Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
La historia patria es un tema tedioso porque el establecimiento se encargó
de llenarlo de mitos y leyendas. La escolaridad evitó las revelaciones serias
producto de una investigación ceñida a la veracidad.
La biografía nacional tiene como título la falacia. Condena que impide
vivir con la dignidad moral de una nación civilizada.
El ejemplo de ese subdesarrollo de la memoria es parte del folclorismo
patriotero. El modelo es difundido por algunos medios de información con sus
notas apresuradas, confusas y ligeras en sus contenidos.
Circulan textos que afirman: “La Virgen de Chiquinquirá entregó sus joyas
para financiar la Campaña Libertadora”. Además, los señores Nariño, Santander y
Bolívar son convertidos en los hijos devotísimos de la Madre de Dios como si
tratara de un ejercicio electoral de manzanillos. El ciclo circense se echa en
la talega de los sucesos. El
bicentenario de la Batalla de Boyacá va de la mano del centenario de la
coronación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Así el sancocho de fechas
queda listo para el consumo de un pueblo educado, desde la escuela, para la
amnesia.
Ante tamaña madeja de datos se intentará una tarea pedagógica para
desenredar semejante nudo.
La Orden de Predicadores donó una parte de las joyas de la Virgen Morena para
sostener un caótico intento de independencia administrativa de España (1815). Para
esa época, don Pablo Morillo tenía en su bolsillo la orden del rey Fernando VII
de restablecer el Virreinato de la Nueva Granada (1814).
Mientras la España monárquica pensaba en sus dominios de ultramar, las
altezas serenísimas de Santafé de Bogotá tenían sobre sus conciencias una
guerra civil (1812), acción que dejó un reguero de campesinos insepultos.
La caída de Cartagena de Indias asustó al notablato que acudió a los de
pata al suelo para que sus corazones detuvieran a las balas enemigas. El “general”
Custodio García Rovira, de profesión teólogo y clavicembalista, quedó al mando
de una tropa de labriegos. Su sentido del arte de la guerra le alcanzó para
componer la sinfonía del desastre. El primer movimiento fue arriar mesnadas de jornaleros
para la fosa común. La masacre de Cachirí puso punto final al bochinche
independentista (feb de 1816).
La debacle fue de tales dimensiones que el mercenario francés, Manuel
Serviez, profano el templo y se robó el lienzo de la Virgen de Chiquinquirá (abril
de 1816) para cubrir su fuga hacia los llanos.
Y las gemas de la Virgen, entregadas a José Acevedo Gómez, ¿a dónde fueron
a parar? Silencio en la línea del tiempo. Los recibos que justifiquen la
inversión en compra de armamento para la defensa de las Provincias Unidas de la
Nueva Granada no existen (rarísima conducta de tan impolutos próceres).
La reconquista española avanzó sin tregua y la Chinca no intervino en la
Campaña Libertadora (mayo-agosto de 1819). Por favor, no confundir más a la ciudadanía.
La memoria de un país joven, pero heroico, merece respeto.
Resuelto el embrollo de la maraña informativa se da la vuelta a la página
para mirar las devociones del trío de personajes, Nariño, Santander y Bolívar, miembros
de la masonería.
Antonio Nariño pasó por la Ciudad Santuario (1823) camino de Villa de Leiva
donde murió en diciembre de ese año. ¿Le habrá quedado tiempo para pedir perdón
por el desfalco contra la caja de diezmos?
Simón Bolívar tuvo unos pasos fugaces por el pueblo en 1821 y 1827 según
consta en una lápida conmemorativa (Chiquinquirá, carrera 10 con calle 21). Y estuvo
orando frente a la Reina del Cielo como cualquier miserable pecador después de
la derrota política en la Convención de Ocaña, 1828.
Francisco de Paula Santander visitó la Villa de los Milagros cuando volvía
de los Estados Unidos, exiliado por conspirador y traidor. (1832).
La tríada de gobernantes, con sus vicios y errores, no son los semidioses
del olimpo sabanero que los guardaespaldas del sofisma institucional han
querido edificar sobre la bandera tricolor.
La Batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819) y la coronación de la Virgen de
Chiquinquirá (9 de julio de 1919) no son épocas para confundir ni para llenar
de imágenes y conceptos errados en aras de promocionar un discurso político
disfrazado de acción cultural.
Los dos acontecimientos están profundamente arraigados en la conciencia de
la nacionalidad. Esos hechos requieren de un cuidado honesto en su redacción.
La banalidad y el montaje de circunstancias ficticias para agradar a los
productores de noticias no son formas válidas de narrar el pasado histórico de
la Nación. Eso no es libertad de prensa ni de expresión. La mentira, impresa o
televisada, hiede a embuste mediático.
Mezclar las fiestas y repetir los modelos de cuentería para mantener
cautiva a una audiencia repleta de indiferencias no es, no puede ser, la ruta
informativa de una república grande y soberana.
En conclusión, el proyecto de paz se debe redactar con las preces de María de
Chiquinquirá y el coraje inmarcesible del Pantano de Vargas. En ese tintero existe
una magnífica oportunidad para reescribir la crónica de Colombia sin la mitomanía
grecolatina que anula el heroísmo raizal. “La verdad os hará libres” (Juan 8,31).
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