jueves, 26 de febrero de 2015

Cabildo de 26 de abril de 1703


Se declara a Nuestra Señora del Campo, cuya imagen se venera en la Iglesia de San Diego de esta capital, patrona y abogada contra la plaga del polvillo.

Acta.

En la ciudad de Santafé a veinte y seis de abril de mil setecientos y tres años, los señores cabildo, justicia y regimiento de está muy noble y leal ciudad, juntos en la sala de sus ayuntamientos como lo han de uso y costumbre a tratar y conferir las cosas tocantes al buen gobierno, acordaron lo siguiente:

Que respecto a que ha nueve años que castiga Nuestro Señor este Reino con la plaga de polvillo en los trigos, por donde ha redundado tanta penuria en los trigos que se echasen diferentes papeles en un vaso con diferentes santos y se sacase uno por inocente niño para que ese se eligiese y votase por este cabildo por patrón y abogado, para con su Divina Majestad intercediese suspendiese su ira en orden a dicha plaga, y habiéndose ejecutado por Agustín, niño, salió en él Nuestra Señora del Campo que quedó por el mismo hecho votada por este cabildo por su abogada y patrona contra la plaga del polvillo y con la obligación de celebrarla en su primer día, y para el reconocimiento y posesión de dicho patrocinio y obligación de este cabildo, quedó señalado el día de San Felipe y Santiago apóstoles de cuyo acuerdo se le dé noticia por el presente escribano al reverendo padre guardián de la casa del Señor San Diego para que así lo tenga entendido, y si pidiere testimonio de dicho acuerdo se le de. Y lo firmaron.

José Salvador de Ricaurte, José de Aroca, José López Bravo, Agustín de Munar, Pedro López del Güero Marroquín, Juan Antonio de Porras y Santa Ana, don Bernardo de Velasco, don Pedro de Herrera  Brochero, José Ignacio de Velasco, don Ignacio de Vargas Machuca.

Ante mí Thomás Fernández de Heredia.
(Archivo Nacional de Colombia, Salón de la Colonia. Impuestos varios, tomo19, folio 672 recto)


lunes, 16 de febrero de 2015

La mendicante brindó por la Virgen olvidada



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

El Santuario de Nuestra Señora de la Peña tenía su fama  manchada por los escándalos de las carnestolendas, una fiesta que comprendía desde el domingo de quincuagésima hasta al miércoles de ceniza, día en que empezaba la cuaresma.

El padre Struve luchó contra la mácula del lúpulo, el anís y el maíz para erradicarlos de las tradiciones católicas. Le costó algo más de 20 años darle un sentido místico a las celebraciones. En los años sesenta logró una función acorde con el Santuario.

En esa contienda, entre el sermón moral y la chicha, se interpuso un líquido fatal conocido con los alias de “chirrinchi, tapetusa o palito”. Ese jugo, de fabricación artesanal, vivía en aprietos desde la Colonia cuando el 8 de junio de 1693 el rey de España, Carlos II, ordenó a la Audiencia de Santa Fe extinguir la producción del aguardiente, debido “a los sumos perjuicios y daños que se han experimentado en la pública y universal salud de mis vasallos de los Reinos del Perú y la Nueva España”. El ojén era parte de las soberanas tundas a la mujer por parte de la terapia afectiva: “porque te quiero te aporreo”, tan de boga en aquellos parajes agrestes.

Antes de la llegada de Struve, como capellán de la ermita, el anisado de la loma tuvo su rato de atención por parte del Estado. El camino empedrado que construyó, entre 1893 y 1897, fray León Caicedo, para unir la Parroquia de Egipto con la Capellanía de la Peña se transformó en una de las rutas del delito de la ruana, el contrabando del aguardiente cerrero.

La vía ayudó a juntar a los vecinos para la jarana de los extramuros bajo el patronazgo de cuatro parroquias de pura estirpe santafereña. Los templos, en orden de altura sobre la urbe, fueron: Nuestra Señora de la Peña, Nuestra Señora de Egipto, Nuestra Señora de las Aguas y Nuestra Señora de las Nieves. La circunvalar también comunicó a los compadres de gaznates curtidos. Ellos oficiaron la devoción por el trago clandestino.

Así, el aguardiente destilado, en las remotas veredas de La Calera y Choachí (Cundinamarca), se mercadeaba en las chicherías de aquellos nobles solares en los años 20 y 30 del siglo XX, pero fue alebrestado y perseguido como a un animal de monte por cuenta de la Ley 88 de 1923, lucha antialcohólica.

La norma estableció en su artículo primero: “…Desde la sanción de esta ley el precio mínimo de los licores destilados de producción nacional que se expendan en el territorio de la república será el siguiente: un peso cincuenta centavos ($1.50) por cada botella de 720 gramos de aguardiente común, ron blanco y tafia, y un veinticinco por ciento más sobre el precio para los demás licores monopolizados de esta clase; desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, ese precio será de un peso setenta y cinco centavos ($1.75); del 1o. de julio de 1930 en adelante, será de dos pesos ($2.00); del 1o. de julio de 1931 en adelante, será de dos pesos con cuarenta centavos ($2.40); del 1o. de julio de 1932 en adelante, será de dos pesos con ochenta centavos ($2.80); del 1o. de julio de 1933 en adelante, será de tres pesos veinte centavos ($3.20); y del 1o. de julio de 1934 en adelante, será de tres pesos sesenta centavos ($3.60). El precio de los demás licores monopolizados quedará aumentado en un veinticinco por ciento (25%) anualmente, desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, hasta la fecha en que el aguardiente común llegue al de tres pesos sesenta centavos por botella…”

El papel del artículo 3º de la misma ley, impuso: “…No se permitirá el expendio de licores o de bebidas alcohólicas o fermentadas los domingos y demás días de fiestas civil y eclesiástica, los de elecciones populares y los jueves y viernes santos…”

La invitación al fraude quedó lista en la mente de los mafiosos. El precio de entre 60 y 80 centavos por botella del refinado entre la manigua contra los $3,60 pesos del oficial departamental resultó un sustento formal para los socios de una operación delictiva.

El amancebamiento, entre la fechoría y la legalidad, formó un indisoluble matrimonio donde reinó la familia de la corrupción.

El legalismo fue una ofensa que se convirtió en negocio. La desafiante medida, que incrementaba los precios sin tregua, resultó vencida por la fuerza del atavismo etílico. Los peregrinos que visitaban los toldos, que en la época de carnavales rodeaban el Santuario de la Peña, defendieron su tradicional uso con fiereza de beodo contumaz.

El papel de la publicación normativa sirvió para atizar los fogones donde se preparaba el tapetusa y la democrática amarilla. La dupla del elixir popular nutrió con sus consumos de juerga la rebeldía levantisca de un conglomerado sin patria legal.

La industrialización del folclórico desmán tuvo su esplendor por causa de un lambón que decidió vender a su jefe. La felonía quedó frustrada en un accidentado operativo donde los guardias lograron convertir un arresto en una transacción próspera.

Según la crónica judicial, el 21 de enero de 1928, se supo que Papá Fidel (Fidel Baquero), destilador ilegal de aguardiente estaba por los lados del Santuario de la Peña. De madrugada le cayeron por sorpresa, le intimaron rendición. El sujeto huyó por un atajo cuesta abajo. Los disparos, a la topa tolondra, y el parte victorioso de la muerte del bandido fueron la inauguración de una parranda institucional. El cohecho se formó autoritario al lado del ejercicio aduanero. El mediocre zafarrancho elevó al fugitivo a la categoría de gran patrón de los beodos de alpargate.

Don Fidel, un ex agente del Resguardo de filiación liberal, comprendió que debía cambiar de estrategia y posiciones para poder surtir a sus compinches de las fondas del Paseo Bolívar, La Peña, El Egipto y Las Nieves, sectores oscuros de una capital sin ciudadanos.

Los alambiques necesitaron del apoyo logístico de los “Patiasados” o calerunos. Ellos sí expertos predecesores, productores y repartidores de un aguardiente hecho para combatir el frío en las peligrosas cacerías a peinilla contra los osos de anteojos en los páramos de Chingaza.

Los socios tejieron la red de un sistema de destilación rural que abastecía a la capital con un ilícito tráfico de un zumo que enriqueció al cabecilla, envileció a la gentuza y sobornó a los “dotores”. Al Capone, su alter ego, no lo hubiera hecho mejor.  Al principio se fortalecieron las ventas en las cuatro parroquias del Avemaría, la Peña, Egipto, las Aguas y las Nieves. Posteriormente, el mercado surtió a otros barrios.

Los traficantes, conocidos con el mote de “Cafuches” y liderados por Papá Fidel, pusieron en calzas prietas a los agentes del Resguardo Nacional de Aduanas de Cundinamarca. Los  representantes del Gobierno nunca pudieron detener el flujo de licor en los estancos de tan conspicuos y peligrosos domicilios. Los creadores tenían la ventaja de estar aferrados a la sombra protectora de los bosques de niebla.

Escuela de tatabros

Las montañas del Oriente guardaron la fórmula prohibida para estimular a los arrieros de La Calera, que vendían carbón vegetal en las casonas de la Parroquia de las Aguas. Ellos heredaron de sus bisabuelos una trocha de altura para llegar y bajar por Monserrate. La misma que usó el federalista, Atanasio Girardot, para amenazar a las centralistas fuerzas de Antonio Nariño, el 9 de enero de 1813.

El sendero, de vientos andariegos, no se borró de la memoria  y vio pasar, en octubre de 1981, a la compañía de infantería del batallón Guardia Presidencial, armada y equipada, como castigo por la pérdida de una bayoneta. Los soldados marcharon desde La Calera hasta Monserrate, en una travesía de 20 horas. Descendieron del cerro tutelar hasta su cuartel frente al parque de los Mártires. Sin saberlo patrullaron el mapa de una guerra civil y los vericuetos del trazado de una costumbre de evasiones.

La senda siguió vigente en la oralidad y en las investigaciones de unos exploradores. En 1991, en la vereda El Manzano de La Calera, habitaba don Manuel Avellaneda, un antiguo cazador de pumas, que a sus 85 años de edad, recordó la herencia de sus mayores para fabricar el  “Rastrojero”. El mismo néctar que Papá Fidel llamó “Palito” cuando lo hizo circular por los alrededores del Santuario de la Peña.

Sobre la fabricación, don Manuel tiene la palabra con la certeza de que algún día las hojas de papel podrán guardar el acento, el sonido y el dejo de su voz campesina que, por primera vez, habló ante una grabadora.

“Puaquí lo fabricaban unos y otros, eso era muy fácil. Se echaba un poco de agua, se hacía un poco de chicha pero con harto dulce y lo dejaban que se enjuertara y eso quedaba que ya no se podía pasar de lo mero juerte.

“Le ponían otro poco de dulce y lo dejaban otros tres o cuatro días que volviera y enjuertara y ahí sí, entonces tenía olla, pero un ollonón de tiesto  que hacia porai unas ochenta botellas de agua y la ponían sobre el fogón.

“Entonces sobre ese pedazo diolla ponían una paila de cobre y la olla que taba esjondada aquí le hacían un guequito redondo y le metían una caña brava. Ya destapada toda por dentro como un tubo y le aseguraban el gueco que no juera a ventilar ni a vaporar nada porai y que la caña quedara jirme que no se juera a mover pa’ningun lado.

“Luego aquí sobre la paila de cobre en medio de la paila y la olla eso llamaban alambique, entonces ponían una tira de papel  y más encima un trapo con engrudo, untado de engrudo bien tapao y le arrojaban que también no juera a ventilar ni a vaporar nada y en la punta de la caña le ponían una mota dialgodón y ahí le echaban candela por debajo al olla pero con tino, que no juera a botarse a derramarse.

“Principiara a hervir lentamente y entonces como ya no se vaporaba esa olla por ningún lado entonces el sudor de la olla que hervía daba en el asiento de la paila y ese sudor de la paila era el que jormaba el aguardiente.

“Adentro iba una cuchara de madera y con cabito largo y ese cabo venía a dar entre la caña y entonces el aguardiente caía en la cuchara de madera y se venía por el cabito que tenía una canalita y llegaba a entre la caña y se cojía por la caña y salía a donde taba la mota de algodón y ahí seguía escurriendo y debajo había una botella y lo seguían recibiendo, pero ya cayendo un chorrito delgadito, y le sacaban a esa olla unas ocho o nueve botellas de aguardiente.

“Bueno y entonces ya echaba a salir como blanco y ese ya no servía y entonces ya volvían y destapaban la olla y sacaban ese guarapo de entre la olla lo echaban a otra vasija y volvían y echaban del que quedaba nuevo a la mesma olla y volvían y azotaban lo mismo y volvían y seguían hasta que acababan de destilar el guarapo. Bueno, y ahí ese quedaba con anís y con todo. Ese lo colaban otra vez y lo echaban al mismo barril y le echaban dulce otra vez y lo echaban al mismo barril y le echaban dulce otra  vez y a los quince días taba pa’sacar el otro y eso uno pa’tomar como salía caliente entonces cogía uno en una botella, una media botellada, tapaba bien la botella y la echaba entre el agua y eso en estico taba jirio y ahí helao ya tomaba uno, eso era rico. Ese aguardiente lo vendían en Bogotá y en La Calera, en los pueblos, en las tiendas donde vendían harto.

“Eso sí era barato, eso valía treinta centavos una botella. Claro que en ese tiempo treinta centavos eso servían más que casi como tres mil pesos hoy, porque una panela valía dos centavos, el anís valía cuarenta centavos la libra y con una libra sacada uno diez botellas de aguardiente”.

El informe lo complementó otro noble señor de pata al suelo, don Maximino Gavilán, de 78 años de edad, residente en la vereda San José.

 “La ruta era que salía uno puaquí puarriba de La Calera y salía a Usaquén, salía uno por aquella carretera y salía uno a dar a Usaquén. Eran por ahí unas cuatro horas de camino por entre barriales, porque todavía camino ni carretera, sino camino de herradura que llamaban.

“Se hacían las pilas de leña, y se hacia el horno y se montaba y se le metía candela y se le echaba tierra y a lo que se cocinaba todo se bajaba la tierra y cogía el carbón y ya ahí lo llevaba  uno un costalado y lo llevaba  y lo vendía  en Bogotá  puahí a cincuenta centavos la carga de carbón y eso era bien vendido. Eso hace por lo menos unos sesenta años y con eso iba uno y hacia mercado y venía otra vez a sacar su carbón. Cada ocho días seis cargas, eso son tres pesos y con eso se hacía harto mercado. Eso lo comprábamos en Bogotá en una parte que llamábamos Patiasado, que a nosotros los de La Calera nos llamaban patiasados.

“Eso íbamos allá al barrio Las Aguas, allá abajito de Monserrate y puallá íbamos a vender el carbón y ya teníamos nuestra clientela allá nosotros y después de vender todos nos veníamos a hacer mercado a Chapinero.

“Chapinero era ahí, como un pueblo, unas casitas en redondo y ahí uno los almacenes, amarraba las bestias ahí en el corral iba no, y hacía mercado y compraba uno el anís pa’sacar el aguardiente también, allá le tocaba decir uno que le vendieran “gransa” paque no le echaran los guardas y de una librita de gransa tenía uno pa’sacar unas doce botellas de aguardiente.

“En cambio, la chicha se hacia era puallí y la hacia mejor dicho una sola persona y esa se la vendió al pueblo y ya la repartían  porque eso tenía su multa el que llegara a contrabandear eso. Eso llegaba el resguardo y lo llevaba pa La Calera, pal pueblo y allá lo apresaban o le sacaban multa.

“El aguardiente lo hacíamos aquí mismo. Eso se rompen tres ollas y se envuelven en trapo, le echa uno mulliga de ganao en redondo y falque uno ahí y la olla de abajo si es guena, esa  es la que lleva toda el agua. En cima se le pone una olla con una cañuela y más encima le pone uno la otra y ahí va destilando el aguardiente poco a poco y lleva encima una paila y se le echa constantemente agua porque si llega a derramarse eso prende candela, entonces se pierde todo. Eso duraba quince días entre el barril jermentado. A los quince días se sacaba el primer viaje y salían unas 16 botellas y al segundo ese no duraba sino puahí unos nueve días y se sacaba eso y ya eso si ya no servia pa’más y tocaba regar eso y volver a echarle panela y agua y hacer otra vez.

“Nosotros sacábamos el aguardiente era pa’nosotros, porque eso sí llegaban y lo denunciaban a uno se lo llevaban pa’ la “guandoca”. Y  de donde saca el aguardiente el humo azul y si lo sacaban en el día eso allá le caía el resguardo, entonces nosotros lo sacábamos puahí de noche y sacábamos mazorcas y hacíamos piquete y sacamos el aguardiente puahí pal mes, y al mes golvíamos y sacamos otra vez. En ese tiempo, el que se tomaba una cerveza era mucho lujo, eso valdría un centavo, eso era barato”.

Contra esos testimonios se despertó el rugir de un progreso inmoral que sacudió al Bacatá de 1938. A sus 400 años le dio por liberalizar sus libertinajes furtivos. La urbe dormía, el sueño cachaco, arrinconada en la meseta de una cordillera. Los raizales la edificaron lejos de las tierras calientes donde subsistía un país desconocido para sus gobernantes. Dos presidentes de la república andina no conocieron sus mares, Marco Fidel Suárez y Miguel Antonio Caro.

Un día de septiembre de 1946, la barriada, de peones y criadas, se vistió de luto por la muerte del jefe de los cafuches. Las bandas acéfalas le dieron la revancha al Resguardo. No se habían recuperado del golpe emocional cuando cayó asesinado su ídolo, el negro Jorge Eliécer Gaitán.

La turbamulta enardecida incineró, el 9 de abril de 1948, a Bogotá en una borrachera de güisqui y sangre. Los habitantes de las lomas vieron la humareda de la morada que los humilló. Ya no la inundaba el alcohol salvaje sino los torrentes de saqueadores, que machete en mano, se abalanzaron contra la Historia.

La quemazón no acabó con las alquitaras usadas por los empresarios del guaro criollo, pero sí con los cafuches. Sin la jefatura de Fidel ni el empuje moral de Gaitán, la artesanal truhanería declinó entre la hoguera del Bogotazo, masacre implacable. Los sobrevivientes emigraron. Sin embargo, el legado de Papá Fidel pervive por algunas callejuelas de la Candelaria.

El derrotero del pecarí

En vísperas de la cuaresma de 2015, un periodista siguió tras las huellas del anisado proscripto. El cronista descendió de la Peña nueva por sobre los vestigios de la línea empedrada por fray Caicedo, que terminan en la carrera séptima Este con calle sexta, frontera entre lo rural y lo urbanizado a la brava por la invasión de los hambrientos. 

La andadura continuó por el lado izquierdo de la quebrada Manzanares, que aún corre por entre una exuberante vegetación nativa hasta convertirse en alcantarilla. Dos rocas inamovibles desvían el trayecto hacia la Capilla del Guavio donde una estatua de la Patrona de los rolos permanece en riguroso encierro. En esos terrenos tuvo el caudillo su campamento cuando le dio por mercadear el orujo de los calerunos. Nadie quiso recordar nada.

Por la carrera cuarta Este se giró al Norte, una cuadra, y se bajó por la  calle  6D Bis A para tomar la carrera tercera Este donde se enrumbó hacia el mercado de Rumichaca. El pequeño centro de abastecimientos tenía tres puestos de ventas de hortalizas y frutas en funcionamiento. El resto del establecimiento permanecía desocupado, barrido y ordenado junto a la estatua de Nuestra Señora del Carmen. La Virgen estaba arropada con un manto azul que le cubría el rostro.

Las marchantas no hablaron porque no querían a un intruso con cámara de fotografía que no les compraba la mazorca tierna. La malicia reservó para cada pregunta una mentira. Así que el recorrido continuó por la calle novena (Calle de la Peña) al Occidente donde los dipsómanos usan la Calle del Animal (carrera primera) para mear en su empedrado. Es el triunfo diurético de la cerveza, enemiga formal del chirrinchi. 

Al Norte, un poco más adelante, la Iglesia de Nuestra Señora de Egipto contemplaba el busto del general Hermógenes Maza, un prócer de sable heroico y jumas legendarias. Sus gestas tuvieron el patrocinio de aquel licor bravío.

Por la novena, se bajó unas cuadras para tomar la carrera segunda con destino al Chorro de Quevedo donde los cuenteros, de feria y academia, insisten en predicar que allí se fundó a Santa Fe Bogotá.

En su plazoleta está la Ermita de San Miguel del Príncipe, sitio donde confluye el tráfico peatonal de los estudiantes que pasan por el Callejón del Embudo. Este es un empedrado escoltado por bares donde se toma chicha en totuma y se habla del chirrinchi con el misterio del secreto a voces. Allí reside el nieto reconocido del tapetusa, el de las siete yerbas: albahaca, mejorana, manzanilla, cidrón, limonaria hierbabuena e hinojo.
Todavía lo venden por el camino de Monserrate, como antaño. El transgresor pasó a ser parte de las bebidas típicas colombianas.

Al salir del Embudo se abre el espacio a la plaza de la Concordia, otro esfuerzo de los amos de la originalidad por eliminar el rico pasado de la plazuela Chiquinquirá. Territorio de promeseros, coplas y sorbos de matute.

Al final, en la calle 12 D con carrera segunda, se tuerce una cuadra para tomar la carrera tercera y seguir hacia el Norte donde colocaron un letrero: “Old calle 16” (calle 12 F) que conduce al Parque de los Periodistas.

En el monumento a los redactores se observó a un vendedor de artesanías libando algo similar al buscado brebaje. El personaje decidió compartirlo con tres turistas despistadas que sorbían mate. Las mujeres armaron, ante la propuesta del mancebo, una rechifla acompañada de gestos obscenos. El alboroto llamó la atención de la Policía, que cuidaba la estación de Trasmilenio de las Aguas, lo que impidió aclarar la sospecha.

El tramo final se hizo por la calle 19 hacia Occidente. Atrás quedó la leyenda del Espeluco de las Aguas y el boquerón del río San Francisco, por donde los cafuches evadieron al Resguardo cada vez que les vino en gana.

En la esquina de la 19 con carrera Séptima se dobló al Norte hasta la calle 20 donde está el templo parroquial de Nuestra Señora de las Nieves. Al frente, en una banca del parque, una mujer harapienta dormitaba aferrada a una botella de vidrio repleta de una bebida amarillenta que parecía ser chirrinchi adulterado.

La pordiosera despertó y, Ave María Purísima, se bebió un trago de olvido… porque ya no oyó el jolgorio embriagado de un pueblo arisco que arrojó por el barranco de la amnesia a las carnestolendas de la Peña.





viernes, 13 de febrero de 2015

Oración compuesta por s. s. PÍO XII para el uso de los peregrinos de Lourdes



“Dóciles a la invitación de tu voz maternal ¡oh Virgen Inmaculada de Lourdes! acudimos a tus pies en la humilde gruta donde te dignaste aparecer para indicar a los descarriados el camino de la oración y de la penitencia y para dispensar a los débiles las gracias y prodigios de tu soberana bondad.

Acoge ¡oh piadosa Reina! las alabanzas y oraciones que pueblos y naciones, unidos en amargas angustias, elevan a ti llenos de confianza.

¡Oh cándida visión del paraíso! disipa de las mentes las tinieblas del error con la luz de la fe. ¡Oh místico rosal! eleva el alma afligida con el celestial perfume de la esperanza! ¡Oh fuente inagotable de agua saludable! reaviva los áridos corazones con la ola de la divina caridad.

“Haz que nosotros, tus hijos, por ti reconfortados en las penas, protegidos en los peligros, sostenidos en la lucha, amemos y sirvamos a tu dulce Jesús, de manera que merezcamos la alegría eterna cabe tu trono en los cielos. Amén”.


miércoles, 11 de febrero de 2015

De su Santidad Pío XII, con motivo del primer centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes.



A nuestros muy amados hijos:

El cardenal Aquiles Lienart, Obispo de Lille;
El cardenal Pierra Gerlier, Arzobispo de Lyon;
El cardenal Clément Roques, Arzobispo de Rennes;
El cardenal Maurice Feltin, Arzobispo de París;
El cardenal Georges Grente, Arzobispo-Obispo de Mans.

Y a todos nuestros venerables hermanos los Arzobispos y Obispos de Francia en paz y comunión con la Sede Apostólica,
PIUS PP. XII.

Amados hijos y venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

La peregrinación a Lourdes que Nos tuvimos la alegría de hacer cuando fuimos a presidir, en nombre de nuestro predecesor Pío XI, las fiestas eucarísticas y marianas de la clausura del Jubileo de la Redención dejó en nuestra alma profundos y dulces recuerdos. Por ello nos es también particularmente grato el saber que, por iniciativa del Obispo de Tarbes y Lourdes, la ciudad mariana se dispone a celebrar con esplendor el centenario de las apariciones de la Virgen Inmaculada en la Gruta de Massabielle, y que un comité internacional se ha creado con ese fin bajo la presidencia del eminentísimo cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio. Con vosotros, amados hijos y venerables hermanos, Nos queremos agradecer a Dios el insigne favor concedido a vuestra patria y las muchas gracias derramadas desde hace un siglo sobre la multitud de peregrinos. Nos queremos además invitar a todos nuestros hijos a renovar, en este año jubilar, su piedad confiada y generosa en quien, según la frase de san Pío X, se dignó establecer en Lourdes “la sede de su inmensa bondad” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S., VI, 1914, p. 376).



I-Francia y la devoción a María

Toda tierra cristiana es tierra mariana; y no existe pueblo rescatado por la sangre de Cristo que no se ufane de proclamar a María como su Madre y Patrona. Esta verdad adquiere, sin embargo, un relieve asombroso cuando se evoca la historia de Francia. El culto a la Madre de Dios allí se remonta a los orígenes de su evangelización; y entre los santuarios marianos más antiguos el de Chartres atrae aún a los peregrinos en gran número y a millares de jóvenes. La Edad Media que, con san Bernardo principalmente, cantó la gloria de María y celebró sus misterios, vio el admirable florecimiento de vuestras catedrales dedicadas a Nuestra Señora: Le Puy, Reims, Amiens, París y muchas otras. Esta gloria de la Inmaculada la anuncian desde lejos con sus esbeltas agujas, la hacen resplandecer en la luz pura de sus vidrieras y en la armoniosa belleza de sus estatuas; testimonian sobre todo la fe en un pueblo que se eleva sobre sí mismo en magnífico impulso para rendir en el cielo de Francia el homenaje permanente de su piedad mariana.

En las ciudades y en el campo, en la cima de las colinas o dominando el mar, los santuarios consagrados a María —humildes capillas o basílicas espléndidas— cubrieron poco a poco el país con su sombra tutelar. Príncipes y pastores, fieles innumerables, han acudido a ellas, hacia la Virgen Santa, a la que invocaron con los títulos más expresivos de su confianza o de su gratitud. Invócasela aquí como Nuestra Señora de la Misericordia, de Toda Ayuda o del Buen Socorro; allá, el peregrino se refugia junto a Nuestra Señora de la Guardia, de la Piedad o del Consuelo; en otras partes, su oración se eleva hacia Nuestra Señora de la Luz, de la Paz, del Gozo o de la Esperanza; o implora a Nuestra Señora de las Virtudes, de los Milagros o de las Victorias. ¡Admirable letanía de vocablos cuya enumeración, jamás agotada, narra de provincia en provincia los beneficios que la Madre de Dios prodigó a través de los tiempos sobre la tierra de Francia!

El siglo diecinueve, sin embargo, tras la tormenta revolucionaria, había de ser por muchos títulos el siglo de las predilecciones marianas. Para no citar más que un hecho, ¿quién no conoce hoy la medalla milagrosa? Revelada en el corazón mismo de la capital francesa, a una humilde hija de san Vicente de Paúl que Nos tuvimos la dicha de incluir en el catálogo de los santos, esta medalla, adornada con la efigie de “María concebida sin pecado”, ha prodigado en todas partes sus prodigios espirituales y materiales. Y algunos años más tarde, del 11 de febrero al 16 de julio de 1858, plugo a la Bienaventurada Virgen María, con un nuevo favor, manifestarse en tierra pirenaica a una niña piadosa y pura, hija de una familia cristiana, trabajadora en su pobreza. “Ella acude a Bernardita —dijimos Nos en otra ocasión—; la hace su confidente, su colaboradora, instrumento de su maternal ternura y de la misteriosa omnipotencia de su Hijo para restaurar el mundo en Cristo mediante una nueva e incomparable efusión de la Redención” (discurso del 28 de abril de 1935 en Lourdes; Eug. Pacelli, Discursos y Panegíricos, 2a ed., Vaticano, 1956, p. 435).

Los acontecimientos que por entonces se desarrollaron en Lourdes, y cuyas proporciones espirituales se miden hoy mejor, os son perfectamente conocidos. Sabéis, amados hijos y venerables hermanos, en qué condiciones asombrosas, a pesar de las burlas, las dudas y las oposiciones, la voz de esta niña, mensajera de la Inmaculada, se ha impuesto al mundo. Conocéis la firmeza y la pureza del testimonio, controlado con prudencia por la autoridad episcopal y por ella sancionado ya en 1862. Ya las multitudes habían acudido, y no han dejado de ir a la gruta de las apariciones, a la fuente milagrosa, en el santuario erigido a petición de María. Se trata del conmovedor cortejo de los humildes, de los enfermos y de los afligidos; de la imponente peregrinación de miles de fieles de una diócesis o de una nación; del discreto paso de un alma inquieta que busca la verdad... “Nunca —dijimos Nos— se vio en ningún lugar de la tierra semejante efusión de paz, de seguridad y de alegría” (ibídem, p. 437). Jamás, podríamos añadir, llegará a conocerse la suma de beneficios que el mundo debe a la Virgen socorredora. “O specus felix, decorate divae Matris aspectu! Veneranda rupes, unde vitales scatuere pleno gurgite lymphae!” (Oficio de la fiesta de las Apariciones, himno de las segundas vísperas).

Estos cien años de culto mariano, por otra parte, han tejido en cierto modo entre la Sede de Pedro y el santuario pirenaico estrechos lazos que Nos tenemos la satisfacción de reconocer. ¿No ha sido la misma Virgen María la que ha deseado estas aproximaciones? “Lo que en Roma, con su infalible magisterio, definía el Soberano Pontífice, la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres, quiso, al parecer, confirmarlo con sus propios labios cuando poco después se manifestó con una célebre aparición en la Gruta de Massabielle...” (Decreto De Tuto, para la canonización de santa Bernardita, 2 de julio de 1933,- A. A. S. XXV, 1933, p. 377). Ciertamente que la palabra infalible del Pontífice Romano, intérprete auténtico de la verdad revelada, no tenía necesidad de ninguna confirmación celestial para imponerse a la fe de los fieles. Pero ¡con qué emoción y con qué gratitud el pueblo cristiano y sus pastores recogieron de labios de Bernardita esta respuesta venida del cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción!”.

Por lo tanto, no sorprende que nuestros predecesores se hayan dignado multiplicar sus favores hacia este santuario. Desde 1869, Pío IX, de santa memoria, se felicitaba de que los obstáculos suscitados contra Lourdes por la malicia de los hombres hubiesen permitido “manifestar con más fuerza y evidencia la claridad del hecho” (carta del 4 de septiembre de 1869 a Henri Lasserre; Archivo Secreto Vaticano, Ep. lat. an. 1869, número CCCLXXXVIII, f. 695). Y contando con esa garantía, colma de beneficios espirituales a la iglesia recién construida, y hace coronar la imagen de Nuestra Señora de Lourdes. León XIII, en 1892, concede oficio propio y la misa de la festividad in apparitione Beatae Mariae Virginis Immaculatae, que su sucesor extenderá muy pronto a la Iglesia Universal; el antiguo llamamiento de la Escritura encontrará en ella una nueva aplicación: Surge, amica mea, speciosa mea, et veni: columba mea in foraminibus petrae, in caverna maceriae! (Cant. 2, 13-14. Gradual de la misa de la festividad de las Apariciones). Al final de su vida, el gran Pontífice quiso inaugurar y bendecir personalmente la reproducción de la Gruta de Massabielle construida en los jardines del Vaticano; y en la misma época su voz se elevó hacia la Virgen de Lourdes en una oración fervorosa y ejemplar: “Que gracias a su poderío, la Virgen Madre, que cooperó en otro tiempo con su amor en el nacimiento de los fieles dentro de la Iglesia, sea de nuevo ahora instrumento y guardiana de nuestra salvación...; que devuelva la tranquilidad de la paz a los espíritus angustiados; que apresure, en fin, en la vida privada lo mismo que en la vida pública, el retorno a Jesucristo” (breve del 8 de septiembre de 1901; Acta Leonis XIII, vol. XXI, p. 159-160).

El cincuentenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen ofreció a San Pío X la ocasión para testimoniar en un documento solemne el lazo histórico entre este acto del Magisterio y la aparición de Lourdes: “Apenas había definido Pío IX ser de fe católica que María estuvo desde su origen exenta de pecado, cuando la misma Virgen comenzó a obrar maravillas en Lourdes” (carta encíclica Ad Diem Illum, del 2 de febrero de 1904; Acta Pii X, vol. I, p. 149). Poco después crea el título episcopal de Lourdes, ligado al de Tarbes, y firma la introducción de la causa de beatificación de Bernardita. A este gran Papa de la Eucaristía estaba sobre todo reservado el subrayar y facilitar la admirable conjunción que existe en Lourdes entre el culto eucarístico y la oración mariana: “La piedad hacia la Madre de Dios —observa— hizo florecer una notable y fervorosa piedad hacia Cristo Nuestro Señor” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S. VI; 1914, p. 377). Por otra parte, ¿podía ser de otro modo? Todo en María nos lleva hacia su Hijo, único Salvador, en previsión de cuyos méritos fue inmaculada y llena de gracia; todo en María nos eleva a la alabanza de la adorable Trinidad, y bienaventurada fue Bernardita desgranando su rosario ante la gruta, que aprendió de los labios y de la mirada de la Santísima Virgen a tributar gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por lo tanto, Nos tenemos la satisfacción, en este centenario, de asociarnos a este homenaje tributado por san Pío X: “La única gloria del santuario de Lourdes consiste en el hecho de que los pueblos se sientan atraídos por María a la adoración de Jesucristo en el Augusto Sacramento, de tal modo que este santuario, a la vez centro del culto mariano y trono del misterio eucarístico, sobrepasa, al parecer, en gloria a todos los demás en el mundo católico” (breve del 25 de abril de 1911; Arch. Brev. Ap. Pius X, an. 1911, Div. Lib. IX, pars I, f. 337).

Este santuario, ya lleno de favores, quiso enriquecerlo Benedicto XV con nuevas y preciosas indulgencias; y si las trágicas circunstancias de su pontificado no le permitieron multiplicar los actos públicos de su devoción, quiso, sin embargo, honrar a la ciudad mariana concediendo a su Obispo el privilegio del palio en el lugar de las apariciones. Pío XI, quien había ido personalmente como peregrino a Lourdes, continuó su obra, y tuvo la dicha de elevar a los altares a la privilegiada de la Virgen que, al tomar los velos, fue sor María Bernarda, de la Congregación de la Caridad y de la Instrucción Cristiana. ¿No autenticaba a su vez, por decirlo así, la promesa de la Inmaculada a la joven Bernardita “de ser bienaventurada no en este mundo sino en el otro?” Y ya Nevers, que se honra conservando el relicario precioso, atrae en gran número a los peregrinos de Lourdes, deseosos de aprender junto a la santa a captar como conviene el mensaje de Nuestra Señora. Pronto el ilustre Pontífice, que seguía el ejemplo de sus predecesores honrando con una legación las fiestas aniversarias de las apariciones, decidió clausurar el Jubileo de la Redención en la Gruta de Massabielle, allí donde, según sus propias palabras, “la Virgen María Inmaculada apareció varias veces a la Bienaventurada Bernardita Soubirous, donde con bondad exhortó a todos los hombres a la penitencia, en el lugar mismo de la asombrosa aparición que Ella colmó de gracias y de prodigios” (breve del 11 de enero de 1933; Arch. Brev. Ap. Pius X, Ind. Per-net. f. 128). En verdad, terminaba diciendo Pío XI, este santuario “es considerado ahora con justo título como uno de los principales santuarios marianos del mundo” (ibídem).

A este unánime concierto de alabanzas ¿cómo no habríamos de unir Nos nuestra voz? Nos lo hicimos principalmente en nuestra Encíclica Fulgens Corona, al recordar, como lo hicieron nuestros predecesores, que “la Bienaventurada Virgen María quiso confirmar por Sí misma, al parecer, mediante un prodigio, la sentencia que el Vicario de su Divino Hijo en la tierra acababa de proclamar con aplauso de la Iglesia entera” (Carta Encíclica Fulgens Corona, del 8 de septiembre de 1953; A. A. S. XLV, p. 578).

Y Nos recordamos en aquella ocasión cómo los Romanos Pontífices, conscientes de la importancia de esta peregrinación, no habían dejado de “enriquecerla con favores espirituales y con los beneficios de su benevolencia” (ibídem). La historia de estos cien años, que Nos acabamos de evocar a grandes rasgos ¿no es en efecto una constante demostración de esta benevolencia pontifical, cuyo último acto fue la clausura en Lourdes del año centenario del dogma de la Inmaculada Concepción? Mas a vosotros, amados hijos y venerables hermanos. Nos deseamos recordar especialmente un reciente documento en virtud del cual Nos favorecíamos el movimiento de un apostolado misionero en vuestra querida patria. Nos quisimos evocar en él “los singulares méritos que Francia se ha conquistado a lo largo de los siglos en el progreso de la fe católica”; y, en ese orden de ideas, “Nos dirigimos nuestro espíritu y nuestro corazón hacia Lourdes, donde, cuatro años después de la definición del dogma, la Virgen Inmaculada en persona confirmó sobrenaturalmente, mediante apariciones, conversaciones y milagros, la declaración del Doctor Supremo” (Constitución Apostólica Omnium Ecclesiarum, del 15 de agosto de 1954; A. A. S. XLVI, 1954, p. 567).

Hoy, otra vez, Nos dirigimos hacia el célebre santuario, que se dispone a recibir a orillas del Gave a la muchedumbre de peregrinos del centenario. Si desde hace un siglo fervorosas súplicas, públicas y privadas, han obtenido allí, por intercesión de María, tantas gracias de curación y de conversión, Nos tenemos la firme confianza de que durante este año jubilar Nuestra Señora querrá responder aún con generosidad a las esperanzas de sus hijos; pero Nos tenemos sobre todo la convicción de que nos apremia para que recojamos las lecciones espirituales de las apariciones y para que nos encaminemos por la vía que tan claramente nos ha trazado.

II—El mensaje de María

Estas lecciones, eco fiel del mensaje evangélico, hacen resaltar de manera sorprendente el contraste que opone los juicios de Dios a la vana sabiduría de este mundo. En una sociedad que apenas si tiene conciencia de los males que la minan, que vela sus miserias y sus injusticias bajo apariencias prósperas, brillantes y despreocupadas, la Virgen Inmaculada, que nunca llegó a tocar el pecado, se manifiesta a una niña inocente. Con compasión maternal recorre con la mirada este mundo rescatado por la sangre de su Hijo, en el que desgraciadamente el pecado hace a diario tantos desastres; y, por tres veces, lanza su apremiante llamamiento: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”. E incluso pide gestos expresivos: “Id a besar la tierra en señal de penitencia por los pecadores”. Y al gesto hay que unir la súplica: “Rezaréis a Dios por los pecadores”. Y así como en los tiempos de Juan Bautista, como en los comienzos del ministerio de Jesús, la misma exhortación, fuerte y rigurosa, dicta a los hombres el camino del retorno a Dios: “¡Arrepentíos!”(Mt. 3, 2; 4, 17). ¿Y quién se atrevería a decir que esta incitación a la conversión del corazón ha perdido actualidad en nuestros días?

Mas ¿podría la Madre de Dios venir junto a sus hijos en otra forma distinta de mensajera de perdón y de esperanza? Ya el agua corre a sus pies: Omnes sitientes, venite ad aquas, et haurietis salutem a Domino (Oficio de la fiesta de las Apariciones, primer responso del III Noct.). A esta fuente, a la que Bernardita dócilmente fue, la primera, a beber y a lavarse, acudirán todas las miserias del alma y del cuerpo. “He ido, me he lavado y he visto” (Jn. 9, 11), podrá contestar, con el ciego del Evangelio, el peregrino agradecido. Pero lo mismo que en el caso de las muchedumbres que se apretaban junto a Jesús, la curación de las llagas físicas sigue siendo, al mismo tiempo que un gesto de misericordia, una señal del poder que el Hijo del Hombre tiene de perdonar los pecados (cír. Mc. 2, 10). Junto a la gruta bendita la Virgen nos invita en nombre de su Divino Hijo, a la conversión del corazón y a la esperanza del perdón. ¿La escucharemos?

En esta humilde respuesta del hombre que se reconoce pecador está la verdadera grandeza de este año jubilar. ¡Cuántos beneficios habría derecho a esperar para la Iglesia si cada uno de los peregrinos de Lourdes —e incluso todo cristiano unido de corazón a las celebraciones del centenario— llevara a cabo en sí mismo, en primer lugar, esta obra de santificación, “no de palabra y con la lengua, sino con actos y de verdad” (1 Jn. 3, 18). Todo le invita, por otra parte, pues en ningún lugar tal vez como en Lourdes se siente uno llevado al mismo tiempo a la oración, al olvido de sí mismo y a la caridad. Viendo la abnegación de los camilleros y la paz serena de los enfermos, observando a fieles de todos los orígenes, comprobando la espontaneidad de la ayuda recíproca y el fervor sin afectación de los peregrinos arrodillados ante la gruta, los mejores se sienten cautivados por la atracción de una vida más totalmente dedicada al servicio de Dios y de sus hermanos, los menos fervorosos tienen conciencia de su tibieza y vuelven a encontrar el camino de la oración, los pecadores más endurecidos y hasta los incrédulos se sienten a menudo tocados por la gracia o, por lo menos, si son leales, no se mantienen insensibles ante el testimonio de esta “muchedumbre de creyentes que no tienen más que un corazón y un alma” (Act. 4, 32).

Por sí sola, por lo tanto, esta experiencia de algunos breves días de peregrinación no basta, por lo general, para grabar con caracteres indelebles el llamamiento de María a una auténtica conversión espiritual. Por lo tanto, Nos exhortamos a los pastores de las diócesis y a todos los sacerdotes a rivalizar en celo con el fin de que las peregrinaciones del centenario se beneficien de una preparación, de una realización y, sobre todo, de consecuencias lo más propicias posible para una acción profunda y duradera de la gracia. El retorno a una práctica asidua de los sacramentos, el respeto a la moral cristiana en toda la vida, el alistamiento, en fin, en las filas de la Acción Católica y de las diversas obras recomendadas por la Iglesia, tan solo bajo estas condiciones el importante movimiento de multitudes previsto en Lourdes para el año 1958 dará, conforme a la misma esperanza de la Virgen Inmaculada, los frutos de salvación tan necesarios a la presente humanidad.

Pero, por primordial que sea, la conversión individual del peregrino no podría bastar. En este año jubilar Nos os exhortamos, amados hijos y venerables hermanos, a suscitar entre los fieles encomendados a vuestros cuidados un esfuerzo colectivo de renovación cristiana de la sociedad, en respuesta al llamamiento de María: “Que los espíritus ciegos... se sientan iluminados por la luz de la verdad y de la justicia —pedía ya Pío XI con ocasión de las fiestas marianas del Jubileo de la Redención—; que los que se pierden en el error sean conducidos de nuevo al camino recto; que una libertad justa sea concedida en todas partes a la Iglesia, y que una era de concordia y de verdadera prosperidad surja para todos los pueblos” (carta del 10 de enero de 1935; A. A. S. XXVII, p. 7).

Pues bien: el mundo, que en nuestros días ofrece tantos justos motivos de orgullo y de esperanza, conoce también una temible tentación de materialismo, denunciada a menudo por nuestros predecesores y por Nos mismo. Este materialismo no está solamente en la filosofía condenada que preside la política y la economía de una fracción de la humanidad; se manifiesta también en el amor al dinero, cuyos daños se amplifican en proporción con las empresas modernas, influyendo por desgracia en muchas determinaciones que pesan en la vida de los pueblos; se traduce en el culto del cuerpo, en la búsqueda excesiva del confort y en el alejamiento de toda austeridad de vida; lleva al desprecio de la vida humana, de la misma que se destruye antes de que haya visto la luz del día; se encuentra en la desenfrenada persecución del placer, que se presenta sin pudor e incluso intenta seducir, con lecturas y espectáculos, a almas aún puras; está en el desinterés por el hermano, en el egoísmo que le oprime, en la injusticia que le priva de sus derechos, en una palabra, en esta concepción de la vida que regula todo únicamente mirando a la prosperidad material y a las satisfacciones terrenales. “Alma mía —decía un rico—: dispones de abundantes bienes de reserva para mucho tiempo; descansa, come, bebe y festeja. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma” (Lc. 12, 19-20).

A una sociedad que en su vida pública a menudo discute los supremos derechos de Dios, que quisiera conquistar el universo al precio de su alma (cfr. Mc. 8, 36), y de este modo caminaría hacia su ruina, la Virgen ha lanzado maternalmente como un grito de alarma. Atentos a su llamamiento, los sacerdotes deben atreverse a predicar a todos, sin temor, las grandes verdades de la salvación. En efecto, no hay renovación duradera si no se basa en los principios inmutables de la fe; y corresponde a los sacerdotes formar la conciencia del pueblo cristiano. Del mismo modo que la Inmaculada, compadeciéndose de nuestras miserias, pero clarividente de nuestras verdaderas necesidades, viene a los hombres para recordarles los pasos esenciales y austeros de la conversión religiosa, los ministros de la palabra de Dios, con seguridad sobrenatural, deben trazar a las almas el camino recto que conduce a la vida (cfr. Mt. 7, 14). Lo harán sin olvidar el espíritu de paciencia y de dulzura que les inspira (cfr. Lc. 9, 55), pero sin velar nada de las necesidades evangélicas. En la escuela de María aprenderán a no vivir más que para dar a Cristo al mundo pero, si es preciso también a esperar con fe la hora de Jesús y a permanecer al pie de la cruz.

Junto a sus sacerdotes, los fieles deben colaborar en este esfuerzo de renovación. En cualquier lugar en que la Providencia lo ha colocado ¿quién no puede hacer aún más por la causa de Dios? Nuestro pensamiento se dirige en primer lugar hacia la multitud de almas consagradas que en la Iglesia se hallan dedicadas a innumerables obras de bien. Sus votos de religión los obligan más que los demás a luchar victoriosamente, bajo la égida de María, contra el apego al mundo de los apetitos desordenados de independencia, de riqueza y de placer; por lo tanto, siguiendo el llamamiento de la Inmaculada, habrán de oponerse al asalto del mal con las armas de la oración y de la penitencia y con las victorias de la caridad. Nuestro pensamiento va igualmente hacia las familias cristianas, para exhortarlas encarecidamente a que se mantengan fieles a su insustituible misión en la sociedad. Que se consagren, en este año jubilar, al Inmaculado Corazón de María. Este acto de piedad será para los esposos una ayuda espiritual preciosa en la práctica de los deberes de castidad y de fidelidad conyugales; conservará en su pureza la atmósfera del hogar en el que crecen los hijos; más aún, hará de la familia, vivificada por su devoción mariana, una célula viva de la regeneración social y de la penetración apostólica. Y, ciertamente, más allá del círculo familiar, las relaciones profesionales y cívicas ofrecen a los cristianos deseosos de trabajar en la renovación de la sociedad un campo de acción considerable. Reunidos a los pies de la Virgen, dóciles a sus exhortaciones, echarán en primer lugar sobre sí mismos una mirada exigente, y se entregarán a extirpar de su conciencia los juicios falsos y las reacciones egoístas, rechazando la mentira de un amor a Dios que no se traduzca en efectivo amor a sus hermanos (cfr. Jn. 4, 20). Procurarán, cristianos de todas las clases y de todas las naciones, encontrarse en la verdad y en la caridad, desterrando las incomprensiones y las sospechas. Indudablemente, es enorme el peso de las estructuras sociales y de las presiones económicas que gravita sobre la buena voluntad de los hombres, paralizándolos a menudo. Pero, si es verdad, como nuestros predecesores y Nos mismo hemos puesto de relieve con insistencia, que la cuestión de la paz social y política es ante todo, en el hombre, una cuestión moral, ninguna reforma es fecunda, ningún acuerdo es duradero sin un cambio y una purificación de los corazones. La Virgen de Lourdes lo recuerda a todos en este año jubilar.

Y si, en su solicitud, María se inclina con cierta predilección hacia algunos de sus hijos ¿no es, amados hijos y venerables hermanos, hacia los pequeños, los pobres y los enfermos, a los que Jesús tanto amó? “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré”, parece decir con su Divino Hijo (Mt. 11, 28). Acudid a Ella vosotros a quienes abruma la miseria material sin defensa frente a los rigores de la vida y la indiferencia de los hombres; acudid a Ella vosotros a quienes azotan duelos y pruebas morales; acudid a Ella, queridos enfermos y achacosos, que sois verdaderamente recibidos y honrados en Lourdes como miembros vivos de Nuestro Señor; acudid a Ella y recibid la paz del corazón, la fuerza del deber cotidiano, la alegría del sacrificio ofrecido. La Virgen Inmaculada, que conoce los vericuetos secretos de la gracia en las almas y el silencioso trabajo de esta levadura sobrenatural del mundo, sabe qué precio tienen, a los ojos de Dios, vuestros sufrimientos unidos a los del Salvador. Ellos pueden contribuir. Nos no lo dudamos, a esa renovación cristiana de la sociedad que Nos imploramos de Dios por la poderosa intercesión de su Madre. Que ante la oración de los enfermos, de los humildes, de todos los peregrinos de Lourdes, María vuelva igualmente su mirada maternal hacia los que aún se encuentran fuera del único redil de la Iglesia, para juntarlos en la unidad. Que Ella dirija su mirada hacia los que buscan y tienen sed de verdad, para conducirlos a la fuente de las aguas vivas. Que recorra, en fin, con su mirada estos inmensos continentes y estas vastas zonas humanas en las que Cristo es por desgracia tan poco conocido, tan poco amado; y que consiga para la Iglesia la libertad y la alegría de responder en todos los lugares, siempre joven, santa y apostólica, a la esperanza de los hombres.

“¿Queréis tener la bondad de venir?”, decía la santísima Virgen a Bernardita. Esta discreta invitación, que no obliga, que se dirige al corazón y solicita con delicadeza una respuesta libre y generosa, la Madre de Dios la propone de nuevo a sus hijos de Francia y de todo el mundo. Sin imponerse les incita a reformarse a sí mismos y a trabajar con todas sus fuerzas por la salvación del mundo. Los cristianos no se mantendrán sordos ante este llamamiento: irán a María. Y a cada uno de ellos, por medio de esta carta, Nos quisiéramos decir con san Bernardo: In periculis, in angustiis, in rebus dubiis Mariam cogita, Mariam invoca... Ipsam sequens, non devias; ipsam rogans, non desperas; ipsam cogitans, non erras; ipsa tenente, non corruis, ipsa protegente, non metuis; ipsa duce, non fatigaris; ipsa propitia, pervenis...” (Hom. II super Missum est; R. L. CLXXXIII, 70-71).

Nos tenemos la esperanza, amados hijos y venerables hermanos, de que María acogerá vuestra oración y la nuestra. Nos así lo pedimos en esta fiesta de la Visitación, muy apropiada para celebrar a la que, hace un siglo, se dignó visitar la tierra de Francia. Y al invitaros a cantar a Dios, con la Virgen Inmaculada, el Magníficat de vuestra gratitud. Nos invocamos sobre vosotros y sobre vuestros fieles, sobre el santuario de Lourdes y sus peregrinos, sobre todos los que tienen la responsabilidad de las fiestas del centenario, la más amplia efusión de gracias, en prenda de las cuales Nos os concedemos de todo corazón, en nuestra constante y paternal benevolencia, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen, el 2 de julio del año 1957, decimonono de nuestro pontificado.

PIUS PP. XII



Oración mariana del Papa para los enfermos

“Madre de amor y clemencia, con el corazón traspasado por la espada del dolor, apiádate de nosotros, pobres enfermos, reunidos contigo en el Calvario de Jesús.

Los elegidos con la sublime gracia del dolor deseamos completar en nosotros la Pasión de Cristo, cuyo Cuerpo Místico es la Iglesia, y consagrarte nuestras personas y sufrimientos, para que como humildes víctimas propiciatorias, los ofrezcas en el altar de la Cruz de tu Divino Hijo, en bien de nuestras almas y de las de nuestros hermanos.

Acepta ¡oh Madre Dolorosa! nuestra dedicación, y confirma en nuestros corazones la gran esperanza de que, por compartir los sufrimientos de Cristo, seamos merecedores de compartir la gracia divina aquí y en la eternidad. Amén”.

 Tomado de la revista Regina Mundi nro4

lunes, 9 de febrero de 2015

Periodista, primero fue el Verbo

1962. En enero. La revista El Santísimo Rosario tituló: “El papa, el rosario y los periodistas”. “…El quinto misterio gozoso en que se contempla la visita de Jesús al templo, el Papa (Juan XXIII) lo reserva especialmente a los periodistas.

Dice san Lucas que María y José, después de buscar al Niño Jesús durante tres días, lo encuentran en medio de los doctores de la Antigua Ley  ‘¿No es la estampa de la profesión periodística, que consiste en escuchar y preguntar a los acontecimientos humanos, y no puede óptimamente ascender a actitud sublime, a llegar a ser un efectivo apostolado, puesto que tal profesión se entiende como un concurso a la propagación de la verdad? Tenemos ejemplos que indican cómo este apostolado puede llegar hasta el sacrificio y hasta la inmolación de la vida.

Hacer honor a la verdad – termina el Papa- significa preparar siempre para sí y para los demás días de bendición y de paz…”


Nota: Aparte del discurso pronunciado por su Santidad el Papa en la audiencia concedida a los corresponsales de prensa extranjera en Roma el 25 de octubre de 1961.

jueves, 5 de febrero de 2015

Comentario sobre el Cántico de los Cánticos, III, 11,10s



«María se puso, rápidamente, en camino hacia un pueblo de la montaña de Judea»

Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo 


«¡Oíd, que llega mi amado, saltando sobre los montes, » (Ct 2,8). En principio, Cristo no se dio a conocer a la Iglesia si no por su voz. Comenzó dejando oír su voz por mediación de los profetas; sin dejarse ver, se hizo comprender. Su voz estaba en los mensajes que le anunciaban, y a lo largo de todo este tiempo, la Iglesia-Esposa reunida desde los orígenes del mundo, tan sólo la comprendía. Pero llegó un día en que ella le vio con sus propios ojos y dijo: « ¡Que llega mi amado, saltando sobre los montes!»... 


Y cada alma, si el amor del Verbo de Dios la abraza...,se siente feliz y consolada cuando percibe la presencia del Esposo, cuando se encuentra delante de las difíciles palabras de la Ley y de los profetas. A medida que se aproxima a su pensamiento para iluminar su fe, le ve brincar por los montes y colinas..., y puede muy bien decir: «¡Oíd, que llega mi amado!»... Ciertamente, el Esposo ha prometido a su Esposa, es decir, a sus discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Pero eso no le impide decir también que se va a tomar posesión de su Reino (Lc 19,12); entonces, de nuevo, a medianoche, se oye el grito: «Mirad, que llega el Esposo» (Mt 25,6). Una veces, pues, el Esposo se hace presente y enseña, otras se hace el ausente y se le desea... Así es que, cuando el alma busca comprender y no lo alcanza, para ella el Verbo de Dios está ausente. Pero cuando encuentra al que busca, le experimenta presente sin duda ninguna y la ilumina con su luz.... Si queremos, pues, ver al Verbo de Dios, al Esposo del alma, «brincando por los collados», escuchemos primeramente su voz, y le podremos ver.