“Escrito está – les
dijo- mi casa será casa de oración; pero ustedes la han convertido en cueva de
ladrones”. (Lucas 19-46).
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La religión tiene un lastre mercantil cuyo peso es parte del testimonio
andariego del gentío hacia Chiquinquirá. “El bello lienzo milagroso”, como lo
llamó el señor obispo Luis Felipe Sánchez, generó una mina de oro que ni la
Iglesia, ni el Estado ni la ciudad han logrado explotar para el desarrollo
civilizador del santuario. El patrimonio inmaterial de la Nación se quedó entre
los dedos menesterosos de la juerga folclórica.
La muchedumbre se amalgamó sobre los baldosines de la Plaza de la Libertad
para escuchar la misa campal porque el prodigio de la renovación cumplió 433
años. Cada metro cuadrado generó un cliente potencial para los mercachifles que
deseaban deshacerse del inventario de cachivaches. El mercado funcionaba desde
el andén de la carrera décima, frente a la basílica, hacia el occidente.
Mientras monseñor predicaba sobre el misterio del Dios encarnado, atrás,
entre el gentío circulaba una oferta de artículos que imponían su demanda
prioritaria.
Las butacas de madera se vendían por 15 mil pesos, pero perdían terreno con
las sillas Rimax alquiladas por dos mil pesos. Eso sin contar con la sirvienta
que aún cargaba el taburete del patrón.
Cumplida la formalidad de acomodar el cuerpo para reposar de la fatiga
entraron en escena el hambre y la sed. El maní, el helado y el agua embotellada
satisficieron esos impulsos orgánicos primarios.
El clima impuso sus condiciones en una acción determinante para el alza de
las adquisiciones. El paraguas se usó para defenderse del poco sol decembrino.
La mayoría tuvo el adminículo a la mano para usar en caso de las potenciales
lluvias que preñaban las nubes grises de ese año septenario y centenario de
2019.
La pausa aquietó las carteras por un rato, pero los niños incrementaron el
gasto presupuestal. El algodón de azúcar, con su color rosado pálido, era
devorado por los mordiscos de infantes desasosegados. Ellos reclamaron las
bombas inflables con figuras del ratón Miguelito mientras sonaban los pitos que
trinaban con saliva. La infantil sociedad de consumo se mostró insaciable. La
horda de muchachitos extorsionaba a sus progenitores.
Vendían su silencio
ritual exigiendo más baratijas. Era la octava de Navidad y las pompas de jabón
ofertaban las ilusiones del aquel juego de compras.
Los mayores, adolescentes y abuelos, participaron de la puja. Los
venerables ancianos exigían la pomada de marihuana para la artritis. Los
jóvenes innovadores adquirieron una varilla metálica para enroscarla a su
teléfono móvil. Las selfis certificaban la participación en directo de la ceremonia.
Los gariteros trajeron sus juegos de azar para apropiarse de las baldosas
menos sucias. Ellos lanzaron sus apuestas sin respeto por la tradición
litúrgica del evento. La avaricia poseía sus haberes. A su lado se vendía los
banderines estampados con imágenes de la Chinca. Los motivos eran sacados de la
internet o de la imaginación del algún publicista que decidió innovar el
concepto gráfico de la advocación.
Los teléfonos móviles seguían atendiendo las llamadas inoportunas para
concretar la invitación a almorzar. Las comunicaciones comprendían ese otro
renglón de gastos oficiales incluidos dentro de la visita de la promesa grande.
La única compra que cumplió con el derecho ancestral de rendir un homenaje
a la Reina de Colombia fueron las rosas. Los devotos raizales lanzaron sus
pétalos al paso humilde de sus cargueros.
El ritmo agotador de las transacciones se asemejaba a un dominical parque
de diversiones. Los papás modernos llevaron las patinetas de colorines
estridentes para que sus chicos las estrenaran contra los tobillos de los
penitentes.
El murmullo crecía con las angustias propias del afán. El consumo desmedido
de ciertas bebidas, con alto contenido diurético, pasó su cuenta de cobro. Las
idas en busca de un baño incrementaron los rubros por el uso de sanitarios.
La homilía del prelado llegó a su segunda parte titulada: “el personaje
central que lleva María en sus brazos” y los voceadores del almanaque Bristol
subieron el volumen para aplacar a la competencia que rebajaba el costo del
calendario de la Virgen de Chiquinquirá, el llavero y la camándula, en un combo
de oportunistas.
La repetición de gangas la interrumpió el infaltable señor lotero que
ofreció el número ganador terminado en 26. Los trabajadores de la informalidad,
algunos con acento venezolano, bajaron los precios porque se formaron las filas
para comulgar. El tiempo corría sin tregua.
Los mercaderes del templo lanzaron su producto estrella: la efigie de la
Virgen de Lourdes. Esta pieza pasó a competir contra los envases plásticos del despacho
parroquial. A esa medida se sumó el apicultor artesanal que invitó a saborear
su dulce manjar entre algunos diabéticos.
El final de la acción ferial tuvo a unos personajes singulares. Se trató de
dos frailes franciscanos que vendían estampas del lienzo original de la
Patrona. El ejemplo mercantilista dado por los monjes tranquilizó la conciencia
usurera de los laicos.
Los practicantes de la regla de san Francisco de Asís obtuvieron manojos de
billetes al dejar sin contexto el negocio de los pobres de sayal, Ordo Fratrum Minorum.
La bendición apostólica, con indulgencia plenaria, cerró el año jubilar y
la multitud piadosa se marchó presurosa. El resto de visitantes pertenecía a
una subespecie del veraneante nacional que adonde llega espera que le rindan
pleitesía.
El turismo histórico y cultural de la Villa de los Milagros quedó relegado
a una venta de ocasión.