
Academia de estudios marianos, fundada el 22 de septiembre de 1959 por el sacerdote alemán Richard Struve Haker, en el Santuario de Nuestra Señora de la Peña de Bogotá, con el permiso de la XIX Conferencia Episcopal Colombiana. La Revista Regina Mundi es su órgano de difusión. www.sociedadmariologicacolombiana.com
jueves, 24 de noviembre de 2022
lunes, 21 de noviembre de 2022
Dio fe al mensaje divino y concibió por su fe
Agustín de Hipona, obispo
Sermón 25, 7-8: PL 46, 937-938
Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella?
Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.
María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.
Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.
miércoles, 16 de noviembre de 2022
"El Hijo del hombre, no tiene dónde reposar la cabeza"
Sacrum commercium, 19 y 20 . Alianza de San
Francisco con la dama Pobreza. (Trad: Salvador Biain, o.f.m.- BAC 399- Madrid,
1998, 7ª edición –reimpresión-)
Enamorado de tu belleza, el hijo del
altísimo Padre se unió solamente contigo en el mundo y te halló fidelísima en
todo. En efecto, antes de que Él descendiera a la tierra procedente de la
patria luminosa, ya le tenías dispuesto un lugar adecuado, un trono donde
sentarse y un lecho en que descansar: la Virgen pobrísima de la que nació,
iluminando este mundo. Cierto es que saliste fielmente al encuentro del recién
nacido, de suerte que en ti y no entre delicias hallara Él su morada preferida.
Fue puesto -dice el evangelista- en un pesebre, porque no había sitio para Él
en la posada. Y lo acompañaste siempre, sin separarte jamás de Él durante toda
su vida, de modo que -cuando apareció en la tierra y vivió entre los hombres-,
mientras las zorras tenían madrigueras y las aves del cielo nidos, Él, en
cambio, no tuvo dónde reclinar la cabeza. Después, cuando abrió su boca para
enseñar -Él que en otro tiempo había despegado los labios de los profetas-, de
entre las muchas cosas que habló, fuiste tú la primera a quien alabó, la
primera a quien enalteció al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
Además, en el momento de elegir a
algunos testigos fidedignos de su santa predicación y gloriosa vida para la salvación
del género humano, no escogió, ciertamente, a unos ricos mercaderes, sino a
pobres pescadores, dando a entender con semejante predilección cómo deberías tú
ser estimada de todos. Finalmente, para que se hiciera patente a todos tu
bondad, tu magnificencia, tu fortaleza y dignidad; para dejar en claro que tú
aventajas a todas las virtudes, que sin ti no puede haber ninguna y que tu
reino no es de este mundo, sino del cielo, fuiste tú la única que permaneciste
unida al Rey de la gloria cuando todos sus elegidos y personas queridas lo
abandonaron cobardemente.
Pero tú, como fidelísima esposa y
tiernísima amante, no te separaste ni un solo instante de su compañía; incluso
te mantenías más firmemente unida a él cuando veías que era más despreciado de
todos. Y en verdad que, si tú no lo hubieras acompañado, nunca habría podido
recibir Él un menosprecio tan universal. Sólo tú le consolabas. No lo
abandonaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y en la misma cruz -desnudo
ya el cuerpo, extendidos los brazos y elevadas las manos y los pies- sufrías
juntamente con Él, de suerte que en el Crucificado nada aparecía más glorioso
que tú.
jueves, 10 de noviembre de 2022
María en la luz del Verbo hecho hombre
Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, § 63,65
La Virgen Santísima, por el don y la
prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por
sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia.
La Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la
caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la
Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima
Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto
de la virgen como de la madre. Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al
mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la
antigua serpiente, sino al mensajero de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29), esto es, los fieles,
a cuya generación y educación coopera con amor materno…
Mientras la Iglesia ha alcanzado en
la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene “mancha ni
arruga” (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de elegidos. La Iglesia,
meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho
hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la
encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su
íntima participación en el misterio de la salvación reúne en sí y refleja en
cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada,
atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La
Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace más semejante a su excelso
Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad, y
buscando y obedeciendo en todo a la voluntad divina.
jueves, 3 de noviembre de 2022
La gracia de la sagrada esclavitud recorre como un rayo el mundo ¿Se quiere sumar?
Redacción Gaudium Press
Hay una gracia que presagia
la aurora azul celeste del Reino de María.
de todo el mundo, y por una gracia que ya presagia la aurora azul clara del Reino de María, muchas personas comienzan a tomar un primer contacto con San Luis María de Montfort y con la maravillosa devoción por él descrita y promovida, la sagrada esclavitud mariana.
Son decenas de miles que se
están consagrando a Nuestra Señora, aquí y allá, según el método enseñado por
este santo, en un hecho que presagia el advenimiento de la era marial por él
preconizada.
En estas líneas queremos
simplemente enfatizar un aspecto de esa devoción, que tal vez ayude un poco a
entenderla, o a que sea más eficaz.
Dice el santo francés que
esta practica de la sagrada esclavitud mariana – que él enseña en el Tratado de
la Verdadera Devoción a la Virgen – permite ‘construir’ la santidad, no a la
manera en que un escultor con cincel y martillo va tallando la dura roca, sino
en la forma en que un artista vacía el yeso líquido en un molde: Esta última
‘técnica’ es más rápida, y el resultado se ajusta rápida y perfectamente al
molde, que es la Virgen. El artista es efectivamente el Espíritu Santo, Autor
de toda y cualquier santidad.
Siendo el ‘molde’ de esta
devoción la propia Madre de Dios, es claro que las estatuas surgidas de este
molde tendrán calcados aspectos de la belleza de Aquella que es destacada por
las Escrituras como la Mujer vestida de Sol,
Pero el hombre siempre es
el hombre; e incluso después de conocerla y amarla, pone sus problemas a esta
devoción. La palabra “esclavo” le parece contrariar su dignidad, una dignidad
que en nuestros días ha buscado fuera de Dios, donde no la podrá encontrar. Él
no quiere dejarse moldear; incluso en materia de vida espiritual, él quiere
‘construir’. Él no quiere dejarse llevar, el quiere conducir. Está demasiado
acostumbrado a seguir sus planes, a iluminarse con sus luces, a ejecutar sus
deseos y quereres. Y resulta que esta devoción es más un “dejarse llevar”, por
el Espíritu Santo y su esposa la Virgen. Entonces, pidamos antes que nada
docilidad.
Docilidad que es lo más de
acuerdo a la teología, que nos dice que la acción de los dones del Espíritu
Santo es aquella en que Él y sus dones son el motor primero y que el hombre es
mero instrumento, que como la vibrante guitarra presta sus cuerdas, pero se
deja tocar por el experto.
Pidamos la docilidad de
ser Jacob, no Esaú
Pero no, tenemos mucho aún
de Esaú, creemos demasiado e ilusamente en la potencia de nuestro brazo, en lo
certero de nuestro arco, en la agilidad de nuestros pasos. Sin embargo, fue
Jacob el que recibió la bendición del padre, aquel que se dejó arropar por las
argucias de su madre, aquel que confió en su madre, que vació en el molde de su
madre. Pidamos a la Virgen ser cada vez más Jacobs y menos Esaús.
Esa docilidad a la voz del
Espíritu Santo, no es solo con lo que nos viene ‘de arriba’, sino lo que nos
viene ‘de los lados’; es decir, no es solo la esclavitud ‘vertical’, sino
también la esclavitud ‘horizontal’. Dios busca no solo horadar nuestra
caparazón autosuficiente y voluntariosa con – por ejemplo – la lectura del
Evangelio, sino también con la palabra de un amigo inspirado, o los mil canales
que él puede usar para entrar en contacto con nosotros, en el contacto con los
hermanos.
El esclavo de María, en su
docilidad, siente eso, sabe eso.
El esclavo de María no es
como ciertos hermanos separados que dicen: “solo Dios”. No. Es Dios, Cristo, la
Virgen, un santo, un buen guía aquí en la Tierra, un buen hermano, con los que
debemos tener actitud de esclavo para escuchar, conocer y seguir la voz de
Dios.
A la manera de Cristo, que
se hizo esclavo, que fue esclavo de todos, hasta la muerte.
Y en esa actitud esclava –
no la de quien alega derechos adquiridos, sino en la que dócil se pone en
actitud humilde y servil ante la voz de Dios – baja el Espíritu Santo al alma,
como bajó a la Virgen, la humilde esclava del Señor.
No es tanto querer ser y
hacer; es dejar que la Virgen sea y haga en nos. Es verdaderamente asumir la
condición de esclavo y calcañar de la Virgen. Es confiar en que Ella hará
la obra, por encima de nuestras miserias. Y no confiar en las miserias para
hacer la obra de Dios y de Ella.
Por Saúl Castiblanco