miércoles, 27 de marzo de 2013

Reflexión sobre el significado del sábado santo y la presencia de María en nuestra fe



María Lucía Jiménez de Zitzman.


Ninguna época de la historia de la humanidad ha sido capaz de agotar la inabarcable riqueza de Cristo, ni ha logrado captar, como nos dice san Pablo, en su carta a los Efesios, “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad de Cristo..., de su amor que sobrepasa todo conocimiento” (Ef 3, 18 ss).

Sin embargo, partiendo del momento presente de la historia del mundo, podemos alcanzar en la fe un conocimiento mayor del Señor, enriquecido por estos 2.000 años de historia, a lo largo de los cuales tantos hombres han iluminado el sentido de sus vidas, en su presencia siempre distinta y nueva para cada uno de los que lo acogen. El hoy seguirá siendo siempre un punto tangencial entre el ayer y el mañana, entre el pasado y el futuro. Precisamente, el Misterio Pascual que en estos días celebramos nos enseña a vivir a Cristo hoy, compendio del pasado y del futuro, porque Él es, citando el libro del Apocalipsis, “el alfa y el omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap 22, 13). El mensaje de Jesucristo alcanza una comprensión en el hoy de cada momento, porque Él está presente en todo tiempo y su presencia se hace vida en nosotros, proyectándonos su luz.

Esta noche pretendemos aproximarnos a la esencia misma de nuestra fe, al misterio pascual, donde conmemoramos el misterio del amor absoluto de un Dios que en Jesús de Nazaret sale a nuestro encuentro, dándole a nuestra vida y a la historia de todos los tiempos su más pleno sentido.

En la historia de la salvación, tanto del antiguo, como del Nuevo Testamento, encontramos una revelación divina que se realiza y concreta en experiencias humanas. Para poder hoy conocer dicha revelación, se hace necesario acercarnos a ella teniendo en cuenta nuestras experiencias actuales, interpretándolas a la luz de la fe, y permitiendo que la vida divina que cristo nos transmite desde esa cruz, que se convierte por la resurrección, en su trono de gloria, suceda dentro de nuestra propia realidad como fuerza dinamizadora del verdadero sentido que como creyentes debemos darle a nuestra propia existencia.

Mientras Jesús vivió nuestra historia terrena, la revelación acerca de la salvación ofrecida por Dios al hombre en la persona de su hijo, era naturalmente “incompleta”. La afirmación de la identidad del Señor supone la visión sobre la totalidad de la vida de Jesús, y antes de su muerte y resurrección esta apreciación era totalmente imposible. Con la muerte violenta de Jesús y su resurrección de entre los muertos es cuando realmente comienza nuestra fe, nace la Iglesia. Los testigos del resucitado comprenden que ese Jesús que predicó entre ellos el reino de Dios es el mismo Señor, el Cristo que vive para siempre en unión con el Padre.

La historia de los creyentes se incorpora entonces a la historia del Señor Jesús, sus vidas se alimentan de la suya, y en la huella que los primeros testigos del resucitado han dejado en la historia, nosotros hoy, podemos seguir la verdadera huella de Jesús. Dios ha identificado su reino con el crucificado que vive y su vida es el sentido y el alimento del cristianismo hoy.

Estas apreciaciones se hacen necesarias antes de fijarnos en el momento que nos ocupa. Hoy, sábado santo día de soledad y de tristeza, pero también de esperanza, alegría y confianza plena en el amor divino, porque cristo nos ha entregado la gloria y la vida y con ellas nos ha dejado la más preciosa herencia su madre, que ahora es también la nuestra.

Vamos entonces, a contemplar hoy, a Jesucristo y a María desde la perspectiva del evangelio de san Juan. Este testigo del Señor quiere mostrarnos la unidad profunda que existe entre Cristo y María no sólo como personas que se aman sino desde el punto de vista de la misión que desempeñan dentro de la historia de la salvación.

Esta incorporación de María a la historia salvífica no solamente debe ser vista en la escena de la crucifixión donde culmina, sino unida a la fiesta de bodas donde se inaugura.

San Juan ha querido captar a la “Madre de Jesús” en estas dos escenas profundamente significativas: en la fiesta de Bodas de Caná y en las bodas del calvario donde el “Rey del Cielo quiso celebrar las bodas de su Hijo con la humanidad”. En ambos momentos está María unida a Jesús como madre y como discípula, como mujer y como testigo creyente. Hoy, después de dos mil años sigue mostrándonos que Jesucristo con su vida, muerte y resurrección nos ha incorporado a la vida divina.

Vamos a tratar de vivir con ellos esta experiencia de la cual Juan nos ha permitido participar:


Las Bodas de Caná

Estamos en Caná, se celebra una boda. La madre de Jesús está allí, Jesús y sus discípulos también están invitados...

Esto ocurre en Caná de Galilea, en la Galilea de los gentiles, no en Jerusalén, no en el templo. Es un ambiente eminentemente laical, en medio del cual se celebra la fiesta.

Fiesta de bodas, de celebración y de alegría, es allí donde Jesús junto a su madre va a inaugurar su misión. Misión que actualiza el amor de Dios por los hombres y realiza en ellos la salvación. Por eso, esto ocurre en una fiesta, y una fiesta de bodas, puesto que el lenguaje nupcial ha sido el escogido para significar, a lo largo de toda la historia salvífica, el amor divino por la humanidad.

Observemos a Jesús junto a su madre... y contemplemos esta primera escena unida estrechamente con la otra, la del calvario, allí también estará ella, de pie junto a la cruz unida al hijo de su corazón, hijo suyo es verdad, pero también su maestro, hijo de Dios, que exige desde su entrega que el hombre realice el destino para el cual fue creado.

Desde la fiesta de bodas y desde el calvario está enseñando Jesús a María y en ella a toda la humanidad el significado de su ministerio, el camino de su misión. Aquí y allí, María renueva y actualiza el fiat que ya había dado a Dios en el momento de la concepción de su hijo. Ella, ahora, también en silencio, “guarda todas estas cosas meditándolas en su corazón”.

“al tercer día”...  puntualiza san Juan, señalándonos la pascua, la manifestación definitiva de la gloria y la divinidad de Jesús.

Volvamos a Caná:

Es una fiesta, y en la fiesta hay vino. En aquel tiempo la celebración de un matrimonio duraba varios días y el vino debía ser abundante, sobretodo si la novia era virgen. En aquella fiesta el vino se agotó. María se entera del problema y advierte de el a Jesús: “se les acabó el vino”. Ella comunica a Jesús el problema, no pide nada, quizás espera una ayuda para aquellos amigos, pero jamás insinúa un milagro.

La respuesta controvertida de Jesús tiene un profundo significado: “mujer, qué a ti y a mí ?... todavía no ha llegado mi hora”.

No la llama Imma “madre mía” como se decía en arameo. La llama mujer, y la une a Él. “tú y yo”.

Nunca debemos pensar que se trata de una respuesta excluyente, al contrario, Jesús la vincula profundamente al acontecer definitivo de Dios sucediendo en Él, manifestando su gloria en aquellas bodas donde María unida a Él colabora humilde, llena de amor y confianza para que la obra se realice.

En la cruz, otra vez, la llamará de la misma manera; “mujer”, asociándola con Eva, madre de los vivientes. Esa va a ser su misión, María nueva Eva, unida al nuevo Adán. Ella intercede y alcanza. Ella en la nueva creación realiza la función fundamental del discípulo, la fe.

Las bodas simbolizan el sacramento de la unidad entre Dios y la humanidad.

“No ha llegado mi hora”, continúa Jesús. Para Juan la cruz es el triunfo y la gloria. Allí, en esa cruz del dolor del anonadamiento más total es donde se manifestará la gloria definitiva de Dios. Esa es la hora de Jesús, allí comprenderemos el sentido pleno de la misión de cristo y el sentido pleno de la misión de María.

La actitud de María revela su confianza sin límites en el corazón de su hijo y al mismo tiempo señala el camino del discípulo de todos los tiempos: “haced lo que Él os diga”. Ella no conoce los planes de Jesús, pero nos enseña a estar disponibles para hacer realidad en nosotros su voluntad, la cual dará siempre, como resultado en nosotros, la construcción y la alegría que nos conducirá a nuestra máxima realización.

Jesús supera con creces cualquier expectativa, la Virgen pone su confianza en Él, y Él le responde con una generosidad inimaginable. Hace llenar las tinajas de las purificaciones de agua, tinajas que significaban la antigua ley, y convierte el agua en vino. Vino que simboliza el amor nuevo y la nueva alegría. El vino que Jesús da significa por tanto, la relación de amor entre Dios y el hombre que se establece en la nueva alianza.

Esta escena, nos anuncia otra, la del calvario donde alcanzará su más pleno sentido. En la cruz se manifestará el amor extremo y se ofrecerá a todos el espíritu divino que generará la nueva creación.


El calvario

Aquí también se encuentra María, de pie junto a la cruz. Su hijo aquí otra vez la llama: “mujer...” María ahora, en medio del más desgarrador de los dolores comprende tantas cosas...

Comprende lo que Jesús quiere decirle y acepta todo en el silencio elocuente de su fe.

Esta noche de sábado, vísperas de la resurrección, a María le parece escuchar lo que Jesús quiso decirle antes de morir. “Madre, te amo como lo que verdaderamente eres, la criatura perfecta, humilde y sabia disponible siempre para que la realidad divina de mi padre acontezca en ti. Te has hecho, como yo, vacío para Dios, y por eso como yo, debes entregarlo. Tu maternidad divina no se agota en el lazo biológico y sentimental que nos une. Estás unida a mí porque eres la primera bienaventurada, tú has escuchado mi palabra y la has puesto en práctica. Es verdad, mi padre te ha creado para ser madre, pero no solo mía, sino en mí, tú, mi primera discípula y creyente, serás la madre de todos aquellos que desde hoy seguirán fielmente mi huella. Hijos míos y también hijos tuyos, representados por aquel que fiel a mí, te acogerá en su casa. Serás el corazón y la madre de esta nueva creación que hoy nace, de aquellos hombres, mujeres y niños que fieles en la fe recibirán la vida verdadera que yo les comunico, y que en medio de la diversidad de razas y naciones, culturas y lenguas proclamarán mi mensaje y serán un solo corazón y una sola alma, llegarán a ser signos de la vida divina de la cual serán sus portadores. De esos hijos serás madre, y los amarás a ellos como me has amado a mí”.

Esta es la misión de la Virgen María. Ella ha creído antes de que los demás crean, su vida en este mundo fue una vida de fe. Ella testigo y apóstol, representa el deber ser del cristiano en todos los tiempos y el papel de la mujer dentro de esta nueva comunidad que nace en la cruz gloriosa, del corazón de su hijo. En la iglesia la mujer será el corazón, de la misma manera, que la Madre de Jesús ha sido el corazón de su hogar en la tierra y lo sigue siendo también en el cielo.

Tomado de la revista Regina Mundi.

jueves, 21 de marzo de 2013

La grandeza de María en la mente de Dios



Crear o sacar algo de la nada, sólo Dios puede hacerlo. Pero hay algo más grande que sacar un ser de la nada, y es sacarlo del pecado. La Redención es más grande que la Creación.

Si la Creación fue hecha por Dios con número, peso y medida; la Redención fue debidamente estudiada y preparada por Dios. Desde la eternidad vio el fracaso del hombre, desde la eternidad ideó el remedio que era redimirlo, desde la eternidad determinó encarnarse y morir, y por ende desde la eternidad, eligió, preeligió y predestinó a María Santísima.

Si el capítulo del libro de los Proverbios en que se describe al Verbo Divino acompañando a Dios su Padre en la obra creadora, circuyendo el giro de los cielos, jugando con los astros que lanza en aparente desorden y en real y prodigioso orden, colocando en los insondables espacios el cimiento de las moles siderales, represando o precipitando las cataratas… si todo ese capítulo es aplicable al Verbo y a María, con mayor razón el capítulo que paralelamente a éste podría escribirse en que se narrara la aparición del mundo de la gracia con sus soles prodigiosos que son los méritos de Cristo, sus abismos pasmosos que son las humillaciones del pesebre, el huerto, el pretorio, el calvario y el sepulcro; sus océanos inundantes que son la sangre de la redención, represada en la Iglesia, derramada por los surtidores de la Misa y de los sacramentos; sus atardeceres trágicos de las humillaciones del Verbo, y sus auroras boreales largas y espléndidas de la resurrección y ascensión. Y en todo ello anda María que es a un tiempo causa y efecto de la gracia, fuente y canal, arca y llave, tesoro y tesorera, abismo y clave, océano y arcaduz. Si es más grande la redención que la creación, a María le corresponden esas maravillas que se pregonan en el libro de los Proverbios, y muchas más habría que decir para subir adecuadamente de creación, a redención; María es mucho más que socia de la creación porque es socia de la redención. Esposa de la unión hipostática.

“Por eso María Santísima es una creatura estudiada por Dios, escogida de antemano, prevista en todos sus detalles”. “La Virgen es el único de los seres creados que ha sido tal como Dios ha querido, en toda la trayectoria de su vida, así como en todos sus movimientos secretos”. (Jean Guitton).

Supuesta la determinación de Dios de encarnarse y morir, ninguna creatura era necesaria, solamente María era indispensable. Por eso María es escogida por Dios para sus grandes planes, ideada para que no tuviera una sola falla, trazada a la medida de los infinitos misterios para los cuales necesita Dios, predeterminada para el grandioso plan de la encamación y de la redención; toda la estructura de María es para Dios, para el Verbo encarnado, para el Dios Redentor, el Dios Glorificador. Está dispuesta a la medida de Dios que ha de hacerse hombre en Ella, que ha de recibir de Ella el cuerpo y la sangre, que ha de recibir en Ella una alma perfectísima, que ha de fraguar en Ella, ser moldeado en Ella, heredarle temperamento, fisonomía, ademanes, voz… y todas las modalidades que heredan los hijos de sus padres, y que Nuestro Señor había de heredarlas de su Madre y únicamente de su Madre. ¡Con cuánto cuidado se buscaría su Madre, con cuánta inteligencia la idearía, con cuánto amor la inundaría, de cuántas bellezas la adornaría, y cuántos primores pondría en Ella!

Para ilustrarnos sobre la predestinación de María, en gran manera nos servirá, ponderar lo que dice Tertuliano cuando describe la creación del primer hombre. Cuando Dios formaba del limo de la tierra aquella semejanza de cuerpo que después, mediante el alma, iba a poseer una triple vida: como planta, como animal, como racional; cuando Dios se inclinó sobre el barro así dispuesto e infundió el soplo de vida por medio del alma, entonces, dice Tertuliano, Dios pensaba en la persona adorable del Verbo encarnado (Christus cogitabatur homo futurus) y por eso en un admirable y divino plan lo disponía todo en orden a la encarnación del Verbo. Al crear la más noble de sus creaturas tuvo muy presente al Verbo encarnado.

Pues mucho mayor es la relación e íntima unión del Verbo con María, que con el primer hombre. Con mayor razón pensaría Dios desde toda la eternidad en disponer todo el ser de María en función y en relación directa con el Verbo encarnado. Y este pensamiento adquiere todo su esplendor intelectual si lo estudiamos a la luz de un pensamiento genial de san Agustín que llama a María en atrevida pero absolutamente exacta expresión “molde de Dios”. Forma Dei. Si Dios, iba a moldearse en María, María desde toda la eternidad debía ser moldeada en Dios.

Con razón dice san Bernardo que la Virgen no fue improvisada en un momento y al acaso, sino elegida desde la eternidad, predestinada por el Altísimo y preparada de antemano por Dios mismo. Y en otro lugar dice san Bernardo que María es “opus aeterni consilli” la obra de una eterna deliberación[1].

Todo eso es la predestinación de María: una elección, un conocimiento anticipado, y una preparación. En María se da una elección: la elección a ser Madre de Dios; un conocimiento anticipado de cómo debe ser la elegida; una preparación que es como la determinación del fin, según el cual se escogerán los medios adecuados.

La predestinación de María es la mirada escudriñadora de Dios que la concibe; es la voluntad amantísima que la elige; es el poder omnímodo de Dios que la realiza desde toda la eternidad. Y el mismo san Bernardo expresa bellamente el pensamiento de Tertuliano y de san Agustín: “¿En qué vaso ha de infundirse esta gracia? ¿Qué vaso podremos presentar como digno receptáculo de la gracia? Bálsamo purísimo es y requiere un solidísimo vaso”. Si esto dice san Bernardo de la gracia que debía entrar al corazón de María; ¿qué se debe decir del Verbo que debía encarnar en Ella? ¿Cuál no debía ser María para llenar a cabalidad el oficio y función de Madre de Dios?

Pues esto es lo que Dios determina en la predestinación de María. Con razón canta la Iglesia: Facta est tota divinitus: Toda tu persona fue divinamente labrada. ¡Qué portento eres, oh María! ¡Qué belleza eres, oh María! ¡Qué perfección eres, oh María! ¡Qué armonía eres, oh María! ¡Qué acabada eres, oh María! ¡Cuánto me gozo en que Tú seas así! ¡Cuánto agradezco a la Trinidad Beatísima que te haya hecho tan perfecta! Eres el fruto de lo mejor que pudo idear la Sabiduría de Dios, de lo mejor que pudo realizar la Omnipotencia de Dios, de lo mejor que pudo constituir el Amor de Dios. Te hizo la Sabiduría, la Omnipotencia y el Amor. Te planeó desde toda la eternidad. A tu lado las demás criaturas ni se necesitan, ni cuentan ni valen. Oh predestinada, oh única, oh suficientísima, oh preferida, oh predilecta: vales tú sola más que toda la creación.


La predilecta de la Trinidad Beatísima

El arte escultórico representó a una joven doncella radiante de belleza en medio de tres personajes que concentran hacia ella toda su atención y todas sus miradas: es el uno un anciano venerable por su majestad y poderío, quien aparece entregándole a la doncella un cetro de oro, símbolo de realeza y dominación; es el otro un hombre en plena juventud y hermosura quien con las manos juntas y entre cruzadas demuestra que profesa plena sumisión y respeto hacia Ella; y es la tercera la representación misteriosa de una persona bajo el símbolo de una blanca paloma que envuelve a la misma doncella en plácidas claridades de luz y ardientes llamaradas de fuego. Es la expresión de un misterio que pertenece al dogma católico.

María ha sido llamada templo y sagrario de la Santísima Trinidad: Ella es la Hija primogénita del Padre; la Madre amantísima del Hijo; la Virgen y fecunda esposa del Espíritu Santo.

Dos razones poderosas hay para demostrar que María Santísima es la Hija primogénita del Padre, en una manera en que las demás criaturas no pueden ser llamadas hijas de Dios porque es manera que sólo le corresponde a María. En el acto eterno y perfectísimo en que Dios-Padre engendra a su Hijo, en ese mismo acto “queda formado en la mente divina el ideal de María, ideal el más semejante al Verbo por su perfección y hermosura; el más unido con Él por la unión de la gracia casi infinita en que fue concebida, y por formar un todo con el mismo en el plan de la Encarnación, hecha no sólo en el Verbo y por el Verbo, sino para el Verbo”.

María fue hecha en el Verbo porque va unida a la segunda persona en aquel acto portentoso en que el Padre se reproduce viviente, perfectísimo en el Hijo, resplandor de su gloria y figura de su sustancia. Imaginémonos que un rayo de luz procediera de un foco y que de él derivara vida real y verdadera, igualdad de ser, dependencia como de hijo con su padre, y que esto sucediera perfectísimamente y desde toda eternidad, tendríamos entonces una comparación exacta con el nacimiento eterno del Hijo que procede vivo, igual al Padre en el Ser y unido a Él por los lazos más íntimos que el Padre celestial expresa de esta manera: In splendoribus sanctorum ante luciferum genui te. Pues en ese rayo viviente, eterno, divino de luz iba María.

Y no sólo fue hecha en el Verbo sino también por el Verbo, porque enseña san Juan que sin el Verbo no hizo Dios nada de lo que existe. María vale más que toda la Creación y por lo mismo fue objeto de mayor cuidado que las demás criaturas juntas.

Y es más aún. María fue hecha para el Verbo. Y aquí nos perdemos en el mar insondable e inmenso de las grandezas de María, guiados por aquella palabra agobiadora de san Ambrosio: “Digna Verbo Sedes: In Deo Patre divinitas, in María Matre virginitas”. Trono digno de sí tiene el Verbo: en Dios Padre la divinidad, y en su Madre María la virginidad. ¿No es verdad que aquí la dignidad de María se acerca, como dice santo Tomás a las inmensidades de la divinidad?[2]

De arte que María es la Hija del Padre porque va asociada al Hijo. Dentro de las realidades divinas el Verbo procedente no es el Verbo simplemente sino que de hecho es el Verbo que llegado el tiempo ha de encarnarse en el  seno de María. Luego Ella va en ese Verbo, y es por lo mismo la Hija primogénita de Dios y de Ella podemos decir: Qué bellos son tus pasos desde toda la eternidad, oh hija del Príncipe.

Y también por otra razón es hija del Padre con quien comparte la infinita dignidad de llamar hijo suyo real y verdadero al mismo Hijo eterno de Dios. De donde resulta entre Dios-Padre y María el nudo inviolable de una santa Alianza.

Es también María Santísima Madre del Hijo. Y por eso el Hijo divino está frente a Ella en actitud de sumisión y respeto. Recibió de María la humana naturaleza, como recibió del Padre el ser divino.

Aparece también el Espíritu Santo, de quien María es esposa virginal, fecunda y con quien en calidad de esposa la unen una mutua entrega, un mutuo amor, una inseparable manera de vivir y una comunicación de bienes.

Y si hemos de expresar el sentido teológico y ascético de este cuadro, ciertamente no encontraremos palabras más hermosas y exactas que las de san Luis María Grignion de Montfort.

“El Padre no nos ha dado, dice Montfort, ni nos da a su Hijo sino por medio de María, y no comunica sus gracias sino por María. Dios-Hijo no ha sido formado para todo el mundo en general sino por Ella, ni se forma diariamente ni nace en las almas sino por Ella, en unión del Espíritu Santo, ni comunica sus méritos y virtudes sino por Ella. El Espíritu Santo no ha formado a Jesucristo sino por María, ni forma los miembros de su cuerpo místico sino por Ella, y no dispone de sus dones y de sus favores sino por su medio (Grignion de Montfort parte II).

Hay más aún: el puesto de María con relación a las divinas personas no es simplemente el que expresa este cuadro en que María recibe el cetro de oro del Padre, el amor y la obediencia del Hijo, y queda revestida del sol de la Santidad, de la belleza de la virginidad, de la fecundidad de la maternidad por el Espíritu Santo… sino que toda la Trinidad Beatísima da cita en el alma y en el Corazón de María de acuerdo con aquella prodigiosa palabra: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y a él vendremos y en él fijaremos nuestra morada”. Allí piensa el Padre, allí nace el Hijo, allí ama el Espíritu Santo. María es templo y sagrario de la Santísima Trinidad. Con razón se ha dicho que María es “parecidísima a Dios” y que es “de la familia de Dios”.

Oh portento admirable, oh criatura predilecta, oh camino para ir a Dios, oh centro de Dios.

En María hallamos a Dios en la trinidad de sus personas; en la efusión de sus dones, en la unidad de su ser. Si supiéramos el don de Dios que es amar a María.


En los umbrales de la humanidad

Aquella tarde del Paraíso que salieron expulsados nuestros primeros padres por el ángel vengador de los derechos divinos, se pudo afirmar que quedaba fracasada la obra de Dios y perdido sin remedio el infeliz mortal. Sin embargo, la noche tétrica se iluminó con un rayo de esperanza. Alcanzaron a ver nuestros padres en el fondo de aquel cielo oscuro la figura de una mujer portentosa que sería descendiente de ellos y sin embargo impecable, hermosa, llena de gracia, libertadora de su mismo linaje. La esperanza dulcificó sus penas: María es la antítesis de Eva: dos personajes que tienen puntos de contacto y al mismo tiempo profundas divergencias: una y otra madres de vivientes, pero Eva degenera en madre de muerte, en tanto que María día por día merece más el título de la madre de la vida sobrenatural. Una y otra son vírgenes; pero Eva sacrifica su virginidad para aceptar la maternidad; en cambio María recorre superándolos todos los grados posibles de la virginidad y es la Virgen por excelencia. Ambas son dechados de hermosura salidos de las manos del Dios, pero Eva deforma su hermosura con el pecado, en tanto que María la acrecienta sin cesar por la gracia. Ambas fueron inmaculadas en su comienzo; pero mientras Eva estaba fraguada al fin y al cabo con la mezcla del bajo metal de la criatura imperfecta, María es impecable porque en el Ser de María entra Dios a hacer imposible el acceso del demonio. Eva habla con el espíritu de las tinieblas y su alma queda entenebrecida; María no admite diálogo con el demonio, y sin que éste sepa cuándo ni cómo Ella le aplasta la cabeza. Eva se deja engañar por el “seréis como dioses” que le dice Satanás, María es superior al halago del ángel que le ofrece en nombre de Dios la maternidad divina. Eva con sumo egoísmo quiere renunciar a la maternidad humana para aislarse con su compañero en una felicidad que no puedan compartir otros semejantes; María acepta la maternidad divina y la maternidad espiritual por la que todos los hombres son sus hijos aunque comprende con plena clarividencia que una espada atravesará su alma. Eva es el fracaso de Dios, María es el desquite de Dios. Eva es el prototipo de la criatura pecable; María es el ejemplar único de la criatura impecable. Eva es radicalmente soberbia, María es el abismo de la humildad. Eva repite como el demonio non serviam”; María dice de palabra y de obra: “He aquí la esclava del Señor”. Eva es una criatura secundaria sacada durante un sueño del primer Adán; María es una criatura indispensable en los planes del Dios-Hombre y redentor, y de ella saca Dios al verdadero Adán, padre del humano linaje restituido a la gracia y santidad.
Marcos Lombo Bonilla
Presbítero.
Manzanares-Caldas.


Dada la importancia de la Mariología de la Iglesia para toda la fe cristiana y para el dominio del momento actual, es muy importante que ella se nos presente de una manera objetiva y real. Sólo la Revelación puede informarnos correctamente sobre María. María pertenece a esta revelación, y sólo en cuanto aparezca visible en ella, es de importancia para nosotros. La Mariología católica no es el resultado de deseos y esperanzas humanas. María no es una figura creada por la fantasía poética del hombre. Donde la fuerza creadora del hombre produzca, entregada a sus propios instintos, una Mariología, se ha abandonado el espacio del espíritu de la Iglesia. Nacería una mitología, pero no Mariología. María no es producto del mito, sino una manifestación de la historia de la salvación, obrada por Dios. Lo que la Mariología alcanzó a ser, no es elemento de la nostalgia humana: de salvarse, sino es acontecimiento de historia exacta.
Michael Schmaus




[1] Virgo non leviter et fortuito inventa sed a saeculo electa, ab Altissimo praecognita et sibi praeparata.
[2] Las palabras Digna Verbo sedes: In Deo Patre divinitas, in María Matre Virginitas, son de san Ambrosio.
Cf. Tractatum de Beata Maria Virgine pág. 227 Henrico Depoix Editio tertia.

jueves, 14 de marzo de 2013

La Virgen y sus vírgenes



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

El tema mariano es el punto crítico en las conversaciones con los miembros de ciertos credos, especialmente con los autodenominados “cristianos”. En días pasados, al sostener una charla con un amigo que apostató de su religión y es feliz porque encontró a Jesucristo (sin su Madre), se dio una particular controversia donde se descubrió la equivocación patrocinada por un concepto impostor. El buen sectario anunció triunfante un tema para confundir a muchos bautizados con su aseveración contundente. La afirmación es la siguiente:
 “La virgen de san Marta es otra advocación o manifestación de la Virgen María porque ustedes, los católicos, son unos idólatras que adoran a once mil vírgenes distintas”.

La respuesta inmediata, honesta y extensamente franca, fue un no rotundo para el tremendo sofisma, pero igual se le explicó la dimensión de su descalabro para disipar la humareda venenosa de la blasfemia.

Para resolver ese nudo gordiano, producto de una ausencia  formal de catequesis, basta con pasar la espada del intelecto por una página del diccionario de la Real Academia Española donde se define el significado de la palabra advocación, que no es sinónimo de manifestación, a saber:

1. f. Tutela, protección o patrocinio de la divinidad o de los santos a la comunidad o institución que toma su nombre.

 “2. f. Denominación complementaria que se aplica al nombre de una persona divina o santa y que se refiere a determinado misterio, virtud o atributo suyos, a momentos especiales de su vida, a lugares vinculados a su presencia o al hallazgo de una imagen suya, etc. Cristo de la Agonía. Virgen de la Esperanza, del Pilar

Entendida la semántica es necesario recordarle a los amantes de discutir con la Biblia, reducida al versículo de su interés, que no se leyeron los pasajes del santo Evangelio de Lucas 10, 38-42 y de Juan 11, 1-5 donde se establece claramente que doña Marta de Betania era la hermana de Lázaro, personaje histórico porque en su casa se hospedó Jesús de Nazaret. Con leer esos párrafos apoyados en los dos primeros capítulos de los textos de san Lucas bastaría para comprender quien es la Madre de  Jesús y cual es su amiga. Si lo hicieran podrían entender que son dos mujeres distintas con atributos diferentes que cumplen misiones separadas en la vida de la Iglesia, pero sirven al mismo Señor.

La Santísima Virgen María es la Madre de Dios, sin importar el número de sus advocaciones “…Concebirás y darás a luz un hijo, que podrás por nombre Jesús…” (Lucas 1, 31).  Y Marta es una hospedadora de Cristo: “…llegó Jesús a una aldea y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa…” (Lucas 10, 38).

Pero lo fascinante del asunto es que Marta, cuyo himen no conoció varón, es venerada (no adorada) nada menos que en la Iglesia Luterana y en la Comunión Anglicana, sin contar por supuesto la Iglesia Católica Apostólica y Romana cuya fiesta se celebra el 29 de julio.  Marta es una mujer, que por sus virtudes, llegó a ser santa. La moda de confundirla con una advocación de la Santísima Virgen María es un yerro patrocinado por la malicia perversa de ciertos herejes.

Sobre el segundo punto de la aseveración, este redactor invita, muy humildemente, a cualquier persona a que publique un solo documento oficial de la Iglesia católica donde se indique, sugiera u ordene la adoración de la Santísima Virgen María por parte de sus fieles. Mientras lo encuentra, porque no existe, se permite darle un repaso breve al tema desquiciado de las supuestas 11 mil vírgenes donde se mezcla la leyenda, la historia y el error. Cruel trilogía.

En el siglo V de la era cristiana, un noble de Britania de nombre Ereo se enamoró de Úrsula y la pidió en matrimonio. El  pretendiente era pagano y ella, seguidora de Cristo. Por esa razón, la doncella pidió tres años de espera para peregrinar a Roma. Con ella viajaron diez mujeres más, seguramente amigas de la casa. De regreso de su romería, y al llegar a Colonia (Alemania), fueron  secuestradas por una horda de hunos. Los bárbaros quisieron retozar con esas señoritas y ellas se negaron a complacerlos. La noble acción les costó la vida. Así Úrsula y compañía se convirtieron en mártires. Las once vírgenes inmoladas se conocen con los nombres de Úrsula, Aurelia, Brítula, Cordola, Cunegonda, Cunera, Pinnosa, Saturnina, Paladia y Odialia de Britannia, nombres grabados en una placa por Clematius, un senador, habitante de Colonia, que les mandó edificar una basílica.

A esos datos sueltos se suma, un documento del año 922 encontrado en un monasterio cerca de Colonia donde está escrito: “Dei et Sanctas Mariae ac ipsarum XI m virginum”   “undécima mártires virginum” (once mártires vírgenes), pero algún mal traductor del latín le agregó el millar y con ese montón terrible el dato llegó a España por intermedio de Beatriz de Suabia, esposa de Fernando III de Castilla, llamado El Santo (1199-1252). El Rey, sin mucho pudor investigativo e influenciado por su consorte, introdujo la devoción por las once mil vírgenes en sus dominios. Y por esa línea, de pasiones medievales, llegó a los feudos americanos de sus sucesores, los Reyes Católicos, donde todavía crean confusión entre los oyentes de los cuenteros y sus falacias.

Realmente, no se necesita una prueba histórica rigurosa para demostrar el triunfo del sentido común sobre la exageración. Basta con imaginar la logística necesaria para mover 11.000 mujeres por una Europa romanizada para reducir el tamaño de las viajeras a los proporciones de lo coherente.
En conclusión, estos debates aburridos surgen de unos garajes donde la opinión se convirtió en verdad para garantizar el sustento del embuste. Así la libertad de conciencia, sometida a un libertinaje de tinte religioso, les permite crear un culto personalizado acorde con ciertos pecados particulares donde reina la mentira.

jueves, 7 de marzo de 2013

María comparte los sufrimientos de su Hijo




            Jesús había partido de la sala de la Cena. María sabe a dónde va su Hijo. Aunque ella esté lejos del lugar de su agonía, en su corazón siente su misteriosa repercusión. Mientras los discípulos escogidos duermen y olvidan a su Maestro, María está en vigilia y ora. La imaginación de su corazón maternal le pone presente en todo su terror lo que sucede en Getsemaní. Como Jesús, ella se siente presa de un tedio, de un temor y de una tristeza muy grande. Con El exclama: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Junto con Él se postra con su rostro en tierra. Como Él exclama a Dios: “Padre, Padre, haz pasar este cáliz lejos de mí”. No, me equivoco, María consciente en vaciar este cáliz amargo hasta las heces, pero sí quisiera que no lo tuviera que beber su Hijo. Ella es madre y ama más tierna y más magnánimamente que todas las demás madres. Mi Padre, dice Ella, Padre de mi Hijo querido, ¿por qué golpeas al inocente? Tú conoces como yo, no tú conoces aún mucho mejor que yo este manso cordero. Él es en el cielo la imagen y el reflejo de tu gloria, y yo lo he visto desde su primera señal de vida en mis entrañas hasta este día tan triste, siempre lleno de gracia, de sabiduría y de bondad. Él se ha sujetado siempre a tus santas leyes, Él se ha alimentado como si fuera pan de comer, de tu santísima voluntad, Él no obró durante toda su vida en esta tierra sino lo bueno. Piedad Padre, piedad para Él. Descargue tus golpes sobre mí, su madre indigna, más a Él no lo toques. Ahórreme a mí este amargo sufrimiento de haber proclamado en mi Fiat a tus divinas promesas esta sentencia cruel de muerte. Padre, retire este cáliz de sus labios.

            ¿Pero Dios, se dejará conmover por esta enternecida oración de la madre? No, mi hermano cristiano, la justicia divina debe ser satisfecha. Iluminada por la gracia de Dios, María comprende esta exigencia divina, ve la salud del mundo en que el inocente ha de ponerse en lugar de los culpables. Con Jesús Ella se somete a la voluntad del Padre Celestial, con Jesús sufre la agonía, con Jesús moriría, si no fuera sostenida por la fuerza de lo alto.

P. Luis Jacques Monsabré, O. P.
(1827-1907).
Tomado la de la revista Regina Mundi.