jueves, 15 de noviembre de 2012

La Ermita de la Peña, tradición sin memoria

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de Número de la Sociedad Mariológica Colombiana

Si Bogotá pudiera escribir la historia del olvido, esa crónica empezaría en la puerta del Santuario de Nuestra Señora de la Peña. El resumen de ese episodio es como sigue:

El 10 de agosto de 1685, un platero del barrio san Victorino llamado Bernardino de León, despertó de su labor colonial a los padres jesuitas y a las gentes de Santa Fe de Bogotá para contarles que él había encontrado unas esculturas de piedra, que representaban a la Sagrada Familia de Nazaret, en un escarpado contrafuerte de los cerros orientales de la capital.

Las romerías de chinas noveleras, beatas camanduleras, indígenas taimados, artesanos incumplidos y gañanes calaveras presididos por el alto clero hicieron sendas por entre unas breñas altísimas y erosionadas para conocer el lugar del hallazgo. Probada la veracidad del relato vinieron las respectivas investigaciones y el registro del hecho ante notario eclesiástico. Pasaron seis meses de espera y el arzobispo, don Antonio Sanz Lozano, les otorgó el permiso para la veneración pública a partir del domingo de carnestolendas o de quincuagésima. Ese día memorable fue el 10 de febrero de 1686.

El pueblo raso aprovechó la novedad e instituyó un carnaval para elevar sus pecados a la categoría de folclor demosófico. El jolgorio fue bautizado con los borbotones de la ancestral bebida muisca, la chicha. La resaca, producto de un motín de circunstancias adversas al catecismo, no dejó espacio para que los redactores escribieran algunas notas al respecto de ese testimonio. Entonces la primera laguna, en la memoria de la urbe, ahogó el principio de sus tradiciones en una bacanal de amnesias.

El tiempo, con un pasar de calmas sin progreso, sumó 28 años de silencio. Sólo en 1714 se levantó una pequeña ermita. Edificación que los fuertes vientos que venían de los Llanos Orientales, y bajaban por el páramo de Cruz Verde, derrumbaron.

¿Por qué tanta demora en tener una capilla? Quizás la fe de los carboneros, que explotaban un socavón cercano, se impuso porque bastaba con mirar desde los potreros de la hacienda La Fiscala, el camino de herradura de Engativá o los matorrales de la quebrada Las Delicias (Chapinero) para contemplar ese escarpado filo donde ocurrió el milagro, el templo era la montaña. Este concepto cosmológico se adaptaba a las creencias de una población mayoritariamente indígena. El suceso estaba escrito en piedra, como las tablas de la Ley, en una mirador que dominaba la panorámica de la Sabana, desde Torca hasta Fute.

Así los feligreses, consientes de la importancia de un lugar ancestralmente sagrado, insisten en echar ladrillo. La esperanza contra la adversidad impuso un mojón en aquel alto rodeado por peligrosos abismos donde las bestias de carga se despeñaban con frecuencias trágicas.

Las dificultades, que cebaron los buches de zamuros y buitres, sirvieron de aliciente para domesticar esa agreste cúspide.

El capellán, Dioniso Pérez de Vargas, bendijo la segunda ermita en diciembre de 1715, pero en mayo del año siguiente la parte norte se cayó. Ante la catástrofe, el ingenio del sacerdote inventó una solución digna de un bendito orate. Contrató a un cantero para separar las figuras de la roca y llevarlas a un sitio seguro, 350 metros más abajo. La misión era imposible porque la mole de roca no cabía por entre un estrecho paso. Eso sin contar con la necesidad de construir una calzada al borde de un profundo precipicio.

Favor divino

La mano de Dios hizo pasar las imágenes por una “…angostura, bajío y despeñadero que no los admitía con las andas ni a lo ancho ni a lo largo…” como lo describió Matallana en su compendio histórico.

El prodigio celestial trastocó las leyes de la física y el primero de diciembre de 1716 una fila de cargueros sudorosos descargó las estatuas en un descampado del cerro Los Laches. Allí cientos de prudentes manos piadosas habían levantado una enramada para recibir a la Reina. Afortunadamente, los datos de la hazaña se conservaron para poder comprobar el milagroso descenso. De lo contrario, los expertos en narraciones extraordinarias estarían hablando de una prueba irrefutablemente misteriosa de la presencia de alienígenas en el Nuevo Reino de Granada.

El esfuerzo de la Asamblea, por rendirle un tributo a la Soberana del Cielo, se vio recompensado con abundancia de bendiciones y la devoción cruzó fronteras. La oralidad, con su fuerza narrativa, hizo viajar la noticia del acontecimiento a corazones lejanos.

Los relatores contaron sobre la recién fundada Cofradía de la Virgen de la Peña. Los criollos devotos y sus gustos por las romerías generaron una época feliz. El tumulto tenía la mancha de la tierra. El mestizaje delataba a los del alpargate. Y eso jamás sería el ideal de procesión para la casta señorial dominante. La tolerancia de ciertas clases sociales no estaba diseñada para soportar que perturbaran sus costumbres de rancio abolengo.

El rincón montañero, apto para los embelecos de la gentecita de medio pelo, debería sobrevivir por su cuenta.

Los peregrinos convencieron al padre Baltazar de Mesa de acudir al rey de España para solicitarle una ayuda económica a favor de Nuestra Señora de la Peña con base en la herencia dejada por el arzobispo Antonio Claudio Álvarez de Quiñones (1737).

Los individuos sin abolengos, un poco más prácticos en sus devociones, donaron tierras y joyas. Ellos presentaron a sus hijos ante la Patrona y repitieron de memoria la Afectuosa novena de la Santísima Virgen María en su milagrosa advocación de la Peña editada por Baltazar de Mesa (1739) y publicada en la imprenta de la Compañía de Jesús.

Las curaciones milagrosas llenaron algunas páginas de los archivos de la cofradía para asombro de los incrédulos y gloria del Altísimo.

La dicha de los santafereños llegó a extremos de gozo delirante porque en el año de 1752 la bula del papa Benedicto XIV, en favor de la Cofradía de Nuestra Señora de la Peña, entró a la capital.

Economía y fe

Entre ese fulgor devoto se comenzó a escribir el capítulo de las desmemorias. En la segunda mitad del siglo XVIII, la ermita de la Peña pasó a ser un bien privado administrado bajo la tutela de los intereses económicos de algunos capellanes y sus respectivas familias.
La maña cicatera, el pleito leguleyo, la mística cristiana y el  abandono se juntaron para erosionar la naciente tradición.
Esa etapa oscura y heroica, iluminada y pendenciera trajo un intento por salvar los anales, materia vital ensamblada por una tradición que guarda la memoria para conservar una identidad nacional. La tarea de proteger el bagaje cultural del pasado recayó sobre los hombros del padre Juan Agustín Matallana, cuando en 1810 comenzó a predicar sobre la devoción a Nuestra Señora de la Peña. El prelado le preguntó a los granadinos “¿tenéis otro tesoro igual?”
La respuesta nunca se escuchó porque el tumulto enardecido de una plebe amotinada apagó las jaculatorias entre los motines falsarios de una casta oscura. Pero, el bochinche libertario trajo motivos para volver el rostro en busca de la Reina y Alteza Real de Santafé de Bogotá. El reino se enfrentó al peor peligro gestado por los pueblos de América, los independentistas legalizaron la libertad para venderla por cuotas políticas.


Contra el peligro liberticida surgió una luz de la loma tutelar. El presbítero Matallana recuperó documentos amarillentos del archivo de la curia eclesiástica, manuscritos roídos, protocolos públicos y textos de los conventos para empezar la reconstrucción de una crónica perdida. Con base en ese valioso material editó en 1812, la Novena en honor de Jesús, María y José que se veneran en la ermita de la Peña extramuros de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, desde el año 1685. El material fue reimpreso por Bruno Espinosa de los Monteros en 1814 como preámbulo a la obra cumbre de Matallana Historia metódica y compendiosa del origen, aparición y obras milagrosas de las imágenes de Jesús, María y José de la Peña que se veneran en su ermita extramuros de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, Provincia de Cundinamarca en la Nueva Granada, publicada en 1815.

La remembranza volvía para unir a los reinosos bajo el amparo de la Madre Inmaculada, pero la dicha volvió a ser efímera. El trote reluciente de los Húsares de Fernando VII cambió los intereses ideológicos de los tinterillos por las genuflexiones ante el déspota. La revuelta inconclusa sirvió de excusa para que el pacificador Pablo Morillo amenazara con destruir a martillo el monumento religioso por ser el sostén cómplice de los patriotas en su rebelión contra el Rey. La estulticia masónica, en manos de un militar español, impuso el silencio sacramental.

La sangre en la Huerta de Jaime ahogó a una generación de traidores que sólo heredó sus derrotas. Las victorias las consiguieron los de ruana, pero se las robaron los amanuenses del sofisma.

De la matanza continental  surgió la separación de España que les heredó la tragedia moral del bandolerismo bipartidista. La civilización mestiza optó por olvidar sus raíces cristianas para dedicarse al oficio de los matarifes, liderados por pasiones banderizas.

El santuario tomó su cruz de arrabal de mala muerte y quedó alejado del afecto bogotano por las distancias sociales. Así lo sintetizó el provisor Antonio Herrán cuando el capellán Juan Gualberto Caldas le solicitó, en 1853, el traslado de las carnestolendas para la infraoctava de Epifanía. “…Como la Iglesia de Nuestra Señora de la Peña se halla a extramuros de la ciudad y regularmente el tiempo de cuaresma es de invierno por cuya razón la gente decente no puede concurrir a dar igualmente culto y evitar desórdenes con su presencia en la gente del pueblo…” El ciudadano de prosapias, apegado a sus comodidades, prefería visitar la Catedral y no subir a un sitio yermo, sin un sendero adecuado para los caracoleos de sus potros briosos. Además, escuchaban a los arrieros aterrados contar sobre los alaridos de los suicidas enterrados en las Tapias de Pilatos, tejar situado en los Llanos de Belén. Y como si la desmotivación fuera poca, las cuadrillas de malhechores aprovecharon la soledad para convertirla en cómplice de sus delitos. Los atracadores no respetaron a Nuestra Señora y esa nefasta tradición superó el bicentenario.

Paradójicamente la aversión por el santuario lo generó su principal atractivo folclórico, las carnestolendas. A finales de 1894, don José María Cordovez Moure publicó la segunda serie de las Reminiscencias de Santa fe y Bogotá donde retrató con su fina pluma las consecuencias de las mascaradas. “…Pero solamente la chicha que se bebía en Carnestolendas convertida en agua, bastaría para devolverle el hético río San Agustín a su primitivo estado; y como los efectos diuréticos de esa bebida son apremiantísimos quedaba el camino convertido en verdadero fangal de espantosa fetidez…” Y más adelante relató “…Del mediodía para adelante esos lugares eran un sólo volcán atizado por el exceso de licor, las escenas escandalosas de los jugadores y, más que todo, por los actos de impureza de que se hacían ostentación. Después de la seis de la tarde quedaban convertidos esos extramuros de la ciudad en inmenso lupanar. Si los habitantes de Pompeya y de las ciudades malditas hubieran podido presenciar lo que allí pasaba, es seguro que hubieran increpado a la justicia divina el haberlos castigado por mucho menos de lo que se hacía en las Carnestolendas de Santafé.


Por lo general, cada noche de Carnaval costaba la vida a varios de los concurrentes, sin contarse el gran número de puñaladas y palizas que se daban, las más de las veces a infelices que en nada habían ofendido a los desconocidos agresores. La autoridad enviaba agentes de Policía a esas alturas; pero estos eran impotentes para impedir la consumación de los hechos criminosos que se ejecutaban, no sólo en las habitaciones, sino en las encrucijadas y veredas que se forman por doquiera en ese terreno de suyo quebrado. Además, la gente perdida se creía autorizada par entregarse a toda clase de excesos con el hecho de hallarse en el Carnaval de la Peña, y llevaban la audacia hasta el extremo de desarmar a la Policía…”

La peligrosa juerga transformó la devoción en el sitio de los miserables. Ni los buenos capellanes vivían por allá. En ese oriente taciturno, donde las ventiscas son más frías, vivía el descuido amancebado con la lujuria.

La decadencia y sus excesos protervos alejaron definitivamente a las gentes de bien, que con sus corotos y mulas, hicieron soberbias caravanas para visitar el templo de Lourdes, donde se creó una elite de distinguidas familias, lejos del bochornoso espectáculo que hacía enrojecer de pudor a las señoras de la alta alcurnia.

Luchas y sotanas

La siguiente centuria vio pasar a don José Manuel Marroquín, el vicepresidente golpista, para dar gracias por el fin de la Guerra de los Mil Días y nada más. Los intentos por cambiar el destino de la capellanía contaron con el empuje de distintas comunidades religiosas. Una de esas congregaciones entregó pedacitos de piedras arrancadas a cincel del las estatuas como recuerdo para los peregrinos. Es decir que la misión de iluminar las conciencias con el faro del Evangelio encandiló a muchos y embelesó a otros, pero la ciudad no respondió. Los religiosos partieron sin logros destacables. La amnesia impuso su dictadura sobre esas tierras con surcos fértiles para el yerro infractor. El símbolo mariano de la capital servía, pero no funcionaba. La extranjerofilia se llevó a los devotos para el vecino cerro de Monserrate.

Dios le regaló a Bogotá un pesebre pétreo para que sus habitantes no tuvieran que pedir bendiciones ante advocaciones foráneas y los raizales hicieron exactamente lo contrario. Pueblo de dura cerviz. La desidia institucional logró convertir a la casa de la Virgen en un paseo para los colegiales o en una aventura de las alegres muchachadas en sus recorridos por la vía hacia el tanque de Vitelma. Ya nadie se acordaba de las comparsas cuaresmales.
Restauración
Pasaron algo más de 140 años para que alguien volviera a pensar en los sucesos con letras de molde. Irónicamente un extranjero, perseguido por los nazis, fue el elegido de la Providencia para restaurar el Santuario de la Peña. El esfuerzo teutónico del venerable padre Ricardo Struve, un alemán protestante convertido al catolicismo, logró reconstruir y reparar el vacío histórico al usar las partidas de bautismo de los capellanes como brújula para caminar por los senderos del pasado e indagar entre los árboles genealógicos sobre las costumbres de aquellos personajes. Struve consignó su investigación y la guardó en su obra El Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Peña.
Ese esfuerzo total tropezó con la ausencia de Patria. En 1968, sin Struve una nostalgia singular comenzó a carcomer los cimientos de la Ermita Vieja. Los maleantes se robaron los ladrillos subidos en 1947 a lomo de cristiano, burro y toro. El Museo de la Peña y sus tesoros desaparecieron. Según cuentan, las piezas de arte sirvieron para financiar el matrimonio de un cura que colgó los hábitos. La acción desventurada borró para siempre la retentiva de un patrimonio cultural invaluable.
El infortunio crecía y la prensa, que debía ser la primera defensora de los bienes inmuebles de la Nación, produjo un repugnante derrame de tinta. El periódico El Espectador se burló de la Patrona cuando la llamó: “La Virgen sin piernas” y otra vez la indiferencia empezó a desmoronar el legado de Struve del mapa de la conciencia nacional.
Fueron otros 17 años sin que el Estado se acordara de ese territorio ajeno a la ciudad. El sector parecía una versión vernácula de la Corte de los Milagros, pero sin las descripciones de Víctor Hugo.
La barriada se extendió entre invasiones y sucesiones de lotes sin fin porque la pobreza nacional es el patrimonio de sus riquezas. Sin embargo, unas efemérides que pocos recordaban la sacaron de su habitual aislamiento.
El presidente Belisario Betancur, en un gesto conservador, y con motivo del tricentenario del hallazgo invirtió tecnología helicoportada para reparar la ermita y la capilla (1985). En aquel momento singular hubo un poco de luz para las ruinas de una colina sacra. Las verbenas motivaron la herencia de las carnestolendas. El turismo de olla y cometa regresó para dejar su huella de corazones flechados, grafitos obscenos y kilos de basuras regados desde el altozano de la iglesia del barrio Egipto hasta los pastizales de la finca de los Morato.
El aniversario vio a una procesión de obispos latinoamericanos que bendijo una piedra conmemorativa y se fue confiada en que sus ovejas esta vez sí cuidarían el delicado aprisco. Las peregrinaciones parecían confirmar esa esperanza, la del eterno retorno, porque los medios de comunicación publicaron la noticia del evento con algo de sorpresa maquiavélica.
La música se apagó en las minitecas ambulantes. El smog subió por la loma legendaria para confundirse con las brumas paramunas y un mutismo de bandoleros se apoderó del lugar por espacio de 24 años.
En el calendario del año 2009 este cronista registró que de 10 taxistas solicitados para ir a visitar el Santuario de Nuestra Señora de la Peña ninguno sabía donde quedaba. El 80 por ciento de los indagados se negó a realizar el servicio cuando se les explicó la ruta. Eso indica que la Sociedad Mariológica Colombiana, hija consentida de aquella familia nazarena, debe recuperar el legado del padre Struve porque las piedras gritan.


2 comentarios:

  1. Sin duda un excelente documento, donde nuevamente Julio Ricardo Castaño nos lleva de la mano por la Bogotá antigua con su verbo afilado y su fino humor cachaco en la más prolija descripción de la historia de la fe desde el Santuario de la Peña. Una lectura obligada para todo bogotano.

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  2. Interesante y profunda narración de esta triste realidad.
    Que malo que todo haya terminado de esta manera.
    Hay mucho para aprender de esta narración, mucho que corregir. Ojalá tengamos el valor suficiente para hacer las correcciones a lugar y recuperar estos espacios tan valiosos de nuestra historia, de nuestra esencia nacional.

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