jueves, 12 de julio de 2012

Nuestra Señora del Carmen en la Catedral de Bogotá

Uno de los puntos céntricos y vitales de la verdadera vida católica consiste en que todos profesemos una filial y sincera devoción a la Madre de Dios.

¡Qué fríos nos parecen los protestantes quienes no tienen en Nuestra Señora el modelo y el apoyo que en Ella encontramos! La contemplamos y la amamos como la única criatura exenta desde el primer instante, de la culpa original; con la altísima dignidad de Madre de Dios, y de Reina de todo lo creado; la vemos como modelo de todas las virtudes, y todo ello no lo consideramos cual si la dignidad fuera únicamente gloria y honor de Ella; es además nuestra madre, nuestra medianera, nuestro auxilio, nuestra reina. Y tan esencial es vivir estas verdades para tener una vida católica, que podríamos decir: “No puede tener a Dios por Padre, quien no tiene a María por Madre”.

Siendo tantas las virtudes de la Santísima Virgen, y tantas las formas de su bondad en que como hijos podemos contemplarla, para amarla y tratar de imitarla, son muy diversas las advocaciones con que el pueblo cristiano la ha honrado, a veces siguiendo el ciclo litúrgico, o de acuerdo en cada persona con sus personales sentimientos o con inspiraciones de la gracia divina.

Una de estas advocaciones, popularísima entre nosotros es la de Nuestra Señora del Carmen. Sabido es que el 16 de julio es día en que el número de comuniones es numerosísimo; en el que los fieles corren a que se les imponga el escapulario, y día en que los niños de todas las clases sociales son llevados por sus piadosas madres para presentarlos a la Virgen del Carmen.

Si estudiamos el punto bajo su aspecto teológico, la devoción del Carmen la podíamos especificar por estos tres puntos, que son las virtudes que debe practicar en forma particular el verdadero devoto de esta santa advocación. 1º Un desprendimiento de los bienes terrenos traducido en una vida prácticamente austera, ya que los primeros cofrades del Carmen se distinguieron precisamente por esta forma de vida. 2° Un continuo pensar en estar preparados para la hora de la muerte, ya que la Virgen ha prometido visitar en forma particular a los cofrades en este trance. 3º Un hábito de no olvidar en las oraciones y sacrificios a las almas del purgatorio, ya que Nuestra Señora ha prometido descender a este lugar a librar de los sufrimientos a las almas de los cofrades; esto es llamado el “Privilegio sabatino”.

Esta devoción, que como lo hemos dicho es aquí tan universal tuvo su apóstol y celoso propagandista en un sacerdote no ha mucho desaparecido, y, que dedicó toda su vida a propagar la devoción a Nuestra Señora del Carmen.

Llamábase Francisco Javier Zaldúa, y era hijo del ilustre repúblico del mismo nombre y de doña Dolores Orbegozo; había nacido en esta ciudad en 1853; hizo sus estudios eclesiásticos en el Colegio Pío-Latino Americano, y recibió la unción sacerdotal en la Ciudad Eterna. Vuelto a su patria se distinguió por su elocuencia y su celo; fue profesor en el Seminario; Canónigo de la Catedral; Capellán de la Iglesia de San Juan de Dios. En 1888 fue comisionado por el Arzobispo para que representara a la Arquidiócesis en el Jubileo Episcopal de S. S. León XIII; posteriormente pasó varios años en Europa, y por último regresó a Bogotá, donde falleció en 1931.

Todas las múltiples actividades del doctor Zaldúa quedan eclipsadas ante la de propagador de la devoción a Nuestra Señora del Carmen. A extender esta devoción entre los fieles y hacerla sentir como él la sentía, encauzó Zaldúa sus múltiples energías, su fortuna, su elocuencia y toda su vida. Y lo que hemos visto que es el 16 de julio entre nosotros a él se debe en gran parte. Esta formación de una conciencia entre los fieles representa una larga serie de sermones predicados año tras año, en los que hablando de la abundancia del corazón, iba logrando electrizar a los oyentes, y convertirlos en otros tantos propagandistas de la devoción.

Para el doctor Zaldúa no había nada pequeño si se trataba de la Virgen del Carmen; si era necesario conseguirle un manto, éste debía ser el más hermoso; si una corona, trataba de que fuera de oro macizo; y si en las cosas exteriores tenía tanto empeño, ¿qué diremos que aspiraría cuando se trataba de llevar almas a Nuestra Señora?

¿Podrá concebirse ocupación más sacerdotal, más santificadora, y que encierra una como señal de predestinación, que la de propagar la devoción a la Santísima Virgen? ¿No ha sido ella la que nos ha dado el Verbo Encarnado, causa de nuestra salud, mediador entre Dios y los hombres? ¿Y no se ha repetido con grande verdad “A Jesús por María” para demostrar que el verdadero devoto de Nuestra Señora tiene que llegar a ser un perfecto cristiano?

¡Con cuánto cariño recompensaría la Santísima Virgen en la hora de la muerte a aquel que le había consagrado toda su vida, y que hasta en sus últimos años durante el mes de julio sacaba juveniles energías y trabajaba y se movía como si estuviera en la plenitud de sus fuerzas! Y ese Señor Jesús a quien Zaldúa había honrado al honrar y hacer venerar a su Santísima Madre, ese Señor que paga el ciento por uno, ¿no habrá recibido, así lo esperamos, con una magnífica recompensa al siervo bueno y fiel que no desperdició los talentos que le fueron encomendados?

Mons. José Restrepo Posada


Cuando la Santísima Virgen da a comprender a un alma cómo ha de estar unida a Ella por la oración continua, esta alma posee la prenda más segura de su futura santidad. Las demás señales, en efecto, pueden engañar. Si alguien obrara milagros y no hubiera recibido el don de recurrir continuamente a la Santísima Virgen, no garantizaría yo su perseverancia. Si hubiese quien practicara la virtud durante largos años, tampoco estaría yo seguro de que continuaría en tal camino, si no estuviese unido a María como el hijo a su madre. Puede introducirse en el corazón para perderlo, cierto secreto orgullo y puede llegar a cansarse de la vida de continua abnegación, llegando a abandonarlo todo.

Sorprendente verdad: del recurso fiel a nuestra Madre depende en definitiva Ia santificación y salvación.

P. José Schrijvers, redentorista.

Tomado de la revista Regina Mundi


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