jueves, 27 de febrero de 2014

Asumida por cielo


Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

“¿Murió o no murió la Virgen María?” es el interrogante de un lector que confesó su duda: “yo le pregunté a un cura y él me contestó: pues si falleció Cristo, con mayor razón su madre”.

Esos diálogos apresurados sólo sirven para intentar echarle sombras al sol. La respuesta al dilema está escrita en la historia sagrada de la Iglesia de forma meridianamente contundente. Sin embargo, las opiniones que alejan al intelecto de la verdad caen en la banalidad de rendirle un tributo al sofisma.

El papa Pío XII, en la constitución apostólica munificentissimus deus, definió como dogma de fe que la Virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste: “…44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.

45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.

46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada. 
47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo. Nos, PÍO, Obispo de la Iglesia católica, definiéndolo así, lo hemos suscrito. Dado en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta, el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo de nuestro pontificado…”

La declaración, tal vez, no sea lo suficientemente diáfana para algunos amantes de la duda metódica. Lo cual permite definir el concepto de muerte, dentro del contexto universal, como la separación del alma del cuerpo. Sobre el tema dice el catecismo: “…366 La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (Cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres -,y que es inmortal (Cf. Cc. de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final…” 

Queda expuesto clarísimamente como ocurre la defunción y no coincide, de ninguna manera, con lo expresado por su Santidad Pío XII cuando pontificó que la Santísima Virgen María fue: “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Nótese, por caridad intelectual, que no fue asunta al cielo como consecuencia de la ruptura alma-cuerpo.

La dura cerviz, que desvirtúa la sana doctrina, necesita de un concilio ecuménico o de la proclamación del quinto dogma mariano. Ahí se definirá la corredención de la Santísima Virgen María y se dejará expresado que no pasó por el deceso. Simplemente porque el amor del Omnipotente la creó Inmaculada, prerredimida y la hizo consustancial al Verbo, misterio supremo de su misericordia. 

La conducta del Padre Celestial de prerredimir a sus criaturas aparece en el Antiguo Testamento donde otorgó la gracia de la asunción sin la tragedia de la defunción, destino de los pecadores. Dice Génesis, 5:24: “…Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios…”

“…Mientras iban caminando y conversando, de pronto apareció un carro de fuego, tirado por caballos de fuego. Pasó entre los dos hombres y los separó, y Elías fue llevado al cielo por un torbellino…” (2 de Reyes 2: 11).

En ambos casos, la voluntad del Altísimo se impuso sobre las leyes naturales y eximió a los dos personajes del sepulcro a pesar  que sus méritos los mantenían en esencia e historia fuera de la condición impoluta de la Virgen Madre.

Y si ellos, manchados por el yerro de Adán, fueron premiados con el cielo, ¿qué no haría el Omnipotente por rescatar a su progenitora del sesgo oscuro de una parca insolente?

Además, ¿qué sentido tiene apoyarse en libros apócrifos, repletos de fantasías orientales y embustes de la oralidad pagana? Si lo único que une a los relatores es el mantenimiento de la tradición de la asunción o dormición de la bienaventurada Virgen María.

Y dormición es la palabra donde la vacilación regresa para tergiversar los acontecimientos. El verbo dormir jamás será sinónimo de morir porque la semántica y la etimología, en su evolución diacrónica, les definieron un significado exacto.

En síntesis, vale una contra pregunta: ¿dentro del Plan de Salvación de Dios de qué serviría la muerte de la Virgen María? De nada porque el único Redentor es Cristo Jesús. Ella soportó la profecía de Simeón, la que le atravesó el alma, hasta convertirla en Corredentora sin muerte. Este axioma lo ratificó el papa Juan Pablo II al citar a Borromeo. “…San Carlos escribe: ‘Sufrirás aún mayores dolores, Oh Madre bendita, y continuarás viviendo; pero la vida para ti será mil veces más amarga que la muerte. Verás cómo entregan en manos de pecadores a tu Hijo inocente… Lo mirarás brutalmente crucificado entre ladrones, su santo costado abierto por la cruel lanzada, y finalmente, contemplarás aquella sangre que tú misma le diste... ¡Aún así, no podrás morir!’ (Homilía el domingo después de la Epifanía en la Catedral de Milán, 1584). [1] Juan Pablo II, L'Osservatore Romano, edición en inglés, 12 de noviembre, 1984, p. 1

viernes, 21 de febrero de 2014

Para ingresar en el sagrado camino de la Mariología



Por el P. Juan Carlos Casté, EP

(Martes, 18-02-2014, Gaudium Press) El Concilio Vaticano II tuvo una importante mención sobre el papel de la Santísima Virgen cuando incluyó en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, el capítulo VIII con el título: Sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Es evidente que un gran número de Padres Conciliares deseaba que el papel de la Santísima Virgen María en la teología y en la piedad católica estuviese claramente declarado en el Concilio. Y esto debido a la larga e ininterrumpida tradición en la Iglesia de veneración y amor especialísimo por la doncella de Nazaret, por su papel fundamental en la Redención y en toda la historia de la Salvación.

Desde los primerísimos tiempos la Iglesia comprendió la importancia del papel de María Santísima. Especialmente después del Calvario, y ya en el Cenáculo, los Apóstoles y fieles cristianos, tenían una noción viva del papel relevante de esta bondadosísima Madre.

En el Nuevo Testamento, de hecho, encontramos pocas referencias a Nuestra Señora, pero si las analizamos con cuidado, las menciones a Ella, son pasajes de la máxima importancia. Y en los primeros símbolos de la Fe se incluye siempre a María Santísima como Madre de Jesús por obra del Espíritu Santo. Esta mención a la Virgen María es de un alto valor teológico, vemos en ello su papel especialísimo.

"Gracias a Ella, Él es el descendiente de David, el heredero del trono, el portador de las promesas mesiánicas, Aquel sobre el que descansa el Espíritu de Yahvéh (Lc 1, 32-36; Is. 11, 1-3). La participación activa de la ‘mujer' en el misterio de la Encarnación es algo positivamente querido por Dios hasta tal punto que no se puede captar el misterio de Cristo, sino se acepta también que la manera que entró a formar parte del género humano fue encarnándose ‘por obra del Espíritu Santo', de Santa María Virgen". (Bastero de Elizalde, Juan Luis, María Madre del Redentor, EUNSA, Navarra, España, 2004, pág.18).

Pero no sólo eso. Enseña San Luis María Grignion de Montfort, que Dios quiso servirse de María en la Encarnación, como el medio más perfecto para que el Verbo operase la Redención y viniese hasta nosotros.

Esta vinculación de María con todo el misterio de Cristo - el misterio de su ser y de su misión - es lo que condujo a la Iglesia a explicitar cada vez más la persuasión de que la Virgen tiene un papel singular, y ocupa un lugar importantísimo en la Redención de su divino Hijo, y por ende en la vida de la Iglesia. Y es por esta razón que Ella es única, lo que la coloca en una posición de superioridad en cuanto a todos los santos. Por ello la Iglesia le rinde el culto de hiperdulía, es decir por encima de todos bienaventurados. Hay un canto muy antiguo, fruto de la piedad popular, que se canta en España y en Hispanoamérica, cuyo estribillo dice: "Más que tú solo Dios, solo Dios..."

Los grandes santos marianos cuando hablaban de la Maternidad Divina de María Santísima, dicen que Ella es la "Digna" Madre de Dios. Esta palabra "digna" es muy importante, pues significa, que Ella a pesar de no dejar de ser una mera criatura estaba a la altura de este papel inimaginable, ser Madre de Dios. Si nos detenemos en este "digna Madre Dios", vemos una tal santidad, una tal altura y grandeza de alma que solo nos queda repetir el viejo estribillo "más que tú solo Dios, solo Dios".

El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, cuando comenta el Tratado de la Verdadera Devoción de San Luis María Grignion de Montfort, dice que él califica a María "como el Paraíso del Nuevo Adán", lo que es algo que no es fácil de encontrar en los manuales de Mariología. El hecho de hablar de Ella como "el Paraíso del nuevo Adán" nos hace ver la grandeza de esta alma y todo aquello que Dios Padre puso ahí.

Estos son apenas algunos aspectos que nos ayudan a comprender la inmensidad del papel de la Santísima Virgen en la Redención y por ende en la teología católica.

De ahí la Mariología, esta ciencia que, desde los primeros Padres de la Iglesia estuvo presente en el pensamiento de los fieles, que sin embargo fue tomando cuerpo en la teología hasta que alrededor del siglo XVII se la comenzó a distinguir como una rama de la teología.

Ahora, ¿Cuál es la importancia del estudio de la Mariología? Debemos estudiarla para amar más a esta buena Madre. Solo el estudio no basta, el estudio debe estar acompañado del amor y debe hacer que cuanto más estudiamos, más amamos y más deseamos servir a la Reina de Cielo. Hay un error muy común entre los fieles católicos, que es una especie de temor de "exagerar" en el amor y el culto a la Santísima Virgen, lo que podría causar un desagrado de Nuestro Señor. Nada más falso. Cuánto más amemos y rindamos culto a María más nos aproximaremos al Corazón Sagrado de su Divino Hijo. Este error tiene sus raíces en la vieja herejía jansenista que hizo tanto mal a la piedad mariana y eucarística.

Por eso no debemos temer en amar, conocer, y hacer conocer a la Santísima Virgen.

Estos son apenas unos pequeños puntos introductorios para comenzar a ingresar por el sagrado camino de la Mariología.


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jueves, 20 de febrero de 2014

El camino hacia la gloria


De la homilía Maximopere laetamur del 8 de diciembre de 1933 de S. S. Pío XI, con la cual anunció la canonización de Bernardita, presentamos los siguientes párrafos:

“En 1864, Bernarda pidió ser admitida en la Congregación de las Hermanas de Nevers. Dio este paso, siguiendo el consejo del Obispo de Nevers quien había tratado ya con ella sobre su anhelo de abrazar la vida religiosa y le había ayudado a eliminar las dificultades que se oponían a este deseo. Mas por causas de salud, Bernarda permaneció todavía dos años más en el Hospital de Lourdes, donde, llevando vida casi ya de religiosa, se dedicaba solícitamente a atender los enfermos. Antes de realizar su deseo de emitir votos en 1866, y de obedecer el llamamiento divino, se despidió de la cueva de Massabielle y también del hospicio instituido por ella, lugares que tanto amaba. Partió para Nevers e ingresó con grande alegría en el noviciado. Más tarde, por orden de su superiora, contó, en forma cándida y sencilla, a todas las hermanas sus apariciones con que la Inmaculada Madre de Dios la había honrado, con especial referencia al modo milagroso como la Virgen le manifestó su nombre, y de ahí en adelante jamás volvió a hablar de esas apariciones a no ser que fuese obligada por el voto de obediencia.

Cuando ya había recibido el hábito y comenzado con mucho fervor el trienio, cayó gravemente enferma con peligro de muerte. Por tal razón hizo su profesión religiosa en esta grave enfermedad, para renovarla más tarde, el 30 de octubre de 1867 una vez que recuperó su salud y absolviendo todo el tiempo debido del noviciado; retuvo el nombre de María Bernarda. En todo este tiempo dio bellos ejemplos tanto en la observancia de la regla como en todas las demás virtudes cristianas, pero más que todo en la obediencia.

El vivo temperamento que la caracterizaba, lo dominó con fuerza; a sus compañeras siempre se presentaba alegre y sociable; las observaciones de sus superiores, las molestias y lo que cada día traía de cosecha de humillaciones, lo soportó con singular paciencia; a toda hora humilde y obediente, jamás se quejó en las adversidades ni de enemistades encubiertas; regaños y castigos aunque fuesen injustos, los aceptó prontamente y las órdenes las cumplió concienzudamente todas aunque fuesen muy molestas; ora mandada a la enfermería para cuidar de las enfermas, ora señalada para el cuidado del sagrario, todo lo mandado lo cumpliría tal cual le fue encargado y trataba de hacerlo aunque se hallaba indispuesta. El silencio lo observaba estrictamente; se distinguió grandemente por su sencillez, su modestia y la inocencia de sus costumbres, y conservó su inocencia bautismal hasta el último instante de su vida.

Como amaba mucho la vida oculta, y a pesar de que, fuera de su casa religiosa, su nombre ya había adquirido fama mundial, nada buscaba más que una vida escondida lejos de los hombres; siempre trataba de huir de las visitas que venían en gran número al convento, pues si no era por obediencia, no quería ni entrar en el locutorio; la vanagloria no tuvo entrada en su corazón, inmune al orgullo.

En tales ejercicios heroicos de todas las virtudes y crucificada por sus enfermedades, consumió sus fuerzas, derivando consuelo sólo del ardiente amor que sentía por la sagrada pasión de Nuestro Señor, la Sacratísima Eucaristía y la Virgen Inmaculada. Así llegó el 22 de septiembre de 1878, día en que emitió, para consuelo de su alma, los votos perpetuos. Mas ya en el año siguiente de 1879, mes de abril, se recrudeció gravemente la enfermedad que la aquejaba, y entre fatigas y dolores, como para ser hostia más pura todavía, el 16 de dicho mes, se vio reducida al último trance; reconfortada con los santos sacramentos de la Iglesia, recibidos con suma piedad, y llamando en su auxilio humildemente a la Virgen Santísima, voló plácidamente a las nupcias con el Cordero Celestial que “pastea entre lirios”, dejando tras de sí una estela de virtudes y santidad reconocidas. Ellas fueron confirmadas por Dios omnipotente con signos celestiales, con los cuales ya la había distinguido durante su vida mortal y mucho más todavía lo hizo después de su muerte”.

“Quitad de las poblaciones los santuarios de la Virgen, fuentes de poesía, refugio de los cristianos, sanatorios de las almas y aún de los cuerpos. Habréis quitado el paño de lágrimas de los que sufren en el destierro, una fuente de consuelos y alegrías sobrenaturales”.
Juan Rey. S. J.


La canonización de María Bernarda Soubirous

En el más grande de los días en su honor, había muchos Soubirous: los hijos, nietos, sobrinos y sobrinas de la hermana y de los hermanos de Bernardita. Pero el centro de la atención no fueron los parientes, sino el primogénito del milagro, el niño Bouhouhorts. Este último, más precisamente, Justino María Adolar Duconte Bouhouhorts, tenía ahora 77 años, era un hombrecillo de ojos alegres y de boca astuta, bajo un bigote todavía negro. A pesar de sus años, era todavía un activo vendedor de flores en Pau. Se le había dado un boleto de segunda clase para Roma, asegurándosele la pensión y el alojamiento allí. Porque el primogénito del milagro de Lourdes debía compartir la alegría del gran día en que Pío XI enrolaría a Bernardita Soubirous en el calendario de los santos. La cristiandad no tiene ceremonias más magníficas que la canonización de un santo por el Vicario de Dios sobre la tierra. Se decía del niño Bouhouhorts que la nueva santa lo había llevado a menudo en brazos, cuando se visitaban ambas familias. Esto no podía recordarlo en absoluto el florista de Pau. Sin embargo, en el curso del tiempo, los frecuentes interrogatorios y los cuentos de otros habían encendido su imaginación, ayudando a su memoria. El anciano gustaba describir con cuidadosos detalles la apariencia, la voz, el carácter, el comportamiento de aquella a quien debía su milagrosa curación y todas las modestas bendiciones de su larga vida.

“Cuando era niño, era paralítico y tenía convulsiones, como ustedes habrán leído” solía decir: “Bernardita y su madre acostumbraban tomarme y sacudirme hasta que volvía del ataque. Y yo seguí viéndola hasta que se despidió y se fue al convento de Nevers. Tenía entonces cerca de 8 ó 9 años. Los Soubirous eran entonces nuestros mejores amigos, lo sé por mis padres. Y ahora, setenta años después, soy el único ser humano viviente que estuvo personalmente cerca de nuestra dulce intercesora de Lourdes, cuando ella era un poco más que una niña. Y veo ahora ante mí su rostro querido, como si hubiera partido sólo hace unas pocas horas. Los miembros de la familia Soubirous no pueden tener esa experiencia. Todo lo que saben, lo saben por libros y cuadros, de oídas…”

Era un año de gracia, el trigésimo tercero del siglo. Era el 8 de diciembre, fecha de la Inmaculada Concepción. Las nueve de la mañana. Junto al niño Bouhouhorts se sentaba un caballero cordial y bien informado, francés, que vivía en Roma y que era bastante generoso en sus explicaciones.

“Sólo con ocasión de las canonizaciones se adornan las ventanas de damasco rojo, así como las ventanillas de la cúpula, para que no entre la luz del día. Es una impresión que no se tiene otras veces. Aunque soy casi un romano, he presenciado anteriormente sólo una canonización. Noté que ahí, al lado de los proyectores, hay 600 candeleros con 12.000 ampolletas; cada una, por lo menos, de 100 bujías. Por lo tanto, la iluminación es de 1’200.000 bujías”.

“Las masas de gente son espantables. San Pedro puede contener 80.000 personas. Estoy convencido de que hoy hay 10.000 más. El pasillo central ha tenido que ser resguardado para que quede libre a la entrada de Su Santidad. Lo seguirá el Colegio de los Cardenales. Nadie puede recordar los nombres de los obispos y arzobispos, porque serán ciento ochenta. Un espectáculo magnífico, ¿verdad, señor?”

“Magnífico” dijo Bouhouhorts, como un eco.
“¡Y ahora esta magnificencia, esta luminosidad! La tierra no puede ofrecer nada comparable. Cincuenta y cuatro años después de su muerte. ¿Qué es un gobernante o un jefe de Estado o un dictador en comparación con ella? Son borrados como un dibujo en la arena del tiempo, desaparecen en un agujero de la tierra. ¿Qué queda? Un nombre sobre libros polvorientos. Piense en nuestro Napoleón III, señor. Nada sobre la tierra es más caduco y, en verdad, más cómico que un hombre de poder cuando el poder se ha terminado y ya no puede hacer daño a nadie. La muerte de un poderoso es su derrota final. Los grandes espíritus tienen mejor suerte. Pero, hablando profanamente, nada supera la senda llena de espinas cuyo fin es el cielo”.

En este momento, las trompetas de plata sonaron estrepitosamente. La silla papal estaba ya en el pasillo central, entre los guardias suizos, los guardias nobles, los Maestri di Camera, los Sediari, vestidos de escarlata, los abogados consistoriales, de terciopelo negro, los Prelados de la Signatura, los Penitenciarios con sus largos báculos en espiral.

El trono del Papa estaba erigido en el ábside, debajo de La Gloria del Bernini. Dieciséis cardenales se sentaban a cada lado y, a sus pies, los prelados de la Corte. Un personaje de negro se aproximó al trono de Su Santidad, se arrodilló y recitó algunas palabras en latín. Era el abogado consistorial que terminó de dirigir el proceso de canonización de su cliente, Bernardita Soubirous. El proceso se había prolongado durante décadas, y dificultado en complicadas discusiones en pro y en contra, y sujeto, sobre todo, a la implacable intervención del tiempo, el ácido que separa lo auténtico de lo falso. Entre los abogados del consistorio se encontraba el que había representado, por decirlo así, el opositor, la facción de los escépticos, por lo cual era conocido por el nombre vulgar de “abogado del diablo”. No le había ido mejor con Bernardita que, tiempo atrás, al acusador imperial Vital Dutour. Incluso muerta, ella invalidaba con tranquila pertinacia todas las objeciones…

Y ahora, después de ocho años más, al extremo del ábside, bajo La Gloria del Bernini, el abogado de Bernardita que había dirigido victoriosamente su caso a través de todas sus fases, suplicó humildemente al Sumo Pontífice que catalogara el nombre de la niña de Lourdes en el calendario de los santos. El Papa no respondió personalmente, sino por la boca de su interlocutor, monseñor Bacci, sentado en un taburete al pie del trono, vuelto de perfil hacia Pío. El Santo Padre (declaró Bacci) no tenía deseo más ardiente que el cumplir esta canonización. Sin embargo, antes de que tuviera lugar la solemne canonización, era necesario invocar una vez más la luz divina. De rodillas, la asamblea entera entonó las letanías de los santos. Luego el Papa dio la señal para cantar el Veni Creator Spiritus, que, iniciado por las voces de los sacerdotes y de los niños del coro de la Capilla Sixtina, inundó el poderoso edificio. Luego el abogado de Bernardita repitió su súplica al Papa. Monseñor Bacci se levantó, se arrodilló ante Su Santidad, extendió los brazos, diciendo: “Levántate, Pedro en persona, viviente en tu sucesor, y habla”. En seguida, volviéndose a la inmensa reunión, gritó sonoramente: “¡Y vosotros, escuchad con reverencia el oráculo infalible de Pedro!”.

Se colocó un micrófono frente al Papa. La sonora voz del undécimo Pío, amplificada por los altoparlantes, penetró hasta el último rincón de la iglesia de San Pedro.

“Declaramos y decidimos que la bienaventurada María Bernarda Soubirous es santa. Colocamos su nombre en el calendario de los santos. Decretamos que su memoria sea anualmente celebrada, en el nombre de la Virgen, el 16 de abril, día de su nacimiento al cielo”.

Apenas habló, miles de voces se alzaron en el Te Deum, acompañadas por el estrépito de las trompetas de plata y el tronar profundo de las campanas de San Pedro. Las campanas de 300 iglesias romanas y de innumerables otras iglesias en todo el mundo tañeron para proclamar la eterna gloria de Bernardita Soubirous.

Por Franz Werfel


Tomado de la Revista Regina Mundi

miércoles, 12 de febrero de 2014

Carta encíclica de su Santidad Pío XII, con motivo del primer centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes.



A nuestros muy amados hijos:

El cardenal Aquiles Lienart, Obispo de Lille;
El cardenal Pierra Gerlier, Arzobispo de Lyon;
El cardenal Clément Roques, Arzobispo de Rennes;
El cardenal Maurice Feltin, Arzobispo de París;
El cardenal Georges Grente, Arzobispo-Obispo de Mans.

Y a todos nuestros venerables hermanos los Arzobispos y Obispos de Francia en paz y comunión con la Sede Apostólica,
PIUS PP. XII.

Amados hijos y venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

La peregrinación a Lourdes que Nos tuvimos la alegría de hacer cuando fuimos a presidir, en nombre de nuestro predecesor Pío XI, las fiestas eucarísticas y marianas de la clausura del Jubileo de la Redención dejó en nuestra alma profundos y dulces recuerdos. Por ello nos es también particularmente grato el saber que, por iniciativa del Obispo de Tarbes y Lourdes, la ciudad mariana se dispone a celebrar con esplendor el centenario de las apariciones de la Virgen Inmaculada en la Gruta de Massabielle, y que un comité internacional se ha creado con ese fin bajo la presidencia del eminentísimo cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio. Con vosotros, amados hijos y venerables hermanos, Nos queremos agradecer a Dios el insigne favor concedido a vuestra patria y las muchas gracias derramadas desde hace un siglo sobre la multitud de peregrinos. Nos queremos además invitar a todos nuestros hijos a renovar, en este año jubilar, su piedad confiada y generosa en quien, según la frase de san Pío X, se dignó establecer en Lourdes “la sede de su inmensa bondad” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S., VI, 1914, p. 376).



I-Francia y la devoción a María

Toda tierra cristiana es tierra mariana; y no existe pueblo rescatado por la sangre de Cristo que no se ufane de proclamar a María como su Madre y Patrona. Esta verdad adquiere, sin embargo, un relieve asombroso cuando se evoca la historia de Francia. El culto a la Madre de Dios allí se remonta a los orígenes de su evangelización; y entre los santuarios marianos más antiguos el de Chartres atrae aún a los peregrinos en gran número y a millares de jóvenes. La Edad Media que, con san Bernardo principalmente, cantó la gloria de María y celebró sus misterios, vio el admirable florecimiento de vuestras catedrales dedicadas a Nuestra Señora: Le Puy, Reims, Amiens, París y muchas otras. Esta gloria de la Inmaculada la anuncian desde lejos con sus esbeltas agujas, la hacen resplandecer en la luz pura de sus vidrieras y en la armoniosa belleza de sus estatuas; testimonian sobre todo la fe en un pueblo que se eleva sobre sí mismo en magnífico impulso para rendir en el cielo de Francia el homenaje permanente de su piedad mariana.

            En las ciudades y en el campo, en la cima de las colinas o dominando el mar, los santuarios consagrados a María —humildes capillas o basílicas espléndidas— cubrieron poco a poco el país con su sombra tutelar. Príncipes y pastores, fieles innumerables, han acudido a ellas, hacia la Virgen Santa, a la que invocaron con los títulos más expresivos de su confianza o de su gratitud. Invócasela aquí como Nuestra Señora de la Misericordia, de Toda Ayuda o del Buen Socorro; allá, el peregrino se refugia junto a Nuestra Señora de la Guardia, de la Piedad o del Consuelo; en otras partes, su oración se eleva hacia Nuestra Señora de la Luz, de la Paz, del Gozo o de la Esperanza; o implora a Nuestra Señora de las Virtudes, de los Milagros o de las Victorias. ¡Admirable letanía de vocablos cuya enumeración, jamás agotada, narra de provincia en provincia los beneficios que la Madre de Dios prodigó a través de los tiempos sobre la tierra de Francia!
El siglo diecinueve, sin embargo, tras la tormenta revolucionaria, había de ser por muchos títulos el siglo de las predilecciones marianas. Para no citar más que un hecho, ¿quién no conoce hoy la medalla milagrosa? Revelada en el corazón mismo de la capital francesa, a una humilde hija de san Vicente de Paúl que Nos tuvimos la dicha de incluir en el catálogo de los santos, esta medalla, adornada con la efigie de “María concebida sin pecado”, ha prodigado en todas partes sus prodigios espirituales y materiales. Y algunos años más tarde, del 11 de febrero al 16 de julio de 1858, plugo a la Bienaventurada Virgen María, con un nuevo favor, manifestarse en tierra pirenaica a una niña piadosa y pura, hija de una familia cristiana, trabajadora en su pobreza. “Ella acude a Bernardita —dijimos Nos en otra ocasión—; la hace su confidente, su colaboradora, instrumento de su maternal ternura y de la misteriosa omnipotencia de su Hijo para restaurar el mundo en Cristo mediante una nueva e incomparable efusión de la Redención” (discurso del 28 de abril de 1935 en Lourdes; Eug. Pacelli, Discursos y Panegíricos, 2a ed., Vaticano, 1956, p. 435).
Los acontecimientos que por entonces se desarrollaron en Lourdes, y cuyas proporciones espirituales se miden hoy mejor, os son perfectamente conocidos. Sabéis, amados hijos y venerables hermanos, en qué condiciones asombrosas, a pesar de las burlas, las dudas y las oposiciones, la voz de esta niña, mensajera de la Inmaculada, se ha impuesto al mundo. Conocéis la firmeza y la pureza del testimonio, controlado con prudencia por la autoridad episcopal y por ella sancionado ya en 1862. Ya las multitudes habían acudido, y no han dejado de ir a la gruta de las apariciones, a la fuente milagrosa, en el santuario erigido a petición de María. Se trata del conmovedor cortejo de los humildes, de los enfermos y de los afligidos; de la imponente peregrinación de miles de fieles de una diócesis o de una nación; del discreto paso de un alma inquieta que busca la verdad... “Nunca —dijimos Nos— se vio en ningún lugar de la tierra semejante efusión de paz, de seguridad y de alegría” (ibídem, p. 437). Jamás, podríamos añadir, llegará a conocerse la suma de beneficios que el mundo debe a la Virgen socorredora. “O specus felix, decorate divae Matris aspectu! Veneranda rupes, unde vitales scatuere pleno gurgite lymphae!” (Oficio de la fiesta de las Apariciones, himno de las segundas vísperas).

Estos cien años de culto mariano, por otra parte, han tejido en cierto modo entre la Sede de Pedro y el santuario pirenaico estrechos lazos que Nos tenemos la satisfacción de reconocer. ¿No ha sido la misma Virgen María la que ha deseado estas aproximaciones? “Lo que en Roma, con su infalible magisterio, definía el Soberano Pontífice, la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres, quiso, al parecer, confirmarlo con sus propios labios cuando poco después se manifestó con una célebre aparición en la Gruta de Massabielle...” (Decreto De Tuto, para la canonización de santa Bernardita, 2 de julio de 1933,- A. A. S. XXV, 1933, p. 377). Ciertamente que la palabra infalible del Pontífice Romano, intérprete auténtico de la verdad revelada, no tenía necesidad de ninguna confirmación celestial para imponerse a la fe de los fieles. Pero ¡con qué emoción y con qué gratitud el pueblo cristiano y sus pastores recogieron de labios de Bernardita esta respuesta venida del cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción!”.

Por lo tanto, no sorprende que nuestros predecesores se hayan dignado multiplicar sus favores hacia este santuario. Desde 1869, Pío IX, de santa memoria, se felicitaba de que los obstáculos suscitados contra Lourdes por la malicia de los hombres hubiesen permitido “manifestar con más fuerza y evidencia la claridad del hecho” (carta del 4 de septiembre de 1869 a Henri Lasserre; Archivo Secreto Vaticano, Ep. lat. an. 1869, número CCCLXXXVIII, f. 695). Y contando con esa garantía, colma de beneficios espirituales a la iglesia recién construida, y hace coronar la imagen de Nuestra Señora de Lourdes. León XIII, en 1892, concede oficio propio y la misa de la festividad in apparitione Beatae Mariae Virginis Immaculatae, que su sucesor extenderá muy pronto a la Iglesia Universal; el antiguo llamamiento de la Escritura encontrará en ella una nueva aplicación: Surge, amica mea, speciosa mea, et veni: columba mea in foraminibus petrae, in caverna maceriae! (Cant. 2, 13-14. Gradual de la misa de la festividad de las Apariciones). Al final de su vida, el gran Pontífice quiso inaugurar y bendecir personalmente la reproducción de la Gruta de Massabielle construida en los jardines del Vaticano; y en la misma época su voz se elevó hacia la Virgen de Lourdes en una oración fervorosa y ejemplar: “Que gracias a su poderío, la Virgen Madre, que cooperó en otro tiempo con su amor en el nacimiento de los fieles dentro de la Iglesia, sea de nuevo ahora instrumento y guardiana de nuestra salvación...; que devuelva la tranquilidad de la paz a los espíritus angustiados; que apresure, en fin, en la vida privada lo mismo que en la vida pública, el retorno a Jesucristo” (breve del 8 de septiembre de 1901; Acta Leonis XIII, vol. XXI, p. 159-160).


El cincuentenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen ofreció a San Pío X la ocasión para testimoniar en un documento solemne el lazo histórico entre este acto del Magisterio y la aparición de Lourdes: “Apenas había definido Pío IX ser de fe católica que María estuvo desde su origen exenta de pecado, cuando la misma Virgen comenzó a obrar maravillas en Lourdes” (carta encíclica Ad Diem Illum, del 2 de febrero de 1904; Acta Pío X, vol. I, p. 149). Poco después crea el título episcopal de Lourdes, ligado al de Tarbes, y firma la introducción de la causa de beatificación de Bernardita. A este gran Papa de la Eucaristía estaba sobre todo reservado el subrayar y facilitar la admirable conjunción que existe en Lourdes entre el culto eucarístico y la oración mariana: “La piedad hacia la Madre de Dios —observa— hizo florecer una notable y fervorosa piedad hacia Cristo Nuestro Señor” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S. VI; 1914, p. 377). Por otra parte, ¿podía ser de otro modo? Todo en María nos lleva hacia su Hijo, único Salvador, en previsión de cuyos méritos fue inmaculada y llena de gracia; todo en María nos eleva a la alabanza de la adorable Trinidad, y bienaventurada fue Bernardita desgranando su rosario ante la gruta, que aprendió de los labios y de la mirada de 

jueves, 6 de febrero de 2014

La Virgen de Chiquinquirá en el Capitolio Nacional.



Alocución del padre Mora Díaz

“Yo, átomo microscópico, partícula infinitesimal, llevando la palabra el día de la  apoteosis de la Reina de Colombia, en el Capitolio Nacional, pórtico de la leyes, en la primera plaza de la República, ante la estatua del Libertador, al frente de los más ricos florones de la sociedad, como son las damas bogotanas; rodeado de los más altas poderes eclesiásticos y civiles, es lo que se puede llamar la debilidad atrevida y que no se explica y que no se justifica sino en atención al imperio de la obediencia que se me ha impuesto. Para tan solemne ocasión quisiera que mi voz fuera clarín de guerra, voz de cristal y mi inteligencia tuviera la intuición de un ángel y el entendimiento y el entusiasmo de un serafín para entonar la plegaria de María.

¿A qué obedece este acto tan solemne? Primeramente a cumplir un imperativo de conciencia, una cláusula protocolaria y testamentaria, un voto solemne de lo próceres de la independencia en momento en que apenas se mecía la patria en su cuna. Con reverencia filial oíd literalmente el sagrado decreto:

“El presidente de la Unión considerando muy propio de la piedad del Gobierno de los Pueblos Libres que lo han constituido, elevar públicamente sus votos al Dios de los Ejércitos para que proteja los de la República y la salve de la ruina y de la desolación con que la amenazan sus enemigos, y confiando en la poderosa intercesión de la Madre de Dios, en su Santuario de Chiquinquirá, decreta lo que sigue:

 1º. A expensas del Estado y con la solemnidad que permitan las circunstancias, se celebrará en aquella iglesia una Misa rogativa, a que se convocará a todo el pueblo; y

2º. Los primeros trofeos militares del enemigo que cayeran en poder de las armas de la República, se depositarán a los pies del Cuadro Milagroso.

Dado en Santafé a 21 de marzo de 1816.
José Fernández Madrid, presidente de la Unión.” 

También obedece esta solemnidad a celebrar las Bodas de Plata de la coronación pontificia de la Virgen de Chiquinquirá, que hoy, a esta misma hora, se verificó en el atrio de la Catedral. Como es de estilo entre gente decente celebrar las bodas de plata, oro y diamante obsequiando a la reina del hogar un regalo, la familia colombiana no podía dejar pasar en silencio el XXV de la solemne coronación sin exteriorizar su amor y gratitud a su Reina y Señora. La generación que ya va cayendo en el sepulcro de los siglos costeó la corona imperial de oro y piedras preciosas; la generación que se levanta tenía que ofrendar alguna presea digna del Augusta Emperatriz, pues las reinas no solamente ostentan en sus frentes las coronas sino que también empuñan en  su diestra el cetro imperial como signo de dominio sobre sus vasallos. Hoy a esta misma hora Colombia entera coloca la rica joya avaluada en diez mil pesos con peso de 215 gramos de oro de 916 milésimos, recamada con 22 esmeraldas, 18 diamantes y un topacio.

De todos los ángulos y de todos lo horizontes de la patria parten las caravanas de peregrinos hacia Chiquinquirá, brújula mariana de la nación. Desde las playas del Pacífico como de las laderas del Táchira y Maracaibo, desde las orillas del mar Atlante como de las selvas del Amazonas y Llanos de Casanare, suben a las alturas de los Andes los peregrinos para escalar el alcázar nacional de María. Los que visten de rústica estameña, como los gentiles y pulcros hombres; las damas de mantillas sevillanas, como las campesinas que calzan limpias alpargatas se dan cita bajo la gran cúpula, que se destaca sobre las verdes colinas, como un diamante engastado en el anillo de la cordillera. En estos momentos el Embajador Pontificio asesorado por ocho prelados que forman toda una constelación espiritual alrededor del milagroso cuadro, pasa en medio de la comunidad dominica, que le hace calle de honor, y va a colocar el rico cetro en manos de la Reina de Colombia. En estos momentos se le rinden honores militares. Los clarines, trompetas, cajas de guerra y bandas de música hieren los aires; las campanas de la basílica se echan a vuelo; dispara el cañón; el ejército rinde en tierra las armas; la bandera nacional ondea sin cesar sobre la selva de bayonetas; la flotilla de aviones cruza el espacio y arroja cascadas de flores sobre la basílica, fragua del más ardiente patriotismo; la colonia chiquinquireña residente en Bogotá despliega el artístico pergamino ante el trono de María y coloca la valiosa jardinería en la escalinata; el aristócrata por excelencia, la más alta gloria de aquella tierra, en estrofas inmortales canta por boca de una pudibunda doncella, las glorias y prodigios de la imagen, que se yergue en le pináculo de la historia nacional como un fanal, como una estrella protectora. El prelado boyacense escala las alturas de la cátedra sagrada como el pontífice de la elocuencia y presenta el sagrado lienzo tocado de eternidad como el objeto de todas nuestras esperanzas, como fanal cargado de luz y de victoria.

No es una fiesta local sino nacional y casi podríamos decir internacional, pues las grandes manifestaciones a la Virgen de Chiquinquirá  se verifican en todo el territorio y aún más allá de la frontera. Las fuerzas armadas de tierra, aire y mar visten el día de hoy de gala y rinden vasallaje a la que fue constituida generalísima de los ejércitos republicanos muchos antes de que se consolidara el régimen democrático en Nueva Granada. Bien estaría que el Congreso declarara fiesta nacional el día de la Reina de Colombia. Lanzo esta idea a la voracidad y al entusiasmo del pueblo colombiano. Haced que este proyecto pase a ser ley de la República.

De todas partes del territorio sube el día de hoy el incienso de la oración hacia el trono de María. Pero más pintoresco, sencillo y tierno es el homenaje del pueblo que no puede ir a Chiquinquirá. Levanta altares sobre la cresta de las cordilleras; en la garganta de las montañas, en los fértiles valles, en la desembocadura de los ríos, en la playa del océano, en la tupida y solitaria selva. El labriego enciende ante la imagen de Chiquinquirá la lámpara rodeada de yedra que brilla en el espeso bosque como un lucero matutino. El mismo salteador no comete hoy el crimen por respeto a María; es lo único que lo une a la humanidad, sin él sería una fiera.
Pero hay lugares donde no existe una capilla, un altar porque la población está en embrión, como acaece en las llanuras de Ayapel o en la fundación de Murillo, donde la colonia chiquinquireña perseguida y expulsada de su tierra, levanta improvisados toldos y desmantelados chozas al pie de las faldas del nevado del Tolima. Visitadas poco ha e interrogadas sobre la fiesta de la Virgen del terruño con motivo de las bodas de plata, contestaron: -No tenemos más que una imagen de la Linda; le obsequiaremos en este día nuestra quema.

Que homenaje tan elocuente y tan sincero. Esta noche convierten con sus fogatas la campiña en un inmenso templo de fuego, en una basílica silvestre, cuya amplitud está limitada por el horizonte; cuya cúpula de cristal es el nevado eterno; cuyas columnas y pilastras están formadas por la encinas y corpulentos robles; los arcos se entretejen con los bejucos que penden de un árbol a otro: por órgano tiene el fragor de la catarata que se desborda en el corazón de la montaña; por incienso el perfume de las flores; por lámpara la tibia luz de la luna. Mirad a los horizontes de la nación y os parecerá que en sus ángulos está escrita esta frase: Reina de Colombia, por siempre serás.

La Virgen de Chiquinquirá fue Reina en el pasado, lo es en el presente y lo será en el porvenir. Nuestros próceres fueron entusiastas amantes de la Virgen de Chiquinquirá. Al pie de ese trono estuvieron los oidores, virreyes, presidentes y generales. Se disputaron la posesión del cuadro, realistas y republicanos, como lo probaron Serviez y Morillo. Bolívar se postró ante la Virgen del Rosario de Tutazá pidiendo su auxilio en la jornada que iba a principiar, y en la que casi perdida la batalla del Pantano de Vargas, acudió a la misma Señora; amenazó a un coronel que blasfemaba contra la Virgen de Chiquinquirá, con fusilarlo por la espalda si continuaba atacándola. Dos veces estuvo en su santuario implorando su protección. La última vez fue en 1828. Llegó a la Plaza Mayor, dice el Obispo Toscano, entonces estudiante del Colegio de Jesús, María y José, y sin sacudir el polvo del camino, pidió al superior de los padres dominicos ver el cuadro milagroso. Llegó el Libertador a las gradas del altar, depuso, cabe el trono de María, la espada triunfadora. Luego hincó la rodilla, ocultó el rostro entre las manos, oró largo rato y al levantarse tenía las manos empapadas en lágrimas. Bolívar de rodillas ante la Reina de Colombia. Bolívar llorando de emoción ante María, es más grande que cuando fulguraba victorioso en las campos de Boyacá o en las alturas de Pichincha, o cuando envuelto en nimbos de gloria relampagueada en las alturas del Chimborazo. Solemne y eterna lección objetiva nos dio Bolívar: Se hincó ante el Señor de los Ejércitos, para nunca arrastrarse ante los déspotas de las naciones ni ante los gusanillos de la tierra. Juventudes que me escucháis: Sois la patria en flor; sois hijos de próceres creyentes; no vayáis a degenerar cayendo en el vil ateísmo  o en el estéril paganismo para que no se diga mañana que en vosotros empobreció la sangre colombiana. Acercaos al Trono de María en estos momentos apocalípticos, los más solemnes de la humanidad, cuando se va a decidir la suerte de las naciones. Empuñad el arma noble del rosario, rezadlo, cantadlo a voz en cuello para tener la gloria de ser descaradamente católicos y poner en fuga las sectas que nos quieren invadir, pues se intenta aguijonear al mundo con el pensamiento de la caridad, de la justicia y de la eternidad.

Si Colombia se ha de salvar no se ha de salvar sino mediante el Santo Rosario, que es la marcha real y triunfal de los espíritus”.


Tomado del libro Historia de los Santuarios Marianos de Colombia. Tomo I. 1950. Fray Mora Díaz, O.P.