sábado, 31 de enero de 2015

A Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.



Reina Madre del Rosario de Chiquinquirá, bella flor de nuestra tierra, renovada en destellos de luz y de hermosura, luces radiante en tu imagen soberana los colores del patrio pabellón. Eres tú nuestra gloria y el orgullo de nuestra raza, madre de Dios y madre nuestra. En rústico lienzo tu rostro se ilumina y renuevas tu imagen en celestial fulgor, dando a tus hijos la graciosa prenda de la luz inmortal de tu Hijo Salvador.

Ciñe tus sienes la real diadema que corona tu hermosura y tu maternal bondad, símbolo fiel de nuestro entrañable afecto y de tus hijos el filial  amor. A ti te cantan celestiales voces que te aclaman por Reina de la Paz y el pueblo entero jubiloso te presenta el don de su fervor. En los difíciles tiempos de dolor y angustia, tú que eres Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, extiendes tu cetro soberano y cubres gloriosa con tu egregio manto a todos los que sufren la tribulación.

Hermosas flores mezcladas con tierra colombiana dieron a tu precioso lienzo celestial color; brote la tierra perfumadas flores que rinden culto a tu sagrada imagen, madre llena de gracia y de virtud. Tu divina presencia renovada, Reina Madre bendiga nuestra amada tierra y renueve a tus hijos en la luz de la verdad.

Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos, inagotable fuente de gracia y de ternura; recibe complacida Madre y Señora, la humilde romería de nuestro inquieto corazón que llega peregrino a tu Santuario, casa del consuelo y la alegría, donde tú, Oh Madre Clemente y pía, escuchas nuestros clamores. Amén. 

Tomado de un volante entregado por los padres dominicos en la basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá el 25 de diciembre de 2014.




jueves, 29 de enero de 2015

Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del Señor)


San León Magno


         Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia, desde el instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con que su piedad se proponía socorrer a los mortales. Esto lo hizo ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente que de la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (cfr. Gn 3:15); es decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios y hombre; y, naciendo de una virgen, condenaría con su nacimiento a aquél por quien el género humano había sido manchado.

         Después de haber engañado al hombre con su astucia, regocijábase el diablo viéndole desposeído de los dones celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y gimiendo bajo el peso de una terrible sentencia de muerte. Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus males en la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios, después de crear al hombre en un estado tan honorífico, hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para satisfacer las exigencias de una justa severidad. Ha sido, pues, necesario, amadísimos, el plan de un profundo designio para que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no puede dejar de ser buena, cumpliese — mediante un misterio aún más profundo — la primera disposición de su bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan divino.

         Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la redención del hombre, Nuestro Señor Jesucristo bajó hasta nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria del Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo, ya que, invisible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. Fil 2:7); Dios impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.

         Ha nacido según un nuevo nacimiento, concebido por una virgen, dado a luz por una virgen, sin que atentase a la integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que sería salvador de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios que nace en la carne es Dios, como lo testifica el arcángel a la Bienaventurada Virgen María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque el Hijo que nacerá de ti será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc 1:35).

         Origen dispar, pero naturaleza común. Que una virgen conciba, que una virgen dé a luz y permanezca virgen, es humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el poder divino. No pensemos aquí en la condición de la que da a luz, sino en la libre decisión del que nace, naciendo como quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa que es divino su poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima; no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso determinó nacer según un modo nuevo, pues llevaba a nuestros cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin mancilla. Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase la virginidad sin par de su Madre, y que el poder del divino Espíritu derramado en Ella (cfr. Lc 1:35) mantuviese intacto ese claustro de la castidad y esta morada de la santidad en la cual Él se complacía, pues había determinado levantar lo que estaba caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del poder de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la carne, para que la virginidad — incompatible en los otros con la transmisión de la vida — viniese a ser en los otros también imitable gracias a un nuevo nacimiento.
         Mas esto mismo, amadísimos, de que el Señor haya escogido nacer de una virgen, ¿no aparece dictado por una razón muy profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido la salvación para el género humano; que ignorando su concepción por obra del Espíritu Santo, creyese que no había nacido de modo diferente de los otros hombres. Efectivamente, viendo a Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos, pensaba que tenía también un origen semejante a todos; no conoció que estaba libre de los lazos del pecado Aquél a quien veía sujeto a la debilidad de la muerte. Pues Dios, que en su justicia y en su misericordia tenía muchos medios para levantar al género humano (cfr. Sal 85:15), ha preferido escoger principalmente el camino que le permitía destruir la obra del diablo no con una intervención poderosa, sino con una razón de equidad.

         (...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios en todas sus obras (cfr. Sab 39:19) y en todos sus juicios. Ninguna duda oscurezca vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal. Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado y divino de la restauración del género humano. Abrazaos a Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver reinando en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con el Padre y el Espíritu Santo permanece en la unidad de la divinidad por los siglos de los siglos. Amén.


jueves, 22 de enero de 2015

La Encarnación del Señor (Homilía I sobre la Natividad del Señor).




San León Magno


Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida, disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo, pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador, porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le llama a la vida.

Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4:4), señalada por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la misma naturaleza que éste había vencido (cfr. Sab 2:24). En esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad, sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana, mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado.

No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14:4-5). En tan singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y para que no se asustase por los efectos inusitados del designio divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a realizar el Espíritu Santo. De este modo no consideró un daño de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de desconfiar María ante lo insólito de aquella concepción, cuando se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo? Cree María, y su fe se ve corroborada por un milagro ya realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril.

Así pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1:1-3), se hace hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (cfr. Fi 2:7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de caducidad.

Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasable; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2:5) puede, como lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza.

Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1:24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles?

Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y, estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (cfr. Ef 2:5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus acciones (cfr. Col 3:9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo.

Reconoce, ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (cfr. 2 Re 1:4), y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de Dios (cfr. Col 1:13). Por el sacramento del Bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.

jueves, 15 de enero de 2015

La romería, el surco de las promesas



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La Virgen de Chiquinquirá desapareció ante los ojos de varios peregrinos asombrados. Eran las 16:50 del 25 de diciembre de 2014 y el ruido del alpargate, que fatigó las trochas con el sudor campesino de 428 años de tradición sin tregua, no les dejó entender el fenómeno. La luz, que entraba a la basílica desde la plaza, se reflejaba en el cristal para ocultarla.

Bastaba con ponerse de rodillas para contemplar a la Reina en su histórico esplendor. Algunos se inclinaron para recitar una jaculatoria que heredaron, el 26 de diciembre de 1586, de doña María Ramos: “…Pues sois de los pecadores –el consuelo y la alegría- oh madre clemente y pía- Escucha nuestros clamores…”

El sonido de las preces, al pasar por las camándulas, chocó contra el gentío que ingresaba para asistir a la Santa Misa de las cinco de la tarde. La nave central parecía un recibidor de júbilos. El caos de las formas humanas, desatado por la celeridad, luchaba por un asiento en el ámbito sacro. Los pequeños, aprendices del oficio de implorar y agradecer, se metían por entre las bancas en un juego de escondites.

En el presbiterio, un sacerdote dominico, apoyado por sus acólitos, intentaba obtener un tris de respetuoso silencio para empezar la Eucaristía. Vano intento. El murmullo del tumulto imponía la fuerza de su estrépito de feria. El guateque sumaba sus cuitas al desbarajuste decembrino.

La música del villancico Anton tiruriru logró apaciguar el indisciplinado flujo de gentes, mas no el desfile de promeseros. Un anciano de edad casi centenaria avanzaba de rodillas con una vela encendida entre sus manos, cansadas de  trajinar con el arado. Metros atrás un clan le seguía. La procesión la encabezaban los infantes, luego sus padres. Al tren de penitentes se enganchó una madre con su hijo recién nacido en los brazos. La fatiga la doblegaba y sus articulaciones sonaban a rótula lacerada. A ella se unió otra matrona con un atado de “milagros” entre sus palmas. Ocho figuras de cera amarilla sobresalían de aquel manojo de favores. Al cierre de la primera fila, unos muchachos cargaban a su abuelo en una silla Rimax blanca. El objetivo de ese tropel, de ardorosa acometida, era la baranda del presbiterio donde los precavidos dominicos habían colocado cuatro cajas de madera para depositar los cirios, las veladoras y las tradicionales mandas. En apenas un rato se llenaron de pegotes derretidos.

La libreta de apuntes se cerró ante las miradas curiosas de unas abuelitas que ocupaba la parte posterior. Las supervisoras se inclinaba para intentar leer las notas a la vez que preguntaban: “Sumercé, que es lo que tanto escribe si ya estamos en Misa”.

La toma de datos continuó, terminada la Acción de Gracias, por los pabellones laterales donde más de un turista despistado miraba con el ceño fruncido a las prácticas piadosas de sus coterráneos. El fingido asombro era el producto de una conducta un tanto increíble, pero arribista porque en el país viven personas convencidas de que la nacionalidad empieza en Miami y termina en París.

Afortunadamente llegó un señor de Bucaramanga para rescatar la identidad del acontecimiento. Sin preámbulos preguntó: “Ya va terminando el rosario, mano”. La camándula, que colgaba junto al cuadernillo, no sirvió de invitación para rezarlo en compañía. El buen santandereano se disculpó porque necesitaba urgentemente saber dónde encontrar a algún padrecito, de hábito blanco y negro, para que le bendijera las vitelas de la Patrona.

La presteza del paisano le recordó al cronista que debía volver al hotel. En esa estancia dejó su morral en prenda de garantía para que le asignaran un dormitorio donde pasar la noche.

Aquí la historia se interrumpe para narrar un acontecimiento anterior que ilustra el embrollo de conseguir posada en una temporada alta del desasosiego chiquinquireño.

La reservación se hizo el 13 de diciembre, en la Capital Religiosa. Al confirmarla, una semana después, resultó que ya estaba asignada. La retórica de la tarjeta de crédito no sirvió. El regaño bogotano, menos. Solo quedaba masticar la frustración para  implorar, con algo de cordura, un prodigio. La época imperaba y la opción de los hoteleros era colocar un cartel en la puerta que decía: “No hay habitaciones”. Muchos dormirían su juma en los parques o en sus vehículos. Es una circunstancia inevitable dentro de las tradiciones de la migración.

El 20, la opción de renuncia a participar en la gran romería, estaba latente. La amada supo la noticia. Ella, incapaz de retroceder ante la adversidad, movió los recursos humanos de dos departamentos para conseguir un cuarto. Logró que una familia de Zipaquirá, que visitaba a Chiquinquirá por generosa casualidad del destino, se acercara hasta la intransigente dueña del hostal, que no pudo guardar su palabra, y pagara una cuota en efectivo para volver a reservar. Intento monumental fallido. Sin embargo, la prometida con una argumentación superior de la capacidad verbal femenina, convenció a la doña de tener listo un espacio vital con retrete.

El trato quedó establecido en que a las 6:30 de la noche del 25 de diciembre en un aposento hotelero distinto al primero, y perteneciente al mismo patrón, quedaría una yacija disponible. El convenio fue pactado, vía telefónica, entre dos féminas. Aún faltaban 120 horas para el plazo.

De regreso a las realidades de la incertidumbre, era urgente llegar hasta una de esas casonas de aspecto republicano. La edificación, remodelada por la arquitectura del negocio, servía de pensión. En uno de sus balcones se insertó un desaliñado árbol de Navidad con lo cual se destacó ese aire de residencia maltrecha por el paso terrible de los años lejanos.

El encargado de la singular hostería salió de los dominios de san Alejo y expresó: “Siga al segundo piso, la cuatro ya está lista”. La escalera de madera crujió al avanzar hacia un inquietante ambiente oscuro. La curiosidad de saber cómo era el sitio ganó la partida. Resultó cómodo para un andariego. Litera doble con espejo iluminado. El lavabo tenía regadera eléctrica para calentar el agua, televisor a color, perchero, repisas con una vieja toalla y dos pastillas de jabón. El costo fue de 50.000 pesos, sin recibo. Aunque se exigió el comprobante del egreso de la billetera y el registro del usuario no hubo tales procedimientos. Es decir que el huésped, oficialmente, jamás se hospedó en aquel albergue cuya estructura fue rediseñada por la necesidad para cobijar a los forasteros devotos a los cuales les birlaron su adecuada reserva.

Resuelto el inconveniente del alojamiento se regresó a las vías, repletas de turistas unidos por el espíritu del consumo de los regocijos, las compras y los deseos buenos.

Cerca de la basílica, las carpas de los mercaderes atiborraban el espacio público con sus artesanías. Miles de rosarios, cuadros, velones, novenas, dulces, guitarras, estampas, llaveros, calendarios y banderas adornadas con la figura de La Chinca se vendían de prisa. Cada ventorrillo ofrecía al detal piezas idénticas a las del vecino. Bastaban con visitar la primera tienda para conocer el resto. La oferta del recuerdo marcaba la dinámica de una muchedumbre que compraba por docenas, sin regateos.

El panorama cambió en la Plaza de la Concepción. Detrás de los quioscos de los bocadillos estaba la esencia de la firmeza de antaño. Los andenes fueron invadidos por mesas donde los patriarcas de la cotiza comían y bebían en un festín sin pausa. Muy cerca, unos toldos improvisados, bajo luces de colorines, servían de escenario a la gran francachela callejera. La tradicional mamona se asaba en una hoguera de bulevar. Eso era el bello campamento del promesero antiguo. El atavismo de la junta de compadres reposaba a su gusto. Junto a la fogata, entre costales, se libaban las dichas de la chicha. El pueblo se adhería a su tierra consentida bajo el impulso de las juergas nacionales. Allí, el abandono de las jornadas de caminata encontró un desvencijado depósito de costumbres para vivir la sustancia sublime de la travesía. Solistas de acentos varoniles acariciaban sus tiples afinados. Las coplas punzantes, las mujeres bonitas y las sonrisas limpias eran parte del brindis de la totuma. Los bailes, junto a los ronquidos de los baquianos, se unían al festival de la abundancia. Presas de pollo, cerdo, pavo y fiambres diversos competían por un sorbo de guarapo en la pequeña estación. El caótico orden del improvisado vivaque de viajeros pedestres cambió las reglas de la convivencia social.

La vuelta a la manzana finalizó en la puerta del templo para participar en las vísperas. El empujón movía a las masas que se disputaban un sitio dentro de la basílica. El desplazamiento formal se realizó por la Capilla de la Reconciliación donde los Servidores de la Virgen preparaban las andas para la procesión principal. No se halló una posición ideal para ejercer el vital ejercicio de la reportería gráfica sin la censura del empellón.

Entre la aglomeración aún se pudo observar a los recios campesinos de Tinjacá, nacidos de la pura arcilla andina en un amanecer del siglo pasado. Ellos mantuvieron la usanza ancestral de visitar a la Virgen de Chiquinquirá a su manera. Los varones, exhaustos, inventaron una alianza con la inmensidad del amor. A sus bisnietos les pasaron un cirio encendido, un fuego vigilante de sus valores ancestrales.

El ejemplo inmenso, de esta época de relevo generacional, lo escribió un nonagenario venerable que llegó para pagar su última promesa. Venía a pie. Simplemente se acomodó en el suelo,  aferrado a su bordón, junto a una columna. Sus piernas hinchadas se negaban a moverse. El número de peregrinaciones tenía la ardentía varonil de reclamar la cifra 80, la primera en 1927. Su infancia aprendió a echar quimba entre las recuas de las mulas alquiladas para pasar los páramos de su comarca. Su sapiencia ancestral lo trajo acompañado de una raza de gigantes que andaban en muletas. Regresó para despedirse de su Señorita. Su añejamiento de roble entregó su postrera travesía. Él tenía la certeza de que el próximo año ya no regresará.

La bisagra del tiempo giró enmudecida y no quedó un alma intacta ante los acordes sentidísimos de la Guabina Chiquinquireña. El coro, de voces angelicales, entonó ese himno de juglares.

Para la segunda estrofa, la polvareda del trasegar por la vida había dejado un surco de lágrimas en las mejillas de una Patria estremecida que cantaba emocionada:

 “…Sí, sí, sí, dulce y bella noviecita
niña de mi corazón,
vamos a ver a la Virgen
y a pedirle protección.
A rogarle con fe viva 
que bendiga nuestra unión…”  


Al terminar la interpretación, un suspiro de aprobación abrió el recinto a los puntos del programa nocturno. El maestro de ceremonias intentó motivar a los asistentes. El personaje presentó a los mariachis boyacenses. Muchos se despertaban aplaudían e inclinaban su cabeza para dormir el sueño de las bancas. Entretanto, los reflectores iluminaban el baldaquino con juegos de luces que pasaban sobre el lienzo con sus  colores verde, amarillo, azul y morado.

La función se tornó algo inquietante por temas musicales como La feria de las flores que no encajaban bien dentro de la rica variedad de los ritmos vernáculos. La salida indignada del escenario se avaló con un acto de protesta silente.

El receso sirvió para tomar agua aromática en el atrio y conocer un testimonio valioso sobre la gente de Pamplona (Norte de Santander). Esos trotamundos reclamaban el derecho fundamental de estar en las festividades. Ellos desembarcaron el 22 de diciembre para recordar acongojados que fueron los primeros en “abofetear a la Virgen” y venían a expiar el pecado, herencia histórica de un acto infortunado del sectarismo de sus antepasados. Los hechos se referían al atentado sacrílego contra el lienzo de Nuestra Señora de Chiquinquirá, La Peregrina, en el templo de Santo Domingo de la Ciudad Levítica, en la noche del 20 de enero de 1913. Constancia abrumadora.

Sí, procesiones como esas edifican un altar a la memoria porque el recuento del suceso habla de una Nación que sobrevivió a la dictadura de sus traidores, entre esos el amo olvido…Para esa comitiva, el aplauso del linotipo…

El frío nativo seguía acompañando a los recién llegados, que pasadas las 10 de la noche, se abrían paso para dejar su ofrenda en los cajones de la baranda del altar. Un devoto usó todas sus influencias para infiltrarse entre la zona de mayor congestión y depositó la figura de una vivienda, testimonio de un favor celestial recibido.

Apenas suspiró, por el deber cumplido, cuando a unos metros escasos los representantes del folclor mexicano cantaron la Guadalupana. El desliz produjo un rumor de desaprobación en la asamblea. Los intérpretes se excusaron porque no tenían en su repertorio un tema más adecuado. La respuesta de muchos fue la de retirarse de ipso facto porque la tonada los ofendió.

Ojalá, la parte directiva de la organización haya tomado nota del desatino porque fue un yerro inmarcesible.

Estas páginas se permiten recordarle que en México no honran a la Virgen de Guadalupe con la Guabina Chiquinquireña… y la perogrullada de que: “es la misma Madre de Dios” solo suena a paupérrimo desastre. La feliz velada tuvo ese acto triste contra la cultura regional. “Misericordia, Señor, hemos pecado”, dice el salmo 50.

Cinco minutos más tarde, a las 10:30 p.m., el prior del santuario, fray Jaime Monsalve, O.P., agradeció a los concurrentes su participación,  les dio las gracias a los distintos colaboradores por su intensa labor logística e invitó para la procesión, a las 9:30 de la mañana.

La fiesta religiosa finalizó, pero Chiquinquirá no durmió porque por sus veredas se oían los cantos de los excursionistas que renovarían sus votos con las primeras luces del alba. Las humildes caravanas traían las ruanas izadas como banderas de la tradición que narró el suceso en lengua muisca, más de cuatro siglos atrás.

El cortejo florecido

La alborada, en la posada de emergencia, trajo los ruidos destartalados de una motobomba averiada. A esa estruendosa incomodidad se le sumaron los alaridos de protesta de una dama lejana que luchaba contra una inundación en el baño  (¿estaría a ahogando al conserje por no entregarles la factura?) El sueño irreverente anuló a la violenta alharaca.

Y por fin, la fecha esperada. El sol se levantó en su totalidad de astro candente para darle un toque de belleza veraniega a la urbe de María. En la Plaza de la Libertad, los encargados de la procesión mostraban sus relucientes uniformes y se iban formando de acuerdo con un plan preestablecido. Entre los elegidos para liderar la marcha se encontraba la Legión de María con el Praesidium Reina del Santísimo Rosario. Adelante, una camioneta blanca con unos enormes parlantes negros abría el desfile hacia abajo, por la calle 18. Lo seguían el obispo de Chiquinquirá, Luis Felipe Sánchez Aponte y  el obispo emérito de Magangué, Leonardo Gómez Serna, O.P., acompañados por los frailes dominicos. El séquito meditó los misterios gozosos del Santo Rosario.

Los Servidores de María, vestidos con túnicas azules, cargaban al hombro las pesadas andas donde se instaló un enorme cuadro. Se trataba de una copia de la tela original de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

Ese equipo avanzaba rápido y se abría paso entre la multitud reverente. Sus líderes decían: “permiso, permiso” y apartaban a los seguidores a puro brazo. La tarea del desplazamiento requería de una brigada de cargueros especializados, unidos a unos jóvenes que con sus horquetas sostenían el andamiaje en cada parada. La banda era dirigida por los mayores y un vareador encargado de levantar los cables eléctricos con un listón en forma de letra Te. Su función consistía en evitar el enredo de cuerdas con la parte superior del armazón.

Ese método de movimiento, entre cientos de trasnochados acompañantes que portaban sombrillas para poder soportar la radiación solar, hacía que el desfile fuera un fascinante paseo de estrujones. Nuestra Señora parecía navegar entre un mar de paraguas que tropezaban contra las olas de las banderas y los vendedores de agua, que en un ataque formal al sentido común, intentaban avanzar en contravía del torrente de pueblos que se metió en la estrecha callejuela.

El apretujamiento tuvo un sobresalto singular. El guía ordenó: “Peregrinos, carguen a la Virgen”. El mandato no terminó su decreto cuando ya, al menos 30 ciudadanos, relevaban de sus puestos a los caballeros de las túnicas. La precisión, rapidez y cambio de soportes resultó impresionante. Pareció como si un imán gigante los hubiera adherido a los maderos. Abuelos y muchachos de aldeas ignotas mostraban una felicidad distinta. Sudores y sollozos brillaron sobre sus pieles ajadas.

La gran marea llegó a la carrera novena y giró al sur, hacia la Capilla de la Renovación. En ese punto se presentó el segundo cambio. “Servidores, a sus puestos”, vociferó el líder. El reemplazo se ejecutó con una exactitud digna de los maestros en el arte del equilibrio, la efigie apenas se movió sin perder su noble compostura.

Los voladores estallaron para liberar sus estridentes ruidos de festival. Manotadas de pétalos de rosas rojas, lanzados desde el balcón de la casa cural, cayeron a los pies de la Soberana.

Mientras el homenaje saludaba, con algarabías y rezos, el dilecto amigo, Marco Suárez, refiriéndose al portento, comentó: “Ese día, la naturaleza experimentó un color y un sabor nuevos. María Ramos hizo una oración antes (súplica) y una oración después del prodigio (gratitud). En la primera expresó: ‘¿hasta cuándo Rosa del Cielo te vas a dejar ver’? y en la segunda su entusiasmo se desbordó porque llegó a nosotros una invitación a la conversión…”

La profunda explicación fue interrumpida porque la marcha se empezó a trasladar para darle la vuelta al parque Julio Flórez y poder ascender por la Calle Real. En este trayecto se entonó: “…El 13 de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova da Iria…

El cancionero popular clamaba por algo menos foráneo como: Vengo a visitarte, Ave María de Chiquinquirá, El Romero entre la variedad del rico repertorio raizal.

¿Será mucho pedir que la próxima vez haya una romanza de la tierra?, por aquello que decían don Rafael Godoy, en su composición Soy colombiano:

“…A mi cánteme un bambuco 
de esos que llegan al alma, 
cantos que ya me alegraban 
cuando apenas decía mama. 
Lo demás será bonito 
pero el corazón no salta, 
como cuando a mi me cantan 
una canción colombiana…” 

El cielo tuvo compasión del aquel desatino porque, en el tramo final, la muchedumbre exaltada levantó su vocerío de celeste hilaridad. El grito a pulmón del himno Reina de Colombia calmó esa sed de colombianidad. Las campanas de la basílica se echaron al vuelo y un aguacero de rosas ratificó que Chiquinquirá lo único extranjero que tiene son sus peregrinos. Los hermanos de Venezuela, Ecuador y Perú se sumaron al cumpleaños de esa maravilla.

El torrente de gentes encalló en las gradas de la basílica allí se dejó anclado el gran retrato para dar inicio a la Misa campal que copó la Plaza de la Libertad.

La Colombia modesta se acomodó en cada baldosa, rincón, alero, tienda y hasta debajo de las tarimas para evadir al sol triunfante que alejó a las nubes.

El Evangelio habló de la visitación de la Santísima Virgen María a su prima Santa Isabel. La multitud se mantuvo firme ante el bochornoso calor hasta que a las 12:28 p.m., el obispo le dio su bendición indulgenciada. El promesero todo lo soporta por ese instante único.

El resto de la jornada fueron los homenajes particulares de decenas de familias que seguían en su marcha para poder tararear  El Cuchipe: “De Chiquinquirá yo vengo de pagar una promesa”. El mismo que la actriz francesa, Brigitte Bardot, interpretó en 1963.

No se pueden finalizar estas páginas sin transcribir el sentido del desfile explicado, para estas notas, por una voz sin nombre:

“…En la procesión Nuestra Señora desciende del trono en calidad de anfitriona para abrazar a sus hijos y recoger personalmente sus oraciones y necesidades. Además, los romeros por una gracia especial participan del aplauso de los ángeles al deambular sobre los pétalos de las rosas. En el recorrido, la Virgen los toma de la  mano para conducirlos por los misterios del Santo Rosario. El trayecto queda divido en cuatro partes pertenecientes al salterio: gozosos en la partida, luminosos en la capilla de la Renovación, dolorosos en el trecho final donde la fatiga los muele y gloriosos en la Misa. De ese modo, la Virgen ejerce su patronazgo al bendecir a cada alma con su intercesión de maternal misericordia. El 26 de diciembre, Ella les trae el regalo del Emmanuel, el Dios con nosotros, porque les entrega a su Niño y el Hijo ejerce la dicha de complacerla con ramilletes de milagros.

La lluvia de rosas significa las bendiciones sobre sus vástagos. La  Inmaculada es incontenible en donar gracias, en regalar a Jesús recién nacido porque Colombia es su patria y Chiquinquirá, su santa morada. Allí aguarda a sus consentidos, los promeseritos, para entregárselos al cuidado de sus sacerdotes.  Los romeros, en la procesión, son sus edecanes como san Antonio y san Andrés…”

El intérprete calló, no hubo tiempo para agradecimientos ni contrapreguntas. Situaciones de este calibre ocurren de forma simple como una invitación a vivir los misterios de la fe.

Así con sus torrentes de mística, grandezas, fervores y huestes pendidas de un favor se gestó el encuentro de la devoción con el asombro en la Villa que custodia el primer santuario mariano de la América del Sur. La población fue un sencillo testigo del impetuoso estremecimiento de las almas transfigurados por la divina clemencia del Redentor.

El redactor se arrodilló para orar junto al Pozo de la Virgen. En el sitio donde María Ramos recibió sobre su raza de peregrina andaluza el fuego del Evangelio para la reforma moral del Nuevo Reino de Granada.

El llamado de la Rosa de los Vientos diagramó sobre su pecho una imagen señorial que le consolaría, bajo su manto, en el difícil episodio de la despedida.


La Chiquinquirá, hidalga y dadivosa, levantó su mano materna para bendecir con el resplandor de su gloria a un enamorado de su corazón.   

domingo, 11 de enero de 2015

“El Espíritu del Señor está sobre mí”





Ruperto de Deutz (1075-1130), monje benedictino 
De la Santa Trinidad.

“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido’” (Is 61,1). Es como si Cristo dijera: Porque el Señor me ha ungido, he dicho sí, verdaderamente digo y lo sigo diciendo todavía: El Espíritu del Señor está sobre mí. ¿Dónde, en qué momento, pues, el Señor me ha ungido? Me ungió cuando fui concebido, o mejor dicho, me ungió a fin de que fuera concebido en el seno de mi madre. Porque no es de la simiente de un hombre que una mujer me concibió, sino que una virgen me concibió por la unción del Espíritu Santo. Es entonces que el Señor me selló con la unción real; me consagró rey por la unción y, en el mismo momento, me consagró sacerdote. Una segunda vez, en el Jordán, el Señor me consagró por este mismo Espíritu…

Y ¿por qué el Espíritu del Señor está sobre mí?... “Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, curar los corazones desgarrados” (Is 61,1). No me ha enviado para los orgullosos y los “sanos”, sino como “un médico para los enfermos” y los corazones destrozados. No me ha enviado “para los justos” sino “para los pecadores” (Mc 2,17). Ha hecho de mí “un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos (Is 53,3), un hombre manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). “Me ha enviado a proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros, la libertad”… ¿A qué prisioneros, o mejor, a qué prisión he de anunciar la libertad? Después que “por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte” (Rm 5,12) todos los hombres son prisioneros del pecado, todos los hombres son cautivos de la muerte… “He sido enviado a consolar a todos los afligidos de Sión, todos los que sufren por haber sido, a causa de sus pecados, destetados y separados de su madre, la Sión de arriba (Ga 4,26)… Sí, yo los consolaré dándoles “una diadema de gloria en lugar de las cenizas” de la penitencia, “aceite de júbilo” es decir, la consolación del Espíritu Santo “en lugar del dolor” de verse huérfanos y exiliados, y “un vestido de fiesta”, es decir, “en lugar de la desesperación”, la gloria de la resurrección (Is 61,3).