jueves, 28 de enero de 2016

Gotas del Ave María


Por Jorge Robledo Ortiz

Dios te salve, María.

Por que hay en la fontana
de tu nombre de nardo, aguas de eternidad;
porque el cielo te sigue besando tus sandalias,
y el barro que tú pisas resucita en rosal.

Llena eres de gracia.

Porque desde el principio
y siendo virgen, eres toda maternidad;
porque tu cuerpo ciñe la túnica del alba
y cabe en tus pupilas el reino celestial.

El Señor es contigo.

Contigo la esperanza
de que tenga vendajes de amor la humanidad;
tus dos manos de lirio levantan en fragancia
la espina que traspasa el grito universal.

Bendita Tú eres.

Siempre. Bendita por lo casta
y por tus años crecidos en bondad.
bendita porque tienes para orientar las lágrimas
Un Hijo que perdona y una estrella polar.

Entre todas las mujeres.

Fuiste Tú la más grata
al artista Supremo que hizo la claridad.
Señora de los Cielos, del mundo y de las almas,
tiene tu escudo un niño, una Cruz y un pañal.


Y bendito es el Fruto de tu vientre,

De esa ánfora
que se inundó con sangre de la Divinidad.
Jesús
jugó en tu angustia los sueños de su infancia
y al aborde de tus ojos lloró su soledad.

Santa María, Madre de Dios,

Mística lámpara,
vaso de Complacencia, Faro en la Oscuridad:
permite que en los campos vuelva a cantar el agua
y que la espiga rece su rosario de paz.

Ruega por nosotros los pecadores.

Calma
esta sed de justicia. Detén la iniquidad.
vuelve a encender la lumbre de la humilde cabaña
y haz que a cada fatiga corresponda su pan.

Ahora y en la hora de nuestra muerte,

Guarda
la oración de las madres y la fe del hogar.
llévanos de la mano y enséñanos la entrada
al Reino donde se hablan palabras de cristal.

Amén.

Virgen de Nardo, Doncella Iluminada,
Pastora de Dolores, Rocío de Rosal:
cúbrenos con tu manto y bendice esta patria
que cruza a la deriva rumbos de tempestad.

Tomado de la Revista Regina Mundi núm 8.





jueves, 21 de enero de 2016

Del discurso del Papa Pablo VI al final de la sesión del Concilio Vaticano II en el que se proclamó a María, Madre de la Iglesia.




1. Nuestro pensamiento, venerables hermanos, no puede menos de elevarse, con sentimientos de sincera y filial gratitud, a la Virgen Santa, a Aquella que queremos considerar protectora de este Concilio, testigo de nuestros trabajos, nuestra amabilísima consejera, pues a Ella, como celestial Patrona, juntamente con San José, fueron confiados por el Papa Juan XXIII, desde el comienzo, los trabajos de nuestras sesiones ecuménicas1.

2. Animados por estos mismos sentimientos, el año pasado quisimos ofrecer a María Santísima un solemne acto de culto en común, reuniéndonos en la basílica Liberiana, en torno a la imagen venerada con el glorioso título de Salus Populi Romani.

3. Este año, el homenaje de nuestro Concilio se presenta más precioso y significativo. Con la promulgación de la actual Constitución*, que tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen, justamente podemos afirmar que la presente sesión se clausura como un incomparable himno de alabanza en honor de María.

4. Es, en efecto, la primera vez -y decirlo Nos llena el corazón de profunda emoción- que un Concilio Ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

5. Esto corresponde a la meta que este Concilio se ha prefijado: manifestar la faz de la Santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida, y de la cual, como egregiamente se ha afirmado, es «la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y más selecta»2.

6. La realidad de la Iglesia ciertamente no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenamientos jurídicos. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, se debe buscar en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de Aquélla que es la Madre del Verbo Encarnado, y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a Él para nuestra salvación. Y ciertamente que debe encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su Santa Madre. Y el conocimiento de la doctrina verdaderamente católica sobre María será siempre la clave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.

7. La reflexión sobre estas íntimas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual Constitución conciliar, Nos permite creer que éste es el momento más solemne y más apropiado para dar satisfacción a un voto que, señalado por Nos al término de la sesión anterior, han hecho suyo muchísimos Padres Conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita, durante este Concilio, de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar en esta misma sesión pública un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este Concilio ha reconocido a la Virgen en la Santa Iglesia.

8. Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.

9. Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. Ciertamente que ese título pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.

10. La divina maternidad es, en efecto, el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquél que, desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal, unió a Sí mismo, como a Cabeza, su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de todos los fieles y de todos los pastores, es decir, de toda la Iglesia.

11. Con ánimo, por lo tanto, lleno de confianza y amor filial elevamos a Ella la mirada, no obstante nuestra indignidad y flaqueza. Ella, que nos dio con Cristo la fuente de la gracia, no dejará de socorrer a la Iglesia ahora, cuando, floreciendo en la abundancia de los dones del Espíritu Santo, se consagra con nuevo y más empeñado entusiasmo a su misión salvadora.

12. Nuestra confianza se aviva y confirma, aún más, al considerar los vínculos estrechos que ligan al género humano con nuestra Madre celestial. Aun en medio de la riqueza en maravillosas prerrogativas con que Dios la ha honrado, para hacerla digna Madre del Verbo Encarnado, está muy próxima a nosotros. Hija de Adán, como nosotros, y, por lo tanto, Hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embargo, una criatura preservada del pecado original en previsión de los méritos de Cristo, y que a los privilegios obtenidos une la virtud personal de una fe total y ejemplar, mereciendo el elogio evangélico: «Bienaventurada, porque has creído». En su vida terrenal realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en Ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo.

13. Por lo tanto, esperamos que con la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia, sellada por la proclamación de María Madre de la Iglesia, es decir, de todos los fieles y pastores, el pueblo cristiano se dirigirá con mayor confianza y con fervor mayor a la Virgen Santísima y le tributará el culto y honor que le corresponden.

14. En cuanto a nosotros, ya que entramos en el aula conciliar, a invitación del Papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, a una con María, Madre de Jesús, salgamos, ahora, al final de la tercera sesión, de este mismo templo, con el nombre santísimo y gratísimo de María, Madre de la Iglesia.

15. En señal de gratitud por la amorosa asistencia que nos ha prodigado durante este último periodo conciliar, que cada uno de vosotros, venerables hermanos, se comprometa a mantener alto en el pueblo cristiano el nombre y el honor de María, señalando en Ella el modelo de la fe y plena correspondencia a toda invitación de Dios, el modelo de la plena asimilación de la doctrina de Cristo y de su caridad, para que todos los fieles, unidos en el nombre de la Madre común, se sientan cada vez más firmes en la fe y en la adhesión a Cristo, y a la vez fervorosos en la caridad para con los hermanos, promoviendo el amor a los pobres, la adhesión a la justicia, la defensa de la paz. Como ya exhortaba el gran San Ambrosio: Viva en cada uno el espíritu de María para ensalzar al Señor: reine en cada uno el alma de María para gloriarse en Dios3.

16. Especialmente queremos que aparezca con toda claridad que María, humilde sierva del Señor, se relaciona completamente con Dios y con Cristo, único Mediador y Redentor nuestro. E igualmente que se expliquen la naturaleza verdadera y la finalidad del culto mariano en la Iglesia, especialmente donde hay muchos hermanos separados, de forma que cuantos no forman parte de la comunidad católica comprendan que la devoción a María, lejos de ser un fin en sí misma, es un medio esencialmente ordenado para orientar las almas hacia Cristo, y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo.

17. Al paso que elevamos nuestro espíritu en ardiente oración a la Virgen, para que bendiga el Concilio Ecuménico y a toda la Iglesia, acelerando la hora de la unión entre todos los cristianos, nuestra mirada se abre a los ilimitados horizontes del mundo entero, objeto de las más vivas atenciones del Concilio Ecuménico, y que nuestro predecesor, Pío XII, de viva memoria, no sin una inspiración del Altísimo, consagró solemnemente al Corazón Inmaculado de María. Creemos oportuno, particularmente hoy, recordar este acto de consagración. Con este fin hemos decidido enviar próximamente, por medio de una misión especial, la Rosa de Oro al santuario de la Virgen de Fátima, muy querido no sólo por la noble nación portuguesa -siempre, pero especialmente hoy, apreciada por Nos-, sino también conocido y venerado por los fieles de todo el mundo católico. Así es como también Nos pretendemos confiar a los cuidados de la Madre celestial toda la familia humana, con sus problemas y sus afanes, con sus legítimas aspiraciones y ardientes esperanzas.

18. Virgen María Madre de la Iglesia, te recomendamos toda la Iglesia, nuestro Concilio Ecuménico.

19. Tú, «Socorro de los obispos», protege y asiste a los obispo, en su misión apostólica, y a todos aquellos, sacerdotes, religiosos y seglares, que con ellos colaboran en su arduo trabajo.

20. Tú, que por tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora, fuiste presentada como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano que se confía a Ti.

21. Acuérdate de todos tus hijos; presenta sus preces ante Dios; conserva sólida su fe; fortifica su esperanza; aumenta su caridad.

22. Acuérdate de los que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros, especialmente de los que sufren persecución y se encuentran en la cárcel por la fe. Para ellos, Virgen Santísima, solicita la fortaleza y acelera el ansiado día de su justa libertad.

23. Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados, y dígnate unirlos, Tú, que has engendrado a Cristo, puente de unión entre Dios y los hombres.

24. Templo de la luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo Unigénito, Mediador de nuestra reconciliación con el Padre4, para que perdone todas nuestras faltas y aleje de nosotros toda discordia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.

25. Finalmente, a tu Corazón Inmaculado encomendamos todo el género humano; condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo Jesús; aleja de él los males del pecado, concede a todo el mundo la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor.

26. Y haz que toda la Iglesia, al celebrar esta gran asamblea ecuménica, pueda elevar al Dios de las misericordias el majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, el himno de gozo y alegría, puesto que grandes cosas ha obrado el Señor por medio de Ti, oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.

.......................

1 Cf. A.A.S. 53 (1961) 37 ss., 211 ss., 54 (1962), 727.

* Se refiere a la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium), cuyo capítulo VIII, está dedicado a la Virgen (N. del E.).

2. Rupett. In Apoc 1, 7, 12; PL 169, 1043.

3 S. Ambr. Exp. in Luc 2, 26; PL 15, 1642.


4 Rom 5, 11.

jueves, 14 de enero de 2016

“Ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso”.



Adán de Perseigne (¿-1221), abad cisterciense 
Carta a Andrés, canónigo de Tours, 13-15; SC 66, 62.

“Mi alma engrandece al Señor.” ¿Cómo lo engrandeces tú? ¿Añadirías grandeza al que es infinitamente grande? “El Señor es grande” dice el salmista, y “digno de toda alabanza” (cf Sal 144,3) El Señor es grande, tan grande que su grandeza no soporta ni comparación ni medida. ¿Cómo lo engrandeces tú si no le puedes hacer más grande? 

Lo engrandeces porque lo alabas. Lo engrandeces porque, en medio de las tinieblas de este mundo, tú eres más luminosa que el sol, más bella que la luna, más fragante que el perfume de la rosa, más blanca que la nieve, tú das a conocer el esplendor de Dios. Tú lo engrandeces no añadiendo grandeza a su grandeza sin medida, sino aportando, en medio de las tinieblas del mundo, la luz de la verdadera divinidad... Tú lo engrandeces al ser elevada a una dignidad tan alta como para recibir la gracia en plenitud (Lc 1,28) acogiendo al Espíritu Santo y, siendo Madre de Dios permaneciendo Virgen inviolada, das a luz al Salvador del mundo perdido. 


¿De dónde viene esto? Porque el Señor está contigo. (Lc 1,28) el Señor que ha hecho de sus dones tus méritos. He aquí porque se dice que engrandeces al Señor, porque tú misma eres engrandecida en él y por él. Tu alma engrandece al Señor ya que tú misma eres engrandecida por él... porque eres el receptáculo del Verbo, la bodega del vino nuevo que embriaga la sobriedad de los creyentes. Tú eres la Madre de Dios.



jueves, 7 de enero de 2016

La procesión, oficio de peregrinos



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Los paraguas se convirtieron en sombrillas para guarecer del sol a la romeros que participaron en la procesión de los 429 años de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

El desfile congregó a miles de adeptos que saludaron a dos obispos, Luis Felipe Sánchez Aponte y Leonardo Gómez Serna. Los prelados, acompañados del prior Jaime Monsalve Trujillo y presididos por varios frailes dominicos, salieron a la Plaza de la Libertad para ordenar el tren de marcha. Los cargueros colocaron sobre sus recios hombros las andas de la Virgen y los soldados del batallón de Policía Militar formaron la escolta de honor. El reloj marcaba las 9:32 de la mañana del 26 de diciembre de 2015.

La gente se movió al compás del rezo del santo rosario, que meditaba los misterios gozosos. La comitiva tomó al suroeste por la carrera décima donde una lluvia de pétalos de rosas cayó con singular abundancia sobre la réplica del lienzo original, el vestido de María Santísima para esa ocasión.

Los cohetes vociferaban su estruendo. Las tiras de papel triangular, blancas y azules, colgaban de un extremo a otro de las estrechas calles donde se moldeaba la formación bajo la rigidez del trazado urbano. Los fieles, ubicados en los balcones de sus viviendas, arrojaban cientos de corolas granates, amarillas y rosadas que eran trituradas por los zapatos al pasar sobre una especie de tapete florecido.

Las desojadas plantas dejaron un rastro de amor por la Patrona. La cantidad de hojitas lanzadas obligó a que tres señoras de la empresa de aseo estuvieran recogiendo los restos vegetales. Sus impecables uniformes verde claro sufrieron la dimensión del esfuerzo. De la terraza de Drogas la Economía caían miles de papelitos y bombas infladas a pulmón. Además, los empleados  lanzaban los voladores que volvía a la calle, entre cañas destrozadas, después de estallar con tres vigorosos truenos. Las palas y las escobas no tuvieron tregua.

El espectáculo organizaba el caos uniforme del festejo.

Los seguidores, a unas cuadras de distancia, solo podían contemplar entre el gentío la parte posterior del retrato. Allí estaba pintada la escena de la renovación en los aposentos de Chiquinquirá. Los trazos, magistralmente logrados, mostraban a una sorprendida María Ramos, al niño Miguel, la india Isabel y quizás, no se sabe, a Catalina García de Irlos. Las mujeres sorprendidas observaban regocijadas el fenómeno de aquel diciembre de 1586. Ese mismo portento seguía convocando a los bautizados a una transformación de su ser por los méritos de la infancia del Redentor.

El prodigio inagotable del nacimiento del Salvador permanecía vigente en los brazos de la Santísima Virgen María. Así lo predicaba el salterio en su tercer misterio de gozo. La plegaria emergía de dos enormes parlantes negros que trasportaba un Chevrolet Spark, cupé blanco. El vehículo cerraba el cortejo en un lento desplazamiento.

La multitud soportaba, con piadoso estoicismo, los decibles de la trasmisión del rezo que les golpeaba los tímpanos. A ese inconveniente se sumaban el bochorno, la sed y el estrujón de los vendedores callejeros que ofrecían sus botellas de agua cristal, paletas de mora, los sombreros aguadeños y los banderines estampados con la leyenda: “Virgencita de Chiquinquirá, Patrona de Colombia”.

El empuje de la devoción mantenía a la manifestación en un movimiento particular: sin prisa y con pausas. Los participantes  reposaron mientras disfrutaban de una serenata en la Central de Abastos. Los cargadores movían el armazón al ritmo de los acordes del tema musical. La pesada estructura seguía firme ante el vaivén de sus portadores. Tarea hercúlea por la dinámica de la inercia mecánica.

La muchedumbre aplaudía con la convicción del buen gusto. La música y la pólvora competían por colocar sus sonidos entre el sentir de la aglomeración que parecía enredada entre los pabellones de la Villa de los Milagros. Los pasacalles  de  tiras amarillas, azules y rojas, los adornos inflables, los sencillos altares en los andenes y el inagotable aguacero de capullos mantenían la verbena en un punto elevado de acción de gracias.

La pausa terminó. Una voz ordenó la continuación de la jornada. Los barrios pasaron y la gala se repetía dentro de la abundante variedad de colorines en una algarabía respetuosa. El campesinado oponía su duelo de sudor contra la radiación solar.

Los antiguos, los que viajaron a pie desde los corregimientos  olvidados, ofrecían su mirada agradecida ante la colección de bendiciones recibidas en la travesía de sus vidas. Los ojos húmedos brillaban bajo las lágrimas de júbilo, pues Jesús en los brazos de Nuestra Señora los adhería a su corazón.

A su lado, la patria humilde se aferraba a su camándula en un ejercicio comunal de evangelización. Eran los pasos de la fe sostenidos por el amor al Cristo recién nacido. Era el regreso a la tradición colonial que aún vivía feliz entre los nietos de los muiscas y sus encomenderos. Era el himno de un pueblo que caminaba detrás de sus pastores por la historia del Evangelio en versión chiquinquireña.

El llamado de la iluminación convocó a las gentes buenas desde las ignotas selvas amazónicas hasta la península de la Guajira wayúu. La invitación llegó al Guaviare encantado, al intrépido Vichada, a los briosos Llanos orientales, al poético Valle del Cauca, a la mulata costa Atlántica, a los desafiantes desfiladeros del Guáitara y a la circunferencia de las 100 leguas, que rodea a la urbe. Este es un territorio mariano por vocación donde el fervor del promesero se arraigó entre la humildad boyacense, el coraje santandereano, la laboriosidad antioqueña y la nobleza cundinamarquesa. Sobre esos cuatros pilares se edificó la fortaleza moral de la romería porque la esencia del tiple y la guabina llevaron por los caminos reales la jaculatoria de María Ramos: pues eres de los pecadores el consuelo y la alegría, oh, Madre clemente y pía, escuchad nuestros clamores”.

Sí, los embajadores de la Colombia heroica habían llegado puntuales a la cita con la Señorita morena, el regalo de Navidad de un Dios enamorado del jardín mariano.

Al pasar por el frente del Monasterio de Santa Clara, una mano ajada por el servicio, lanzaba desde una ventanilla manotadas de hojillas escarlatas que el viento raptó. La extremidad nerviosa insistía en rendir su anónimo homenaje a la Reina, pero Ella victoriosa en su humildad pasó hacia el sitio donde tomó la nacionalidad colombiana, la Capilla de la Renovación, el vecindario del asombro y la cuna de los poetas.

Hasta este punto místico, la base de la caravana se mantuvo compacta. Los turistas movidos por el afán partieron para asistir a una eucaristía que no comenzaría sin la Madre Inmaculada. El manojo de las familias se desprendió. Se fueron para instalarse en los locales de la plaza principal. Querían poseer la sombra de sus aleros tutelares. La cuadra castellana del sector permitió la ocupación de los espacios y la fuga de la comodidad. El tema de una canción, que llegó del recuerdo, resumió la realidad del aquel momento…

“No podemos caminar                                                 
con hambre bajo el sol                                                 
Danos siempre el mismo pan,                                      
tu cuerpo y sangre, Señor…”                                            
 
La desbandada colaboró para que estas líneas corrieran con algo de quietud. Ya no estaban las corroscas interpuestas entre la lente de la cámara y el objetivo. Las letras, consignadas en la libreta de apuntes, parecían legibles y podrían ser vertidas en el procesador de palabras del computador.

El ejercicio de la reportería, gráfica y escrita, se ejecutó en contravía de las circunstancias. El manejo de la camándula, el lapicero, el papel y la cámara dejó un vestigio de yerros. La función de salir de la corriente para realizar un par de tomas y regresar contra la marea causó malestar entre los penitentes que miraban molestos al foráneo. Los empujones y el ajetreo no permitieron laborar con las técnicas adecuadas. Solo algunas fotografías captaron que la vivencia, la evocación del alma, seguía vigente.

El planeado trayecto se detuvo frente al templo parroquial. Las campanas tañeron vigorosas y sus sonidos recordaron el primer tropel que llegó a la choza de los aposentos. Aquel alboroto, organizado por la sorpresa, estuvo conformado por la servidumbre y los indios de la encomienda.

Los recién catequizados vivieron el testimonio del Evangelio: “…Mas el ángel les dijo: No temáis, porque he aquí, os traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; “porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre…” (Lucas 2. 10, 12).

Y como antaño, la algarabía del bronce, que anunció la nueva buena, atrajo a muchos. Los parroquianos llegaron para contemplar que la Madre del Altísimo estaba frente a la morada de su Hijo unigénito.

La fiesta,  al finalizar el homenaje central del recorrido, viró hacia un instante aguardado. La orden que estremece a la formación: “Peregrinos, carguen” no tuvo el elegante arrebato de ocasiones anteriores. La maniobra del relevo se ejecutó con extremo cuidado. Los hombres eran novatos y requerían ayuda extraordinaria para asumir el peso del madero. La viga fue demasiado lacerante para un voluntario que la soportó con el antebrazo derecho y la mano izquierda, en un gesto de acrobático sacrificio.

La carga resultó ligera porque el trecho fue corto. El tramo final estaba a la vista. La calle 18, donde solo se encontró un ornamento que recibiera a la Virgen, encajonó el regreso.  Afortunadamente, al Occidente aguardaba una explanada atestada por miles de personas que buscaban afanadas el alquiler de una butaca. En las tiendas y cafés había tres filas de arrumados en cada lugar disponible porque la sombra desaparecía de prisa. Para cuando La Chinca ocupó su puesto junto al atrio de la basílica, el astro rey llegaba con puntualidad canicular al medio día. La mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona sobre su cabeza recibió el aplauso de sus hijos.

La santa misa comenzó cuando 60 mil almas se persignaron en un sincronizado acto de humildad. La incandescencia de la palabra llegaba a un vecindario amontonado entre los ropajes que funcionaban como hornos.

El bluyín del redactor tuvo que ser regado con un líquido saborizado para evitar que la piel se ampollara. El agua, en esa  celebración campal, llegaba tibia a la garganta. El acaloramiento hacia estragos entre los niños y sus madres que no encontraban la forma de calmar sus llantos. En esa caldera de circunstancias e incomodidades se escuchaba nítida la homilía. Los ecos de la predica ayudaban a fermentar en los párvulos inquietos la raza de los caminantes, el otro Israel.

La fatiga, trasnochada y hambrienta, participó en la cena del Señor. La ceremonia incluyó tres canciones del niño Fabby Martínez que seguía promocionando su canción estelar Oh Madre clemente y pía.


A la una y media de la tarde, monseñor Sánchez Aponte impartió una bendición especial que donó una doble indulgencia plenaria. El indulto a la culpa, rezago del pecado, llegó por el octingentésimo aniversario de la Orden de Predicadores y el Año de la Misericordia. Fue un premio celestial porque Chiquinquirá es la casa de María, la llena de gracias.