jueves, 26 de enero de 2017

La renovación del lienzo de Mamá Linda

La Iglesia de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Villa de Leiva se edificó para guardar el testimonio de un milagro: el lienzo de Mamá Linda Renovada.
                 Foto: Julio Ricardo Castaño Rueda.



Por María Regina del Rosario
Real Monasterio de San José del Carmen de Villa de Leiva

Entre las glorias de Villa de Leiva, figura la predilección especial de la Virgen. Con profundo gozo podemos decir que María ha querido tener dos santuarios unidos que parecen abrazar al monasterio. En este lugar bendito Ella acoge a sus hijos con entrañable amor. En este rincón convergen todas las miradas de los peregrinos que a través del año llegan a visitar a la Madre.

Historia del lienzo

El capellán del monasterio, José Benedicto de la Borda, sacerdote de extraordinarias virtudes encontró el 12 de marzo de 1810, un lienzo en la casa llamada de la “Capellanía de los Cárdenas” o de las “ventanas de hierro”, perteneciente al monasterio ubicada a dos cuadras de éste. Dicha casa estaba en ruinas. En medio de los escombros estaba el lienzo. Al verlo dijo el padre Benedicto: ‘En este lienzo ha estado pintada la Santísima Virgen de Chiquinquirá’ Lo bajó y lo observó con cuidado. Luego dijo a sus sobrinos Juan y Marcos: Llévense a casa este lienzo. Allí lo colocó sobre un escaño y dijo que quedaba como huésped. Delante del humilde lienzo rezaba el Oficio Divino y con todos los de la casa el Santísimo Rosario.

Tres años más tarde, en 1813, dijo a su sobrino: “Marcos, vamos al convento a llevar el lienzo de la Santísima Virgen”. El sobrino le contestó que no iba porque apenas vieran las religiosas ese lienzo lo echarían a quemar en el horno. El padre Benedicto no le respondió nada. Llamó a otro sobrino, Camilo, y los dos trajeron el lienzo al monasterio. Según testimonio de Marcos, al regresar le dijo en tono de reproche: “ya llevé el liencesito de la Santísima Virgen al convento, ya está allá y se lo he recomendado mucho a la madre priora y también a la madre Inés de los Dolores. No lo echarán al horno como dijiste. Con el tiempo lo veras dándole culto en su altar”.

Así fue como llegó el lienzo al monasterio. El santo capellán no disimula su satisfacción por la decisión tomada. Como si hubiera acariciado largamente este momento, concluye con unas palabras que tienen sabor a profecía: “con el tiempo lo verás dándole culto en su altar”. Este fervoroso sacerdote sentía sin duda que se acercaba el fin de su carrera. Por eso quiso dejar en manos de las Carmelitas el tesoro que había hallado y venerado con entrañable amor los tres últimos años de su vida.

Y será precisamente la fama de santidad de este fiel hijo de María lo que salvará al lienzo de los múltiples avatares por los que tendrá que pasar durante 23 años (1813-1836), hasta su renovación. La fuerza de los testimonios hace evidente que la supervivencia y aprecio por el lienzo fue milagro de don Benedicto.

Primeros años del lienzo en el monasterio

El padre Benedicto entregó el lienzo a la madre priora Josefa de Santa Teresa (Sánchez de Tejada) y a la Hermana Inés de los Dolores (Hidalgo Bernón). Esta última era tornera.

Las monjas examinaron el lienzo y les pareció indigno de veneración por el estado de deterioro en que se hallaba. Sin embargo, por ser regalo del capellán, decidieron guardarlo y no precisamente en un lugar de honor, sino en una tribuna donde estaban otros enseres viejos. Escuchemos el relato de la misma religiosa que recibió el lienzo

“En el año de 1813, siendo prelada nuestra venerable madre María Josefa de Santa Teresa y portera la que suscribe y en aquel tiempo Nuestro Vicario y capellán el señor doctor José Benedicto de la Borda, sacerdote justo que murió en 1815 en calidad de santo. Vino dicho señor a la portería de este monasterio y llamando a las referidas prelada y portera nos entregó un lienzo y habló de esta manera: “Reciban este lienzo y pónganlo en lugar decente que ahí ha estado pintada la Santísima Virgen...” el que recibí y sacándolo a la claridad del claustro vimos que era un lienzo todo despedazado, lleno de agujeros como un harnero, con siete rotos sacado el pedazo como lo manifiesta el mayor que tiene hasta hoy. Tan borrado y mugroso que no se distinguía pintura como chorreado de yeso ceniciento, podrido y desprendido del bastidor por estar casi todo hecho pedazos las orillas. Al ver esto le dije a la prelada: Madre esto no sirve, yo no lo compongo, no tiene remedio, qué ideas del señor vicario, para qué traerá esto, es que esto no tiene imagen. Entonces la prelada me reconvino con estas palabras: “No, no, hermanita, compóngalo como pueda, basta con que este santo sacerdote nos lo haya traído para que lo tengamos”. Confieso que esta reflexión me hizo mucha impresión y me puse a limpiarlo cuanto pude y apuntarlo con un torzal de hilo, sin hacerle más beneficio. Lo colocamos en el antecoro del lado de la portería, teniéndolo a la vista al subir y bajar del coro, recomendando la prelada rezáramos un avemaría al pasar la escala. Allí permaneció 3 o 4 años sin hacerle más caso que limpiarlo cuando se aseaba la pieza como se hace con las demás imágenes pero como siempre nos llamaba la atención de que aquel lienzo era una reliquia que nos había dejado nuestro venerable prelado, no dejábamos de hacer algunas observaciones”.

Ciertamente María Inés de los Dolores es un testigo excepcional. Tenía 27 años de edad cuando recibió el lienzo de manos del capellán. Su testimonio constituye una de las fuentes más seguras para conocer con detalles el momento de la entrada del lienzo al monasterio. Ya sabemos los reparos que le hicieron, dónde lo colocaron y cuál fue el humilde homenaje que le rindieron diariamente.

Todas las monjas guardaban un recuerdo agradecido del santo capellán, especialmente María Inés de los Dolores, quien confiesa que “el venerable prelado tenía la paciencia y caridad de escucharla en el confesionario y le recomendaba constantemente que tuviera particular devoción a la milagrosa imagen del Rosario de Chiquinquirá...” aunque no recuerda si alguna vez le habló en particular del mencionado lienzo.

Hacia 1817 fue colocado el lienzo en la Capilla de la Divina Pastora, donde se reunían las niñas educandas y las personas de servicio que vivían dentro del monasterio para rezar sus devociones. En ese año entró una muchacha llamada Inés Virviescas. Ella miraba y preguntaba por qué le rezaban a aquel lienzo tan mugroso, pues ella no veía santo alguno. Otra muchacha que cuidaba del aseo de la capilla le informó que era un cuadro de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Cuando arreglaban para la fiesta de la Divina Pastora, sacaban el lienzo por considerar que no estaba decente, luego lo volvían a su lugar. En una de estas ocasiones recortaron el bastidor y cercenaron los bordes del lienzo podrido, sin saber que sacaban parte de la pintura porque no se veía nada. Mucho tiempo después se dieron cuenta que de la imagen del apóstol fue de donde más se recortó. Clavaron el lienzo lo mejor que pudieron y por el respaldo le pusieron remiendos, los mismos que hoy tiene y lo colocaron en la misma capilla.

En 1829 seguía el lienzo en el mismo lugar. María Rosalía del Sacramento declara que en compañía de la Hermana María Inés de los Dolores, decidieron sacarlo porque no estaba decente para la festividad de aquellos días. Viendo que estaba muy deteriorado, le hicieron una limpieza y al constatar que estaba muy roto, desarmaron el bastidor, recortaron el lienzo en contorno y lo remendaron con tela pegada con cola y lo colocaron de nuevo en mismo bastidor que también fue recortado. Después de este sencillo arreglo, lo colocaron en la misma capilla.

En la Navidad de 1830, organizó la comunidad algunos actos religiosos. Las hermanas María Rosalía del Sacramento y María Inés de los Dolores fueron las encargadas de la celebración del primer día de la Novena de Aguinaldo. María Inés tuvo la idea feliz de sacar el lienzo y arreglarlo para la procesión. A ambas monjas les entusiasmó la idea y lo adornaron lo mejor posible. Esto despertó en todas las monjas viejos recuerdos, dejando en cada una algo de interés por el pobre y destartalado lienzo. Todas las noches de la novena iluminaron los claustros y patios por donde debía pasar la procesión. La Virgen dejó percibir algunos destellos de su presencia porque comenzaron a surgir sentimientos de veneración. Fue en aquella ocasión cuando empezaron a pedir a la Virgen que se manifestara con claridad. La comunidad vivió días de gran regocijo. Todo parece indicar que cada una de las religiosas pudo ver algún pálido reflejo de la futura renovación del lienzo porque atrajo todas las miradas y se disputaban el honor de llevarla en el anda durante la procesión. No olvidemos que desde su entrada en el monasterio el humilde lienzo había recibido muchas miradas pero frías e indiferentes.

A partir de aquel año de 1830 el lienzo sale definitivamente del anonimato. Logró cautivar el corazón de sus hijas hasta el punto que se propusieron sacarlo en procesión para solemnizar la Novena de Navidad. Efectivamente, lo vemos en puesto de honor los cinco años siguientes. Crece la veneración y el deseo de verlo renovado. Todas piden con fervor esta gracia. Estos cultos al lienzo coinciden con la fiesta de la Original de Chiquinquirá y esto alegra sobremanera a María Inés de quien ha surgido la idea de rendir estos homenajes al humilde lienzo.

Tras 17 años (1813-1830) de permanencia oscura en el monasterio, el lienzo sin gracia ni belleza a los ojos de las carmelitas, mostró que era un instrumento providencial del poder de Dios y la ternura de María. Solo una chispa bastó para eclipsar los ojos y el corazón de quienes guardaban profunda gratitud a su antiguo capellán, pues solo movidas por este sentimiento conservaron el paupérrimo regalo que les había dejado.

La comunidad intensificó la oración para alcanzar la renovación del lienzo. Con el amor surgió también el deseo de ver perfecta la imagen de la Virgen. Lo buscaron por vía sobrenatural pero también estuvieron a punto de “humedecer el lienzo con aceite para darle fortaleza...” Es María Inés de los Dolores quien nos cuenta que “Nuestra madre priora actual (María Rosalía del Sacramento) con el deseo de verla perfecta, intentó varias veces humedecer el lienzo con aceite para darle fortaleza pero de ningún modo convine en hacerlo”. Y nos da la razón: “porque se veía como por momentos un milagro tan patente y a poco tiempo se fueron manifestando los rostros de esta divina Princesa y del Niño hasta quedar del modo que estaba el año de 35...”

El instrumento escogido por la Virgen para mostrar el prodigio de la renovación del lienzo.

En 1834 vino como capellán interino del monasterio el padre José Joaquín Páez Murcia, O.P., y en la primera visita que hizo a las monjas en el locutorio, estas le preguntaron cómo le parecía su iglesia tan pequeñita. El respondió que extrañaba que no hubiera en ella un cuadro de la Virgen de Chiquinquirá. Las religiosas le respondieron que era mucha la pobreza del monasterio y que no habían tenido quién les proporcionara un altar de la imagen de Chiquinquirá. Le sacaron un cuadrito de esta advocación para hacer la novena. El mismo padre Páez narra cómo se enteró de la existencia del lienzo. Dice que en enero de 1835 se quedó solo desempeñando la capellanía en reemplazo del padre Juan Manuel García Tejada, que se había ausentado. Fue en este tiempo cuando el joven dominico habló con la hermana María Joaquina de San José,  religiosa muy favorecida de la Virgen. María Joaquina le manifestó que habían tratado en la comunidad la posibilidad de llamar al Maestro Bonilla, pintor que vivía en esta villa, para que hiciera un cuadro de la advocación de Chiquinquirá. Esta religiosa junto con la priora María Josefa de Santa Teresa le informaron al padre Páez sobre la existencia del lienzo del señor Vicario Benedicto de la Borda. Le aseguraron que el lienzo estaba podrido, roto y borrada la pintura. Que no se atrevían a mostrarlo y que algunas monjas opinaban que debía quemarse. El fervoroso capellán al oír aquel relato pidió que le sacaran el lienzo que recibió en la puerta reglar. Constató que apenas se veían unas manchas de colores que manifestaban haber sido pintadas las tres imágenes. El lienzo estaba muy borrado, podrido y chorreado de lluvias. Dice que al verlo experimentó un movimiento de veneración y aprecio, acaso por los informes que acababa de recibir de las religiosas. Lo cierto es que en la misma portería decidió llamar al maestro Miguel Sánchez, carpintero, para que pusiera al lienzo un marco de listón.

Dicen las crónicas que las monjas temían mostrar al capellán aquel lienzo y hasta llegaron a pensar que aumentaría su disgusto de aceptar el cargo. Este temor no era infundado. Parece que el padre Páez tuvo que esforzarse para asumir la misión que le habían confiado sus superiores. La capellanía de las monjas no era muy apetecida por los eclesiásticos de aquella época. En primer lugar Villa de Leiva estaba arruinada. El monasterio apenas tenía para atender a sus necesidades y dar al capellán un sueldo que podía ser en dinero o en especie. La situación del país tampoco era muy buena y con el tiempo se fue agravando hasta llegar a los acontecimientos dolorosos de 1861 con Tomás Cipriano de Mosquera que despojó a la Iglesia granadina y a todos los conventos de monjas de sus bienes. Por otra parte los cultos en la pequeña Capilla del Carmen (la misma que hoy conservamos como preciosa reliquia), no podía acoger multitudes para grandes fiestas. Todo era pobre y muy sobrio. Las monjas habían sufrido mucho por falta de atención espiritual. De ahí su gran deseo de ofrecer al nuevo capellán todo aquello que le hiciera agradable su permanencia.

El padre Páez, como buen dominico, amaba entrañablemente a la Virgen bajo la advocación del Rosario de Chiquinquirá. Era chiquinquireño y desde niño le confió su vida y su vocación a Ella. Por eso al ver el lienzo se conmueve y descubre por la fe en los borrosos rasgos la presencia de la Virgen. En ese momento la priora le manifestó al capellán una “necesidad gravísima del monasterio y éste le dijo muy confiado: “Encomendemos el asunto a mi señora de Chiquinquirá en el liencesito del señor vicario doctor Benedicto, ofrezcámosle la novena y una misa cantada, pero si no alcanzamos buen despacho, se llevan su lienzo a donde lo tenían, vuelto contra la pared en penitencia”. La Virgen no podía dejar pasar aquella oportunidad. El beneficio fue recibido y colocaron el humilde lienzo por vez primera en la Capilla del Carmen para cumplir la promesa hecha a la Virgen. Decidieron dejarla allí. Mandaron hacer una mesa de adobe y un altar. Todo muy sencillo. La Virgen del Liencesito fue puesta a prueba y logró salir victoriosa. No fue fácil superar el largo camino hasta recibir culto público.

Al regresar el padre Juan Manuel García Tejada a esta villa, el 23 de febrero de 1835, se encontró con la sorpresa del lienzo y el nuevo altar en la iglesia. Reaccionó diciendo que él no veía ninguna imagen de Chiquinquirá en el lienzo, que solo las monjas y el capellán la veían. Luego como Vicario y Capellán “públicamente desaprobó la colocación del liencesito del señor don Benedicto. Sin embargo quedó allí el lienzo”.

En la Cuaresma de 1835, viajó el padre Páez a Charalá  (Santander) y dejó recomendado el lienzo y su culto al sacristán del monasterio, señor Marcos Borda, pues también el padre García Tejada marchó a una reunión con el señor Arzobispo de Bogotá, donde lo nombraron Beneficiado del pueblo de Corrales (Boyacá).

Quedó por tanto vacante la capellanía del monasterio. Las monjas pidieron al arzobispo Manuel José Mosquera que acababa de posesionarse, que nombrara Vicario y Capellán del monasterio al padre José Joaquín Páez Murcia. El Arzobispo accedió de inmediato a la petición.

Todo parecía indicar que iba a comenzar una etapa de gloria para el humilde lienzo de don Benedicto pero no fue así.

Nada mas aparecer en la iglesia en un altar improvisado, atrajo todas las miradas. Y fue declarado “indecente”. Solo se explica que haya podido sobrevivir porque Dios tenía un plan y los planes de Dios se cumplen por encima de la voluntad de los hombres. Es increíble el camino recorrido por el borroso y desgarrado lienzo. Escuchemos la narración fidedigna del propio padre Páez:

“En el mismo año de 1835 vino al monasterio nuestro reverendo padre maestro ex provincial fray José de Jesús Saavedra y al ver en la iglesia el lienzo del señor vicario don Benedicto, lo reprobó y prohibió los cultos que se le daban. Todos marcaban mal el lienzo porque no descubrían las tres imágenes y se burlaban. En el mismo año vino a celebrar el señor doctor Nicolás Alejo Girón, cura de Vélez, que por siete años fue capellán y vicario de este monasterio. Conocía el lienzo y en la sacristía me dijo que estaba muy borrado el lienzo, que no era digno de culto, que lo quitara. En el mismo año vino el señor doctor Pedro Motta a celebrar y al ver el lienzo me dijo: “ que él lo había conocido así borrado en la casa del señor Borda, como que había servido este Beneficio de Leiva interinamente, y le pareció mal verlo allí”.

En 1836 vino por segunda vez el padre Saavedra y al ver el lienzo en el mismo lugar, le dijo con seriedad y autoridad al padre Páez: “que quitara ese lienzo indecente, que la Sagrada Congregación de Ritos prohibía exponerlo al culto”. Ante esta orden superior, el padre Páez decidió buscar una solución: conseguir un cuadro de la misma advocación. En la iglesia suprimida de Agustinos Calzados de esta villa consiguió uno muy hermoso. Con gran dolor de su alma pero con espíritu de obediencia ejemplar, quitó el controvertido lienzo. Mirando retrospectivamente esta decisión, tenemos que reconocer que era muy lógica porque todo dependía de la manera de ver las cosas. Se iba creando un ambiente muy difícil. La desaprobación era general.

Los comentarios llegaron al arzobispo Mosquera, que estaba preocupado por el malestar en torno al lienzo. Muchos decían que el padre José Joaquín era fanático y veía milagros donde no existían. En una ocasión que vino a esta villa, traía el firme  propósito de quemar el lienzo para acabar de una vez con el escándalo. Y tenía razón hasta cierto punto el arzobispo. La Iglesia granadina percibía ya vientos de persecución y los agentes del gobierno se servían de hechos como éste para atacar a la jerarquía eclesiástica. Como pastor tenía que tomar fuertes medidas para evitar consecuencias nefastas. Además tenía informes de algunas personas que conocían de cerca al padre Páez y achacaban a su fervor religioso muchas cosas que se decían sobre el famoso lienzo. Todo esto ocurría fuera del monasterio. Dentro, existía una visión desde la fe. Cuando las monjas vieron que el capellán había cambiado el lienzo por el hermoso cuadro, le dijeron: “No permita Dios, mi Padre, que saque de la iglesia el liencesito del señor vicario, que tanto amamos. Tenemos confianza con Nuestro Señor que nos concederá ver renovada a mi Señora de Chiquinquirá en el liencesito, nosotras se lo pedimos”.  La petición de las monjas obligó al capellán a colocar de nuevo el lienzo en la iglesia y les encargó que “clamaran por medio de la oración” porque si venía otra vez el padre Saavedra y lo encontraba del mismo modo, borrado, roto, sucio e “indecente”, ellas tendrían que responder. Y como auténticas hijas de Teresa de Jesús, a estas monjas les sobraba valor para afrontar las dificultades, como hemos visto en diversas épocas de la historia de este monasterio.

El año 1836 fue decisivo para el lienzo de don Benedicto de la Borda. La Virgen iba a demostrar que Dios se sirve de todo para llevar a cabo sus planes.

Primeros destellos de la portentosa renovación del lienzo

Pasaron algunos meses. Las monjas encerradas en su monasterio oraban intensamente. Bien sabían que la suerte del lienzo dependía del poder de Dios y la ternura maternal de María. De lo contrario, los días del liencesito estaban contados. Sin duda fue un momento de gracia, vivido por las silenciosas protagonistas de un acontecimiento que llenó de gozo y admiración no solo a quienes lo presenciaron sino también a quienes recibimos ese legado precioso que se llama: MAMÁ LINDA.

En diciembre de 1836, la comunidad comenzó a ver las tres imágenes con toda perfección. El Niño Jesús se manifestaba tan “vivo y animado que parecía desprenderse de entre los brazos de la imagen”. Durante ocho días continuos vieron cómo el humilde lienzo se renovó milagrosamente. Así se lo informaron al padre Páez pero éste, afectado en extremo por la ceguera, apenas lograba ver el lugar que ocupaba el lienzo. No distinguía nada más. Esto hacía que él no acabara de creer que el lienzo se había renovado, como se lo aseguraba toda la comunidad. Decidió dedicarse a examinarlo minuciosamente. Esto ocurría el 30 de diciembre de 1836.

Llega el padre José de Jesús Saavedra, O.P.

El 6 de enero de 1837, vino por tercera vez. El asunto del lienzo exigía seguir con cuidado el curso de los acontecimientos. A raíz de su colocación en la iglesia, la noticia se extendió por todas partes y las quejas y críticas duraron mucho tiempo. Escuchemos al padre Saavedra en su interesante declaración:
“...un año después volví a la misma iglesia y vi que la misma imagen estaba puesta en el altar mayor para su fiesta, pero enteramente diferente de la que había visto antes. Me pareció que la habrían pintado de nuevo, pero con un algún pincel mejor que el del maestro Bonilla y así lo expuse al padre capellán. Entonces me refirió individualmente todo lo acontecido. La retirada de la iglesia según lo dispuesto por mí; la consternación de las religiosas y la manifestación de la imagen del modo que hoy se ve. Como yo debía predicar en la fiesta, procuré asegurarme del hecho hasta donde fuera posible, resultando ser uniforme sentimiento en toda la comunidad de que la imagen se había renovado. Por         otra parte,  yo estoy convencido de la imposibilidad de    renovarla con pincel porque         la materia del lienzo casi ha perdido su  existencia física, como se convencerá todo el que lo mira a través de la luz. Lo cierto es que antes era un lienzo que talvez por lo inútil e indecente lo dejarían abandonado sus dueños en la casa donde lo encontró el doctor don Borda, supuesto que no hubieron aprecio de él ni para llevarlo consigo ni para venderlo en alguna cosa, principalmente cuando en Villa de Leiva hay tanta escasez de pinturas y tanta pobreza. Hoy por el contrario es una imagen visible que encanta con sus tiernos atractivos y atrae la veneración de todos cuantos la conocen. La virtud acendrada del nombrado doctor Borda, que la trajo al monasterio encargando la veneración,   la probidad notoria de su sobrino el presbítero Marcos que certifica sobre          el caso, y  según me ha dicho confirmará el caso con         la religión del juramento, la rígida escrupulosidad de las religiosas que abandonarían hasta su vida misma antes que aseverar una mentira, las cuales han sostenido constantemente y sin variación ninguna lo tocante a las épocas de la imagen...”

Cuando el 6 de enero de 1837 el padre Saavedra vio el lienzo tan hermoso, hacía ocho días exactos que las monjas estaban presenciando la progresiva y evidente. ¿Su visita fue una coincidencia? No lo sabemos. Lo cierto es que de inmediato notó la diferencia. Las monjas habían pedido al sacristán del monasterio, Marcos de la Borda (sobrino de don Benedicto), que colocara en el altar mayor de la iglesita, el lienzo para la ceremonia de renovación de los votos religiosos que en aquel tiempo la hacían en la fiesta de la Epifanía. Dice el padre Páez en su relación sobre la renovación del lienzo que fue en ese momento cuando el padre Saavedra observó el lienzo y sorprendido le dijo: “Qué hermosa está tu indiecita. Ahora quién dirá que la quites. ¿En dónde la has hallado? Porque esta no es la pintura del maestro Bonilla”. Confiesa el padre Páez que se sintió aturdido y solo pudo responderle: “Este es el liencesito que V.R. me mandó quitar de la iglesia. Ningún pintor la ha tocado”. Entonces pudo ver y reconocer él mismo el prodigio que hasta entonces no había logrado comprobar con toda certeza.

El padre Saavedra examinó cuidadosamente el lienzo y dijo: “Si no veo un milagro, al menos veo un prodigio. El lienzo es el mismo, no le han puesto pincel. La imagen está renovada”.

La comunidad habló en el locutorio con el padre Saavedra y le manifestó cómo cada una había conocido el lienzo y que durante los ocho días precedentes había presenciado la renovación.

Los sacerdotes que habían reprobado la colocación del lienzo en la iglesia, al ver el portento obrado, aceptaron la renovación y dieron testimonio por escrito. Estos documentos constituyen una fuente riquísima que aporta en forma casi exhaustiva, todos los datos acerca del “hecho de la renovación del lienzo”.

Había triunfado finalmente el despreciado lienzo, cumpliéndose la profecía de don Benedicto: “Con el tiempo lo verás dándole culto en su altar”.

Fue un largo proceso. El paso del aniquilamiento al esplendor. Del desprecio a la fascinación. Todas las religiosas sabían muy bien las reacciones negativas y las vicisitudes que a través de los años había sufrido el lienzo de don Benedicto. Ellas estaban pues en condiciones de apreciar la magnitud del cambio evidente, del cual eran testigos excepcionales. De ahí la fuerza y el valor de los testimonios de las declarantes. Escuchemos algunos:

“Del día veintisiete de diciembre de mil ochocientos treinta y seis al cinco del mes de enero del siguiente año de ochocientos treinta y siete, todas generalmente la vimos renovada y unas a otras nos convidábamos para verla y nos informábamos bien si seria cierto lo que cada una veía, y cercioradas de la verdad, nuestros corazones se llenaron de gozo y consuelo”. (Madre María Rosalía del Sacramento, libro de documentos Rel. A la Renov. De la Virgen del Rosario de Chiquinquirá).

Una testigo excepcional nos cuenta: “Por el mes de diciembre de este mismo año de 1836, intentaron cambiarla con otra imagen que trajeron del convento suprimido de mi padre san Agustín porque las gentes criticaban lo borrado de nuestro liencesito y a pesar de ser muy hermosa no quisimos convenir en el cambio y fue general la oposición, ofreciendo a nuestro padre vicario le pediríamos a mi Señora con más fervor que se renovara del todo. Esto fue como el 28 de diciembre para adelante y tomamos con tanto empeño el asunto reuniendo siempre nuestras débiles súplicas con las continuas y fervorosas del predilecto capellán, devotísimo de nuestra tierna Madre” (Hermana María Inés de los Dolores, Libro de Documentos Rel. A la Renov. de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá).

Devoción a la Virgen Renovada y milagros obrados por Ella

A partir de enero de 1837 comenzó una etapa gloriosa. Todos admiraban el prodigio. La voz del pueblo proclamaba las misericordias de María y con júbilo promovía su culto y participaba en las celebraciones religiosas.

Buen número de seglares dieron testimonio, entre ellos, el señor Cosme Castellanos, quien conoció el lienzo cando fue colocado en la iglesia por primera vez.

“Ciertamente, señor, me acuerdo muy bien que en el mes de febrero de 1835, que fue cuando vuestra paternidad, animado de la grande devoción que le ha profesado a esta Divina Señora del Rosario, nos presentó en público, dándole culto a la misma referida imagen de Nuestra Señora del Rosario que hoy día con tanta devoción veneramos en su citada iglesia, en un lienzo tan roto, chorreado y viejo que apenas se podía conocer o distinguir había sido pintada allí esta dichosa imagen y que yo fui uno de los que al principio poca devoción le tuve... pero dichosamente por las fervorosas oraciones de todos sus devotos y en particular por las del venerable monasterio... he visto sin duda alguna que desde ese mismo año (1835) se nos ha estado manifestando más y más a la cara, la hermosa y bella pintura de esta Señora que tan oculta había estado tanto tiempo atrás, siendo yo uno de los que he tenido la grande dicha de tener en mis indignas manos por repetidas veces este bendito lienzo, y reparándole muy bien los dichos rotos, chorreaduras de agua y podrido del lienzo, es a mi ver una grande maravilla que estando de esta suerte el lienzo no se haya acabado de volver pedazos con tantos adornos como al presente tiene el lienzo y que a más de esto, se vea hoy día tan hermosa y tan bella que el mejor artista en la materia la pudiera dibujar y pintar; puedo asegurar que nada de esto ha sucedido por grandes y poderosas razones que me han convencido.

Declaro asimismo que una de las mayores maravillas o particularidades que en esta sagrada imagen observé, en compañía de multitud de personas, fue el día 7 de noviembre de 1841 en que tuvimos la grande dicha de tener en el mismo Monasterio de Nuestra Señora del Carmen de esta villa a Nuestra Señora de Chiquinquirá su original, y como a las siete de la mañana en que se hallaba descubierta esta preciosa imagen, salió a decir misa el señor presbítero Marcos María de la Borda y ayudándole yo en su expresado altar de nuestra imagen, descubriéndose también en dicha misa y acordándome muy bien de cómo la había visto antes, la reparé en casi todo el santo sacrificio, tan hermosa, tan bella y tan linda que parecía la había acabado de renovar algún buen pintor y saliendo después de haber concluido este santo sacrificio, entrándonos la admiración mutuamente a casi todos los concurrentes, yo para ver si era que mis ojos me habían engañado, le pregunté inmediatamente de la salida al expresado Marcos María de la Borda si había observado acaso a nuestra dichosa imagen como se hallaba de perfecta y hermosa, a lo que respondió que sí la había reparado muy bien causándole un asombro y devoción y que de igual suerte había reparado la original que se hallaba colocada en el altar mayor y también había observado como que tenía por delante una especie de humo o simple nube a lo que yo también convine por haberme parecido así. Como que varias personas de las que asistieron a la función comenzaron perplejas a preguntarse si vuestra paternidad había mandado renovar la imagen según se hallaba de hermosa, a lo que tuve que oponerme fuertemente con las personas que sobre esto conversábamos, asegurándoles que de esto nada había sucedido y que solo lo debemos atribuir a la mano omnipotente que nos ha querido haber este beneficio mas quedando desde ese día para mí y para todos los otros fieles (según sus confesiones) tan vistosa y hermosa que lo había estado antes...

Es importante anotar que cuando el hecho de la renovación del lienzo era ya aceptado por todos y la Virgen bajo esta advocación recibía culto público en la pequeña iglesia, muchos vieron una manifestación muy viva y sorprendente que les afirmó el milagro de la renovación. Parece que esta gracia estaba destinada especialmente al pueblo. La Virgen les dejó ver en forma impresionante su figura maternal. Es lo que el testigo nos acaba de contar. Vamos a escuchar ahora al padre Marcos de la Borda:

“...Finalmente añado que el día 7 de noviembre de 1841, estando celebrando en el altar de la sagrada imagen una misa que me había pagado Juana Laverde en acción de gracias de un favor que le había dispensado Nuestra Señora, observé que los asistentes y entre ellos y especialmente el señor Cosme Castellanos tenía fija la vista en la devota imagen a la que miraba con mucha atención y ternura, y habiendo esta circunstancia llamado y excitado también la mía fijé la vista en Nuestra Señora y me pareció que la pintura estaba nueva y bien al contrario de lo que debía esperarse de su antigüedad y del abandono en que ha estado el lienzo.

Muy sobrio pero muy diciente el testimonio del padre Marcos de la Borda. Esto corrobora lo que dijimos antes: La Virgen se dejó ver del pueblo sencillo y humilde. Además confirma que la renovación del lienzo fue progresiva. Las religiosas que vivieron hasta bien avanzado el s. XX decían lo mismo: Cuando tenían oportunidad de observar de cerca el lienzo, notaban que iban apareciendo nuevos rasgos, nuevos colores. Yo escuché a una religiosa que falleció en 1971 que las cuentas del rosario iban apareciendo hasta quedar completo.

Otro detalle impresionante es éste. El lienzo renovado es mucho más nítido, más vivo que el original de Chiquinquirá. Es exacta la apreciación de los testigos: En la Original se ve como una neblina gris que le da un aspecto opaco a la imagen. Esto lo notaron ya en 1841. Tal como se ve hoy.

Los milagros

Fueron muchos. Sobre todo curaciones físicas. El más sorprendente por la extrema gravedad de la enferma, es sin duda el de la hermana María Inés de los Dolores (Hidalgo Bernón), ocurrida en 1838. Aunque ella misma nos narra esta experiencia del amor maternal de la Virgen en el momento límite de su enfermedad, es más valioso el testimonio de la hermana enfermera, María del Carmen de las Angustias (Fortoul), quien fue testigo ocular de los hechos. He aquí su relato:

“El año de 38 estando muy enferma la hermana Inés de los Dolores de un bulto que se le formó en el vientre, los facultativos opinaban ser cangro (cáncer). Se hallaba muy afligida y sin esperanza de remedio en lo humano. Yo era enfermera. Fui por la tarde a visitarla y consolarla y me encontré con la divina imagen de Nuestra Santísima Madre del Rosario de Chiquinquirá que se la habían traído a la celda para que le pusiera unas cositas de adorno. El lienzo estaba recostado a la pared, encima de una alfombra. La hermana estaba acostada a los pies de Nuestra Señora. Entré y quedé edificada al verla tan pegada a la médica celestial y aunque la encontré a mi parecer malísima, sin embargo, en el momento dije para mí: esta hermanita se va a alentar sin mas medicinas, por su mucha fe; no es posible que Nuestra Señora la deje desconsolada y así mismo sucedió. No recuerdo si le dije a la hermanita lo que me dictaba el corazón y la esperanza que tenía que se alentaría. Ella me dice que sí, y es regular que la estimulara para que avivara más la fe. Porque yo no hallaba cómo consolarla en el grande abatimiento que se hallaba. Siguió lo mismo hasta el día siguiente, que de las 3 a las 4 de la tarde se obró el milagro de su completa curación. Ella me refirió lo que había pasado. Con esta relación fue tan grande el gozo y consuelo que me dio porque me persuadí que era lo mejor que se podía esperar, aunque no me figuré fuera tan pronto la mejoría”.

La curación de esta monja carmelita resultó sorprendente para quienes sabían de su extrema gravedad. Además llevaba ya nueve años padeciendo. Recordemos que María Inés fue quien en compañía de la priora recibió el lienzo en 1813. Años más tarde lo limpió y arregló. Ahora que se encontraba enferma se lo trajeron a la celda para que le colocara algunos adornos. La ternura de la Virgen cambió la vida de su fiel sierva, quien narra con emoción su propia experiencia de dolor y amor.

Curación del padre Pedro de la Motta

El padre Pedro de la Motta fue favorecido por la Virgen. Lo curó de una grave enfermedad que padecía. Las monjas pidieron a la Virgen Renovada esta gracia. El mismo nos cuenta cómo percibió la misericordia y ternura de Nuestra Señora.
“El año de 1836 que estuve en esa villa con el objeto de mudar temperamento por una grave enfermedad de pecho que había padecido, conocí la misma imagen en un pequeño altar donde se le daba culto en la santa iglesia de las carmelitas, en donde celebré el santo sacrificio de la misa en su honor por haber yo sabido que la venerable comunidad había interpuesto sus súplicas por mi salud a la Señora en el día 2 de febrero que fue el mismo que me hizo crisis favorable la enfermedad. Entonces me pareció mejor que cuando la había visto en la casa del señor doctor Borda pero aun todavía un poco borrada...

Curación de Luisa de Jesús Villamil

La humilde criada Luisa de Jesús Villamil, quien desde niña entró al monasterio y sirvió toda su vida a la comunidad, recibió una señalada gracia de la Señora del Liencesito. Luisa era muy sencilla y llena de fe. Cuentan que desde que el lienzo llegó al monasterio, Luisa se constituyó en su más fiel devota. Su amor a la Señora del Liencesito era profundo y ardiente. Quiso aprender a leer y lo logró en muy poco tiempo, solo para rezarle la Novena a la Virgen del lienzo de don Benedicto. A esta muchacha le hizo la señora un señaladísimo favor. Es la María Rosalía del Sacramento quien nos cuenta este hecho.

“En el horroroso contagio de viruelas que hubo en los años 1840 a 1842, en que fue tan grande la mortandad que las casas quedaban cerradas porque no quedaban en ellas ni una persona viva... a este tiempo, aquella referida seglar. Luisa de Jesús Villamil, se contagió de la enfermedad de las viruelas, mas ella por el temor de que la habían de sacar fuera del monasterio, calló y ocultó con sagacidad, encomendándose muy de veras y con grande fe a esta santísima imagen nuevamente renovada. Según el accidente en que se hallaba me vi en la precisión de que entraran a recetarle los médicos que lo fueron los doctores Pedro Cortés y Jesús Mateus. Y a pesar de estar brotada desde la cabeza hasta los pies, que estaba como un enjambre, como ella misma lo confiesa, la han visto ambos médicos, la sangraron, la pulsaron y examinaron la lengua, pero ella constantemente pidiendo a Nuestra Señora le ocultara a los médicos y a todo el monasterio el contagio en que se hallaba...por el temor de salir de la clausura como lo acabo de ver por una carta que ella misma ha escrito a Nuestra Señora, rindiéndole las gracias más humildes como nacidas de la más grande gratitud y reconocimiento, la cual hemos visto firmada con la sangre de sus venas, como se ve en la misma carta y ella así se lo dice a Nuestra Señora, como se lo ofreció que lo haría en agradecimiento a tan estupendo beneficio y es constante en la comunidad que estuvo enferma y que se vio de muerte y pidió que entrara el confesor porque se consideró al borde de la sepultura. Se le asistía y administraban los remedios sin la menor reserva pero en ninguna pegó el contagio, pues todas aún sin saber este peligro, nos encomendábamos a esta milagrosa y hermosísima Señora y a todas nos favoreció esta dulce y consoladora Madre del referido contagio que sin duda habría concluido enteramente a este monasterio”.

Curación del obispo auxiliar de Bogotá, José Antonio Chávez y Vargas.

Monseñor Chávez y Vargas vino a esta villa en julio de 1850, invitado por el padre José Joaquín Páez Murcia, O.P., a consagrar unas aras para el nuevo templo de la Renovada. Al llegar se enfermó. El padre José Santos Torres, capellán y médico del hospital de esta villa, administrado por los religiosos de San Juan de Dios, lo examinó y dio un diagnóstico muy serio. Entonces el padre Páez y las carmelitas confiaron a la Virgen Renovada esta necesidad.

El enfermo por su parte le prometió que “sería su esclavo y defensor de la renovación en su expresada imagen” si le devolvía la salud. La Virgen lo curó en forma instantánea, apenas acabó de pronunciar las palabras de su solemne promesa.

Omitimos por brevedad otros muchos casos. Sencillamente la Virgen del Lienzo fue conquistando los corazones al derramar una lluvia de gracias sobre sus hijos.

Los cultos tributados a la Virgen Renovada de Villa de Leiva

La Iglesia mantuvo desde el principio sus reservas respecto de la renovación del lienzo. Era una medida de prudencia muy necesaria por las circunstancias del momento histórico. Las relaciones Iglesia-Estado eran difíciles y el futuro se veía sombrío. Se estaba gestando la gran persecución que estalló años más tarde.

El arzobispo de Bogotá, monseñor Manuel José Mosquera, visitó Villa de Leiva en marzo de 1842. Estaba ya muy informado del asunto de la renovación del lienzo, las controversias suscitadas y los cultos que se le estaban tributando. La priora y el capellán le refirieron todos los detalles del hecho. Parecía poco convencido y decidió examinar minuciosamente el lienzo. Lo mandó bajar del altar y llevarlo a su habitación. Allí en presencia de muchos sacerdotes, miró y palpó detenidamente cada detalle. Mientras tanto las monjas estaban orando en el coro. Sabían muy bien que el momento era decisivo, pues monseñor tenía intención de prohibir la veneración pública de la nueva advocación de la Virgen. Es más, venía dispuesto a quemar el lienzo para acabar con el problema, quitando así a los enemigos de la Iglesia nuevos motivos para atacarla, ya que este punto de las renovaciones milagrosas era para ellos ocasión de fuertes criticas que desprestigiaban la religión católica en la Nueva Granada.

Las monjas temían con toda razón por la suerte del lienzo. El corazón del padre Páez palpitaba atropelladamente por los sentimientos más encontrados. Él mismo atestigua que mientras tenía el lienzo en sus manos, acompañado por muchos sacerdotes, se dirigió a la imagen y le dijo con lágrimas: “Ea pues, Mamá Linda, defiéndase, porque si el prelado lo dispone, yo mismo la quemo y no volverá a su altar”.

La bajaron y la llevaron procesionalmente con letanía hasta la presencia del Arzobispo. Este al verla se sorprendió y frente a la ventana de la sala, sostenida por los sacerdotes, la examinó. Duró más de hora y media. La miró largamente por ambos lados. Vio detenidamente los rotos y remiendos. Contempló cómo se veían los objetos a través de los hilos que lo hacían transparente. No halló rastro alguno de pintura. Entonces dijo: “Padre, vaya, colóquela en la iglesia, tribútenle culto y mañana le digo yo misa”. Y volviéndose al padre Marcos de la Borda que era sacristán y segundo capellán del monasterio, golpeándole con amabilidad el hombro le dijo: “Y Ud. me la paga”.

El 7 de marzo de 1842 se solemnizo en una velación a la imagen en su altar. Celebraron misas desde las 5 de la mañana hasta las 12 del día. Hicieron fiesta con pólvora y música por la alegría de haber obtenido la aprobación del prelado.
El padre Páez le refirió al Arzobispo que algunos sacerdotes, celebrando misa ante el lienzo, habían tenido éxtasis, quedando suspendida la celebración, arrebatados por la belleza de la imagen. Monseñor Mosquera se sonrió. Al día siguiente celebrando la misa que le ofreció a la Virgen, le pasó lo mismo, lo cual fue notado por todos los sacerdotes que rodeaban el altar. Incluso un lego (Leonardo Mogollón) al ver perdido al Arzobispo, se le acercó para advertirle en qué parte de la misa iba.

Sencillamente, una vez más el humilde lienzo de don Benedicto había pasado la más decisiva prueba de fuego y había salido victorioso.

Al día siguiente visitó monseñor el monasterio y pudo contemplar los huertos llenos de verdor. Las monjas habían hecho una rogativa llevando el lienzo en procesión, pidiendo a la Virgen cosecha de frutas y también flores para el altar. La Señora les concedió lo que pedían. Los manzanos dieron fruto en abundancia y hubo muchas flores para el culto. Era una prueba más del entrañable amor hacia sus hijas.

Primera romería: La Renovada visita la ciudad de Tunja

Los monasterios de monjas de esa ciudad pidieron que la imagen renovada fuese llevada en romería. Solicitaron el permiso al arzobispo de Bogotá y en marzo de 1845, salió de esta villa en medio de las aclamaciones de sus hijos. Con gran fervor recorrieron a pie la larga jornada, rezando y cantando a la Virgen. El lienzo iba dentro de una caja adornada. En el camino levantaron arcos y altares donde hacían estaciones y exponían la imagen para rendirle homenajes de amor filial.

La ciudad de Tunja se preparó para recibirla. En la iglesia mayor de la ciudad fue obsequiada con velaciones y rosarios. Llevada luego a la iglesia y convento de los padres dominicos donde permaneció 11 días. Allí le tributaron magníficos cultos.

Después de una solemne procesión por los claustros dominicanos, fue trasladada a la iglesia de los padres franciscanos, donde hicieron velación al Santísimo con sermón y en la noche lo mismo. De allí fue al hospital donde recibió los más sentidos homenajes. Todos admiraban la hermosura con que se dejó ver en el lienzo que contrastaba con la desolación de aquella iglesia casi abandonada y ahora tan adornada para recibir a la Virgen. Por calles adornadas de fiesta salió hacia el monasterio de Santa Clara que tanto deseaba la visita del lienzo renovado. 15 días permaneció entre las monjas clarisas, primero en clausura y luego en la iglesia. Pasó luego al Monasterio de la Concepción, donde tenían preparada una velación al Santísimo y a continuación la entraron a la clausura. Después fue a la parroquia de Santa Bárbara.

Una gira triunfal donde derramó consuelo y misericordia sobre toda la ciudad. Las autoridades estuvieron presentes en todos los actos.

El lienzo había salido de esta villa el 30 de marzo de 1845 y regresó el 8 de mayo del mismo año. Fueron 40 días derramando gracias. De esta forma se fue arraigando el culto y devoción a la Virgen Renovada.

Esto hizo más evidente a la comunidad y al capellán la necesidad de buscar una solución adecuada al problema de la falta de lugar para colocar la imagen y mantener su culto. La iglesia del monasterio era muy pequeña y allí estaba el trono de la Reina y Madre del Carmelo. No había espacio disponible ni podían disputarse el primer lugar en su altar. Esta era una necesidad sentida desde años atrás. Ya habían realizado diversas diligencias y ante las enormes dificultades, Dios les había mostrado una luz que despejó todos los obstáculos. Lo veremos en seguida.

La comunidad se lanza a una nueva hazaña: construir un templo nuevo.

La rápida expansión de la devoción a la Virgen Renovada mostró a las monjas y al capellán que era necesario construir una nueva iglesia para colocar el lienzo y darle culto. El proyecto era sencillamente una locura, teniendo en cuenta las circunstancias políticas, económicas y religiosas del país. La comunidad no tenía dinero ni bienes para semejante obra. No había tampoco espacio disponible para construirla. Los obstáculos parecían invencibles pero todos reconocían que era una necesidad inaplazable pensar en un lugar adecuado para acoger los numerosos peregrinos. La comunidad vive un momento de enorme trascendencia histórica. Es muy interesante conocer detalles de la reflexión que hicieron las protagonistas. Gracias a Dios la cronista de la comunidad nos dejó preciosos datos que logró recoger de labios de las religiosas. Nos llega así una noticia fresca, con ese sabor delicioso de los diálogos comunitarios.

Veamos la sencillez teresiana y la valentía de quienes se lanzaron a una empresa que asombró a muchos.

-Es muy pequeña la iglesita, decía nuestro padre Páez y las dos Señoras del carmen y de Chiquinquirá no pueden disputarse en ella el primer puesto. Hay que levantar otra.
-Sí. Pongamos manos a la obra

-Cómo. ¿El edificar una iglesia es cosa de juego? ¿Dónde están los recursos para tal empresa?
-En las arcas de la Divina Providencia. ¿Con qué hizo Nuestra Santa Madre tantos conventos?
-Jesús qué cabezas tan llenas de viento. Mi santa Madre tenía mucha fe y nosotras no. Pero bien. ¿En qué quedamos? ¿Hacemos o no, iglesia?
-Sí, señor, la hacemos. ¿Dónde? Tomamos parte del edificio que está a espaldas de la iglesia y se hace ésta un tanto más grande.
-Pues bien, oremos y Dios marcará su voluntad.

Esto pasaba en 1842.

Todo parecía imposible. La mayor dificultad era hallar el sitio para construirla. El padre Páez no quería que las monjas destinaran terrenos pertenecientes al edificio para construir la iglesia. Es un gesto que merece gratitud eterna. Habría sido un destrozo irreparable. Este santo sacerdote tuvo una visión inteligente del futuro que impidió algo supremamente perjudicial. La actuación prudente del capellán es tanto más valiosa si consideramos que las monjas estaban decididas a ceder parte del patio central. Incluso hicieron una especie de plano. Querían convencer al capellán que ésta era la salida más conveniente. Y siempre encontraron un no rotundo a esta propuesta. Al padre Páez le parecía absurdo dañar así el edificio del monasterio.

Sin duda iluminado por Dios, ordenó a la priora, madre María Rosalía del Sacramento (Díaz Gutiérrez), fuera al coro e hiciera oración y no saliera de allí hasta conocer la Divina Voluntad. Obedeció la Madre y después de dos horas de intensa oración, salió y dijo al padre Páez: “La iglesia queda muy bien en el punto que hoy es calle pública”. El padre Páez quedó pensativo y guardó silencio.

Pocos días después vino al torno una anciana que vivía en el cerro llamado de 
“Marmolejo” y dijo a la hermana tornera: Qué función tuvieron anoche tan bella desde mi casita la vi. ¿Qué vio ud? le preguntó. “Vi esa procesión tan concurrida y con tantas luces que hicieron aquí en la calle de qué santo era”?

Señales dadas por Dios para confirmar su voluntad manifestada a María Rosalía? Sí. Es posible.

El padre Páez nos narra a su vez cómo opinaban las monjas y qué pensaba él.
“Las religiosas decidieron edificarle una capilla. Se presentaban casi los imposibles mismos porque no había terreno donde construirla, ni arquitecto que dirigiera ni fondos para tan inmensos gastos. Se presentan varios proyectos, como alargar la iglesia hacia la parte del convento y no se pudo; edificar la capilla en el espacio que ocupa el terreno, la portería y demás del edificio hasta la esquina y tampoco se pudo. Se dice que se construya frente a la iglesia del monasterio, en parte del solar perteneciente a la casa de los capellanes y con un arco al coro del Carmen para la comunicación de las religiosas y menos se pudo. La prelada y la comunidad resuelven que se construya la capilla entre el patio del convento, formando con la Iglesia como dos naves, pero al ver el destrozo que padecía el edificio del monasterio porque perdían algunas celdas y quedaba un patio muy reducido, no pude aprobar la resolución de las religiosas, sin embargo de sus instancias, y para persuadirme formaron un mapa de cartón con mucho arte sobre una mesa pequeña que representaba el patio del convento y ciertamente la sola vista del mapa agradaba, pero permanecí constante y les dije que entonces no tomaría parte en la construcción de la capilla, porque no podía sufrir que se desfigurara la casa santa que habitaban.

En semejante apuro dije a la prelada. Su reverencia preséntese delante de Dios. La oración de esta noche la tiene pidiendo al señor se digne manifestar dónde quiere su majestad que se haga la capilla para la imagen de su Santísima Madre Renovada, si fuere de su agrado y este es el punto que le señalo. Al día siguiente me llamó la prelada al locutorio y me dijo: “Que había cumplido con mi expreso mandamiento y que había visto una muy hermosa construida en la calle pública del mismo monasterio”. Como ésta era muy angosta le contesté que no tocara más imposibles porque suponiendo que nos permitieran la fábrica de la iglesia en la calle, quedaría un callejón estrecho. “Mi padre, me respondió su reverencia, la iglesia queda en todo su espacio de largo y ancho que se quiera darle, para lo cual se comprarán las casas y solares que forman la calle y queda una plazuela con el paso libre para la calle de la portería entre la iglesia que se construya y la casita de los capellanes”. Le repliqué: ¿Y si los dueños no quieren vender las casas y solares? Y si venden, ¿con qué compramos? Me dio la solución su reverencia, diciéndome: Nuestra Mamá Linda nos da con qué. Es de su agrado que se le haga la iglesia, la Divina Providencia protegerá esta obra y todo se facilitará, ya lo verá mi padre”.

Hemos escuchado la narración acerca de los inicios de la obra. Cada relato está cargado de la exquisita sencillez, de la verdad limpia y la asombrosa osadía de unas monjas de auténtica talla teresiana. Apoyas en el poder de Dios, creyeron que la nueva Iglesia sería una realidad por encima de las enormes dificultades que parecían cerrar el camino al proyecto.

Información y solicitud de licencia del Arzobispo de Bogotá

El primer paso es informar con toda llaneza al prelado. El 28 de septiembre de 1844, la priora María Rosalía pide permiso a monseñor Manuel José Mosquera. Le manifiesta la necesidad de tener una capilla más grande. Que ésta se construirá unida al edificio del monasterio y con el coro formará una sola iglesia (se refiere a la forma como quedará unida la Capilla del Carmen a la nueva iglesia). Le dice abiertamente que a imitación de Santa Teresa, la obra se hará con la ayuda de la Divina Providencia.

El arzobispo responde afirmativamente en una breve nota escrita a continuación de la petición de la priora. Dice textualmente: “Bogotá, octubre 8 de 1844. Concedemos licencia para construir una capilla a Nuestra Señora de Chiquinquirá, contigua y formando mi mismo cuerpo con la Iglesia del Monasterio del Carmen de Villa de Leiva. El Rvdo padre capellán del monasterio queda autorizado para todo lo que sea necesario en dicha obra. El Arzobispo”.

Licencia de las autoridades de esta Villa para construir la Iglesia en la calle pública.

República de la Nueva Granada
Jefatura del Cantón
Leiva, diciembre 12 de 1844

A la muy R. Ma. Priora y Venerable Comunidad de Carmelitas Descalzas de esta villa.

La Jefatura en vista de la representación que vuestra reverencia elevó a la Gobernación de la Provincia, resolvió lo siguiente:

Jefatura del Cantón de Leiva, 12 de diciembre de 1844. La Jefatura Política en vista de las ventajas que le resultan al culto público de la Majestad Divina en la Iglesia del Monasterio de Carmelitas de esta villa como las que le vienen por una consecuencia inmediata a la prosperidad temporal del Cantón, no tiene embarazo en conceder la licencia que solicita la R.M. Priora del convento de carmelitas de esta villa en su representación que dirigió a la Gobernación de la Provincia con este objeto, supuesto que la Ley de Policía y demás que detallan las funciones de la Jefatura no las impidan. Más como se presenta el inconveniente de las casas que se encuentran en la calle, el cual no puede conciliarse sino comprándose por el reverendo padre capellán y la madre priora a sus dueños, lo procurarán allanar lo más pronto posible que puedan para comenzar a disfrutar de este permiso sin obstáculo alguno. Archívese la petición que se menciona y comuníquese a la madre priora y capellán. Luis Neira. Juan Nepomuceno Ferro Gómez, Secretario.
Y lo comunico para los fines que convengan y como resultado.
Dios guarde a V.M.R. muchos años.
Firmado: Luis Neira (Hay una rúbrica)

Las autoridades reconocen que esto contribuirá a la “prosperidad temporal del cantón”. Y no se equivocaron. Manifiestan el inconveniente de las propiedades ubicadas en la calle frente al monasterio. Eran varias casas y solares. Esto no fue una sorpresa para las monjas. Estaba previsto y sabían que la única solución era comprarlas. Es más. Ya en 1842 habían comprado las monjas un cuarto de solar y un cuarto de vivienda a Dolores Ramírez. En 1846 compran un solar y casa, pertenecientes a la Cofradía de las Ánimas.

En 1856, María de los Santos Torres, otorga escritura de donación de una casa y solar a favor del monasterio de carmelitas de esta villa. En 1857, Concepción y Custodia García y los herederos de Luisa García representados por Agustín Landínez, otorgan escritura de donación a favor del monasterio de dos pedazos de solar.

En esta forma se superó uno de los obstáculos más difíciles.

Colocación de la primera piedra e iniciación de la obra del nuevo templo.

En julio de 1845 tuvo lugar la colocación de la Primera Piedra. En medio del regocijo y la esperanza, confiando totalmente en la ayuda divina, trajeron procesionalmente la piedra desde la Plaza Mayor de esta villa hasta la puerta de la Iglesia del Carmen. El pueblo participó alborozado. En medio de las dificultades surgía un proyecto que con el paso de los siglos se convertiría en un santuario entrañablemente querido por todos. El amor a la Virgen era la fuente de confianza para allanar todos los obstáculos. Faltaba muchas veces el dinero, los materiales, las personas capacitadas para dirigir la obra pero todo aparecía en el momento oportuno. Con toda razón fue llamado “El Templo del Milagro”.

El maestro Ciríaco Chávez, constructor de la iglesia parroquial de Jenezano se encargó de la dirección de la obra. Según el contrato de trabajo firmado por la priora, la comunidad se comprometió a aportar la mano de obra, los materiales y las herramientas. Consta que cuando el maestro Chávez vino a tomar medidas, quiso retirarse porque no había ni una herramienta. Aquello era sencillamente un sueño y nada más. Muchos al ver las dimensiones de la iglesia, pronosticaban que duraría muchos años su construcción si era que llegaba a concluirse. Tenían razón. Pero la Virgen fue demostrando que nada es imposible para Dios. La generosidad de la gente se hizo patente. Comenzaron a llegar donaciones. El pueblo colaboraba con su propio trabajo en jornadas organizadas por el padre capellán. Todos participaban en el acarreo de material desde muy lejos. Entre cantos y oraciones a la Virgen, abrigaban una ardiente esperanza de ver un día terminado el nuevo templo muchas veces llegaba aquello que más se necesitaba sin haberlo pedido. Una verdadera cadena de prodigios que aumentaba la fe y el amor en todos los devotos de la Virgen Renovada. En cinco años levantaron el edificio. Esos muros enormes que hoy admiramos, fueron hechos con las manos y el corazón de un pueblo que cree y ama.

La priora escribió cartas a muchísima personas amigas y benefactoras de la comunidad, solicitando ayuda para la obra.

Como se dijo antes, cinco años duraron los trabajos. En 1850 estaba ya el templo construido, aunque faltaban aún muchos detalles. Un tiempo realmente corto para una obra tan grande, en un lugar supremamente pobre. La Providencia Divina se hizo patente, pues la obra exigió costos inmensos en aquella época.

El humilde lienzo de don Benedicto de la borda es colocado solemnemente en el trono del nuevo templo de la Virgen Renovada.

El 30 de diciembre de 1850, en medio del regocijo de todo el pueblo y con la presencia de más de 40 sacerdotes, tuvo lugar la bendición del nuevo templo. Al amanecer del día 31, todos esperaban con inmensa alegría el momento de la colocación del lienzo en su nuevo trono. Después de la eucaristía expusieron el Santísimo en una custodia nueva y organizaron la procesión, llevando el Santísimo y el lienzo de la Virgen, junto con los ángeles y patriarcas que fueron bendecidos y colocados en el altar. Estaban presentes el gobernador de la provincia, el fiscal y los ministros y las autoridades del cantón 17 sacerdotes llevaban el palio. A las diez de la mañana salió la procesión hacia la Plaza Mayor. En cada esquina de esta estaba preparado el sitial para el Santísimo. Llegaron a la iglesia mayor donde fueron recibidos por el párroco y de allí emprendieron el regreso a la nueva iglesia. Fue una procesión excesivamente lenta, pues dice el padre Páez que “llegaron cerca de la una de la tarde al nuevo templo”. Procedieron luego a la colocación del Santísimo en el sagrario y el lienzo de la Virgen en su trono. Dice asimismo el padre Páez que “el acto de la colocación se vio pero no se explicará jamás. Los conciertos músicos, los cánticos del coro, los castillos de pólvora, las descargas y sobre todo la vocinglería del tumulto, que unos gritaban, otros suplicaban y la mayor parte lloraban. Así terminó la función más patética, más fervorosa, más tierna y más devota”.

El mismo día 31 por la tarde celebraron las vísperas del santísimo con igual participación de todos. El 1 de enero de 1851 fue la primera fiesta del Santísimo en el nuevo templo, con misa nueva y empezaron ejercicios públicos desde las 5 y media prolongando estas funciones durante 15 días. El día de enero le celebraron fiesta a la imagen de la Virgen Renovada, luego dedicaron un día a cada uno de los santos protectores de la obra del Templo del Milagro. Concluyeron estos festejos con una procesión con la imagen de Nuestra Madre Santísima del Carmen por la plazuela del nuevo templo y luego la colocaron en el camarín.

Pero no fueron solo sermones, novenas, misas, procesiones, rosarios, salves etc., lo único de aquellos largos días de fiesta. Hubo también festejos populares. Música, pólvora, bailes, licores, pero todo en plena armonía, gozo y paz y esto lo destaca el padre Páez, porque parece que en esta villa no faltaban hechos violentos en estas ocasiones. Celebrando la bendición del nuevo templo “no hubo desafíos ni heridas...” y el fervoroso dominico lo atribuye a la Virgen Renovada.
Es importante destacar aquí que la bendición del nuevo templo se realizó en un momento histórico difícil por la situación del país. Por eso dudaron antes de decidir si la colocación de la imagen se hacía en forma pública o privada. Finalmente hicieron fiestas estruendosas y nadie objetó nada. Diez años más tarde estallaría la más cruel persecución religiosa.

La consagración del templo de la Virgen Renovada de Villa de Leiva

Cinco años después de la terminación y bendición de la obra, tuvo lugar la solemne consagración. El pueblo vibraba de alegría. La comunidad había organizado ya en forma sólida el culto a la Virgen en sus dos advocaciones en sus respectivos templos. La nueva iglesia estaba concluida con todos los detalles de ornamentación y elementos necesarios para el culto. Cabe preguntarse porqué tardaron cinco años para consagrar la iglesia. Es probable que haya influido el ambiente político que cada vez simpatizaba menos con la Iglesia granadina. Recordemos que en este tiempo se está gestando la revolución y las manifestaciones religiosas eran cada vez más atacadas. La jerarquía estaba en la mira del gobierno. Lógico que esta situación tuvo que influir y retardar este acontecimiento de la consagración. Sin embargo la celebración fue solemnísima, con mucha publicidad, regocijo y participación de las autoridades y del pueblo. El Gobernador de la Provincia había sido el gran impulsor de la obra, autorizando su construcción en plena calle pública y honrando con su presencia los actos más importantes.

Como para estas fechas ya monseñor Mosquera había fallecido y monseñor Herrán el nuevo arzobispo no podía desplazarse para presidir la ceremonia de consagración del nuevo templo, fue preciso esperar. Cuando llegó la noticia del nombramiento de fr. Bernabé Rojas, O.P., como Obispo de Santa Marta, surgió la idea de que fuera él quien hiciera la consagración del templo como delegado del Arzobispo de Bogotá. Este era el deseo del padre Páez y quizás le pidió esta gracia a la Virgen. Lo cierto es que antes de hablar sobre el particular, se adelantó el nuevo obispo dominico ofreciéndose para esta misión. El fervoroso capellán quedó muy conmovido ante esta ternura de su amadísima Virgen renovada. Monseñor Rojas había sido testigo presencial de la renovación del lienzo, luego visitó muchas veces a la Virgen y desempeñó por algún tiempo el oficio de capellán del monasterio.

Es interesante conocer un poco los detalles de la fiesta de la consagración del templo. Es el padre Páez quien nos narra aquellas jornadas de júbilo y acción de gracias que fueron el broche de oro de diez años de esfuerzos, oración, trabajo y total confianza en la Divina Providencia.

“E1 día 11 de julio de mil ochocientos cincuenta y cinco, fue recibido públicamente en este lugar, con el mayor respeto por el pueblo y personajes notables, el antiguo capellán, el testigo de la renovación, el predicador de la misma, pero ¿cuál sería la ternura, el gozo, la consternación y la impresión que este alegre recibimiento causaba en el alma del infrascripto? Solo está reservado al saber de Dios porque no es posible decir lo que apenas se ha podido sentir.

El día 13 de julio, aniversario del inicio de la obra, diez años antes, con inmensa alegría vivieron el feliz acontecimiento de la consagración. Todos colaboraron en la preparación de la tienda de campaña que tenía “más longitud, altitud y comodidad que la pequeña iglesia del carmen. Con sacristía y lugar proporcionado para los músicos y cantores, con portada, torre y dos campanas. Toda la tienda de campaña cubierta y decorosamente adornada, alfombrada y con el estrado hasta la plazuela. Con asientos bastantes. Colocado el solio de damasco y pontificio en su propio lugar. Dividido el recinto episcopal y del clero por barandas...”

Nos describe luego minuciosamente todos los detalles de la larguísima ceremonia. El pueblo participó en cada acto con profunda fe. Con ternura casi contagiosa nos narra cada paso para mostrarnos cómo van quedando “repletos de bendiciones” los muros exteriores e interiores, el trono, el piso, las imágenes, las cruces, las mesas y utensilios del altar etc. El pueblo estaba como anonadado ante la majestad de aquellas ceremonias que iban consagrando para Dios el templo labrado con las manos de tantos hombres y mujeres de fe, movidos por el amor mariano más acendrado. Por eso gozaron lo indecible viendo consagrado aquel lugar santo que un día soñaron.

El 19 de julio concluyeron las fiestas de la dedicación con un gesto filial muy significativo por cierto. Monseñor Bernabé Rojas, antes de despedirse de esta villa, quiso colocar su mitra a los pies de la Virgen, implorando para él y su rebaño, todas las gracias que necesitaba para ser un Buen Pastor.

Y termina su relato el padre Páez, desafiando a los adversarios: “Blasfemen y contradigan las obras omnipotentes de Nuestro Santísimo Dios... Digan los insensatos que la imagen hoy venerada no es del pincel divino, que a todo respondemos con hechos manifiestos. Con la construcción del templo entre las dificultades que tocaban lo imposible. Respondemos con los ornamentos y adornos. Con los beneficios recibidos. Con la perpetuidad y constancia de los cultos. Con el unánime consentimiento de los verdaderos católicos. Con las aprobaciones refrendadas por los prelados de la Iglesia. Y respondemos en suma con la consagración misma y con tantas y tantas coincidencias”.

Admirables las obras de Dios. 21 años después de la renovación, milagros del humilde lienzo y triunfando de mil dificultades, corriendo enormes riesgos, finalmente se cumplía la profecía de aquel santo sacerdote: “Con el tiempo lo verás dándole culto en su altar”.

Pero la azarosa y a la vez gloriosa historia del lienzo no termina aquí. Debía afrontar otros peligros de los cuales salió también victorioso. Es que este lienzo tiene un destino misterioso: mostrar el poder de Dios a través de signos muy humildes. De no ser así, habría desaparecido hace mucho tiempo.

En 1863 la Iglesia granadina pasaba por una época de infortunio. El gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera desató la más encarnizada persecución. Los monasterios fueron objeto del más salvaje atropello. En 1863 le tocó el tumo a este monasterio que pasó por la prueba de la expulsión, permaneciendo la comunidad siete años en la casa de los capellanes, ubicada exactamente donde hoy se levanta el hermoso convento de nuestros padres carmelitas descalzos, nuestros capellanes. Hacía tres años que se estaban ejecutando las órdenes de Mosquera y casi todos los monasterios existentes en la Nueva Granada habían sido víctimas de la maldad y ambición. Quizá la distancia de la capital del país favoreció bastante a esta comunidad, pues se mantuvieron muy informadas del curso de los acontecimientos en diversos lugares y pudieron preparar la salida, protegiendo al menos los enseres y elementos del culto. El lienzo de la Virgen fue empacado cuidadosamente y llegado el momento pudieron poner a salvo el precioso lienzo. En medio de la estrechez y pobreza de su nueva casa, hallaron un lugar para darle culto a la Virgen. Y una vez más Dios iba a mostrar que el invencible lienzo estaba destinado a desafiar todas las vicisitudes.

Es la cronista quien nos cuenta el hecho asombroso del que fueron testigos no solo las monjas sino los sacerdotes que estaban presentes. Escuchemos su relato:
El 14 de octubre de 1863 se hacía por primera vez una velación solemne en el oratorio. Celebraba la misa el señor presbítero Dionisio Rodríguez después de haber celebrado el señor presbítero doctor Bonifacio A. Toscano, electo dos años después Obispo de Pamplona. Nuestro padre José Joaquín Páez y el Rvdo. P. Rodríguez. Al tiempo del ofertorio, abrió para salir el R.P. Rodríguez el bastidor de vidrieras que daba al claustro: agitó el viento uno de los cirios cuya llama prendió en un ramo de flores artificiales y de allí pasó en brevísimos instantes a los adornos del pequeño altar. El cuadro de Nuestra Señora de Chiquinquirá ocupaba el principal lugar, colocado todavía en una caja estrecha de madera en la cual lo habíamos guardado antes de la expulsión para ocultarlo. Dos cortinas de damasco de seda cubrían el interior de la caja y puertas y en ellas prendió el fuego con fuerza. Todo el altar era una llama y ésta había subido al cielo raso de lienzo del oratorio. El celebrante tomó en sus manos la custodia en la cual estaba el Santísimo Sacramento y se retiró a un ángulo del oratorio. Los demás sacerdotes trabajaban en apagar el fuego y nosotras llevábamos para ello agua y ramas empapadas en ella, pero el fuego no cedía. Por fin nuestro padre Páez, con esa fe que lo caracterizaba, dijo, puesto de rodillas y dirigiéndose a nuestra Señora: “Mamá Linda defiéndase de las llamas” y entonó el Magníficat. Al pronunciar esta palabra descendieron todos los adornos del altar en su mayor parte reducidos a cenizas y el fuego se extinguió. Creímos que el cuadro de Nuestra Señora, tesoro de inestimable valor para nosotras había sido reducido a cenizas, pero luego que el humo se disipó, tuvimos el indecible consuelo de ver que era éste el único objeto que el fuego había respetado. Pocas horas después, examinándolo de cerca hallamos que se había saltado una esmeralda del cetro y ahumado un poquito una pequeña parte del marco de plata, sin haber tocado el fuego ni aun la seda porque estaban puestos los adornos ni los pequeños plumajes de los ángeles que la coronan, sin embargo de haber quedado reducido a cenizas el velo que lo cubría y que durante la función estaba levantado”.

El lienzo salió milagrosamente ileso. A la voz del fervoroso capellán que implora sencillamente un milagro de la Virgen, el fuego obedece y de inmediato se extingue. Una vez más supera la prueba del fuego. La primera fue la del Arzobispo que estaba decidido a acabar con los problemas suscitados a raíz de la renovación.

Este lienzo que veneramos hoy, lleva casi dos siglos predicando desde su silencio elocuente que está destinado a sobrevivir.

Con el correr de los tiempos cambiaron también los avatares del humilde lienzo. La ambición de los hombres quiso arrebatarle las alhajas que sus devotos le habían regalado como muestra de amor y gratitud. Efectivamente, en la segunda mitad del s. XX., experimenta el pobre lienzo otro golpe, esta vez para despojarlo de las joyas. El 29 de mayo de 1960, los amigos de lo ajeno penetraron en la iglesia, rompieron el vidrio del cuadro y le robaron la corona de la Virgen y el Niño, el cetro y que poseía, otros adornos valiosos que poseía. Nuevamente el lienzo salió ileso. Habría podido quedar destrozado por la forma como fueron arrancadas las alhajas. El pobre lienzo totalmente frágil y sin embargo nada le pasó. Una vez más el lienzo salió victorioso. 20 años más tarde, el 25 de marzo de 1980, el lienzo fue objeto de la ambición, creyendo que tenía joyas muy valiosas. Dos hombres rompieron las puertas de la iglesia, abrieron los dos sagrarios pero no encontraron el Santísimo, rompieron el vidrio del cuadro de la Virgen Renovada, le arrancaron la corona y otras joyas que no tenían valor pero el lienzo no sufrió ningún daño. No hay duda. El humilde lienzo de don Benedicto de la Borda está protegido por la mano invencible de Dios. Enteramente frágil. Tan pobre y débil ha sido escogido como instrumento y signo de la omnipotencia divina. Es un lienzo a prueba de fuego. Sin embargo parece que se deshace con solo mirarlo.

En este recorrido histórico, hemos seguido paso a paso, aunque en síntesis ciertamente, la andadura del portentoso lienzo, desde el momento que fue hallado en la casa arruinada por el santo capellán del monasterio en el año de 1810. Lo hemos visto entrar a la clausura en 1813. Es recibido con muy poco entusiasmo por las monjas. Sin embargo, logra un honroso lugar en el cuarto de enseres viejos y esto en atención a que era regalo del santo capellán. Pasan los años y el lienzo permanece bajo la mirada unas veces incrédula y otra devota de las monjas. Silenciosamente va conquistando el corazón de algunas. Llega la época de los milagros portentosos. Al fin le brindan veneración por la época de Navidad. Sale de la penumbra, les deja ver algunos destellos de luz. Finalmente deslumbra a la comunidad con el resplandor de su renovación. Sigue la difícil etapa del culto público en que recibe ataques de diversos flancos. Hace una gira triunfal y regresa a la villa. Crece el número de sus devotos y surge la necesidad de un templo grande. 10 años más tarde es colocada con inmensa alegría en su trono. Acompaña a sus amadas hijas en el destierro. Allí sale ileso del fuego. En el s. XX le arrebatan sus joyas y nuevamente sale ileso el humilde lienzo. Definitivamente “Mamá Linda” está revestida de la omnipotencia de Dios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario