María de la Peña, la dolorosa bogotana.
Posuit me desolatam tota die maerore
confectam. Pusome el Señor en soledad
y todo el día llena de tristeza. Gerem. en el cap. l. de sus Lament. v. 13.
¿COMPRENDÉIS en toda su extensión católicos
oyentes, la verdadera causa del aparato fúnebre que tenemos a nuestra vista? La
Iglesia santa ha omitido sus cánticos alegres, y sustituye tristes lamentaciones,
cubre sus altares de luto, oculta sus más preciosos adornos, extingue las luces
en el santuario, y todo queda sumergido en el silencio, y en las tinieblas. ¡Ay
hermanos míos! Si yo pudiera conducir debidamente nuestro espíritu, a aquel día,
aquella hora, aquel tormento que no conoció el mundo, ni, conocerá otro más
interesante para su remedio, allí veríais a la escasa luz que permitieran las
horribles tinieblas que inundaron toda la faz de la tierra, y sobre aquel santo
monte de la redención, verías digo tres hombres lastimosamente afrentados, en
tres diferentes cruces, siendo uno de ellos ya cadáver a violencias de la
crueldad y de la injusticia, el que es la misma inocencia, autor de la vida, vencedor
de la muerte, Mesías prometido en la ley, y en los profetas, Hijo del Eterno
Padre, Jesús Nazareno, Rey de los Judíos;
que es toda la causa que se halla escrita sobre su sacratísima cabeza, y todo
el motivo que ha encontrado la obstinada e infame sinagoga para hacerlo morir
en una cruz. Allí veríais a su sacratísima madre y madre nuestra, sumergida en
un océano inmenso de amargura, llorando la soledad en que la ha dejado su divino
Hijo, y diciendo con más razón que Jeremías, en la ruina de Jerusalén: Posuit me &c.
El santo Job asombrado con la multitud, y singularidad de sus padecimientos
exclamó al Altísimo, en toda la amargura de su alma: Mirabiliter me crucias.
Señor maravillosamente me atormentas; pero esto solamente fue una sombra
de lo que el Todopoderoso ejecutó en el alma de la inocente Madre de Dios, y señora
nuestra. Al paso que los tiempos iban aproximando la ejecución del majestuoso
plan con que la Omnipotencia había de contener los triunfos del infierno, y
libertar a los hombres de su ignominiosa esclavitud; la Divina Señora iba también
comprendiendo los designios eternos, de la misericordia, y lo mucho que por
esta causa había de sufrir su amante corazón. Acércanse los días en que la víctima
santa ha de ofrecerse por los pecados del pueblo, sella con su sangre preciosa
el testamento de la nueva alianza, deja sólidamente establecida la paz, entre
el hombre delincuente, y la justicia eterna del Dios vivo, y entregando por
último su espíritu en manos del Padre que lo envió, reúnense estos sublimes, y
dolorosos acontecimientos en el alma de la purísima María, formando todos ellos
un punto de amargura, soledad, y desamparo tan superior a toda clase de
inteligencia creada, que solo la sabiduría infinita, que lo había previsto, y
ordenado desde la misma eternidad, lo pudo comprender debidamente y en toda su
extensión. Por otra parte constituida en la eminente dignidad de Madre del
Verbo Eterno, y corredentora del linaje humano, unida íntimamente su voluntad
con la del Altísimo, y ardiendo en celo santo por la gloria de su Dios y salvación
de los hombres, ve que no obstante los sacrificios de su Hijo, se han de perder
innumerables almas que ingratas han de pisar la sangre del hombre Dios, como se
explica san Pablo. El conocimiento claro de estas amargas verdades, la hacen
convertirse hacia su Dios, y decide amorosamente: ¿Para qué, hijo mío, quisiste
padecer tanto, y por último dejarme? me veo sola sin tu amable compañía y sola
sin las almas que has rescatado con tu sangre. Tales fueron, católicos oyentes,
los sentimientos de esta digna Madre del Amor Hermoso cuando el Altísimo
descargó sobre su amante corazón el formidable golpe de quitarle a su hijo
amado. Sentimientos muy dignos de vuestra atención, y que yo me propongo para materia
del presente discurso, dividiéndolo para mayor claridad en estas dos sencillas,
y cortas reflexiones. María Santísima
sola sin el alma de su hijo Dios, y sola sin las almas que rescató la sangre de
su hijo Dios.
No permitáis, Señor, que en ninguno de nosotros se pierda el fruto precioso
de tu sangre. Haced que yo manifieste a mis oyentes las amarguras, y penas de
tu Madre Santísima en los términos que corresponde, para honra y gloria
vuestra, y edificación de sus almas. Esta gracia; Señor, os pedimos por
intercesión de la misma, afligidísima Señora, a quien devotos y reverentes
saludaremos con el ángel.
AVE MARÍA. Texto ut supra Primera
parte: = Los padecimientos, y aflicciones de la Madre del Verbo Eterno, en la pasión,
y muerte de su Hijo, a la manera de un torrente impetuoso de tal modo inundaron
su amante corazón, que no dando lugar un dolor a otro dolor, hubieran cortado
el hilo de su vida, si el Altísimo con un milagro continuo no la hubiera preservado
para mayores padecimientos. Por esta causa llegado el caso de colocar en el sepulcro
aquella sacrosanta humanidad destrozada, toda ella se estremece: un terror pánico
ocupa sus virginales miembros. Y como viendo con sus lágrimas hasta la dura
piedra que debía encerrar aquel divino tesoro, anhela por concluir sus días, y
sepultarse juntamente con el dulce objeto de su amor.
Pero aún no ha llegado, soberana emperatriz de cielos y tierra, el último
termino de tu aflicción: cuanto sucesivamente haz padecido hasta ahora, deberá
unirse en un solo punto, para elevar la amargura de tu alma al termino sublime
que solamente conoce la sabiduría increada que la previó desde la misma
eternidad. En el cenáculo, señora, es donde nuevamente haz de sufrir todo el
peso de tu soledad, y desamparo. Seguidla vosotras, almas compasivas, enjugad
sus lágrimas, nobles varones, no dejéis imperfecta la obra de vuestra caridad.
Si habéis cubierto con una piedra el sepulcro de Jesus, sabed que esa misma
piedra oprime el alma dulcísima de su madre. Evangelista santo, tú que en el
pecho del divino maestro aprendiste el conocimiento de los más elevados misterios:
a ti más que a otro alguno pertenece el consolar a la divina señora ¡Pero ay
hermanos míos! todos enmudecen, todos guardan un profundo silencio, y la Madre
de Dios repasando en el fondo de su alma los grandes misterios que acaban de ejecutarse
a su presencia, se retira a lo más oculto del cenáculo, para entregarse libremente
al peso enorme de su aflicción. Pero ¡o Dios mío! ¿qué lenguas de hombres ni de
ángeles podrán describir dignamente lo que allí pasaba? Arrodillada, y sola con
los vestidos salpicados en la inocente sangre, teniendo en una mano la corona
de espinas, y en la otra los clavos ensangrentados, llegándose al pecho
aquellos sagrados despojos, y meditando en su hijo colocado en el sepulcro,
cada memoria es una nueva herida, y un nuevo golpe. Las imágenes de los padecimientos
anteriores, las memorias de su Hijo en las amarguras del calvario, sus tormentos
en el afrentoso suplicio, sus palabras y su muerte, todo termina en este
triste, y doloroso pensamiento: ¡He perdido a mi Dios, me veo sola sin el alma
de mi Hijo! ¿Es posible; diría la tristísima Madre, es posible que haya muerto
mi Jesús, quedando yo con vida? ¡o Padre eterno! mirad a la que por vuestra
dignación llamáis amada hija; verla en el último término de la amargura,
soledad, y desamparo a que puede reducirse una criatura: vedla sola sin el alma
de su alma y sin el objeto único de su felicidad. De este modo, católicos oyentes,
me represento a la Madre de Jesucristo con las rodillas en tierra, con las
manos cruzadas delante del pecho, con el rostro bañado en fervientes lágrimas,
y el corazón desecho en suspiros. Me parece señores que la estoy viendo ofrecer
al Altísimo, la inocente víctima de su corazón, de aquel corazón que lastimosamente
herido se está desangrando por sus ojos; me parece que la oigo explicarse en
los mismísimos términos que en otro tiempo su padre el real profeta David. ¡He
perdido ya al que era la luz de mis ojos! Lunen
oculorum meorum, non est mecum. ¡Ay, que palabras hermanos míos! Para comprenderlos
dignamente era necesario tener un conocimiento exacto de las perfecciones, y cualidades
del hijo de Dios, y de las sublimes luces y privilegios con que estaba adornada
el alma purísima de su madre ¡Si llegaseis a ver lo que siempre estaba viendo
la sra, si vuestros ojos gozasen de aquella hermosa y clarísima luz, de que
ella gozaba cuando tenía a la vista su hijo amado; entonces pudierais de algún
modo conocer cuál sería el dolor de esta afligidísima madre cuando perdió la
luz de sus ojos. Mucho era perder su hijo, que era hijo único; hijo de sus entrañas,
que no reconocía padre sobre la tierra con quien repartir su amor; mucho era
ser el más hermoso entre los hijos de los hombres y haber derramado Dios en
todas sus palabras una gracia particular con que atraía los corazones más
puros, según y como se explica el profeta Speciosus
forma pre filijs hominum, diffusa est gratia, in labiis tuis. Pero aún no
eran estas causas, hermanos míos, las de su mayor amargura; otras más
superiores tenía la divina señora que despedazaban su amante corazón. Ella
estaba viendo brillar continuamente en aquella alma purísima, el resplandor de
la gloria del padre, la figura de su substancia, la viva imagen de su bondad
infinita e inefable, la luz criada de la luz increada, el templo glorioso de la
Beatísima Trinidad, y un espejo sin mancha de la hermosura divina. Pues en este
espejo clarísimo, por un reflejo admirable estaba viendo continuamente la señora
las inefables perfecciones de su Hijo, le conocía como a su Padre, lo estimaba
como Esposo, lo adoraba como a su Dios y lo amaba como Hijo; pero el resultado
de todas estas memorias era encontrarse sin Padre, sin Esposo, sin Dios, y sin
hijo. ¡Ay de mí, exclamaba la afligida Madre, he perdido la luz de mis ojos, me
veo sola sin el alma de mi alma! ¿Es posible Señor y Dios Altísimo, que con
vuestra misma mano deis un golpe tan profundo en tan inocente corazón, en un
corazón que así merece vuestro amor? ¿Es posible que hayáis elevado las
potencias y sentidos de esa hija tan amada, a lo último de la perfección, para
hacerla agotar hasta las heces del cáliz de vuestro furor? Pero ¿quién soy yo Señor
para entrar en vuestros consejos? Venero los juicios de vuestra eterna sabiduría,
y puesta mi boca contra el polvo confieso que son justos, santos, y rectos
todos los pasos de vuestra inefable providencia. Veo que exiges a la Madre de
Dios un sacrificio que le debe dar más glorias que la de todos los mártires,
que por el dilatado espacio de los siglos venideros han de ofrecerse con agradables
víctimas por la confesión santa de vuestra fe. Bajo de este principio hermanos
míos; ¿qué objeto podrá presentarse a la divina señora que no desaparece de
nuevo su amante corazón? La presencia de aquel sagrado suelo, tantas veces frecuentado
por su hijo, le traería a la memoria los designios eternos de su amor; y las
obras de su misericordia para con los hombres. Aquí, aquí en este lugar, diría
la afligida Madre, meditaba la grande obra que por último consumó sobre la
cumbre del calvario. Aquí determinó la ruina de la ciega gentilidad la
reprobación de la sinagoga, y el establecimiento de la Iglesia; aquí fue donde
dispuso la destrucción del pecado; su triunfo sobre la muerte, el remedio de
los hombres, la alegría de los ángeles y la mayor gloria de Dios. Aquí fue donde estableció el sacramento
de los sacramentos, el último esfuerzo de su amor para con los hombres, y la
prenda segura para la eterna felicidad. Aquí en este mismísimo sitio, llevando
hasta lo sumo el heroísmo de su obediencia; y llenando de admiración a los ángeles
con lo profundo de su abatimiento, se arrojó humildemente en mi presencia pidiéndome
permiso para dar su vida por los hombres y consumar la grande obra de la redención.
Aquí en este propio sitio, anegados en lágrimas aquellos amables ojos… Aquí por
la última vez. Pero; ¡ay, ay, de mí, que ya no existe! ¡Yo no le veo desamparada,
y todo cuanto en el presente caso me manifiesta mi triste imaginación, todo,
todo, termina en la funesta pero ciertísima verdad de que me veo sola sin mi
Dios, y sola sin el alma de mi hijo!
Como las circunstancias de Madre del
Verbo eterno la habían llenado de innumerables privilegios que la hacían superior
a todas las jerarquías de los ángeles. Como en el instante en que el Espíritu Santo
la escogió para esposa suya se encendió en ella el fuego de un amor, cuyo
incendio crecía con la velocidad que la llama en la materia bien dispuesta,
todo el amor que según la naturaleza tenía la Divina. Señora a Jesucristo era
nada, en comparación del amor con el que en fuerza de la gracia amaba a su hijo
como a su Dios. ¿Pues cuál sería en este caso el término de su aflicción y
amargura, habiendo perdido al que juntamente era su hijo, y era su Dios? Bien
pudo decirse a sí misma lo que en otro tiempo se le dijo a faraón In hac vice mittan omnes plagas meas super
cor tuum. De esta vez sí que cayó en
aquel angustiado corazón todo lo que es amargura, soledad, y pena. Parece que
se abrieron las cataratas del cielo, o que desordenándose todo el firmamento
vino sobre la señora de un golpe el diluvio de la ira de Dios, aquel diluvio
que debía ahogar la multitud de pecados, y pecadores, y en que se sumergió
Cristo para ser nuestra vida y resurrección. Pero, señora, la divina ciencia de
que te ha adornado la mano del Altísimo, esos conocimientos sublimes con que
estás viendo los designios eternos de la misericordia en la grande obra de la redención
¿no podrán en algún modo mitigar la amargura de vuestra pena? ¡Más, ¡ay de mí! ¿Qué
es lo que hecho? Perdonadme, soberana señora: ¡ojalá, pecadores, que pudiésemos
comprender en su debida extensión los sentimientos de la Madre de Dios, cuando
viéndose desamparada y sola sin el alma de su hijo, y volvía la vista al horroroso
cuadro de ingratitudes con que los hombres pisasen sacrílegamente la sangre de
su libertador, frustraban en mucha parte los designios de su misericordia, y aumentaban
la amargura de su pena dejándola sola sin las almas que rescató la sangre de su
Hijo. Renovad vuestra emoción en esta segunda parte de mi discurso: y sabed que
el conocimiento de lo pasado o la vista de lo presente, y la inteligencia de lo
futuro, de tal suerte llenaron de amargura su alma santísima, que se halló
obligada a quejarse a su amado esposo como en otro tiempo la hermosísima Rebeca:
¿Si sic futurum erat quid neceset fuit
concipere? Si este había de ser el éxito de tan grandes misterios ¿para qué
mi Dios vinisteis a mí en la encarnación? ¿Para qué me has dejado sola con tu muerte,
si también había de quedarme sola sin las almas que rescataste con tu sangre? en
efecto, entonces fue cuando todo lo que ahora nos espanta y horroriza, se le
manifestó e hizo presente a la divina señora; pero no como a nosotros, quienes
la serie sucesiva de los tiempos, para manifestarnos un caso primero nos oculta
otro: no como a nosotros, que no tenemos noticia alguna de lo futuro, de lo
pasado solo nos que da la confusa que nos permite la dudosa historia, y de lo
presente solo aquella parte que nos toca más de cerca: por el contrario a la Madre
de Dios, todo junto se le descubre, y se le manifiesta claramente. ¡Qué horror o
por mejor decir, que infinita multitud de horrores! En medio de esta inexplicable
aflicción combinando la Virgen madre esta vista con aquella esperanza, ve consumados
enteramente los misterios de la redención: ve que nada falta para tan glorioso fin,
y no obstante advierte la culpa entronizada, y que todo el orbe le rinde servil
y bajamente las rodillas.
Vuelve su imaginación a los primeros tiempos del mundo, y halla que el
Altísimo pesaroso de haber formado al hombre, determina su total exterminio, y
que las aguas del Diluvio dando fin a la ignominiosa carrera de sus
ingratitudes, arrancan de sobre la faz de la tierra todas las generaciones que
habitaban sobre ella, a excepción del justo Noé, y su limitada familia. Bajo de
este mismo aspecto observa los dilatados imperios de asirios, babilonios, persas
y caldeos, entregados al culto de los ídolos dando rienda suelta a las más
vergonzosas pasiones, sofocados enteramente los preceptos de la ley natural que
esculpió en sus almas la amorosa mano de su creador, y que por último no era otro
el termino de sus míseras generaciones, que el de nacer, vivir, morir, y
condenarse. ¡O hijo de mis entrañas, exclamaría la afligida Madre; ¿dónde está
el precio de tu sangre para tantos millones de millones de almas como bajan continuamente
a los infiernos? su multitud, es tan enorme, y espantosa como las gotas de agua
que caen sobre la tierra en el rigor de una desecha tempestad. Pero dulcísima
Sra. ¿no calmará un poco la amargura de tu alma, la predilección de un pueblo amado,
de un pueblo sobre quien el Altísimo derrama a manos llenas las más abundantes
bendiciones? Ved a los descendientes de Abrahán, Isaac y Jacob libertados del Egipto
por un encadenamiento de sucesos nunca vistos en la serie de los tiempos,
vedlos recibiendo los preceptos de una ley cuya debida observancia los pondrá
en el goce de toda clase de felicidades ¿Pero que he dicho? ¿Adónde me lleva mi
extraordinaria imaginación? ¿No es ese
mismo pueblo el que ahora desconoce al que por tanto tiempo esperaba en fe de
las promesas anteriores? ¿No es ese mismo pueblo, el que con frecuentes
transgresiones de la ley, cierra ahora los ojos a los más brillantes
testimonios de los profetas, se endurece a vista de los más estupendos
milagros, y finaliza por último su observación con el horrible deicidio que ha
llenado de luto los cielos, conmovido la tierra, y asombrado a los ángeles, y
los demonios. ¡Ah pueblo infeliz y desgraciado, exclamaría la afligidísima señora!
¿Qué motivos te indujeron para cometer tan execrable iniquidad? ¿Qué delitos
puedes acusarle a mi hijo, que justifiquen tu incomprensible fiereza? ¿habrán
sido sus crímenes dar vista a los ciegos, lengua a los mudos, pies a los tullidos,
y vida a los muertos? ¡Pero, ay de ti! ¡Que vosotros no solamente me habéis dejado
sola sin el alma de mi hijo, sino que también os resolvéis a dejarme sola sin vuestras
almas redimidas con la sangre de mi hijo! Si: yo veo en vosotros todos los
signos de eterna condenación. Cuanto hay en el universo ha dado pruebas de
reconocer claramente la divina y eterna generación del Hombre Dios. El centurión
la ha confesado a vuestra misma presencia; el firmamento ha corrido un velo
espeso sobre si, el sol se ha eclipsado, la tierra está conmovida con extraordinarios
movimientos; el velo del templo dividiéndose en dos partes, os hace presente, que
concluido el término de la ley mosaica, y puestos a la vista los grandes misterios
que en ellos se contenían, queda ya establecido hasta el fin de los siglos la ley
del amor y de la gracia; pero vosotros llenos de sustos, y agitaciones
continuas, extrañamente inquietos por el penetrante grito de vuestras
conciencias, os resolvéis a llevar adelante vuestra obcecación: os resolvéis a
dejarme sola sin vuestras almas, no contentos con haberme dejado sola sin el alma
de mi hijo. Parece, hermanos míos que en el presente caso, pudieran en algún
modo mitigar las penas de la afligida señora, el establecimiento santo de la
Iglesia, y los abundantes frutos de la verdadera y sana doctrina, que iba ya a producir
aquella recién nacida planta regada con la sangre del hijo de Dios vivo: ¡pero cuantos
motivos de dolor encontraba la Divina Señora al mismo tiempo que ya se disponían
estos ilustres sucesos Ella! advierte la cobardía de los primeros discípulos cuando
era llegado el caso de que se manifestasen en toda su entereza: ve que Pedro
inmediato sucesor de su hijo, olvidando esta sagrada obligación, afirma que no
conoce á Jesús, y ratifica con un juramento la cobardía e infidelidad de su
conducta: y que el infame Judas electo
para el apostolado, profana sacrílegamente el más grande de los misterios, y
que echa el sello a su eterna condenación, tomando en sus manos, y recibiendo
en su pecho el cuerpo y sangre de Jesús Sacramentado. ¡O dolor inmenso el de la
purísima señora, cuando ve a esta desgraciada víctima de su avaricia, suspender
su abominable cuerpo con un lazo, arrojar sus inmundas entrañas sobre la
tierra, y su alma a los profundos infiernos! ¡Me quedé sola, exclamaría la madre
de Dios, me quedé sola sin esta alma predilecta de mi hijo, también se frustró
en ella el precio infinito de su sangre! No esperéis, hermanos míos, de ningún modo
que la inteligencia de los sucesos futuros disminuyan alguna parte de su
amargura. No señores, no; ella ve con la mayor claridad el extraordinario esfuerzo
con que la herejía se empeña en despedazar en su mismo seno a esta tierna, amorosa
Madre. Ella advierte los triunfos de los saduceos, montanistas, sabelianos, arrianos,
y nestorianos, que en los primeros siglos de la Iglesia, arrancan ya innumerables
almas del camino seguro, y las conducen irremediablemente al de su eterna ¡perdición.
Ve que Calvino, Lutero, Jansenio Zuinglio, y demás infelices, en los tiempos
sucesivos renovando las herejías ya condenadas, levantan otras de nuevo a su
antojo, incendiando los ámbitos del orbe cristiano, y precipitan a millones a
los profundos infiernos las almas redimidas con la Sangre de J. C. ¡Que cuadro
tan funesto! ¡Que espectáculo tan horroroso! ¡Sin embargo, hermanos míos, por
grande y espantosa que os parezca su deformidad, no tiene comparación alguna
con los sucesos de nuestra desgraciada época, que en toda su extensión, y claramente
se le manifestaron a la divina señora para aumento de su amargura y aflicción.
En ellos vio, que recopilando el infierno el veneno que había abortado en los
siglos anteriores, que sacando ·una quinta esencia de ellas en las plumas de
Raynal, Helvecio, Voltaire, Rousseau, Filangieri, y demás infelices, tomaban las
medidas más acertadas para destruir de una vez para siempre el Trono y el
Altar. decidlo vosotros, desgraciados pueblos de la Europa decidlo vosotros, que
víctimas infelices de una filosofía anti-cristina, de una filosofía que
llevando por divisa en sus empresas el hermosísimo aspecto de una elocuencia
brillante, y aun sólida en la apariencia, caísteis por último en los lazos que
con mucha antelación se os dispusieron. En esas bellísimas teorías, bajo
especiosos títulos de humanidad, bien público, derechos del hombre, equidad y
justicia, os ha conducido ignominiosamente atados al carro de su triunfo, ese
monstruo del medio día, ese ángel exterminador, y terrible azote de la justicia
divina. Él no ha hecho otra cosa sino seguir el camino que se le dispuso; los
sucesos que lloráis únicamente son efectos de las causas establecidas, y los
combustibles para el incendio los encontró ya preparados ¡o Madre del amor
hermoso! ¡O testimonio brillante de las divinas misericordias! ¿Cuál sería tu
aflicción al ver los triunfos de la impiedad en tantas, y tan florecientes iglesias
como se hallan comprendidas en los dilatados términos, por donde ha llevado la
desolación y el espanto el más desapiadado enemigo que jamás ha conocido la
Iglesia de J. C. Herido el Pastor, dispersas las ovejas, entronizado el libertinaje,
rotos los vínculos de la caridad, y ardiendo en todas partes el fuego de la
división, ¿que otro puede ser el destino de tantas almas infelices, sino el de
perderse por toda la eternidad, dejándote de este modo sola sin sus almas, asi
como estás sola sin el alma de tu hijo. ¡O Señor y Dios Altísimo, exclamaría la
afligidísima señora: Venero humilde y reverente tus adorables disposiciones;
profundamente humillada confieso que ellas son justas y amorosas; pero Señor,
permitid a esta afligida madre y sierva tuya, el que te diga ¿No has ido la
redención del hombre el objeto de tu venida al mundo? ¿No es la Iglesia santa
la esposa predilecta de tu divino Espíritu?
¿Pues como Señor, permites que en tales términos la aflijan sus enemigos?
Desde su nacimiento la veo en una continua lucha, y aunque siempre victoriosa,
ya no existe en una multitud de partes donde anteriormente fue establecida.
¡Que grandes, que incomprensibles son tus juicios! ¡que santas tus
disposiciones! Sin embargo, hijo de mis entrañas, yo me veo sola sin tu alma, y
sola sin la multitud de millones de almas que se comprenden en las dilatadas
regiones, de donde ya ha desaparecido el incomparable beneficio de tu santa redención.
¿Y este suelo favorecido del Altísimo, separado a dos mil leguas de distancia
de los horrores que inundan las demás partes del globo; ¿no presentará a la
Madre de Dios algún motivo de consuelo en sus aflicciones, y amarguras? ¿La religión
santa que abrigamos en nuestro pecho, el concurso y devoción de los fieles a la
solemnidad de nuestros misterios, no disminuirán alguna parte de su pena, por
la soledad en que la han puesto la condenación de tantas almas redimidas con la
sangre del Hombre Dios? ¡Ay hermanos míos! ella conoció muy bien, que a pesar
de esta defensa, el soplo del infierno babia de penetrar hasta lo más oculto de
nuestras regiones: ella vio que los triunfos de la falsa filosofía le habían de
arrancar multitud de almas, que siguiendo él horroroso sistema de la bestia
abandonarían el camino seguro de la santa redención: ella pudo decir de la asistencia
a nuestras solemnidades, lo que en otro tiempo el Dios de Israel del pueblo hebreo.
Populus hic la labiis me honorat, cor autem ejus longe est ame ¿Y será posible, hermanos míos, que
haya de ser tal, y tan grande nuestra ingratitud? ¿Será posible que no tenga
fuerza alguna para movernos el más interesante espectáculo que jamás ha visto
el mundo? Miradla constituida en un término de amargura, Soledad, y desamparo,
superior a cuanto es capaz de comprender toda clase de inteligencia creada. La divina
gracia ilustrando sus potencias y sentidos, la hace conocer y admirar en su
hijo todas las perfecciones, y cualidades de la Omnipotencia y majestad divina.
El fuego de esta misma gracia, superior al de los más abrasados serafines, hace
que lo adoremos a Dios, que lo conozca como Padre, que lo estime como Esposo, y
lo ame conto Hijo; pero de un golpe se ve destituida de Padre, de Esposo, y de
Hijo. Si el Altisimo no hubiera derramado en el alma purísima de Maria los tesoros
de su gracia, sino hubiera querido ostentar en esta obra de su omnipotencia, el
lleno de su eterna e infinita sabiduría;
en este caso la amargura de su soledad no hubiera llegado a los términos de que
tan amorosamente se quejaba a su divino hijo; pero las circunstancias de Madre
de Dios la pusieron en el caso de ser ella la más perfecta criatura que jamás han
conocido ni conocerán los siglos, tanto en el orden de la gracia como en el
orden de la naturaleza; y ved aquí la causa porque viendo las series de los
tiempos con toda distinción y claridad, y en ellos nuestra monstruosa
ingratitud, creció la amargura de su pena hasta igualarse enteramente con el número
y extensión de sus perfecciones. ¿Y cuáles son ahora, católicos oyentes, los
sentimientos de vuestra alma? ¿Se frustrará también en ellas el precio infinito
de la sangre con que las redimió el Hijo de Dios? ¿Queréis aumentar el desamparo
de María, perdiendo para toda una eternidad! Corred vuestra imaginación por
todos los ángulos del mundo conocido: examinad las catástrofes que en ellos se
ejecutan diariamente, y luego con toda sinceridad y buena fe, busquemos la
causa de nuestra impunidad no obstante nuestros pecados, y trasgresiones
continuas. Son inescrutables los arcanos de la Providencia: el hombre miserable
no debe pretender en modo alguno levantar el sagrado velo que los oculta. No
hay la menor duda; pero también es una verdad de fe, que el hombre pecador que
ha tenido el atrevimiento de ofender la majestad, y grandeza de su Dios, debe
estar en un continuo sobresalto: debe temer que el Altísimo colmando de prosperidades
en la vida presente, ejecute lo mismo que con las victimas destinadas al
sacrificio, que se adornan y coronan de flores un poco antes de ser inmoladas.
Temed hermanos de mi alma, la suerte de los moabitas e idumeos: después que el Dios
de las venganzas derramó el cáliz de su furor sobre su amada, pero ingrata Jerusalén,
aquellos infelices obstinados lejos de abandonar el camino de sus iniquidades,
lejos de conmoverse por las desgracias
de aquel pueblo predilecto; se mantuvieron invencibles en su criminal conducta,
se creyeron justificados, y a los otros delincuentes: por esta causa el Todopoderoso
no quiso castigarlos en su misericordia, sino destruirlos en su venganza. Te
borraré de sobre la faz de la tierra, les dijo por boca de sus profetas Jeremías,
y Ezequiel, no me acordaré en ningún tiempo de ti, y enmudecerán de espanto los
que pasen por tus territorios a vista de los castigos con que he de llevar hasta
lo último tu absoluta ruina, y exterminio. Pecadores, vosotros entendiste las
desgracias de nuestros continentales en los extraordinarios movimientos de la
tierra que casi sobre las mismas ruinas perecieron afilo de Espada multitud de víctimas;
estáis viendo los torrentes de sangre que se derraman todos los días en
diferentes puntos de nuestro suelo. ¿Podéis
negarme que estos son castigos de la divina justicia, y al mismo tiempo
auxilios de la infinita misericordia? De ningún modo: pues bien ¿qué impresión
hacen en vuestros ánimos estos llamamientos de la gracia? ¿Se reforman las costumbres?
¿se atiende a las voces de la caridad? ¿Se escucharán los preceptos del
Evangelio? Pero andemos un paso más adelante. La horrible persecución de la Iglesia
en estos desgraciados tiempos ¿os ha hecho clamar en la presencia del Altísimo,
pidiendo el remedio de tantas, y tantas gentes necesidades? El supremo pastor cabeza
visible de J. C. en la tierra, se ve reducido a una prisión, y quizás más oprimido
que Pedro en la cárcel de Jerusalén. La Iglesia en aquellos tiempos, reducida a
una pequeña congregación de fieles oraba por él sin interrupción. No hicieron más
que cumplir sus obligaciones; ¿y nosotros en iguales o mayores circunstancias
las hemos llenado debidamente, y en toda su extensión? tú lo sabes gran Dios; para
mi designio, es bastante anunciar al auditorio que en 1a escucha, que lo contrario
sería proceder en unos términos indignos del nombre de cristianos, y atraerse
el compendio de todos los castigos en la perdida de nuestra Santa religión, en
este caso me atrevo aseguraros que nuestra conducta es un problema. Sí hermanos
míos, yo veo en estos dias grandes de nuestros misterios, en esas concurrencias
de religión, veo repito, a la juventud del uno y del otro sexo, haciendo ostentación
de su miseria, y vanidad, concurrir a la presencia del Altísimo para
insultarlo, formando de su templo el campo de batalla, para combatir
abiertamente con sus crímenes contra la infinita misericordia. Los fariseos
luego que consumaron su horrible deicidio, se llenaron de asombro y confusión,
y aterrados por los remordimientos de su conciencia, no se atrevían a
comparecer en la presencia del público; pero nosotros en el tiempo que la
Iglesia hace memoria de estos misterios, nos manifestamos en unos términos de
insensibilidad, e indiferencia que verdaderamente asombra. Nosotros insensibles
a las voces de la religión, a los castigos del Altísimo, y a las pérdidas de la
fe en tantos, y tan dilatados territorios, seguimos inalterables el giro de los
crímenes, y los senderos de la culpa. Pues temamos el castigo de los moabitas e
idumeos, temamos el rigor de la justicia eterna, que invariable en sus
decretos, recta en su administración, y vengadora del pecado, no dejará en modo
alguno impunes nuestras iniquidades. Pero ¡o gran Dios! ¿será posible que estas
almas favorecidas con repetidos auxilios de tu misericordia, aumenten con su
perdida la soledad en que has puesto con tu ausencia a esa divina señora madre
tuya, y también de todos los pecadores? No lo permitas, Dios de infinita misericordia
te hemos ofendido, y así lo confesamos humildemente en tu soberana presencia.
No tenemos otro medio para aplacar tu justa indignación sino los méritos de esa
sangre preciosa, derramada precisamente para nuestra eterna felicidad. Se la
presentamos, Señor, por medio de esa digna Madre del Amor Hermoso, y digna
corredentora de la grande obra de nuestro rescate. favorecednos, Virgen Santa:
nosotros arrepentidos de nuestras culpas os ofrecemos en vuestra tan larga soledad,
el dulce consuelo de que no ha de frustrarse en nosotros la pasión y muerte de vuestro
hijo santísimo: su sangre preciosa es el bautismo que lava nuestras manchas, su
muerte es nuestra redención, y su gracia nuestra felicidad, y fortaleza. Nosotros
revestidos de la semejanza de J. C. y adornados con sus méritos, no seremos ya
enemigos de Dios como hasta aquí, sino hijos de vuestro amor. Alcanzadnos pues,
perdón para lo pasado; gracia para lo futuro, y auxilios para seguir en ella
hasta la muerte y conseguir la vida eterna. Amén. Documento Biblioteca
Nacional de Colombia.
Profundo e incomprensible dolor que solo fue mitigado con la alegría de la Resurrección.
ResponderEliminarGracias, bella frase de riqueza teológica.
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