viernes, 21 de febrero de 2020

La romería, un negocio peregrino



“Escrito está – les dijo- mi casa será casa de oración; pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones”. (Lucas 19-46).

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La religión tiene un lastre mercantil cuyo peso es parte del testimonio andariego del gentío hacia Chiquinquirá. “El bello lienzo milagroso”, como lo llamó el señor obispo Luis Felipe Sánchez, generó una mina de oro que ni la Iglesia, ni el Estado ni la ciudad han logrado explotar para el desarrollo civilizador del santuario. El patrimonio inmaterial de la Nación se quedó entre los dedos menesterosos de la juerga folclórica.

La muchedumbre se amalgamó sobre los baldosines de la Plaza de la Libertad para escuchar la misa campal porque el prodigio de la renovación cumplió 433 años. Cada metro cuadrado generó un cliente potencial para los mercachifles que deseaban deshacerse del inventario de cachivaches. El mercado funcionaba desde el andén de la carrera décima, frente a la basílica, hacia el occidente.

Mientras monseñor predicaba sobre el misterio del Dios encarnado, atrás, entre el gentío circulaba una oferta de artículos que imponían su demanda prioritaria.

Las butacas de madera se vendían por 15 mil pesos, pero perdían terreno con las sillas Rimax alquiladas por dos mil pesos. Eso sin contar con la sirvienta que aún cargaba el taburete del patrón.

Cumplida la formalidad de acomodar el cuerpo para reposar de la fatiga entraron en escena el hambre y la sed. El maní, el helado y el agua embotellada satisficieron esos impulsos orgánicos primarios.

El clima impuso sus condiciones en una acción determinante para el alza de las adquisiciones. El paraguas se usó para defenderse del poco sol decembrino. La mayoría tuvo el adminículo a la mano para usar en caso de las potenciales lluvias que preñaban las nubes grises de ese año septenario y centenario de 2019.

La pausa aquietó las carteras por un rato, pero los niños incrementaron el gasto presupuestal. El algodón de azúcar, con su color rosado pálido, era devorado por los mordiscos de infantes desasosegados. Ellos reclamaron las bombas inflables con figuras del ratón Miguelito mientras sonaban los pitos que trinaban con saliva. La infantil sociedad de consumo se mostró insaciable. La horda de muchachitos extorsionaba a sus progenitores. 

Vendían su silencio ritual exigiendo más baratijas. Era la octava de Navidad y las pompas de jabón ofertaban las ilusiones del aquel juego de compras.
Los mayores, adolescentes y abuelos, participaron de la puja. Los venerables ancianos exigían la pomada de marihuana para la artritis. Los jóvenes innovadores adquirieron una varilla metálica para enroscarla a su teléfono móvil. Las selfis certificaban la participación en directo de la ceremonia.

Los gariteros trajeron sus juegos de azar para apropiarse de las baldosas menos sucias. Ellos lanzaron sus apuestas sin respeto por la tradición litúrgica del evento. La avaricia poseía sus haberes. A su lado se vendía los banderines estampados con imágenes de la Chinca. Los motivos eran sacados de la internet o de la imaginación del algún publicista que decidió innovar el concepto gráfico de la advocación.

Los teléfonos móviles seguían atendiendo las llamadas inoportunas para concretar la invitación a almorzar. Las comunicaciones comprendían ese otro renglón de gastos oficiales incluidos dentro de la visita de la promesa grande.

La única compra que cumplió con el derecho ancestral de rendir un homenaje a la Reina de Colombia fueron las rosas. Los devotos raizales lanzaron sus pétalos al paso humilde de sus cargueros.

El ritmo agotador de las transacciones se asemejaba a un dominical parque de diversiones. Los papás modernos llevaron las patinetas de colorines estridentes para que sus chicos las estrenaran contra los tobillos de los penitentes.

El murmullo crecía con las angustias propias del afán. El consumo desmedido de ciertas bebidas, con alto contenido diurético, pasó su cuenta de cobro. Las idas en busca de un baño incrementaron los rubros por el uso de sanitarios.

La homilía del prelado llegó a su segunda parte titulada: “el personaje central que lleva María en sus brazos” y los voceadores del almanaque Bristol subieron el volumen para aplacar a la competencia que rebajaba el costo del calendario de la Virgen de Chiquinquirá, el llavero y la camándula, en un combo de oportunistas.

La repetición de gangas la interrumpió el infaltable señor lotero que ofreció el número ganador terminado en 26. Los trabajadores de la informalidad, algunos con acento venezolano, bajaron los precios porque se formaron las filas para comulgar. El tiempo corría sin tregua.

Los mercaderes del templo lanzaron su producto estrella: la efigie de la Virgen de Lourdes. Esta pieza pasó a competir contra los envases plásticos del despacho parroquial. A esa medida se sumó el apicultor artesanal que invitó a saborear su dulce manjar entre algunos diabéticos.

El final de la acción ferial tuvo a unos personajes singulares. Se trató de dos frailes franciscanos que vendían estampas del lienzo original de la Patrona. El ejemplo mercantilista dado por los monjes tranquilizó la conciencia usurera de los laicos.

Los practicantes de la regla de san Francisco de Asís obtuvieron manojos de billetes al dejar sin contexto el negocio de los pobres de sayal, Ordo Fratrum Minorum. 

La bendición apostólica, con indulgencia plenaria, cerró el año jubilar y la multitud piadosa se marchó presurosa. El resto de visitantes pertenecía a una subespecie del veraneante nacional que adonde llega espera que le rindan pleitesía.

El turismo histórico y cultural de la Villa de los Milagros quedó relegado a una venta de ocasión.