miércoles, 10 de mayo de 2017

María de Fátima



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana


13 de junio de 1917. Lucía de Jesús Do Santos, en su diálogo con la Bienaventurada Virgen María en la Cova de Iría, recibió una  profecía que sumergió a la mariología contemporánea en una  desconocida profundidad del misterio de Cristo: “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”. La frase, con ecos de victoriosa maternidad, encendió una esperanza de interminables gracias.

El anuncio, bajo esa preciosa forma, recordó la sublime encarnación del Verbo en su delicado seno. Allí el primer devoto de María Santísima aprendió a embriagarse del amor humano. El sentimiento se hizo sangre y la Eucaristía quedó guardada en la claridad deslumbrada del Tabernáculo del Altísimo. María, madre. María, sagrario.

El Corazón Inmaculado de María abrazó el vivaz latido del Sagrado Corazón de Jesús. El sonido de tan inefable alegría perfumó el milagro de la unión hipostática de Dios con la naturaleza humana.  María, corredentora.

El lábaro cruel los aguardaba. La misión traspasaría su alma. María de la Cruz. María de los Dolores. María de luto. María de la  Resurrección. Cristo, el salvador del hombre, se hizo el Dios del corazón lanceado. La herencia de su herida se derramó en Fátima.

Nuestra Señora entregó una cátedra de eternidad. La enseñanza  reiteró la absoluta predilección del Creador por la sensible caridad mariana. Lucía, la pastorcita, acogió el siguiente evangelio:

“…Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien abrace, le prometo la salvación; y serán amadas de Dios estas almas, como flores puestas por mí para adornar su trono…”


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