“Uno se
siente demasiado fatigado para llevar sus preces al cielo, pero,
representándose su madre querida que le enseñó a orar, se decide a hacerlo una
vez más. Se arrodilla junto a la cama, y tiene conciencia de que puede ser ésta
la última oración que haga. Sin saberlo, en la sequedad y en el hastío, uno
hace la más importante oración de su vida.
Como por
inercia, sin emoción, se vuelve uno hacia otra Madre, y dice sencillamente:
“Madre de Dios, yo me entrego ahora a Vos; recibidme”. Nada más. Pero en el
mismo instante uno se da cuenta de que ésta es la oración que Ella había estado
esperando. Este darse uno a sí mismo puede ser excelente preparación para la
gracia. Ahora uno se da cuenta que no puede resolver los problemas de su vida
con las solas luces de la engreída inteligencia humana. Ella puede interceder
por uno a su divino Hijo y alcanzarle a uno el más precioso de todos los dones,
aquella gracia particular, el don de la fe que iluminará el entendimiento y
hará patente el único camino, la única verdad, la única vida...”
“Recapacita
uno acerca de sus “tres madres” dice el mismo ministro anglicano después de su
conversión a la Iglesia
católica: La Iglesia
es la Madre Santa
en cuyo regazo uno vive. Evoca en su memoria el recuerdo de la madrecita suya,
de cabello negro, arrodillada y rogando, y se persuade de que son sus oraciones
las que le han conducido a casa. Uno repara en aquella otra Madre, la Madre de Nuestro Señor, su
Madre, la Madre
de su sacerdocio, que pacientemente le ha conducido al hogar. Y no fue por
habérmelo yo ganado o merecido, sino porque su corazón maternal tuvo compasión
de un hijo que estaba aturrullado, cansado, amedrentado. Mi oración hacia Ella
será siempre:
Amable Señora, vestida de azul,
Enséñame
cómo he de rogar,
Pues Dios es tu pequeño hijo
y tú sabes la manera”.
De la autobiografía del ahora sacerdote
católico
James A. Vanderpool.
Tomado de la Revista
Regina Mundi
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