miércoles, 28 de junio de 2017

Un milagro para publicar en Veritas


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Los caminos de Güicán de la Sierra escuchan de madrugada el trasegar de la esperanza, bañada en ángelus y jaculatorias. Es el   reloj de la historia que marcó la hora del retorno a la tradición. Una familia soltó el azadón y levantó los corotos para emprender la travesía del páramo guiada por una anciana nonagenaria de paso ágil y fe de carbonero.

Atrás, en el rancho, la algazara matutina equivalía a la partida.

La enseñanza de sus mayores seguía vigente. La venerable anciana los invitó a visitar a la Señorita en su casa de Chiquinquirá para llevarle sus mandas. Era la inmensidad de un cariño represado que muchas veces se desbordaba por sus ojos para refrescar una sonrisa de alegría.

La memoria de doña Gracia de la Encarnación viuda de Cocunubo guardó los relatos tejidos por la oralidad campesina en  el telar del coplerío. Su voz trasportó a sus tataranietos a la época en que sus antepasados muiscas escuchaban a doña María Ramos hablar, con su acento sevillano, de la Rosa del Cielo. Los indígenas ladinos entendieron bien pronto el fenómeno sobrenatural ocurrido en la capilla de los Aposentos de Chiquinquirá. Los niños, de oídos y almas receptoras, aunque atentos y pegados a sus faldas no comprendían cómo una pintura tan fea pudiera hacer prodigios.

-¿Acaso un cuadro puede curar a los tullidos?, preguntó el pequeño Romualdo con cierta ironía propia de la escuela primaria. La mordacidad estaba sustentada por el recién llegado  computador personal al recinto escolar. En aquellos parajes, la tecnología insistía en desplazar a la religión católica.

No contento con su cuestionamiento prosiguió con su infantil perorata. La profesora le enseñó que ya no existen los romeros. Ahora manda la fibra óptica. Por eso, la misa de Chiquinquirá la pasan por televisión los domingos.
La paciencia bondadosa de la relatora lo miró tiernamente y le pidió que se concentrara en el paso de la mula recién herrada. Las cabezas de los clavos y las herraduras sacaban unas chispas azules del empedrado. Es la melodía del trajín que sigue intacta entre el tiempo del adviento y la Navidad. Nada la cambió, le explicó. El  sonido de la ruta les trajo los ecos de una muchedumbre que pasó agitada durante 430 diciembres para cumplirle una cita a la Virgencita Morena.

El rastrillar cadencioso de los cascos del mular no trajo la respuesta y antes de que el pequeñuelo volviera a hablar la  “Lita” o en el diminutivo espontáneo del chicuelo le resolvió el enigma.

Mi mama contaba que cuando ella estaba volantona, un curita de la religión de Santo Domingo le explicó lo que pasó en la finca de la señora Catalina. En el cuadro renovado vive Nuestra Señora, humilde y pobre. Es el pesebre que Dios en su infinita bondad les  regaló a sus mayores para que fueran a visitar al Redentor del mundo en los brazos de la Santísima Virgen María, su madre.

Luego la parcela de la encomienda se convirtió en aldea. El caserío creció hasta ser una ciudad cuyo corazón es tan famoso que lo llamaron la Villa de los Milagros.

“Yo conocí a muchos lisiados y descuajados que fueron curados por la Virgen de Chiquinquirá”. Los traían en un guando y se les dejaban a la mera piedad de un padrenuestro. La mayoría no alcanzaba a entrar en la iglesia pues la montonera no cabía en la Plaza de la Concepción ni en la de abajo. La gente acampaba en los potreros aledaños. Los enfermos se persignaban cuando veían la cúpula de la basílica…

Los más enclenques esperaban su turno durante horas para poder cumplir la promesa frente al altar. Las muletas caían al piso. Y ahí era la gritería y el desparpajo porque un pasaje del Evangelio de Lucas, ante el lienzo milagroso, cobraba vida en cada palabra.
“…Los envió a decir al Señor: ‘¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?’
 
Cuando se presentaron ante él, le dijeron: ‘Juan el Bautista nos envía a preguntarte: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?’. 

En esa ocasión, Jesús curó mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. 
Entonces respondió a los enviados: ‘Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. 

¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!” (Lucas 7, 19-23).
El tataranieto, iluminado por la luz de la escritura, pudo comprender sin dudas la razón de los sucesos que siguen ocurriendo en aquel santuario mariano porque la misericordia del Altísimo es eterna.

La travesía continuó en un silencio respetuoso. Cerca de Sutamarchán volvieron a coger alientos para cuestionar sobre el porqué andar tanto si la mayoría de los paisanos contrataban buses de turismo. Los más pobres negociaban con el chofer del camión de la leche para que hiciera el favor de recogerlos en las veredas.

Los jóvenes mayorcitos tan escépticos a la mística cristiana, pero tan devotos del mecanismo condicionante de las modas cibernéticas retaban con sus burlas a la venerable anciana.

Entre risas y chistes flojos planeaban su destino bajo el trazo pagano de la magia y la suerte. Dos variables que justifican la ignorancia de los valores inmutables del cristianismo. La transposmodernidad, inmunizada contra toda conducta de esfuerzos superiores, vive inclinada ante al ídolo manual, un teléfono inteligente. El aparato es tan avispado que es capaz de encorvar a la esbelta figura femenina. La misma que con sus desnudos lideró el Renacimiento.



El choque generacional no dejó dudas. La Virgen de Chiquinquirá sí existe porque las aplicaciones que funcionan dentro de la máquina recogen una parte del legado de la nacionalidad encarnado en la abuela. Ella, la mujer vigorosa, sabe que pasó de los noventa años sin necesitar de un GPS para orientarse por las sendas de la fe ni por las trochas polvorientas del Boyacá heroico.

Al rato descansó, junto a una gran roca colonizada por el musgo. La generación de los corcovados se dedicó a realizar comentarios inapropiados porque la señal telefónica se perdía con frecuencia. Los más ociosos juraban que si seguían a la pata de la parentela de pronto se ganaban la Lotería del Cauca para comprar un jeep campero. El vehículo los llevaría por carreteras pavimentadas hasta la Ciudad Promesa. Las habladurías fueron verticalmente interrumpidas. La matrona se persignó junto al fogón de tres piedras, donde los andariegos calentaron sus fiambres, y escuetamente les recordó: “donde se reza el santo rosario no falta lo necesario, decían los antiguos”.

El murmullo celestial bien pronto captó la atención de los 28 integrantes de la romería que sumaron sus preces al salterio. En el tercer misterio gozoso, el ritmo delicado de la oración, la fatiga, el estómago repleto de carbohidratos y cerveza puso a dormir entre el pastizal a la tercera parte de los viajeros. La función onírica, que tentó con su placer de siesta bucólica a las almas, solo hizo estragos en los varones veinteañeros. El resto mantuvo la compostura del peregrinaje que dista mucho del coloquial paseo de olla.

La infancia peregrina de la mano de sus mayores. Foto. Julio Ricardo Castaño R.
El sudor empapó los pañuelos de húmedas fatigas. Las cotizas descocidas y las rodillas laceradas marcaron la llegada hasta el trono de la Patrona. La  bella usanza ejerció el sagrado derecho a pervivir.  El chino romualdito preguntó: “Lita, qué milagro hará la Virgencita”. La señora sin mirarlo le respondió: “Ya hizo uno que es digno de publicarse en el Veritas. Todos sus primos apagaron el celular”.






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