jueves, 1 de noviembre de 2018

La manta de la tierra, el misterio chiquinquireño



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

El día en que Bochica le enseñó a hilar el algodón al pueblo muisca comenzó la historia del lienzo de la Virgen de Chiquinquirá.

La siembra del algodón, en la era prehispánica y durante la Colonia, usó las tierras de los muzos, los guanes y las fronteras bajas de las comunidades muiscas del altiplano cundiboyacense.

Una manta cualquiera formó parte de esa tradición comercial entre los de Boyacá y sus vecinos de los pisos términos cálidos. En esas zonas se cultivaba una planta de flores amarillas con manchas rojas y fruto en cápsula que contiene semillas envueltas en una pelusa blanca y suave (Gossypium barbadense).

La materia prima fue cambiada por maíz o papa después de la cosecha de 1560.  Los copos blancos fueron hilados por mujeres y los hilos tejidos por varones en Tibaná. Luego fue comprada en Tunja por Alonso de Narváez, según explicó el historiador Víctor Raúl Rojas (Q.E.P.D) en una carta a este redactor. En aquella época esa pieza pudo costar una fanega de maíz (media carga, 65 kilos).

La trayectoria del trueque y el comercio de la manta quedaron enmarcados en una etapa de cambios culturales. El Evangelio de Cristo modificaría las conductas rituales propias de la mitología indígena.

La enseñanza de la ciencia teológica en las capillas doctrineras permitió integrar a distintos clanes compuestos por laicos. Esa colectividad permitió que existieran vínculos comerciales y culturales entre ellos.

El conjunto y condición de los fieles, que no tomaron las órdenes religiosas, formó un gran laicado cobrizo. Ese conglomerado fue testigo del nacimiento de la Villa de los Milagros.

Los lugareños que tuvieron responsabilidad en la preparación del portento, que ratificó el título de la aldea, se pueden asociar en tres grupos. El primero estuvo compuesto por los nativos sembradores, recolectores y comerciantes.

El segundo fue una tribu distinta que manufacturó, a través del tejido, el producto. Al trasformar el material básico se cambió el uso. Las mantas se convirtieron en prendas de vestir, moneda de pago, tributo para el encomendero, vestimenta sagrada para sus caciques y sustento económico de las aldeas.

El tercero quedó compuesto por los forasteros, una minoría que estuvo representada por la clase dirigente. Un trío de españoles marcó la pauta. Ellos realizaron la primera figura de María Santísima que se delineó sobre un tejido de algodón en el Nuevo Reino de Granada. El fraile Andrés de Jadraque, O.P., el encomendero Antonio de Santana y el pintor Alonso de Narváez

El hermano lego indicó la necesidad de ilustrar la catequesis, el patrón pagó por la elaboración de la pintura 20 pesos oro y el artista dibujó una imagen de la Virgen del Rosario en compañía de san Antonio de Padua y san Andrés Apóstol, 1562.

La imagen

En ese punto quedan varias preguntas para estudiar en futuras investigaciones. ¿Por qué tan costosa la obra del templista? Entre 15 y 17 pesos hubiera sido el precio justo, incluido el costo de la manta.

La creación de Alonso de Narváez, que reposa en la Basílica Menor de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquira (Boyacá), mide 1,19 m x 125 m y contrasta severamente en tamaño con el modelo usual. El largo tiene tres palmos menos que la medida estándar. ¿Por qué la manta es más ancha que larga?

Seguramente el artista, para ahorrar tiempo y elementos pictóricos, la recortó a su gusto y conveniencia de artista ocupado en sus menesteres de platero.

“…El tamaño de las mantas prehispánicas generalmente era de 1,80 m de largo x 1,20 m de ancho aproximadamente, medidas tomadas a partir de una de las pocas mantas que se ha hallado completa en Santander (Colombia)…” (Cf. Laura Liliana Vargas Murcia. “de Nencatacoa a san Lucas: mantas muiscas de algodón como soporte pictórico en el Nuevo Reino de Granada”. Bogotá. Ucoarte. Revista de Teoría e Historia del Arte, 4, 2015, pp 25-43”.

Los estudios radiológicos realizados por María Cecilia Álvarez White arrojaron un resultado, que por la densidad del tejido, se podría pensar que pertenecía a las mantas denominadas “chingas” o comunes. Lo cual ratifica esa predilección de Dios por los humildes.

“En cuanto a la manufactura de la tela, se ha comprobado, mediante el análisis microscópico de la fibra, que se trata de un tejido de algodón. La tela tiene una contextura muy delgada, de trama abierta, con un promedio de 14.5 hilos por centímetro cuadrado y tejida en telar manual. Lo más probable, sobre todo por lo delgado de las fibras y lo abierto de la trama, es que para darle un poco de rigidez al soporte, se haya encolado.

La obra no muestra la capa de base de preparación que habitualmente sirve de apoyo a la capa pictórica. El color se aplicó directamente sobre la tela impregnando los hilos.

Para la capa pictórica se utilizó blanco de España o carbonato de calcio, que era de muy fácil adquisición en su estado natural, mezclándolo con cola como aglutinante, a lo cual fueron añadidos colores de origen orgánico, obteniendo matices en escasa gama”. (Cf. Chiquinquirá, Arte y Milagro. Museo de Arte Moderno. Bogotá, 1986. Pág. 26).

La elegida para convertirse en una página viva de la Biblia pasó por las fases de un nacimiento pictórico en Tunja. Creció como factor de apoyo a los preceptos en la capilla de la encomienda de Suta y por último murió. Dejó de ser un objeto útil para el culto católico. La deteriorada y decolorada tela halló su morada final en Chiquinquirá, donde fue trapo de oficios varios.

El despintado

La muerte del lienzo no finalizó la tarea de ser el primer docente de la escuela de María (intimidad con el misterio de la redención) en la comunidad muisca.

La crónica del deshilachado firmó el pasaporte para que la Rosa del Cielo tomara en su corazón la nacionalidad colombiana.

El trámite de la ciudadanía contó con la participación de María Ramos cuyo ramillete de virtudes teologales la movió a orar frente a un textil usado para abrigo de animales. 

Ella le construyó un bastidor y la colgó en la pared de la capilla de los Aposentos de Chiquinquirá, propiedad de Catalina García de Irlos, viuda de Santana. En aquel recinto imploró con preces dignas de mover el cielo.

Al pasar el tiempo, sus ruegos fueron escuchados. Un mestizo, el niño Miguel, hijo de Isabel de Turga, expresó: “Madre, mira que la Madre de Dios está en el suelo…” el calendario marcó el 26 de diciembre de 1586, día en Nencatacoa, deidad de los tejedores de mantas, pasó al retiro del mito.

Sobre ese instante, de iluminación celeste, quedaron las ideas del amigo chiquinquireño, Marco Suárez, experto en el tema de doña María Ramos. Él planteó tres momentos previos al instante superior de la renovación de la pintura que catequizó a los muiscas de Suta.

La trilogía comprende la acción que encierran unos verbos, muy queridos por los misioneros de antaño y hogaño: “rescatar, preparar y acompañar”.

“…Lo que en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia…” Lucas 8, 15.

María Ramos rescató el arrapiezo del “desprecio, maltrato y abandono” a que fue sometido por sus dueños como cosa estéril para lucir en un lugar sagrado.

María Ramos preparó con sus “visitas, lágrimas y oraciones” la sustancia del objeto inerte para que sobre él se ejerciera la gracia renovadora del Espíritu Santo.  

María Ramos acompañó, testificó y sirvió a su Señor en la capilla o la Casa Santa como la denominó. La pintura regresó a la vida del color y la forma para anunciar la buena nueva. El pueblo, cegado por las nieblas de la idolatría, vio la luz de Jesucristo en los brazos de la Inmaculada Concepción, María, la Virgen del Fiat.

La romería

Las voces de los indígenas católicos tuvieron un argumento irrefutable. Ellos tejieron la manta donde se manifestó la fuerza del Altísimo. La vieron recién elaborada en el taller de Narváez. Durante años asistieron a las misas dominicales delante de ese cuadro sacro. La contemplaron desteñida y raída por causa de las goteras. La llevaron de Suta a Chiquinquirá. Los mayores testificaron sobre el fenómeno. La sobrenatural restauración de las figuras cambió la ideología atávica de las comunidades raizales.

Sobre sus recios hombros salió aquel lienzo maravilloso para ir a Tunja y salvar a la ciudad de una epidemia de viruela, 1587. Los recién bautizados levantaron un templo en el cerro de San Lázaro como agradecimiento a ese prodigio. La merced divina formó parte de las doctas investigaciones que anuló cualquier intento de engendrar leyendas.

La realidad avasallante de un poder omnímodo cambió el rumbo de la faena y su apostolado. El examen inquisidor de los hechos continuó sobre el alma de los seglares asombrados hasta 1633.

En ese año la peste de Santos Gil determinó que los nietos de la primera generación sacaran en procesión a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, que al regresar de Bogotá quedó bajo el cuidado de la Orden de Predicadores. Durante siete décadas, los neogranadinos anónimos tejieron la fundamental devoción por la virgencita morena.
  

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