Jesús había
partido de la sala de la
Cena. María sabe a dónde va su Hijo. Aunque ella esté lejos
del lugar de su agonía, en su corazón siente su misteriosa repercusión.
Mientras los discípulos escogidos duermen y olvidan a su Maestro, María está en
vigilia y ora. La imaginación de su corazón maternal le pone presente en todo
su terror lo que sucede en Getsemaní. Como Jesús, ella se siente presa de un
tedio, de un temor y de una tristeza muy grande. Con El exclama: “Mi alma está
triste hasta la muerte”. Junto con Él se postra con su rostro en tierra. Como
Él exclama a Dios: “Padre, Padre, haz pasar este cáliz lejos de mí”. No, me
equivoco, María consciente en vaciar este cáliz amargo hasta las heces, pero sí
quisiera que no lo tuviera que beber su Hijo. Ella es madre y ama más tierna y
más magnánimamente que todas las demás madres. Mi Padre, dice Ella, Padre de mi
Hijo querido, ¿por qué golpeas al inocente? Tú conoces como yo, no tú conoces
aún mucho mejor que yo este manso cordero. Él es en el cielo la imagen y el
reflejo de tu gloria, y yo lo he visto desde su primera señal de vida en mis
entrañas hasta este día tan triste, siempre lleno de gracia, de sabiduría y de
bondad. Él se ha sujetado siempre a tus santas leyes, Él se ha alimentado como
si fuera pan de comer, de tu santísima voluntad, Él no obró durante toda su
vida en esta tierra sino lo bueno. Piedad Padre, piedad para Él. Descargue tus
golpes sobre mí, su madre indigna, más a Él no lo toques. Ahórreme a mí este
amargo sufrimiento de haber proclamado en mi Fiat a tus divinas promesas esta
sentencia cruel de muerte. Padre, retire este cáliz de sus labios.
¿Pero Dios,
se dejará conmover por esta enternecida oración de la madre? No, mi hermano
cristiano, la justicia divina debe ser satisfecha. Iluminada por la gracia de
Dios, María comprende esta exigencia divina, ve la salud del mundo en que el
inocente ha de ponerse en lugar de los culpables. Con Jesús Ella se somete a la
voluntad del Padre Celestial, con Jesús sufre la agonía, con Jesús moriría, si
no fuera sostenida por la fuerza de lo alto.
P. Luis Jacques Monsabré, O. P.
(1827-1907).
Tomado la de la revista
Regina Mundi.
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