jueves, 30 de noviembre de 2017

El silencio habló en Chiquinquirá

  
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La renovación del lienzo de la Virgen de Chiquinquirá tiene como instrumentos a un sexteto de españoles. Tres mujeres y tres hombres. Ellos desempeñaron la tarea importante de redactar la historia celestial con tintas colombianas.

Sin embargo, ninguno de esos personajes pudo dar su versión de los hechos. El vacío enorme, que dejó su mutismo, hizo más profundo el misterio del milagro porque separó la realidad ejecutada por el hombre de la acción de Dios.

Para comprender el planteamiento es necesario colocar a los actores en la escena de las respuestas para que las dudas no impongan las desdichas de sus sombras. 

La cortesía obligaría a desenredar la madeja del episodio por el bello género, pero las circunstancias del acontecer invitan a seguir una secuencia cronológica.

El punto que reclama la atención de la academia dice que el  encomendero Antonio de Santana, el dominico Andrés de Jadraque y el maestro Alonso de Narváez no pudieron contemplar el prodigio de la restauración. Ellos formaron parte solamente de la base humana de un suceso divino. Sus nombres acompañan la tradición y la Historia como soporte fundamental de un hecho trascendental.

El por qué el trío de varones no pudo estar el 26 de diciembre de 1586 en Chiquinquirá tiene respuestas simples que obedecen a circunstancias cotidianas. La especulación sobre el tema cae por la ley de natural en su ciclo eterno de retorno al polvo o al olvido.

Los señores, al igual que Moisés, no entraron en la tierra prometida de Chiquinquirá cuando fue iluminada por la evangelización mariana, arcano místico del Fiat. 

Antonio Santana, el viejo soldado de la conquista de las Indias Occidentales, no fue un modelo de santidad digno se subir a los altares. Él descansó en la paz del Señor en la ciudad de Tunja en el año de 1582.

Alonso de Narváez siguió el camino del encomendero en octubre de 1583. La señorial Tunja acogió sus restos vestidos con el hábito de Santo Domingo, porque así lo pidió en su testamento.

Fray Andrés de Jadraque, O.P., descansó en la paz del Señor  en Mariquita (Tolima) 1612. Él vivía en el convento de la Orden de Predicadores a donde había sido trasladado en 1574. Hasta su celda llegó el relato del prodigio de Chiquinquirá. El buen hermano no dejó una memoria escrita de su participación en el diseño del lienzo. 

Los tres, que gestaron desde sus oficios, la imagen de la advocación de la Santísima Virgen María más amada del Nuevo Reino de Granada no estuvieron en el día cumbre. El encomendero pagó, el fraile asesoró, y el pintor plasmó, pero ninguno certificó el cambio. “…sino como está escrito: cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman…” (1 Corintios 2,9).

Ahora, las féminas que sí tenían un derecho adquirido para testificar guardaron un complejo silencio. La silente conducta fue impuesta por diferentes motivos. Catalina García de Irlos, viuda de Santana  y encomendera de los Aposentos de Chiquinquirá, era un testigo principalísimo. Sus ojos contemplaron la vida útil, la destrucción y la renovación del cuadro que ayudó a catequizar a un pueblo desamparado del oficio divino. La señora no fue llamada a declarar en el proceso donde se vinculó a María Ramos y Juana de Santana, sus amigas y huéspedes de su morada.

Quizás los jueces investigadores decidieron no involucrarla en asunto tan delicado por ser ella la dueña del predio. Acaso  Catalina no le quiso hacer contrapeso con su figura de encomendera a Ramos. Quedó pues ese vacío historiográfico como un interrogante para resolver.

La siguiente excluida de la investigación fue doña Ana de Prado, la viuda del templista Narváez. La pobre mujer, para la época de las indagaciones sobre el prodigio, llevaba sobre sus hombros un pleito promovido por los albaceas de su difunto esposo. Lo sujetos la acusaron de vender muebles y enseres para dar de comer a sus hijos. La iniquidad de la sabia jurisprudencia, como en cualquier época, hace de la corrupción un mal que se ensaña contra los débiles.

La trilogía de varonas se cierra con Anita de los Reyes, la juvenil hija de María  Ramos y Alonso Hernández. Ella conoció la manta del algodón en su deplorable estado en la capilla-choza de Chiquinquirá. Ana no aparece como declarante en las averiguaciones previas. Tal vez regresó a Tunja después de haber dejado instalado a su madre en la casa de los aposentos de Catalina García.

Ana vuelve a figurar, a edad ya madura, como una de las fundadoras de la Hermandad de la Purísima en honor de la Virgen María en el sitio de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, (octubre de 1630). Su actitud rezagada confirma que heredó de su madre la devoción mariana por la Señora del Terebinto.

La ausencia de los gestores, como parte integral de un fenómeno que crecía, válida el proceso canónico al no permitir que los  dueños, conceptuales y materiales de la pintura, pudieran intervenir en el derrotero de las pesquisas que se realizaron.

La indagación mostró la poderosa humildad de María Santísima. Ella gestó la regeneración de la tela al repetir la frase que engendró a Cristo: Fiat mihi secundum verbum tuum.

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