jueves, 3 de abril de 2025

La Virgen de la Peña, tradición y familia

Foto Archivo particular
Por Germán Fernández P.

Anatilde Pardo Pardo y Urrea, de las bogotanas que alguna vez existieron, nació al final del agitado siglo XIX, en casa, como era mandado. Vio la luz en el bogotanísimo barrio Las Aguas, carrera 2ª, número 20-2. Inmueble ubicado diagonal a la casa donde vivió el expresidente José María Obando, a su llegada del exilio en el Perú.

Su padre, Silverio, era héroe de la guerra, de cualquiera de las últimas carnicerías decimonónicas (1876, 1885, 1895, 1899). Su hermano, y primogénito de Silverio, en una familia de cuatro, fue tambor mayor en la Guerra de los Mil Días, él era de esos que se ponían al frente del batallón en el combate, solamente protegidos por su hombría, un par de baquetas y los latidos del tambor infundiendo valor. Se batió con ardentía en la refriega de Peralonso en diciembre de 1899 y en Palonegro les echó plomo con un fusil Gras hallado al azar, a los liberales, comecuras y masones, alebrestados por el declarado hereje -por sus contradictores-, Rafael Uribe. Al final de la matanza, le ayudó al general, Próspero Pinzón, a conseguir limosnas para san Antonio de Padua, en agradecimiento por la victoria contra los rojos, fanáticos doctrinarios. Silverio, era recio e indiferente con sus hijos, al punto que cualquier hazaña siempre era poco comparada con lo que él había logrado. De su hija sólo esperaba que fuera monja clarisa, aunque renegaba por tener que pagar la dote a la iglesia.

Doña Merceditas, su madre, matrona cachaca, hija de bogotanos, al igual que su esposo, comandaba el hogar con enorme serenidad, pero con disciplina en cuanto al catolicismo, la tradición, la familia y la propiedad. Rezaba el rosario sagrado en familia, a diario y de rodillas, cada tarde antes del chocolate. A comienzos del siglo XX, la elegancia bogotana no era lo que sería unas décadas después, pero Merceditas se encargó de que sus hijos y su marido fueran parte de ese despertar de la moda, la cultura, el traje oscuro y las ínfulas británicas.

En los días del centenario de la Independencia, Anatilde, aún muy niña, disfrutó de la Exposición Agrícola e Industrial de 1910 en el Bosque Izquierdo o Bosque Hermanos Reyes, un parque (luego llamado de la Independencia) sobre la Calle Real y hasta pudo darle la mano al presidente Ramón González Valencia, un conservador de tuerca y tornillo, casado con la queridísima Rita Arcadia Antonia Ferrero Atalaya (nombre pronunciado con erre de rolo), nacida en el Santa Fe de antaño. Anatilde les contaba una y otra vez a sus nietos en los años 70 este encuentro presidencial. cuando regresaban al famoso parque y los llevaba al carrusel de los caballitos ta- llados en madera del señor Emiliano Peinado, una obra de arte instalada e inaugurada en el año 1906. Los equinos de palo, varias décadas después, todavía cabalgaban bajo las riendas de unos vándalos que los arriaron para las pesebreras del mercado de pulgas de San Alejo. 

Anita, como terminaron llamándola, solía mirar sus cerros orientales como si se tratara del Olimpo. Una de esas salientes vigorosas de la cordillera, hacia el Sur de la ciudad, exhibe (aún) una cruz y un santuario. Ella, el domingo primero de enero de 1922 por fin subió a conocer la Ermita de la Peña Vieja por el empedrado del Barrio Egipto, hasta llegar a la servidumbre de la finca La Peña y avanzar por el filo del despeñadero a la cima. Allí, entre las ruinas de 1714, todavía se alojaba lo sagrado… una rebanada de la gran cordillera de Los Andes que vive bajo el azote de los vientos del alto de Diego Largo y bajo la guardia de unos frailejones flacos y unas rocas laceradas por el abandono.

Anatilde, al regreso de la sacra morada, se sentó en el sitio de Piedra Ancha, cerca de las antiguas Tapias de Pilatos, tierra de suicidas y punto de referencia en su ruta de peregrina. Se acomodó a tomar caspiroleta fría y a rememorar, como era su costumbre, la crónica de la Virgen de la Peña en su familia. De chiquilla, en las piernas de papá Silverio, escuchaba fascinada hasta quedarse dormida la historia de su cuarto-abuelo paterno, don Francisco Antonio Pardo. Él fue uno de los pocos aristócratas que se atrevió a meterle el hombro a las andas en las que bajaron la mole de piedra de la Virgen, en la noche del 30 de noviembre de 1716, hasta su templo. Los milagros, celestes y humanos, ocurrieron al borde de un abismo hambriento por saborear una desgracia. El cerro celoso exigía un peaje macabro por aquel tesoro que le arrancaron a punta de cincel, el cantero Luis de Herrera y sus ayudantes, aprendices del oficio de esculpir.

El indio Ramón Cabiativa, carguero frontal izquierdo, tropezó y flaqueó. El bloque de esculturas se vino abajo y le atrapó la pierna diestra a Francisco, mientras que el comité logístico se santiguó azorado. Francisco se veía abrumado, gritos y lamentos se juntaron con los vientos montañosos de aquella mañana. Llegaron barras de hierro, fuerza bruta, sogas de fique, pujidos muiscas, bendiciones eclesiales, blasfemias de mayoral y cantos de esclavos se unieron en la sinfonía del esfuerzo para levantar la estatua y rescatar al mutilado. Los ceroferarios y el turiferario mayor quedaron estupefactos al ver que la extremidad inferior enterrada entre el cascajo demolido por el porrazo, estaba intacta. ¡Ni la propia madre de Francisco lo podía creer! 

La intercesión de la Virgen era patente y verificable. El llanto alegre y las alabanzas marianas espantaron a las borugas trasnochadas por el bullicio del gentío. Del eco de golpe, prodigio y testimonio, surgió la devoción familiar por Nuestra Señora de la Peña. El fervor se injertó, genéticamente, en cada generación de los Pardo. Décadas posteriores, la familia subió con Nariño a darle gracias por salvarles la vida de las hordas frenéticas de Baraya en 1813. Y otro de los ancestros de Anatilde, un cazador de guacas, estuvo el 10 de agosto de 1819, fiesta de la Virgen de la Peña, en el altozano de la capilla cuando vio desde la loma llegar a Bolívar, escoltado por Hermógenes Maza. El general venezolano montaba, en un brioso caballo moro prestado, luego de vencer en Boyacá.

Y como si la tinta de la certificación escaseara, Merceditas la llevó, cuando apenas caminaba sola, en septiembre de 1902, a conocer a la Virgen en la parte baja de la montaña, en la fiesta de su natividad para pedir misericordia por lo miembros de la familia que seguían en batalla. Ocasión que el vicepresidente golpista, José Manuel Marroquín, escogió para subir a entregarle la bandera de Colombia a la Reina del Cielo y a pedirle el cese de la guerra civil. Dos meses después, en la cubierta del acorazado Wisconsin, los matarifes de la patria firmaron la paz.

Anatilde, con su pasión por la historia y sus historias, aprendió de memoria que la capilla de Nuestra Señora de la Peña también tiene un pasado enorme, que inició oficialmente con la bendición del ilustrísimo arzobispo del Nuevo Reino de Granada, don Antonio Sanz Lozano. El prelado dio licencia para la veneración pública de las sagradas imágenes, encontradas en el Alto de la Cruz, y el permiso de construcción de una morada digna para la Sagrada Familia que estaba cansada de vivir en el páramo. El calendario marcó el 24 de febrero de 1686, domingo de quincuagésima, domingo de carnestolendas, domingo de jolgorio y paganismo montañero, concluía aquella bogotana enamorada de sus ciudad. El patronato recayó sobre los hombros del cura de almas, doctor Diego Pérez de Vargas, tercer capellán de la Peña, el 9 de mayo 1724. La posesión eclesial se dio sobre una tradición raizal y muy santafereña. La Peña era el templo de Santafé de Bogotá y por su puesto los Pardo siempre tendrían en las bancas un lugar privilegiado y en sus bolsillos un diezmo generoso.

Hoy el patronazgo, que desde la advocación católica se alza en la montaña arriba de Los Laches, es olvido. El Señor, en Monserrate, y la dama de la intercesión, en Guadalupe, parecieran solo observar la debilidad humana en la Sabana; pero un poco al sur está Nuestra Señora de la Peña, desbordada de mercedes, ejerciendo de incógnita su consagración urbana. Es un acto de fe.

En el ‘año de los temblores’ después del 31 de agosto de 1917, Anatilde y los cien mil habitantes de la ciudad corrieron por las calles y se encomendaron a todos los santos. Al año siguiente, cuando la Gripa Española, volvieron sometidos sus ojos agotados por el luto a la Virgen de la Peña, su Patrona. Lo prometieron todo y para siempre…

Lo divino y lo humano

Anita poco salía de casa, se sentía apocada. Leer los libros a los que tenía acceso no le bastaba. Sólo las historias de la vida de los santos, el devocionario católico y la vieja edición del catecismo del padre Gaspar Astete, reimpresa en Bogotá por Ayarza en 1836, le daban una pausa a aquellos días sombríos. Entonces encomendarse a la Virgen de la Peña era el aliento vital de su costumbre y su tiempo. El ocho de diciembre no faltaba a las procesiones que subían del caserío de Belén por entre una muchedumbre de promeseros sudorosos que cantaba Reina de Colombia y seguían el estandarte del obeso cura de Las Cruces.

Sin embargo, se hizo adulta y sin dejar sus devociones, también se abrió al mundo. Así, los años empezaron su cabalgata sobre la vida. A Anita y a su espíritu firme, inconforme, y hasta jacarandoso, no les costó trabajo que su familia muy pacata los alejara. De hecho, su hermano Jorge, bautizado así por Merceditas en honor del príncipe de Inglaterra (y luego rey Jorge V), tomó las riendas de la familia gracias a su habilidad para los negocios, y hasta logró desheredarla cuando ella apenas llegaba a los 25. En represalia, ella, contra toda norma de la época, se fue a vivir sin casarse con uno de sus primos, lo que dividió la familia, unió el odio y separó la fortuna de los Pardo, que habían llegado de España como joyeros del virrey Antonio José Amar y Borbón.

Con la crisis de los años 30, el único que logró crear nueva fortuna fue Jorge, que hasta le prestó cinco mil pesos a un político bogotano para que le comprara a un paisa el que sería un gran diario político a medios del siglo XX. Trajo a la ciudad la primera flota de taxis, que en realidad eran carros que ya estaban parqueados porque eran vehículos particulares importados sin comprador y él solo les cambió el uso. Su genialidad de mercader entró a disputarle los pasajeros al tranvía e impuso una empresa de buses intermunicipales que abrieron las vías del progreso a la incipiente industrialización del país. Eso sí, su hermana Anita, desterrada y todo, no cambió la elegancia, las buenas costumbres ni el santo rosario con su camándula romana antes del chocolate santafereño. El ritual del cacao incluía los tres hervores, servido en jícara de plata y bebido a soplo y sorbo, como mandan los cánones de la más rancia tradición.

Con los años, la rutina y las infidelidades a cuestas, Anita decidió separarse de su primo y con los dos hijos que tuvo con él, se fue para abrirse camino por sí sola, aunque su apellido le duró unas décadas más en su peregrinaje al cielo. El mayor tenía seis años y la menor tres pero la relación entre madre e hijos sólo se hizo estrecha en la edad adulta de estos.

Vivió en varias casonas de tres patios y solar y en algunos palacetes del centro de la ciudad, donde alguna familia cercana le daba posada. Levantar dos niños sola no era fácil. La mayoría de los colegios eran regidos por la curia o por monjas y no aceptaban descendencias de madres solteras. Con esfuerzo y moviendo influencias, logró que un benefactor de la comunidad Lasallista le consiguiera un cupo a su hijo mayor en el Colegio de la Salle de la calle 10. A la niña sí tuvo que mandarla interna a una pequeña escuela para niñas, regida por la señorita Umaña, donde la educación estaba muy orientada a conocimientos técnicos, que llevaban a las mujeres a ser secretarias cuando grandes. Anita trabaja por ratos o siempre hubo un buen amigo que le ayudaba con los gastos.

Un día viajó con una amiga que también era madre soltera a Chía, para pasear y montar a caballo en la Hacienda Fusca, propiedad de un viejo conocido de los hermanos de su amiga. Al regreso, su hija que apenas tenía cinco años empezó a llorar y a gritar de una forma incontrolable y desproporcionada porque no quería subir al tren que las devolvería a la ciudad. La pequeña aseguraba que el tren se descarrilaría. En medio de la algarabía y la vergüenza por el espectáculo, con plena flema cachaca, decidieron aplazar el regreso un día más. Efectivamente, al otro día en los gritos de los voceadores de prensa se escuchaba el anuncio del Nuevo Tiempo:

 —“¡¡¡El Ferrocarril Central del Norte que iba de Chía a Bogotá, se salió de la carrilera!!! ¡¡¡El accidente dejó 30 heridos y un muerto!!!”.

Desde esa fatídica tarde, la niña empezó a ver y a escuchar en las casas donde vivieron cosas que nadie más podía. Eso hizo que cambiaran de vivienda varias veces. Anita llevó a la niña donde el Dr. Bohórquez, médico veterano y estudioso que siempre cuidó de los niños de la familia. Le hicieron mil exámenes buscando la anomalía, pero nada fue concluyente. La pequeña se mostraba bastante normal, pero lo que en ocasiones veía y escuchaba se hacía por momentos escalofriante. La novena a la Santísima Virgen de la Peña, al comienzo, y la primera comunión que se realizó a sus 11 años, dieron fin a aquella sensibilidad extrasensorial.

Anita no tenía la paciencia para aquellos retos extrasensoriales ni el tiempo para estar con su hija, ella necesitaba trabajar en el día y salir en la noche a la bohemia ilustrada de la época. Por eso, después de que la niña aprendió las primeras letras y las matemáticas con la señorita Umaña, prima segunda de Emilia Pardo Umaña, la enfermera que cambió las jeringas por el linotipo, decidió mandarla, por varios años, al internado de señoritas que había en el colegio vecinal de Suba. A lo lejos, había un pueblo al Norte de la capital.

Mientras tanto, trabajó en muchas empresas de amigos de la familia, dentro del gueto de los bogotanos que se fueron derritiendo sociológicamente con las hordas calurosas de los migrantes. En su juventud se le había permitido aprender temas de administración y contabilidad en su casa, con clases impartidas por profesoras egresadas de la Escuela Remington de Comercio, lo que le daba ciertas competencias para estar en cualquier empresa. Al mismo tiempo, era una dedicada asistente a la vida cultural, al teatro, la poesía y hasta la llegada del cine la llevó muy de cerca a los hermanos Acevedo, que introdujeron al país aquella magia dibujada sobre el nitrato de plata.

En sus tertulias sobre el arte en New York, lugar al que nunca viajó, conoció a un hombre taciturno y sabio, que la introdujo en el mundo del rosacrucismo, una de las sociedades secretas que desde el siglo XIX florecieron bajo las sombras nocturnas de los nogales de la ciudad. Incluso aquel hombre la hizo amiga del maestro Israel Rojas, (iniciado que esparció conocimiento sobre temas místicos, botánica y salud). El metafísico y teósofo que la llevó a estos nuevo mundos se llamaba Julio Z. Torres y también se introdujo en su cama y en su vida. La presentó en el mundillo de otras logias secretas de Bogotá, con sus élites llenas de ritos y misterios que aún hoy se ocultan bajo el asfalto de la ciudad de nadie, donde la nada es el símbolo.

Los comienzos con estos grupos y seguir algunos de sus ritos la seducían. Lo que más le atraía eran las conexiones de aquellas creencias con los hechos históricos del país, pero nunca se “afilió” de forma definitiva con ninguno. Le dejaba esas cosas a Julio. La oración, la fe en la Virgen de la Peña y en el rosario, la mantuvieron libre, según su punto de vista.

Julio, que se la pasaba viajando a Venezuela a verse con los teósofos de esas tierras, fue alguien que entraba y salía de su vida, con baches de años en los que no se sabía nada de él. La última vez que regresó, lo hizo muy viejo, para que ella lo acompañara a su partida hacia nuevas encarnaciones.

El hijo mayor, Manuel Pardo, sin segundo apellido, finalmente se fue para la Armada a buscar buen viento y buena mar. Ana estaba algo orgullosa de eso, hasta que un medio día, recibió el telegrama que le notificó que su muchacho había desertado de la marina. El badulaque se voló por una ventana del alojamiento de cadetes de la Escuela Naval Almirante Padilla durante una noche de niebla corsaria en Cartagena de Indias. Nunca más se volvieron a abrazar. Las largas cartas que iban y venían no hallaron más lugar en la bolsa del cartero. Así las cosas y en medio de aquella frustración, decidió sacar a su hija del internado en Suba y traerla a la ciudad para llenar sus soledades y los vacíos supurantes que dejan, en madres e hijos, las madres ausentes.

La niña, ya de unos 15 años, salió casi de un infierno. No había sido el maltrato físico de aquella pedagogía francesa de la letra con sangre entra, sino además que alguna de las profesoras europeas la abusó sexualmente por más de tres años.

Durante aquellos días de infancia y preadolescencia, de la hija en edad fisiológica, y de la madre en madurez y sensatez, verse no fue frecuente ni fácil, además de separarlas la hora a lomo de caballo desde la estación del tren hasta donde vivía internada la pequeña, experiencia equina que Anita odiaba, también mediaba el miedo de una niña que se sentía olvidada y el sentimiento de una madre para quien transitoriamente aquella maternidad era un lastre impertinente. Casi no se hablaban cuando se veían, Anita solo la regañaba por cualquier cosa y se limita a hablar con la directora del internado.

La nación en que vivían madre e hija se llenó de información, los gritos de los voceadores de prensa anunciaban el estallido de la conflagración en Europa. Los destellos de la guerra relámpago, del general Heinz Guderian, llegaban vigorosos a una urbe pueblerina que reflejaba las enfermedades de su sociedad y a un país con sus campos resentidos e incendiados por los rojos y los azules de la política.

En ese escenario, juntas y solas, lamiéndose mutuamente sus heridas sicológicas, emprendieron una nueva etapa de vida, de luchas y sobrevivencia.

Anita que llegaba a su edad media era una mujer alta, elegante y divinamente bien vestida. El rimero de postales, que le escribían con gran poética varios hombres enamorados, venía con posteriores favores que se convertían a su vez en el dinero para sobrevivir. Las cosas se estabilizaron y hasta llegaron a tener un par de pequeños locales comerciales de venta de lencería importada en la calle 12, al lado de la Iglesia de San Juan de Dios, hasta que un tal Roa Sierra, mandado por los godos, amigos de Fidel Castro, mató al caudillo de la restauración moral, Gaitán. “El Negro Forfe Eliécer”, le decían los tranviarios del barrio La Perseverancia al difunto, y todo fue llamas y cenizas, como su futuro. Hasta la Virgen de la Peña decidió dar la espalda a aquellas noches tenebrosas. Los chisperos, embrutecidos por una sobredosis de chicha con güisqui, subieron hasta la iglesia de la Peña a buscar al padre Ricardo Struve en la sacristía. Al buen capellán le dejaron a aguardar unos cálices y una custodia robados en la calcinada iglesia del Hospicio.

El país, la ciudad y sus vidas cambiaron. Los Pardo muy encerrados en la llovizna capitalina no fueron prolíficos. Su progenie quedó casi extinta. Jorge, que hasta inauguró con presencia de todo el jet set de la ciudad el Teatro San Jorge, con todo y sus billetes, terminó al cuidado de la Hermanitas Descalzas y a una de esas monjas francesas le dejó 25 mil millones de pesos de los años 60. La sierva de Dios dejó los hábitos y regresó a su Montpellier del alma a buscar un amor olvidado.

Anita cuidó los últimos días de Julio Z Torres en una pensión muy digna y luego se hizo cargo de sus nietos, mientras su hija asumía sus propias devociones y retos.

Los ojos de Anita, como la lluvia fría de la ciudad, pasaron con angustia por muchos momentos de una Bogotá que de la elegancia se fue volviendo agresiva, esquiva, indolente. No se volvió así por gusto, sino por los actos insultantes de sus pasajeros.

Ella y la ciudad de entonces ya no están. Diez millones de almas, bogotanas por accidente y sin convicción, apenas y sienten intriga por esa saliente de la cordillera con los muros blancos de una derruida capillita en la punta del cerro El Aguanoso. El Niño Jesús, la Virgen María, san José y el arcángel san Miguel dejaron su imagen tallada en roca, allí, en la ermita… como los cachacos, también se fueron. La ciudad y el santuario se dan la espalda. 

Anatilde terminó cobijada por su hija María, que resultó menos vibrante que su madre y por el contrario trabajó toda su vida, siendo una madre e hija entregada e incomparable. Ella también toma el chocolate, con clavos y canela, a las seis de la tarde, después del rosario desgranado con camándula de piedra negra como la Virgen de la Peña. 

*Con la contribución y revisión historicista de Julio Ricardo Castaño Rueda, escritor, periodista y miembro prominente de la Sociedad Mariológica de Colombia. Autor del libro Nuestra Señora de la Peña, la Escultura de Dios.