Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la
Sociedad Mariológica Colombiana
La
renuncia del papa Benedicto XVI les recuerda a los profetas del desastre las palabras
de Jesús: “…Pero Yo les digo la verdad: les conviene que Yo me vaya; porque si no
me voy, el Consolador no vendrá a
ustedes; pero si me voy, se lo enviaré…” (Juan 16-7).
Lo grave del asunto no es la dimisión de un
santo pontífice. Lo asombrosamente tedioso del evento es la amnesia prepago de
los enemigos del catolicismo. Ellos sólo venden las profecías de los agoreros
de feria.
La verdad es que la Iglesia es un sacro-oficio
(sacrificio) de 2.000 años. En resumen, el fundador fue abandonado por sus discípulos
ante una frase sublime: “…el que come mi
carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él…” (Juan 6- 56). Judas lo
vendió, Pedro lo negó y su pueblo lo crucificó.
En los primeros 300 años de apostolado los
suyos fueron merienda de fieras. La situación de crisis permanente siguió
vigente por entre los siglos a ritmo de ignominia. El papado soportó el estigma
de la simonía, la lujuria, el nepotismo y el cisma. Sí, la Iglesia carga con la cruz de
1.500 millones de pecadores por una senda redentora. Ella se crucifica, perdona
y resucita como el pan nuestro de cada día.
En síntesis, ningún peligro podrá destrozar la
verdad de la Santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana porque: “…El
Señor es mi pastor nada me falta. En prados
de hierba fresca me hace descansar, me conduce junto aguas tranquilas y renueva
mis fuerzas. Me guía por la senda del bien, haciendo honor a su nombre…” (Salmo
23 1-3).
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