucesivamente el texto del Tratado, y el del Secreto de María que es como un breve y fidelísimo resumen del Tratado hecho por el mismo Autor. La misma doctrina es exactamente expuesta en las dos obras, con el mismo orden en la presentación de la síntesis. Si el Secreto es más breve que el Tratado, en cierto sentido es más completo, con la introducción y la conclusión que en cambio faltan en el manuscrito del Tratado, con la pérdida de las primeras y últimas páginas. En especial falta la oración de la Consagración que se encontraba seguramente después del actual final eucarístico. En El Amor de la Sabiduría Eterna, esta oración de la consagración era la conclusión de toda la obra, ASE 223-227. Así pues, el Secreto se inicia con una importantísima introducción sobre la vocación universal a la santidad, SM 1-6, y termina con una conclusión que contiene precisamente la oración de consagración, 66-69 y la parábola del Árbol de Vida, 70-78. Esta oración se dirige sucesivamente a Jesús, 66, al Espíritu Santo, 67, y a María, 68-69; se presenta como la renovación de la consagración. Es la expresión más desarrollada de la consagración montfortiana, la más rica desde el punto de vista teológico.

2. Arquitectura y dinámica de una nueva síntesis teológica

Inscribiéndose en la continuidad de las obras precedentes, y especialmente del Amor de la Sabiduría Eterna, el Tratado es una admirable síntesis de las más grandes verdades de la fe y de la vida cristiana, con todas las características de una obra maestra clásica. Así lo definía Juan Pablo II al comienzo de su Carta a la Familia Montfortiana, en el primer subtítulo: «Un clásico texto de la espiritualidad mariana». Es una obra breve, sencilla y densa, que va a lo esencial. Es una síntesis viva, fruto de la experiencia y de la reflexión, toda orientada hacia la vida, hacia la «práctica». Es una síntesis armoniosa, construida con el más grande cuidado.
Lo que constituye la novedad, la originalidad y también la belleza de esta síntesis, es el lugar que tiene María: Inseparablemente su Corazón Inmaculado que ha acogido con Fe y Amor la Palabra del Padre, y su Cuerpo Virginal de Madre, en donde la misma Palabra se hace Carne por la acción del Espíritu. Por la acción del mismo Espíritu, María «acoge en su corazón» (sumballousa en te Kardia, Lc 2,22) y «concepisce nel suo seno» (sullabousa en te Koilia, Lc 2,22 la misma Palabra, el Hijo del Padre que se llega a ser su Hijo, «el fruto de su seno», Lc 1,42. 
Conviene comparar esta nueva síntesis teológica de Luis María con las de Catalina de Siena y Teresa de Ávila, Doctoras de la Iglesia. El lugar de la síntesis teológica es para Catalina el Cuerpo de Jesús; para Teresa de Ávila es nuestra alma, mientras para Luis María es María en su Cuerpo y en su alma. Veremos en una de las próximas meditaciones cómo el lugar de la síntesis de Catalina es el Cuerpo de Cristo, muerto y resucitado, como Libro en el que Él ha escrito su Amor por nosotros, no con tinta sino con su Sangre, no en un papel, sino sobre su propia Carne; como Escala o Puente que une la tierra y el Cielo; como Templo de la total presencia de Dios «en Él habita corporalmente la Plenitud de la Divinidad»; Col 2,9, en donde toda la humanidad pecadora es llamada a entrar pasando por la puerta siempre abierta de su Costado para llegar a ser la Iglesia su Esposa, como una costilla cercana a su Corazón. El lugar de la síntesis de Teresa de Ávila es nuestra alma considerada como Castillo Interior en donde Dios mismo habita, maravillosa arquitectura por las numerosas Moradas, hasta las Séptimas Mansiones en donde resplandece la Luz de la Trinidad y la Humanidad gloriosa de Jesús, ver El Castillo Interior, VII Mansioni, cap. 1 y 2. Todas estas síntesis tienen el mismo carácter cristocéntrico: Jesús en María (Luis María), nosotros en Él (Catalina), Él en nosotros (Teresa). Del mismo modo la síntesis de santo Tomás, la Suma Teológica, es también una arquitectura, como una catedral gótica de su época, símbolo del Cuerpo de Jesús Muerto y Resucitado «templo nuevo» en el cual «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad», en donde la humanidad es llamada a entrar. Es el gran tema de nuestra incorporación en Cristo igualmente desarrollado por Catalina y Tomás con estilos teológicos diversos. En cambio, Teresa de Lisieux es más cercana a su Madre Teresa de Ávila: Él en nosotros, en nuestra alma. Pero esto se vuelve aún más concreto en la Historia de un alma.
Así, para Montfort, contemplar y amar a «Jesús que vive y reina en María», VD 248, es descubrir todo el esplendor de su Misterio divino y humano, en su comunión eterna con el Padre y el Espíritu Santo, en todas las obras de la Creación y de la Salvación de la Humanidad, como «Centro del Cosmos y de la Historia»; es compartir la fe, la esperanza el amor de María por Jesús, aceptando en la propia vida todas las exigencias del Evangelio. Con María y en María, no puede haber separación entre la fe y la vida: la Santa Madre de Dios dice a los discípulos inseparablemente las grandes verdades acerca de su Hijo y las exigencias de su Amor, repitiendo siempre «Hagan todo lo que Él les diga», Jn 2,5. En esto, el Tratado está en la pura línea de la teología patrística, de la cual está impregnada y en la cual las verdades de la fe aparecen siempre como verdades de vida, y no como conceptos abstractos. La fe cristocéntrica y trinitaria profesada en el símbolo bautismal está como «verificada» en la vida cristiana que florece en experiencia de divinización.
La arquitectura del Tratado se asemeja a la de un jardín. Es uno de los grandes símbolos bíblicos de María Madre y Esposa: «Paraíso Terrestre del Nuevo Adán», VD 18, 45, 248, 261, en referencia a Gn 2 y 3, «Jardín cerrado», del Espíritu Santo, VD 263, SM 20, en referencia a Ct 4,12. Casi contemporáneo de los más bellos «jardines franceses» (Versalles), la obra maestra de Luis María está cuidadosamente construida, según una arquitectura precisa, muy geométrica, en una armonía sobria y desnuda que caracteriza el clasicismo francés, a diferencia del estilo barroco. El autor mismo ha indicado la articulación de su obra.[18]
El Tratado comprende dos grandes partes: 1-89 y 90-273, que contienen numerosas subdivisiones enumeradas por Luis María: «cinco verdades fundamentales» de la verdadera devoción a María, VD 60-89; «siete clases de falsos devotos y de falsas devociones a María», VD 92-104; «cinco características de la verdadera devoción a María», 105-114; «ocho motivos que nos hacen recomendable esta devoción», 135-182, el «quinto motivo», dividido también en cuatro puntos: «esta devoción es un camino fácil, corto, seguro y perfecto para llegar a la unión con Nuestro señor en lo cual consiste la perfección del cristiano», 152-167. Finalmente, las «prácticas de esta devoción» son presentadas en primer lugar bajo la forma de siete «prácticas exteriores», 226-256, después bajo la forma de una «práctica interior» desarrollada en cuatro puntos: «para decirlo en dos palabras, ellas consisten en realizar todas la acciones Por María, con María, en María y Para María, para realzarlas más perfectamente por Jesús, con Jesús, en Jesús y para Jesús», 257-265. Finalmente, esta práctica interior es presentada en su culmen, en la comunión eucarística, 266-273. La presentación de esta práctica interior y su realización en la eucaristía es el culmen del Tratado.
Así relacionada con la expresión cristocéntrica del Canon Romano, «Por Él, con Él, en Él» la expresión montfortiana «por María, con María, en María y para María», quiere significar una realidad englobante. Es importante no endurecer el aparente sistematismo, el carácter un poco «cuadrado», geométrico de tales expresiones, sino comprenderlas bien en su viva complementariedad. Así, la expresión «en María» que significa la unión más íntima y más interior con Jesús, completa felizmente la expresión «por María» la cual tomada aisladamente podría ser mal interpretada como si la mediación de María se «interpusiese» entre Jesús y nosotros. En realidad, el fiel que vive en María está unido a Jesús de la manera más íntima e inmediata;[19] el Espíritu Santo le hace compartir la unión de María con Jesús y lo identifica con Jesús.
El autor quiere expresarse siempre con la máxima claridad. Tiene el genio de las fórmulas breves que son como «teoremas» teológicos y espirituales (ver por ejemplo, la definición de la «Perfecta Devoción» en SM 28). Aduce con frecuencia su deseo de ser lo más breve posible y en el Secreto de María logra hacer un resumen de todo el Tratado: «Porque tenemos poco tiempo: yo para escribir; tú, para leer. Te lo digo todo en forma resumida », SM 2.
Conforme a este símbolo del jardín, es importante contemplar todo en las grandes perspectivas trazadas por el autor: desde la sinfonía trinitaria al comienzo, VD 1-36, al final eucarístico, VD 266-273. En efecto, la primera parte del Tratado que expone los fundamentos teológicos de la Verdadera Devoción a María, es decir, María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, contempla principalmente los Misterios de la Trinidad, de la Encarnación y del Cuerpo Místico. Después la segunda parte, que ilumina el camino espiritual vivido con María en la Iglesia (la Verdadera Devoción en su forma más perfecta), se inscribe en una dinámica que va del Bautismo a la Eucaristía. Se percibe claramente la armonía entre el Misterio de la Trinidad y el sacramento del Bautismo que sumerge al hombre en la Trinidad, entre el Misterio de la Encarnación y el Sacramento del Cuerpo de Jesús.
Como la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino, el Tratado de Montfort está completamente articulado según esta dinámica del exitus et reditus, es decir de la ida y regreso entre Dios y el hombre en Cristo Jesús, en la sucesión de las dos partes. La Primera Parte, VD 1-89, está animada por el movimiento «descendente» del amor de Dios hacia el hombre, en la Encarnación y en la Pasión. La Segunda Parte, VD 90-273, está animada por el movimiento «ascendente» del amor del hombre hacia Dios, un amor que ha sido derramado en su corazón mediante la gracia del Bautismo, VD 118-133, y que lo conduce a la más alta unión con el Dios-Hombre en la Eucaristía, VD 266-273. Esta segunda parte, más larga, del Tratado es el camino ascendente de nuestra divinización que supone el camino descendente de la Encarnación. Como «Camino, Verdad y Vida», Jesús es siempre el centro, y en Él María ocupa el mismo puesto, sea en el sentido de su venida a nosotros sea en el del nuestro retorno a Él. Este es de hecho el principal leitmotiv del Tratado: El puesto de María en el Misterio de Cristo, que es el Camino de Dios hacia el hombre y el Camino del hombre hacia Dios, en esta gran dinámica de ida y regreso, de descenso y ascenso[20]. María está íntimamente presente en este «admirable intercambio» entre Dios y el hombre en Cristo Jesús. Lo dice de manera resumida en el Secreto:

«Para llegar hasta Dios y unirse con El, es indispensable acudir a la misma persona escogida por Él para descender hasta nosotros, para hacerse hombre y comunicarnos sus gracias. Esto se realiza mediante una auténtica devoción a la Santísima Virgen», SM 23.
La misma verdad es desarrollada de modo espléndido en el Tratado cuando san Luis María presenta esta devoción a María como «un camino perfecto»:
«Esta devoción a la Santísima Virgen es camino perfecto para ir a Jesucristo y unirse a Él. Porque María es la más perfecta y santa de las puras criaturas, y Jesucristo, que ha venido a nosotros de la manera más perfecta, no tomó otro camino para viaje tan grande y admirable que María. El Altísimo, el Incomprensible, el Inaccesible y el que es ha querido venir a nosotros, gusanillos y que no somos nada. ¿Cómo sucedió esto?
El Altísimo descendió de manera perfecta y divina hasta nosotros por medio de la humilde María, sin perder nada de su divinidad y santidad. Del mismo modo, deben subir los pequeñuelos hasta el Altísimo perfecta y divinamente y sin temor alguno a través de María.
El Incomprensible se dejó abarcar y encerrar perfectamente por la humilde María, sin perder nada de su inmensidad. Del mismo modo, debemos dejarnos contener y conducir perfectamente y sin reservas por la humilde María.
El Inaccesible se acercó y unió estrecha, perfecta y aun personalmente a nuestra humanidad por María, sin perder nada de su Majestad. Del mismo modo, por María debemos acercarnos a Dios y unirnos a su Majestad perfecta e íntimamente, sin temor de ser rechazados.
Finalmente, el que es quiso venir a lo que no es y hacer que lo que no es llegue a ser Dios o el que es. Esto lo realizó perfectamente entregándose y sometiéndose incondicionalmente a la joven María, sin dejar de ser en el tiempo El que es en la eternidad. Del mismo modo, nosotros, aunque no seamos nada, podemos por María llegar a ser semejantes a Dios por la gracia y la gloria, entregándonos perfecta y totalmente a Ella, de suerte que, no siendo nada por nosotros mismos, lo seamos todo en Ella, sin temor de engañarnos», VD 157.
Así pues, la expresión «por María» unida a la expresión central «por Jesucristo Nuestro Señor», ver VD 257, verifica el mismo movimiento del admirable intercambio entre Dios y el hombre en Cristo: es «por medio de Jesucristo Nuestro Señor» que el Padre nos da su Espíritu Santo y que el Espíritu Santo nos conduce al Padre; es «por medio de María que Jesucristo ha venido al mundo», son las primeras palabras del Tratado, VD 1, y que el mundo retorna a Él.
Aquí también nuestro autor es muy cercano a los Padres de la Iglesia.[21] María misma es el camino descendente de la Encarnación y el camino ascendente de nuestra divinización: por medio de Ella y en Ella, el Hijo de Dios se ha unido a nuestra humanidad para unirnos a su Divinidad.[22] El «camino inmaculado de María», VD 158 es María misma, en el movimiento de ida como de regreso:
«porque Ella es el camino por donde vino Jesucristo a nosotros la primera vez, y lo será también cuando venga la segunda, aunque de modo diferente; porque Ella es el medio seguro y el camino directo e inmaculado para ir a Jesucristo y hallarle perfectamente. Por Ella deben, pues, hallar a Jesucristo las personas santas que deben resplandecer en santidad. Quien halla a María, halla la vida, ver Prov 8,35, es decir, a Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida, Jn 14,6».
En todos estos textos Luis María tiene siempre cuidado de revelar la orientación cristocéntrica: «a Jesús por María».[23] «Ir hacia Él», «subir para unirse a Él» es justamente el camino de la santidad, a la cual todos los hombres somos llamados, porque, según las palabras de Montfort, la vocación universal a la santidad está fundada en los misterios de la Creación y de la Redención. Así declara solemnemente a su lector: «Alma, tú que eres imagen viviente de Dios, Gén 1,26, y has sido rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, 1Pe 1,19, Dios quiere que te hagas santa como Él, Mt 5,48, en esta vida y que participes en su gloria por la eternidad. Tu verdadera vocación consiste en adquirir la santidad de Dios»[24]. Todo hombre es creado a imagen de Dios y es redimido por Cristo.
3. Algunos temas importantes
Considerando la vida, la experiencia y la enseñanza de Juan Pablo II, ya hemos visto muchos de los grandes contenidos doctrinales del Tratado y del Secreto respecto a su contemplación de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia y a su enseñanza sobre la fe, la esperanza y la caridad. Quisiera ahora insistir en dos aspectos muy importantes: La maternidad en el orden de la naturaleza y de la gracia y el oficio materno de María en nuestra santificación.
La maternidad en el orden de la naturaleza y de la gracia
 Como «Teólogo de clase», formado en la escuela de santo Tomás, nuestro santo tiene una visión muy justa de la relación entre naturaleza y gracia, en sus distinciones y también en sus armonía y complementariedad, siendo el mismo Dios Autor de la naturaleza y de la gracia. Según sus palabras, la indecible belleza de María procede del hecho que es la obra maestra «de la gracia, de la naturaleza y de la gloria», VD 12. La contemplación de la maternidad sintetiza muy bien los dos niveles de la naturaleza y de la gracia. Entre los muchos textos sobre este asunto, podemos citar uno que es ejemplar, cuando quiere explicar el indecible amor de María hacia nosotros, sus hijos:
«Ella los ama con ternura, con mayor ternura que todas las madres juntas. Reúnan, si pueden, todo el amor natural que todas las madres del mundo tienen a sus hijos, en el corazón de una sola madre hacia su hijo único: ciertamente, esta madre amaría mucho a ese hijo. María, sin embargo, ama en verdad más tiernamente a sus hijos de cuanto esta madre amaría al suyo» VD 202.
Es evidente que tal teología, tan justa, «habla al corazón», tocando una de las «cuerdas» más sensibles del corazón humano, el amor del hijo por la madre, la experiencia que todo ser humano hace del amor materno. Si no la ha vivido, está profundamente herido, pero en el encuentro con María puede hacer la maravillosa experiencia.
En nuestra meditación sobre la Venerable Concepción Cabrera de Armida, mística y madre de familia, tendremos una espléndida «verificación» de esta armonía y complementariedad entre maternidad natural y maternidad espiritual.

El oficio materno de María en nuestra santificación

Para expresar el oficio materno de María en nuestra santificación Luis María emplea dos parábolas de la maternidad: la del «molde» y la del «almíbar», presentes en el Tratado y en el Secreto.

-La del «molde», VD 218.221; SM 16-18.
 
La maternidad de María es comparada a un «molde» perfecto en el cual el Espíritu Santo forma continuamente a los miembros de Cristo para hacerlos perfectamente semejantes a la Cabeza. La persona que vive el Totus Tuus se mete totalmente en este santo «molde», dejándose plasmar por el Espíritu Santo. Podemos citar aquí el texto del Secreto:

«San Agustín llama a María, forma Dei, molde viviente de Dios[25]. Y, en efecto, lo es. Quiero decir que sólo en Ella se formó Dios como hombre perfecto, sin faltarle rasgo alguno de la divinidad, y que sólo en Ella se transforma el hombre perfectamente en Dios por la gracia de Jesucristo, en cuanto lo permite la naturaleza humana.
Los escultores pueden hacer una estatua o busto perfectos de dos formas: 1ª ‑ atendiéndose a su pericia, a su fuerza, a su ciencia y a la perfección de sus herramientas y trabajando sobre una materia dura e informe; o, 2ª ‑ utilizando un molde. Largo, difícil y expuesto a muchos tropiezos es el primer procedimiento: un golpe desafortunado de cincel o de martillo, basta con frecuencia para echarlo a perder todo. El segundo método, en cambio, es rápido, sencillo, suave, más económico y menos fatigoso, siempre que el molde sea perfecto y represente con exactitud la figura a reproducir y que la materia utilizada sea maleable y no oponga resistencia a su manejo.
María es el molde maravilloso de Dios, hecho por el Espíritu Santo para formar a la perfección a un Hombre‑Dios por la encarnación y para hacer al hombre partícipe de la naturaleza divina, mediante la gracia. María es el molde en el cual no falta ni un solo rasgo de la divinidad. Quien se arroje en él y se deje moldear, recibirá todos los rasgos de Jesucristo, verdadero Dios. Y esto, en forma suave y proporcionada a nuestra debilidad, sin grandes trabajos ni angustias, de manera segura, sin peligro de ilusiones, puesto que el demonio no tuvo ni tendrá jamás entrada donde esté María; de manera santa e inmaculada, sin rastro alguno de pecado.
Alma querida, hay una gran diferencia entre un cristiano formado en Jesucristo por los medios corrientes y que ‑como los escultores‑ se apoya en su habilidad personal, y otro enteramente dócil, desprendido y disponible, que, sin apoyarse en sí mismo, confía plenamente en María para ser plasmado en Ella por el Espíritu Santo. ¡Cuántas manchas, defectos, tinieblas, ilusiones, resabios naturales y humanos hay en el primero! ¡Cuán purificado, divino y semejante a Jesucristo es el segundo!», SM 16-18.

- El «almíbar», VD 153-154; SM 22

La parábola del «almíbar» se inspira en la experiencia natural del amor materno: lo que una mamá es capaz de inventar para sanar a su niño enfermo, endulzando la medicina amarga con almíbar. Así hace María para ayudarnos a beber el indispensable cáliz amargo de la Pasión de Jesús, para aceptar siempre la cruz, sin jamás rechazarla. Este «almíbar» es la dulzura del Espíritu Consolador que se nos da a través de su amor materno. Citemos todavía el texto resumido del Secreto:
«No quiere decir esto que cuando hayas encontrado a María por una actitud de verdadero consagrado a Ella, vivas exento de cruces y sufrimientos. ¡Al contrario![26] Tendrás que sufrir más que los demás. Porque María, la Madre de los vivientes, hace partícipes a sus hijos del Árbol de la vida, que es la cruz de Jesucristo[27]. Pero, al repartirles grandes cruces les comunica también la gracia de cargarlas con paciencia y hasta con alegría. Ella, en efecto, endulza las cruces que da a los suyos y las convierte ‑por decirlo así‑ en golosinas o cruces almibaradas. Y si por algún tiempo estos amigos de Dios deben necesariamente beber el cáliz de la amargura, el consuelo y la alegría que reciben de su bondadosa Madre ‑después de la tristeza‑, les animan inmensamente a cargar con cruces aún más pesadas y amargas», SM 22.
En su gran sencillez, esta parábola del amor materno ilumina aquello que es quizás el problema más grande de la vida espiritual: la necesidad de aceptar siempre la Cruz de Jesús, de beber el Cáliz de su Agonía. En los momentos más dolorosos, la gran tentación es detenerse, rechazar la prueba.[28] María, que es puro «sí», la única creatura que ha seguido a Jesús hasta el fondo en los sufrimientos de su Pasión Redentora, tiene esta misión materna de ayudarnos poderosa y eficazmente a decir siempre «sí»  y a no detenernos nunca en el camino de la santidad.








[1] Después del doctorado de Teresa, en 1997, Juan Pablo II quería dar el mismo título a san Luis María, y había puesto en marcha el camino en este sentido. Personalmente había trabajado por los dos Doctorados con la misma convicción y el mismo método. Ciertamente, son los dos santos que más han influido en mi vida desde el tiempo de mi noviciado en 1968, cuando tenía 20 años, son los dos santos que más he estudiado y conozco más que todos los demás. El Doctorado de Teresa ya está hecho, por el contrario, aún no el de Montfort. Estoy convencido que la beatificación de Juan Pablo II será un gran motivo para llevar adelante esta Causa.
[2] A. Fossard: Non abbiate paura, Milano, 1983, ed. Rusconi.
[3] VD 266.
[4] La indicaremos con la sigla: CFM.
[5] En referencia a esta carta, publiqué en la revista de la Pontificia Academia de Teología un largo artículo intitulado: Marie Toute Sainte et Immaculée dans le Mystère du Christ et de l’Église: la doctrine de saint Louis-Marie Grignion de Montfort à la lumière du Concile Vatican II (PATH 2004/2, PP. 505-556).
[6] Ver Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, 60 y 62.
[7] Ver Don y misterio, pp. 43-44; y Carta Apostólica de Juan Pablo II, el Rosario de la Virgen María, 15.
[8] VD 233.
[9] Según la orientación de los santos de los siglos precedentes, especialmente santa Catalina de Siena, la Comunión cotidiana es una de las realidades esenciales para los santos modernos, una definitiva conquista de la Iglesia hace un siglo, gracias a san Pío X, en el decreto Sacra Tridentina Synodus del 20 de diciembre 1905. Juan Pablo II ha sido un gran testigo del valor de la Eucaristía cotidiana, hasta el momento de su muerte, Ver la tesis de Don Nixon Katassery Thoman: The centrality of the Eucharist in the spiritual life of the priest according to Pope John Paul II, Roma 2009, Teresianum.   El Pan cotidiano es inseparablemente el Pan de la Vida y la Palabra de Vida, la Eucaristía y el Evangelio, la comunión y la lectura de la Biblia, todos los días. En este punto es también ejemplar el testimonio de Chiara Lubich, ver en especial el reciente volumen Chiara Lubich: Lettere dei primi tempi, a cura di F. Gillet e di G. D’Alessandro, con prefazione du F.M. Lethel, Roma, 2010, ed. Cita Nuova. Y es de gran actualidad ante la difundida y peligrosa ideología del llamado «ayuno eucarístico» que se opone precisamente a la cotidianidad de la Eucaristía.
[10] Este punto ha sido particularmente profundizado por el Siervo de Dios P. Maria Eugenio di Gesù Bambino nel suo grande libro Voglio Vedere Dio, en la doble perspectiva de la espiritualidad carmelitana y de la Escuela Francesa fundada por el Cardenal de Bérulle, del cual Montfort es uno de los más importantes exponentes, siendo llamado justamente «el último de los grandes berulianos». En el libro del P. Maria Eugenio, hay un capítulo fundamental sobre Don de sí mismo, pp. 387-401.
[11] VD 179.
[12] "María la humilde esclava del Señor, es toda relativa a Dios y a Cristo" (Pablo VI, 21-11-1964; ver R Mat 35‑37).
[13] Expos. in Luc., 12, 26:  PL 15, 1561.
[14] Tratado de la verdadera devoción, 258, o.c., 500. Ver VD 217; SM 54; LG 65.
[15] Al comienzo de las meditaciones 5 (la presente) y 6 sobre San Luis María de Montfort y Teresa de Lisieux, fueron ofrecidos a todos los participantes una copia del Tratado y de la Historia de un alma, gracias a la generosidad de la Familia Montfortiana y Carmelitana.
[16] En el Tratado Luis María hace un vibrante elogio del Cardenal de Bérulle, VD 162. Él es considerado justamente «el último de los grandes berulianos». Retomando esta expresión de H. Brémond, el sulpiciano Padre R. Deville presenta a Luis María en su libro: La Escuela Francesa de Espiritualidad, (traducido ya al castellano y publicado por Ediciones Montfortianas, Bogotá, 2008).
[17] L’Amour de Jésus en Marie. Le Traité de la Vraie Dévotion et le Secret de Maríe, Genéve, 2000, ed. Ad Solem, 2 vol.
[18] Por ejemplo en VD 60, 90-91, 118, 134, etc. A partir de estas indicaciones, es posible encontrar todo el proyecto trazado por el autor, hasta en sus detalles.
[19] Según el Concilio Vaticano II, la influencia materna de María respecto a nosotros «nace del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo, Lumen Gentium, cap. VIII, n.60.
[20] Ver VD 50, 75, 85, 125, 142, 152, 157; SM 23, 35, etc.
[21] Por ejemplo, a san Juan Damasceno que contempla a María simbolizada por la escala de Jacob (Homilía sobre la Natividad, n.3; II Homilía sobre la Dormición, n.8).
[22] En el mismo sentido podemos citar VD 152: «Es un camino fácil abierto por Jesucristo al venir a nosotros, y en el que no hay obstáculos para llegar a Él».
[23] Lo que afirma en «sentido absoluto» de Jesús lo dice «relativamente» de María, VD 74. Tal es el sentido de la consagración que él enseña: « Esta devoción nos consagra, al mismo tiempo, a la Santísima Virgen y a Jesucristo. A la Santísima Virgen, como al medio perfecto escogido por Jesucristo para unirse a nosotros, y a nosotros con Él. A Nuestro Señor, como a nuestra meta final, a quien debemos todo lo que somos, ya que es nuestro Dios y Redentor», VD 125.
[24] El Concilio Vaticano II, recordando la "vocación universal a la santidad en la Iglesia", concluye: "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad", LG 40. La vocación de todos los cristianos es ciertamente una y única: vivir en Cristo con la fuerza del Espíritu.
[25] "Forma Dei": San Agustin (inter opera), Serm. 208 in Assumpt. B.M. n.5:PL 39,2131. El verdadero autor de este sermón es Ambrosio Aupert (ver PL 89,1275-1278). Montfort desarrolla y completa esta idea en VD 219.
[26] Ver VD 153-154.
[27] Ver SM 70 y nota.
[28] Especialmente para aceptar la terrible Noche del espíritu, que es la última y radical purificación, indispensable para alcanzar la santidad. De ella ha hablado san Juan de la Cruz, y ha sido muy profundizada por el P. Maria Eugenio di Gesù Bambino (Voglio Vedere Dio, pp. 877-1090), mostrando especialmente el oficio de María para aceptar y soportar esta prueba.