jueves, 25 de abril de 2013

Nuestra Señora del rostro destazado



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

Los padres dominicos de Chiquinquirá imprimieron el afiche titulado: “100 Años. Desagravio Rionegro. Virgen Peregrina”. El póster recordó, con algo de olvido, dos profanaciones y una expiación. La reproducción no pudo explicar el trasfondo de un asunto tenebroso.

El primero de abril de 2013, en la sacristía de la Basílica, doña Jenny Alfonso ilustraba a dos peregrinos sobre el cartel. Su voz, de guía turística, disertaba con pena: “Son cuatro los machetazos que recibió el lienzo de la Virgen de Chiquinquirá en el pueblo de Rionegro (Santander)”.

Efectivamente el rostro de la Virgen y del Niño, ampliados por el arte fotográfico, denunciaba tres largos cortes y uno menos profundo y corto, ubicado entre el primero y el tercer sesgo. Sin embargo las laceraciones, estigma criminal, no fueron ejecutadas en Rionegro sino en Pamplona (Norte de Santander).

La charla cambió de tono porque Jenny quería saber más del acuchillado momento. En ese punto hubo silencio. Entonces, estas líneas intentarán mostrar el otro lado del letrero de la infamia.

El redactor se permite retroceder al siglo XX y se une a los hombros de unos frailes dominicos. Ellos cargaban con la tarea de conseguir los recursos económicos para financiar la coronación de la advocación porque así lo decretó el obispo de Tunja, monseñor Eduardo Maldonado Calvo, en obediencia al mandato del papa Pío X, que el 9 de enero de 1910, ordenó la coronación de la Virgen de Chiquinquirá como Patrona de Colombia. La demora en ejecutar el decreto del Pontífice se debió a la paupérrima economía de un país desmembrado por las consecuencias de la Guerra de los Mil Días que no permitía costear la logística del evento.
La Virgen salió de su santuario en peregrinación por los campos de su patria. Ella pidió una ofrenda para su corona, pero se encontró con una realidad adversa. Una herida que sangra por el alma de un pueblo creyente.

En esa romería fue invitada a reposar en el templo de Santo Domingo de Pamplona (Norte de Santander) y en ese sacro lugar, el 20 de enero de 1913, fue atacada con odioso fanatismo. Acto vil patrocinado por un sectario.

El corresponsal, que cubrió los hechos, escribió: “…Ante ayer llegó aquí imagen Santísima Virgen de Chiquinquirá acompañada concurso numerosísimo. Unen colecta óbolo para fiesta. Solemne coronación suya. Anoche penetraron Iglesia de Santo Domingo, donde hospedose Nuestra Señora, uno o más malvados, embetunaron santas imágenes con aceite y negro humo desfigurándolas y poniendo arriba dos letras: A.R. hicieron cuatro cortadas a Ella y Niño en la cara. Sociedad Cristiana hondamente conmovida llora consternada y protesta contra salvaje, estúpido sacrilegio y criminal ultraje a María Santísima a su Divino Hijo y al sentimiento religioso…” Seguiré informando Julio Estévez Bretón.

La noticia llegó a Chiquinquirá con un inexplicable retraso. El 31 de enero de 1913 el semanario El Baluarte tituló: “Sacrilegio en Pamplona” y publicó el telegrama de Estévez. Las directivas de del periódico, órgano de las juventudes conservadoras, se atrincheraron detrás de un timorato silencio impuesto por sus intereses comerciales. En los siguientes días sus páginas no dijeron ni una palabra del tema en estudio.

El mutismo periodístico siguió su curso doméstico, es decir el de la mordaza. Mientras tanto, el calendario llegó al día 17 del mes de abril cuando Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá entró, lastimada y radiante, al municipio de Rionegro (Santander). La acompañaron miles de feligreses hasta el templo parroquial de la Inmaculada Concepción.

Los enemigos de la Iglesia aprovecharon la ocasión, para nuevamente y desde la sombra, lanzar a sus esbirros contra el signo maternal de una nación campesina, La Chinca.

Al amanecer del 21 de abril, la copia viajera de la Señoritica fue atacada por un impío con un arma blanca. A las cuatro de la mañana, el sacristán encontró el lienzo profanado.

Y vaya sorpresa, esta agresión menor en daños, pero igualmente artera y envilecida, sí desató un escándalo de proporciones interdepartamentales. Las distancias se acortaron. El 22 de enero, el párroco de Rionegro, E. Bernal, informó a Chiquinquirá sobre el alevoso agravio. El mismo día, la Asamblea de Duitama (Boyacá) aprobó una proposición que rechazó enérgicamente el crimen. El 23, el obispo del Socorro, Francisco Cristóbal Toro, se pronunció indignado. Al prelado siguieron otras manifestaciones enardecidas precedidas por un “yo acuso”.

El mismo 23 (en Bucaramanga) don Bartolomé Rugeles consignó en su diario: “…Ayer tarde llegó noticia de atentado en Rionegro con el cuadro de la Virgen con que están escamoteando al pueblo. Hubo plegaria y mucha crónica, telegramas del cura, de dominicos de corresponsal muy violentos. (No pasó el caso como lo cuenta el comentario)…” El cronista, al otro día, retomó el in suceso en su cuaderno de notas: “…Los pormenores del atentado en Rionegro son en contra de los que informamos. El cuadro en general no sufrió nada. Tienen un preso, carpintero…” (Cf. Bartolomé Rugeles. Diarios de un comerciante bumangués 1899-1938).

Las peroratas de la protesta se desbordaron bajo la batuta de los aspavientos de los notables de la provincia. El 24 alzó la voz la Ciudad Levítica, Zapatoca. El 25, el periódico El Baluarte volvió a reiterar su protesta y el primero de mayo tituló: “El sacrilegio de Rionegro. Horrible profanación. El cuadro de la Virgen de Chiquinquirá completamente despedazado.” Y las vestiduras rasgadas continuaron cayendo a pedazos contra el noble e incauto pueblo de Rionegro.

En la República de los barullos prefabricados, los hechos se adaptan a los motivos particulares para que en la desmemoriada historia nacional, la verdad y la realidad nunca coincidan.

La verdad habló de dos hechos sacrílegos, Pamplona y Rionegro. La realidad afirmó con espanto que sólo hubo una enmienda cuya penitencia dura ya cien años, Rionegro. La prueba está en una placa con la siguiente inscripción:

Voto de desagravio a la Virgen de Chiquinquirá

“Gloriosísima Virgen de Chiquinquirá, Reina y Señora de Colombia. Nosotros, los vecinos de Rionegro, llenos de pesar al llegar al triste aniversario del atentado salvaje y sacrílego que contra vuestra santísima Imagen se cometió en nuestro suelo, venimos a vuestras plantas a ofreceros un solemne desagravio, y a haceros votos de amor sincero y fidelísimo:

“Desde este día nos obligamos, Señora y Madre nuestra, a celebrar todos los años, el 21 de abril, una fiesta solemne en vuestro honor, como reparación de aquel horrendo crimen, detestado con toda la energía de nuestra alma. Pondremos, además en vuestro cuadro una placa de oro donde nuestros nombres, sean el brocado que subsanen la ruptura de vuestro manto y una copia de ese cuadro así subsanado, colocada en el lugar mismo de la profanación, dará testimonio perpetuamente de que reinas en Rionegro filial y tiernamente venerada de vuestros amantes hijos”. El párroco, Antonio Quintero, presbítero; Manuel A. Cadena, Alcalde; Fernando Navarro M., Juez Municipal; Hipólito Pinto Concejal; Gumersindo Arciniegas, Concejal; Celestino Ramírez, Concejal…. Siguen otras firmas.

Rionegro, abril 21 de 1914.


Después de este escueto resumen quedan por resolver algunas preguntas de la señora Alfonso. Los interrogantes se pueden sintetizar en ¿qué pasó después?


Antes de intentar resolver los cuestionamientos es bueno recordar que en 1913 se dio un proceso electoral. En febrero hubo elecciones para escoger a los diputados de las asambleas departamentales; en mayo se votó por los representantes a la cámara, y en octubre se conoció a los nuevos miembros de los concejos municipales.

Los dos protervos asaltos contra la figura peregrina de la Patrona se ejecutaron dentro del bochinche politiquero de antaño, previo a una votación. Eso eventualmente podría explicar, pero no justificar el arrebato de impiedad.

Y el cuestionario continúa. ¿Por qué las autoridades de Pamplona no le dieron la trascendencia debida al primer golpe?

La respuesta simple sería porque Pamplona, la denominada Ciudad Mitral, no iba a permitir que el odio de la afrenta manchara su nombre de tan rancios abolengos católicos. Además, el régimen conservador, imperante en el país, optó por imponer sus prudencias inútiles.

En cambio cuando el delito ocurrió en Rionegro, un pueblo de filiación liberal, el griterío tuvo que ser reparado con una satisfacción escrita en letras doradas y ceremonias que formaron parte del folclor religioso. Los sucesos vernáculos, cuando tienen color político, actúan de forma que siempre lesionarán la autenticidad de la prueba.

¿Y qué sucedió con los autores materiales? En Pamplona se supo:  “…El individuo que tal hizo recibió también su merecido, pues a los pocos días sufrió un accidente, debido a lo cual volaron desgarradas de sus brazos, la manos que perpetraron tan nefando hecho…” (Cf. Uriel Mendoza Castillo, O.P., Breve historia de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Bogotá. Editorial Dulima, 1932).




En Rionegro, don Jesús Antonio Báez rescató de la memoria familiar una crónica que tituló: “Rionegro y la Virgen de Chiquinquirá”. “…Uno de los que entraron a la iglesia, se dedicó al licor y en medio de sus borracheras cada vez más continuas, se vanagloriaba de su machismo por haber entrado a la iglesia a profanar el cuadro. En una de esas rascas, le dio por montar un caballo que vio cerca y que al decir de los presentes, era manso. Una vez se acomodó sobre él y habiendo picado sus ijares por las espuelas, el potro empezó a correr desbocado y sin que nadie pudiera pararlo. El jinete se dejó caer del lomo pero no pudo soltar sus pies de los estribos y en esa loca carrera, su cuerpo se fue despedazando contra las piedras del camino. Al final, el espectáculo –decían quienes lo vieron- era dantesco e inefable. Del otro sacrílego, hay un poco más de relato en la memoria. Cuentan que enfermó unos años después y según el médico que lo vio debía guardar cama por unos días. Sería cosa de administrar las medicinas y nada más. Pero la dolencia empezó a complicarse y el personaje de marras fue perdiendo las facultades físicas para levantarse, así que tenían que llevarle sus comidas a la habitación de la hacienda que poseía. Allí su esposa le alimentaba, lavaba su cuerpo y le cambiaba de ropas, algo que solo ella pudo hacer, pues con el tiempo, de la piel del enfermo empezaron a brotar gusanos y obviamente el olor era insoportable. El día que expiró, levantó vuelo del caballete de la casa un cuervo –chulo en el lenguaje santandereano- que había permanecido allí durante la agonía del moribundo…” (Ver blog de Báez).

¿Y contra los autores intelectuales hubo alguna medida? El Estado legalista ejecutó el procedimiento falaz de las investigaciones exhaustivas: “no ahorraremos esfuerzos hasta dar con el paradero de los verdaderos responsables”.

La conclusión, sacada de varios retazos de archivos, testigos  y tradición oral, muestra que la conspiración contra Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá se gestó en los altos escenarios del poder terrenal donde resultaron involucrados conspicuos personajes de nobles linajes y nauseabundas ideologías masónicas. Por ese motivo, la verdad y la realidad nunca se podrán ensamblar en el engranaje de la justicia.

jueves, 18 de abril de 2013

21 de abril de 1913




La Sociedad Mariológica Colombiana se une a los nobles sentimientos de los ciudadanos de Rionegro (Santander) para compartir el centenario, feliz y doloroso, de la Fiesta de Desagravio. Sus miembros ruegan a Dios para que los devotos de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá en Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, entre otros países, eleven sus oraciones y aplaquen los ecos sacrílegos del 21 de abril de 1913.

El Altísimo verterá sus bendiciones colmadas de gracias sobre los que no teman proclamar el mandamiento de la Santísima Virgen María “…Hagan lo que Él os diga…” (Juan 2, 5).

jueves, 11 de abril de 2013

Atrás, calumniadores



¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Tiene que haber escándalos, pero, ¡ay del que causa el escándalo!" (Mt 18, 7)

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

La Iglesia católica soporta con estoico padecimiento el vocerío tumultuoso del poder mediático. “El yo acuso” de los sicofantas contra el pescador impone su moda perversa. Mancha hedionda, confusión prepagada.

Las sectas famélicas regurgitan juicios hipócritas. Los áulicos de la decadencia, azuzados por los guardaespaldas de la mentira, vociferan el libreto de la infamia. Los cismáticos, en sus cofradías tétricas, se postran delirantes ante la injuria. Allí, adoran al relativismo escéptico, radical y nihilista, su totémico ídolo. La exaltación de la premisa alcahueta es el sofisma perverso.

La etnia de Caín olvida que la Santa Iglesia católica está construida sobre la historia del escándalo sublime. El primer gestor de esa secuencia de hechos incompresibles fue Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.

El Verbo hecho hombre escandalizó a los judíos de su tiempo cuando les enseñó: “…Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo les daré es mi carne, vida del mundo…” (Juan 6,51).

Mientras ese dogma estremecía las normas de una época donde el milagro era una realidad cotidiana, el carpintero de Belén subió al Gólgota para morir estremecido por la necesidad de perdonar.

Resucitó. Y el estrépito, la algarabía y el griterío del asombro le pertenecieron a la Iglesia edificada por Cristo sobre el hombre que lo negó, Pedro.


Los siglos de la era cristiana conoce la persecución. Es el pan nuestro de cada día. Son 2.000 años de honrosa bendición. Desde las ergástulas romanas hasta las cárceles comunistas de la China continental siempre hubo un apóstol dispuesto a ofrendar su vida por defender la verdad del Evangelio.

El anonimato de los mártires a nadie le incomoda porque no hay millonarias demandas económicas para usurpar en un festín de bandoleros. El poder feroz de los medios enmudece ante el silente esfuerzo del heroísmo evangelizador. No es cuestión de orden moral. Es la simple dictadura de las audiencias masificadas por una sintonía morbosa. Las cámaras hurgan en la indigencia humana para exhumar hechos protervos. Reciclan el mal para presentarlo vestido de bien. La denuncia, por mezquina venganza, mata a la inocencia.

Si la justicia terrena clama por las hogueras y los paredones contra los presbíteros criminales… Nadie los detendrá.

La Iglesia católica, a diferencia de otras instituciones, nada teme y nada oculta porque desde el principio caminó junto al signo de Judas y al rastro de sus desertores. La madre y maestra optó por buscar y amar a sus verdugos.

La Palabra, la tradición y el magisterio permanecen aferrados a su altar y su cruz. Hoy, en cualquier mazmorra de un régimen totalitario, hay un ministro y su breviario en profunda oración redentora para con sus perseguidores. El padrecito crucificado no renunciará a sus votos. El buen pastor dará su vida por sus ovejas. ¿Podrá otro mortal hacer lo mismo?

En síntesis, estas páginas se declaran culpables de confesar una fe donde se queman las vilezas de la culpa. Las voces de sus párrafos se levantan para interceder por un perdón eterno. Perdón para las almas de los religiosos que cometieron delitos de lesa humanidad. El Corazón de Jesús escribió, con la punta de una lanza, que la misericordia es el escándalo de Dios.

jueves, 4 de abril de 2013

Peregrinación del recuerdo




 “En las estribaciones de los cerros, al oriente de Santa Fe de Bogotá, desde mediados del Siglo XVIII, Nuestra Señora de la Peña recibe el férvido homenaje de los corazones piadosos, que encendidos en la eterna llama de la Fe, se encaminan a su romántico santuario a ofrendarle su amor y a demandarle gracias, consuelo y esperanza”.

            Al clarear la aurora de aquel inolvidable día, la tía Helena inició la movilización familiar, comenzando por la servidumbre.

            La vieja cocinera dejando escapar su protesta, apenas en un leve murmullo, abandonó el tibio lecho y tras muy somero arreglo personal, se movió en sus dominios al resplandor incierto del tembloroso candil.

            Los amplios canastos de gruesa trabazón gimieron al peso de las viandas que la mano diligente de la cocinera iba depositando en sus profundidades. Viandas diversas, cuya cuidadosa preparación embargó a la tía Helena los precedentes días.

            Nada faltaba de cuanto en aquel tiempo hacía las delicias en la sustanciosa multiplicidad de un “fiambre santafereño”, y mucho menos el aromoso chocolate preparado a conciencia en la “Factoría” del hogar.

            Después de revisarlo todo cuidadosamente, pasó mi tía a las habitaciones interiores con el fin de despertarnos. Pero, si bien, arropados aún bajo el amor de las frazadas, lejos estábamos de dormir. La perspectiva de un día de campo nos mantenía en vela, a la espera del momento feliz de emprender la marcha.

            Tras de múltiples idas y venidas, regaños, apresuramientos y recomen-daciones; asegurar de puertas, revisión de las jaulas de las mirlas, toches y azulejos cuyos trinos mañaneros eran el encanto de mis tías, se declaró perentoriamente que ya podíamos ir saliendo a la calle y esperar allí reunidos a los mayores y la solemne y cuidadosa ceremonia de echarle dos vueltas de llave a la respetable cerradura del portón.

            Llegados a la esquina de la próxima Iglesia, que era la de Santa Bárbara, hubo un breve consejo de familia; tan grave e importante como los que celebran los grandes generales, antes de iniciar una marcha victoriosa.

            La tía Helena con su tono habitual de dominio, indicó que debíamos tomar por el “camellón de Santa Bárbara” y subir por el Puente de Lesmes a buscar la Calle de la Fatiga y más tarde la cuesta del Cedro.

            Pero mi abuela —siempre precavida— hizo la observación muy justa, de que tomando ese camino soportaríamos los miasmas del río Manzanares y nos exponíamos a pescar un tabardillo mortal, tanto los chicos desayunados muy parcamente como los mayores que iban en ayunas.

            Era tan poderoso el argumento, que mi tía se calló para dejar paso a otras opiniones, no menos de diez, emitidas al tiempo y que modificaron el itinerario; y en tal virtud, continuamos nuestro viaje por el camellón para seguir por la calle de la Carrera.

            En llegando a ésta, luego de dejar atrás el Puente de San Agustín, los chiquillos resolvimos primero apurar el paso, después tomar un trotecito agotador para terminar en desaforada carrera de competencia.

            Las tías nos llamaron a grandes voces y obedeciéndolas paramos en la esquina del Chorro del Fiscal, y allí aguardamos el inevitable regaño.

            Al llegar el grupo de los mayores, oímos en silencio las esperadas reconvenciones; sólo mi primo Eduardo cuya fuerte personalidad de eterno contradictor comenzaba ya a destacarse, objetó:

—Pero abuelita, ¿acaso no es esta la Calle de la Carrera? ¿Y no la han llamado así porque en ella apostaban carreras de caballos?

•—Nada más lejos de la verdad —replicó mi tía-—. En primer lugar no debes responderle a los mayores cuando te reconvienen; y en segundo lugar, en esta calle nunca se han apostado carreras. Funcionó en ella, en tiempos coloniales la oficina de Correos, y en esa época le daban la denominación de “carrera” a cada línea o recorrido de la posta. Así pues, se decía “la carrera de Tunja” o la “carrera de Cartagena” para determinarlas; y las gentes decían: “Hoy llega la carrera del Norte”, por ejemplo, y los interesados se acercaban a la Oficina de la Carrera a reclamar su correspondencia; y ahora —continuó— muchachos alborotados, vayan despacio, sin adelantarse mucho o nos volvemos para la casa.

            Después de esta erudita explicación y del tono severo de la tía, y ante el temor de ver frustradas nuestras esperanzas de paseo con el consiguiente almuerzo campestre, callamos y seguimos humildemente al paso del grupo de las señoras.

            Subimos por la Calle del Fiscal y al llegar a la esquina que forma la casa que fue de los señores Lozanos, marqueses de San Jorge, nos detuvimos, pues este era el lugar de cita con otro peregrino.

            He dicho otro peregrino, y he olvidado referir que el viaje emprendido a tan temprana hora, tras de tan prolijos preparativos tenía como objetivo principal el de cumplir una promesa, que por mi salud, había hecho mi abuelita a la Santa Virgen de la Peña, promesa que consistía en oír la Misa y comulgar las personas mayores y a mí presentarme ante la Divina Madre en acción de gracias.

            Yo no había subido nunca a la Peña, pero conocía de oídas sus maravillas por los relatos hogareños, y sabía también, que era un sitio ideal de misterio y aventura, pródigo en musgo para el pesebre navideño.

            Aquellos relatos y el musgo de navidad, habían despertado en mi infantil imaginación el ardiente deseo de conocer esas fantásticas regiones, en mi sueño parecidas al pesebre, con sus rocas musgosas, con diamantinas cascadas y ramajes fecundos en uvas de anís y en muchas otras ricuras silvestres al alcance de las ávidas manos de los devotos exploradores.

            ¿Cómo, ante aquella perspectiva de ensueño, iba yo a quedarme dormido en ese inolvidable amanecer? De ahí que al llamamiento de la tía Helena respondiera con un salto apresurado del lecho para no correr el más leve peligro de quedarme olvidado cuando partiera la alegre caravana de romeros.

            Momentos después, sofocado en su afán de exactitud, llegó el esperado peregrino. Era éste el doctor Plata, abogado ilustre, historiador de nota, representado físicamente por una humanidad obesa y cuarentona, cuyas patillas canecientes me inspiraron siempre un respeto profundo.

            Portaba un atuendo apropiado a las circunstancias y de acuerdo con la época: botas amarillas de cuero de soche, ruana sogamoseña, sombrero de jipijapa, pañuelo de cuadros para abrigar la garganta y reemplazar al ausente “cuello de pajarita”. Efusivo en su habitual seriedad, saludó cordial a las tías y demás personas de edad y a nosotros nos concedió una vaga sonrisa.

            La ciudad comenzaba su lento despertar. Tal cual fámula soñolienta aún cruzaba la calle en busca de las provisiones mañaneras. Perezosos canes nos miraban desconfiados, “desde el umbral de la polvosa puerta” que les había servido de refugio nocturno en el desamparo de su vida errante.

            Subíamos lentamente, acomodando el paso a la fatiga de la abuelita y de las viejas tías.

            Las muchachas del grupo, sonrosadas por el ejercicio, charlaban entre sí animadamente. Nosotros —los chiquillos— observábamos con curioso asombro el paisaje agreste que se presentaba a nuestros ojos; y el primo Eduardo, —en tanto— seguía con hipnótica mirada el raudo vuelo de los “copetones” mientras que, a hurtadillas tensionaba los cauchos de su “flecha”, aparato mortífero, perseguido sin descanso en las requisas de mi tía Helena en los abultados bolsillos del muchacho, afortunado propietario de “bolas”, trompos y caucheras.
            La empinada calle de empedrado desigual, entre cuyos intersticios crecía holgadamente la hierba, fue quedando atrás, y entramos en un camino estrecho, bordeado por paredones de tierra pisada, que deslindaban modestas propiedades. Modestas sí, en cuanto a sus construcciones pajizas y humildes, pero para nuestra avidez, ricas y tentadoras, pues eran huertos casi silvestres en donde entre matas de doradas uchuvas, erguían sus ramajes frondosos cerezos y ciruelos cargados de rojizos frutos.

            Eduardo nos refirió —en tono muy confidencial— que en varias ocasiones había subido a aquellos parajes, con otros truhanes de su edad —y habían conseguido, por algunas monedas de a cuartillo— el inefable derecho a trepar a un cerezo de aquellos, y hartarse con sus frutos de rubí.

            A medida que ascendíamos ya por sitios más escarpados y solitarios, la fatiga nos fue silenciando. Se hicieron descansos para que las señoras de edad calmaran su palpitante corazón; y también para que la servidumbre reposara en el suelo los henchidos y prometedores canastos del fiambre.

            Al final del fatigoso sendero, se presentó a nuestra vista la iglesita de la Peña, meta de nuestro viaje.

            En la espadaña, una campanita se agitaba, difundiendo en la paz de los montes el llamamiento de la piedad. La misa de seis, la primera y única del día, se celebraría dentro de poco. Apenas llegábamos a tiempo.

            Madre —preguntó alguna de las niñas— ¿es cierto que aquí se apareció la Santísima Virgen?

            No hija —respondió la madre, que era una de mis tías— fue un poco más arriba, según creo... Pero, el doctor Plata, conoce muy bien la historia y tendrá la bondad de referirnos cómo se efectuó el prodigio.

            El aludido, acomodó su fatigada humanidad en una gran piedra en el claro que enfrenta la iglesita; encendió calmadamente un cigarro, y cuando el último chiquillo había hecho silencio, comenzó con tono pausado y grave:

            En realidad, como bien dice mi señora Dolores, los sucesos extraordinarios que forman el milagro, tuvieron su origen en un lugar más elevado de esta pintoresca montaña. Pueden observarlo desde aquí... Fue allá en donde se eleva esa hermosa Cruz...

            Seguimos el ademán del erudito caballero y vimos la Cruz enhiesta en la montaña, abriendo sus brazos en eterno símbolo de misericordia.

            Hacia el año de 1685 —prosiguió el narrador— andaba por estos riscos un tal Bernardino de León, hombre de empresa y ducho en la búsqueda de tesoros indígenas... El señuelo eterno que embrujó a los españoles... Por algo afirmó un historiador en frase lapidaria “que la conquista de América había sido una empresa de codicia...”

            Se cuenta también, que por aquellos tiempos, huyendo de la justicia, un soldado español que en una reyerta había dado muerte o herido a otro, se refugió en estas soledades. Al caer la noche y comenzar una persistente llovizna el hombre pensó refugiarse en alguna de tantas cuevas que se dice hay en las faldas del cerro de Guadalupe, que era por donde andaba el prófugo.

            A la luz de un relámpago se presentó a su vista una oquedad, suficiente para dar paso a un hombre. El soldado penetró al interior... y allí tropezó con un cuerpo metálico...

            La leyenda no dice si para distinguir lo que era se valió de la yesca que seguramente formaría parte de su equipo de viajero, o si la luz de los relámpagos de aquella noche tempestuosa le fue propicia. Lo cierto es, que el hombre pudo establecer que tenía ante sí una figura que representaba un venado de tamaño natural, elaborado en oro...

            Allí pasó la noche, posiblemente soñando despierto con las maravillas que podría hacer, con el valor de aquel tesoro...

            Al amanecer sintió voces no muy distantes del lugar en que se hallaba y pensando fueran las de sus perseguidores, salió de la cueva, tapó la boca de la misma con helechos y ramas tupidas; clavó su espada en tierra hasta la empuñadura y trazó sobre el pomo de aquella una línea imaginaria cuyo punto opuesto era la torre de la iglesia de la Orden Tercera, calle de por medio del convento de San Francisco; y luego, se internó, aún más arriba, buscando espesos boscajes que en la época no faltaban en las faldas de los cerros.

            La leyenda concluye, que pasado un cierto tiempo, una vez arreglados sus asuntos con la justicia, el hombre volvió al mismo paraje, pero ya no pudo dar con la cueva, ni con ninguna de las señales que dejó, ni la línea imaginaria le dio la clave.

            Como refiriera el asunto a varios vecinos de Santa Fe, algunos iniciaron la búsqueda del famoso Venado de Oro, sin resultado alguno... De modo pues, —terminó el narrador— que aún debe de hallarse a la espera de un explorador afortunado

Y la Virgen —insistió alguno— ¿cómo fue hallada?

            En verdad —continuó el doctor Plata— que estábamos tratando de la exploración de Bernardina de León. Pues bien... en las andanzas en que estaba cayó la noche... El hombre temeroso de rodar en algún precipicio resolvió pasar la noche en el mismo paraje.

            Hizo una buena cama de helechos que el cansancio le hizo encontrar mullida y se durmió... Al filo de medía noche despertó y sobrecogido, vio sobre una peña cercana al sitio en donde se encontraba, un resplandor intenso...

            El hombre experimentó un terror intenso... Como eran tan frecuentes en esa época las historias de duendes y aparecidos, el de León temió habérselas con el Maligno y comenzó a rezar fervorosamente... La oración calmó su angustia y resolvió acercarse paso a paso al resplandor...

            ¡Cuál sería su asombro y su emoción al ver que la luz circundaba tres imágenes en grupo que representaban a Nuestra Señora con el Niño en brazos; junto el patriarca san José en ademán de ofrecer una hermosa fruta al Divino Infante, y al lado, un ángel sosteniendo en sus manos una esplendorosa custodia!

            Ave María Purísima —exclamó la tía Helena— santiguándose con toda unción. Qué suceso tan maravilloso Bernardino —continuó el narrador— pasó la noche en oración; y con la primera luz del alba, corrió peñas abajo para la ciudad y puso en conocimiento de las Dignidades de la Iglesia el acontecimiento.

            La noticia trascendió rápidamente en el reducido vecindario santafereño, Y ya al mediar el día se organizó una gran caravana que integraban sacerdotes, caballeros de importancia y fieles de toda condición que, conducidos por el de León, llegaron al lugar del prodigio y de hinojos, entre cánticos sublimes, adoraron de hinojos el grupo divino tallado en la misma roca, haciendo un solo cuerpo con ella.

            Se recogieron donaciones de ricos y pobres, y al poco tiempo se inició la construcción de un modesto templo, más bien una ermita, que pronto cubría la roca del milagro, pero años más tarde, esa construcción casi improvisada comenzó a deteriorarse. Otra, que reemplazó a la primitiva tampoco tuvo mucha duración.

            Para el año de 1716, esto es unos treinta años después de la portentosa aparición, se resolvió, en busca de terreno más firme y de más fácil acceso, construir una nueva iglesita y que es esta, que tienen ustedes al frente.

            ¿Y cómo pudieron desprender las santas imágenes de la roca? inquirió alguno.

            De tan delicada labor, se encargó un piadoso cantero, que gozaba fama de ser el más hábil de la ciudad. Este artífice, pues como tal era considerado, trabajó con mucho cuidado y devoción, y así, un tiempo después en romería solemnísima el bloque de roca en que Dios Nuestro Señor quiso dejarnos la señal de su gloria, fue conducido hasta aquí y es fama, que la piedra se aligeró y los hombres que la portaron no hicieron mayor esfuerzo.

            Desde entonces —concluyó el narrador— éste ha sido un santuario de piedad y de amor para los santafereños. Oidores engolados, caballeros de capa y espada, damas de encumbrado linaje al par que humildes campesinos y gentes de toda fortuna y condición, han emprendido el mismo recorrido que hoy hemos hecho nosotros, llenos de fe para venir a rendir el férvido homenaje de sus corazones a la Madre de Dios; y como ustedes ven, en la época en que nos hallamos, para finalizar el siglo XIX, continúa la incesante romería y Nuestra Señora de la Peña santifica, como en pasados siglos, esta agreste soledad con la luz del portento.

            Abuelita —terció con cierta impertinencia el primo Eduardo— ¿Quién tallaría las imágenes en la roca?

            —Pues los propios ángeles —muchacho preguntón— ¿Quiénes otros podrían ser?

Los ángeles de Nuestro Señor que saben de todo y todo lo pueden. Ellos fueron... Así sucedió y así debemos creerlo... Ave María Purísima como si pudiera dudarse.

            El recogimiento de la fe, pasó como una leve brisa sobre nuestras almas.

            La campana de la espadaña vibraba ya su último llamamiento y se despetalaban sus voces argentinas en el silencio de la mañana luminosa.

            Era la hora de la Misa, y entramos con humilde recogimiento a la paz del templo casi desierto.

            Nos hincamos todos de rodillas al pie del altar... Allí están Nuestra Señora, el Divino Niño, san José y el ángel... Allí están hace tres siglos.

            Las imágenes han sido artísticamente coloreadas pero son las mismas que al mediar de una noche serena, cuajada de estrellas y en el silencio profundo de los montes, tallaron los ángeles del Señor, con sus buriles de diamante.

            Dios te Salve María, llena eres de gracia —Dios te Salve Nuestra Señora de la Peña— Dios conserve en el alma de los hombres la luz indeficiente de la fe... Dios te Salve María...

            El sortilegio de la suave penumbra; la dulce monotonía de los rezos pronunciados a media voz; el perfume indefinible del incienso y la elación profunda en que he sumergido mi espíritu en la evocación del milagro, me han transportado a tiempos pretéritos pero que actualizaron, en este momento, el amor y el recuerdo.

            Al volver la mirada y buscar a mi lado a los peregrinos de esa inolvidable mañana, no los encuentro...

            ¿En dónde está la abuelita que me llevó de la mano hasta el pie del altar?

            ¿Dónde la tía Helena, quien después de la misa y cuando salimos al campo que circunda la Iglesita nos hizo recoger leña y hojarasca para encender la fogata en que se preparó el riquísimo chocolate que acompañó a las viandas que guardaban los henchidos canastos?

            ¿Cuándo huyeron las horas de aquel día, pleno de sol y de alegría sencilla, que pasamos trepando breñas arriba en busca de uvas de anís?

            ¿Dónde, el eco de las románticas canciones que entonaron las niñas, cuando ya al caer de la tarde, emprendimos el lento regreso a la ciudad?

¿Dónde, el erudito y piadoso narrador de la extraordinaria historia de Nuestra Señora y de los ángeles benditos?

            No están hoy a mi lado... Moran hace muchos, muchos años en la región de los elegidos del Señor... Fueron almas nobles, sencillas y piadosas que nos precedieron en la señal de la fe.

            Me encuentro pues, en otro tiempo... Media ya el siglo XX... Han pasado muchos años, pero la Iglesita no ha cambiado, y todavía reinan a su alrededor el silencio y la paz, y la fe que enciende mi corazón es la misma que iluminó el sendero de los peregrinos... en aquel día del viejo Santa Fe.

            Los peregrinos que he evocado, los de aquella mañana del mil ochocientos, fueron mis abuelos y los amigos de mis abuelos... Yo he reconstruido con amor y respeto la reseña de esa hermosa mañana azul, plena de sol y de santa alegría.

            La he reconstruido sobre los relatos de las veladas familiares, pues he conocido a través de la leyenda hogareña y en la imagen de retratos que el tiempo empalideció a los que formaron el grupo piadoso y amable...

            Yo sé, por el milagro de la fe y del amor, que ellos están cerca de mí, en esta mañana también luminosa y espléndida en que mi corazón rinde el mismo homenaje que ellos le rindieron, a la misma Señora de la Piedra, al Divino Niño, a nuestro padre señor san José y al ángel de argentados plumones que, con otros artífices de Dios, cruzó el espacio en la callada noche del milagro.

Edgar E. Escallón

Trabajo premiado en el Concurso del III Congreso Mariano Nacional, 1954.

Tomado de la revista Regina Mundi