jueves, 28 de julio de 2016

Los mandamientos de Nuestra Señora



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Legión de María

La Madre de Dios dejó unas ordenanzas para los discípulos de Jesús. Esos preceptos nacen de su condición de criatura inmaculada que guía los corazones cristianos.

Las prescripciones señalan un sendero de santidad para los creyentes. Esas leyes superiores, de la esclava del Señor, iluminan, desde tres faros distintos, con una sola luz verdadera: Cristo.

El resplandor de aquel candil enciende la humildad, la alegría y la obediencia que son las instrucciones de la beatísima Virgen María para todos sus devotos.

La forma sencilla de abordar esa complejidad temática es regresar a las páginas de la Biblia, que de acuerdo con el magisterio de la Iglesia y la tradición, abren una puerta para injertar el libre albedrío de la Virgen Prudentísima en sus preces.

El primer mandamiento rompe la maldición de Eva en un eco sin retorno: “…Hágase en mí según tu palabra…” (Lucas, 1,38). Esta frase es un misterio de humildad que permitió que el Verbo se hiciera carne para redimir con su sacrificio a la raza de Adán. Sin la sumisión total de la mujer virgen a la voluntad eterna, la Palabra no habría escrito en el seno de María la historia de la salvación.

La vigencia de aquel hágase (Fiat mihi secundum verbum tuum) es inmortal. Si un alma aspira al deleite de la gracia le bastaría con injertar esa locución de vida a cada episodio de su existencia. La invitación a que el Logos se encarne en el neuma tiene un indiscutible sello mariano, una impronta de infalibilidad.


La vivencia de ese mandato desembocó en una alegría sublime: “…Me llamarán bienaventurada todas las generaciones…” (Lucas 1, 48). Me llamarán no es una opción ni una profecía. Es una orden clara del gozo inmarcesible de quien ejecuta la voluntad del Señor. No busca destacar su condición de elegida sino enaltecer la obra redentora del Altísimo.

El magnificat, la alabanza de María a los méritos de su Hijo, incluye para los nuevos seguidores del Mesías y aún para los que profesan otros credos, el delicado respeto a la Madre del Salvador. No se debe rebajar la condición de la maternidad divina, por capricho iconoclasta, al sentido reformista de la equivocación.

La Madre Castísima no puede ser separada de Jesús para ser convertida en la cómplice de un tratado de necesidades egoístas donde impera la banalidad del sofisma.  Aunque muchos católicos lo intentan cuando interpretan los supuestos arcanos de unos videntes anónimos. Esa conducta herética choca irrevocablemente contra un postulado simple: La impoluta Virgen María no fue creada para revelar secretitos a escondidas de la Iglesia y del papado. Ella no es la mandadera que trasmite mensajes alucinantes para unos “elegidos” depositarios de una doctrina opuesta a la de su Hijo porque “…Sin María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista…” (Puebla 301).

Por esas razones, en el vértice del triangulo de sus normas está la obediencia: “…Hagan los que Él les diga…” (Juan 2,5). La Madre del Buen Consejo ordenó vivir la integridad de la ley y los profetas y el amor de la nueva alianza. Así, Ella unió el Antiguo y el Nuevo Testamento al evangelio de su primogénito.

En conclusión, para no errar en el intento por ser justos la tercera parte del avemaría se sostiene sobre la base de una intercesión vital: “Ruega por nosotros pecadores”.












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