María Lucía Jiménez de Zitzman.
Ninguna época de la historia de la humanidad ha sido
capaz de agotar la inabarcable riqueza de Cristo, ni ha logrado captar, como
nos dice san Pablo, en su carta a los Efesios, “la anchura y la longitud, la
altura y la profundidad de Cristo..., de su amor que sobrepasa todo
conocimiento” (Ef 3, 18 ss).
Sin embargo, partiendo del momento presente de la historia del mundo,
podemos alcanzar en la fe un conocimiento mayor del Señor, enriquecido por
estos 2.000 años de historia, a lo largo de los cuales tantos hombres han
iluminado el sentido de sus vidas, en su presencia siempre distinta y nueva
para cada uno de los que lo acogen. El hoy seguirá siendo siempre un punto
tangencial entre el ayer y el mañana, entre el pasado y el futuro.
Precisamente, el Misterio Pascual que en estos días celebramos nos enseña a
vivir a Cristo hoy, compendio del pasado y del futuro, porque Él es, citando el
libro del Apocalipsis, “el alfa y el omega, el principio y el fin, el primero y
el último” (Ap 22, 13). El mensaje de Jesucristo alcanza una comprensión en el
hoy de cada momento, porque Él está presente en todo tiempo y su presencia se
hace vida en nosotros, proyectándonos su luz.
Esta noche pretendemos aproximarnos a la esencia misma de nuestra fe, al
misterio pascual, donde conmemoramos el misterio del amor absoluto de un Dios
que en Jesús de Nazaret sale a nuestro encuentro, dándole a nuestra vida y a la
historia de todos los tiempos su más pleno sentido.
En la historia de la salvación, tanto del antiguo, como del Nuevo Testamento,
encontramos una revelación divina que se realiza y concreta en experiencias
humanas. Para poder hoy conocer dicha revelación, se hace necesario acercarnos
a ella teniendo en cuenta nuestras experiencias actuales, interpretándolas a la
luz de la fe, y permitiendo que la vida divina que cristo nos transmite desde
esa cruz, que se convierte por la resurrección, en su trono de gloria, suceda
dentro de nuestra propia realidad como fuerza dinamizadora del verdadero
sentido que como creyentes debemos darle a nuestra propia existencia.
Mientras Jesús vivió nuestra historia terrena, la revelación acerca de
la salvación ofrecida por Dios al hombre en la persona de su hijo, era
naturalmente “incompleta”. La afirmación de la identidad del Señor supone la
visión sobre la totalidad de la vida de Jesús, y antes de su muerte y
resurrección esta apreciación era totalmente imposible. Con la muerte violenta
de Jesús y su resurrección de entre los muertos es cuando realmente comienza
nuestra fe, nace la Iglesia.
Los testigos del resucitado comprenden que ese Jesús que
predicó entre ellos el reino de Dios es el mismo Señor, el Cristo que vive para
siempre en unión con el Padre.
La historia de los creyentes se incorpora entonces a la historia del Señor
Jesús, sus vidas se alimentan de la suya, y en la huella que los primeros
testigos del resucitado han dejado en la historia, nosotros hoy, podemos seguir
la verdadera huella de Jesús. Dios ha identificado su reino con el crucificado
que vive y su vida es el sentido y el alimento del cristianismo hoy.
Estas apreciaciones se hacen necesarias antes de fijarnos en el momento
que nos ocupa. Hoy, sábado santo día de soledad y de tristeza, pero también de
esperanza, alegría y confianza plena en el amor divino, porque cristo nos ha
entregado la gloria y la vida y con ellas nos ha dejado la más preciosa
herencia su madre, que ahora es también la nuestra.
Vamos entonces, a contemplar hoy, a Jesucristo y a María desde la
perspectiva del evangelio de san Juan. Este testigo del Señor quiere mostrarnos
la unidad profunda que existe entre Cristo y María no sólo como personas que se
aman sino desde el punto de vista de la misión que desempeñan dentro de la
historia de la salvación.
Esta incorporación de María a la historia salvífica no solamente debe
ser vista en la escena de la crucifixión donde culmina, sino unida a la fiesta
de bodas donde se inaugura.
San Juan ha querido captar a la “Madre de Jesús” en estas dos escenas
profundamente significativas: en la fiesta de Bodas de Caná y en las bodas del
calvario donde el “Rey del Cielo quiso celebrar las bodas de su Hijo con la
humanidad”. En ambos momentos está María unida a Jesús como madre y como
discípula, como mujer y como testigo creyente. Hoy, después de dos mil años
sigue mostrándonos que Jesucristo con su vida, muerte y resurrección nos ha
incorporado a la vida divina.
Vamos a tratar de vivir con ellos esta experiencia de la cual Juan nos
ha permitido participar:
Las Bodas de Caná
Estamos en Caná, se celebra una boda. La madre de Jesús está allí, Jesús
y sus discípulos también están invitados...
Esto ocurre en Caná de Galilea, en la Galilea de los gentiles, no en Jerusalén, no en
el templo. Es un ambiente eminentemente laical, en medio del cual se celebra la
fiesta.
Fiesta de bodas, de celebración y de alegría, es allí donde Jesús junto
a su madre va a inaugurar su misión. Misión que actualiza el amor de Dios por
los hombres y realiza en ellos la salvación. Por eso, esto ocurre en una
fiesta, y una fiesta de bodas, puesto que el lenguaje nupcial ha sido el
escogido para significar, a lo largo de toda la historia salvífica, el amor
divino por la humanidad.
Observemos a Jesús junto a su madre... y contemplemos esta primera
escena unida estrechamente con la otra, la del calvario, allí también estará
ella, de pie junto a la cruz unida al hijo de su corazón, hijo suyo es verdad,
pero también su maestro, hijo de Dios, que exige desde su entrega que el hombre
realice el destino para el cual fue creado.
Desde la fiesta de bodas y desde el calvario está enseñando Jesús a María
y en ella a toda la humanidad el significado de su ministerio, el camino de su
misión. Aquí y allí, María renueva y actualiza el fiat que ya había dado a Dios en el momento de la concepción de su
hijo. Ella, ahora, también en silencio, “guarda todas estas cosas meditándolas
en su corazón”.
“al tercer día”... puntualiza san
Juan, señalándonos la pascua, la manifestación definitiva de la gloria y la
divinidad de Jesús.
Volvamos a Caná:
Es una fiesta, y en la fiesta hay vino. En aquel tiempo la celebración
de un matrimonio duraba varios días y el vino debía ser abundante, sobretodo si
la novia era virgen. En aquella fiesta el vino se agotó. María se entera del
problema y advierte de el a Jesús: “se les acabó el vino”. Ella comunica a Jesús
el problema, no pide nada, quizás espera una ayuda para aquellos amigos, pero
jamás insinúa un milagro.
La respuesta controvertida de Jesús tiene un profundo significado:
“mujer, qué a ti y a mí ?... todavía no ha llegado mi hora”.
No la llama Imma “madre mía”
como se decía en arameo. La llama mujer, y la une a Él. “tú y yo”.
Nunca debemos pensar que se trata de una respuesta excluyente, al
contrario, Jesús la vincula profundamente al acontecer definitivo de Dios
sucediendo en Él, manifestando su gloria en aquellas bodas donde María unida a Él
colabora humilde, llena de amor y confianza para que la obra se realice.
En la cruz, otra vez, la llamará de la misma manera; “mujer”,
asociándola con Eva, madre de los vivientes. Esa va a ser su misión, María
nueva Eva, unida al nuevo Adán. Ella intercede y alcanza. Ella en la nueva
creación realiza la función fundamental del discípulo, la fe.
Las bodas simbolizan el sacramento de la unidad entre Dios y la
humanidad.
“No ha llegado mi hora”, continúa Jesús. Para Juan la cruz es el triunfo
y la gloria. Allí, en esa cruz del dolor del anonadamiento más total es donde
se manifestará la gloria definitiva de Dios. Esa es la hora de Jesús, allí
comprenderemos el sentido pleno de la misión de cristo y el sentido pleno de la
misión de María.
La actitud de María revela su confianza sin límites en el corazón de su
hijo y al mismo tiempo señala el camino del discípulo de todos los tiempos:
“haced lo que Él os diga”. Ella no conoce los planes de Jesús, pero nos enseña
a estar disponibles para hacer realidad en nosotros su voluntad, la cual dará
siempre, como resultado en nosotros, la construcción y la alegría que nos
conducirá a nuestra máxima realización.
Jesús supera con creces cualquier expectativa, la Virgen pone su confianza en
Él, y Él le responde con una generosidad inimaginable. Hace llenar las tinajas
de las purificaciones de agua, tinajas que significaban la antigua ley, y
convierte el agua en vino. Vino que simboliza el amor nuevo y la nueva alegría.
El vino que Jesús da significa por tanto, la relación de amor entre Dios y el
hombre que se establece en la nueva alianza.
Esta escena, nos anuncia otra, la del calvario donde alcanzará su más
pleno sentido. En la cruz se manifestará el amor extremo y se ofrecerá a todos
el espíritu divino que generará la nueva creación.
El calvario
Aquí también se encuentra María, de pie junto a la cruz. Su hijo aquí
otra vez la llama: “mujer...” María ahora, en medio del más desgarrador de los
dolores comprende tantas cosas...
Comprende lo que Jesús quiere decirle y acepta todo en el silencio
elocuente de su fe.
Esta noche de sábado, vísperas de la resurrección, a María le parece
escuchar lo que Jesús quiso decirle antes de morir. “Madre, te amo como lo que
verdaderamente eres, la criatura perfecta, humilde y sabia disponible siempre
para que la realidad divina de mi padre acontezca en ti. Te has hecho, como yo,
vacío para Dios, y por eso como yo, debes entregarlo. Tu maternidad divina no
se agota en el lazo biológico y sentimental que nos une. Estás unida a mí
porque eres la primera bienaventurada, tú has escuchado mi palabra y la has
puesto en práctica. Es verdad, mi padre te ha creado para ser madre, pero no
solo mía, sino en mí, tú, mi primera discípula y creyente, serás la madre de
todos aquellos que desde hoy seguirán fielmente mi huella. Hijos míos y también
hijos tuyos, representados por aquel que fiel a mí, te acogerá en su casa.
Serás el corazón y la madre de esta nueva creación que hoy nace, de aquellos
hombres, mujeres y niños que fieles en la fe recibirán la vida verdadera que yo
les comunico, y que en medio de la diversidad de razas y naciones, culturas y
lenguas proclamarán mi mensaje y serán un solo corazón y una sola alma,
llegarán a ser signos de la vida divina de la cual serán sus portadores. De
esos hijos serás madre, y los amarás a ellos como me has amado a mí”.
Esta es la misión de la
Virgen María. Ella ha creído antes de que los demás crean, su
vida en este mundo fue una vida de fe. Ella testigo y apóstol, representa el
deber ser del cristiano en todos los tiempos y el papel de la mujer dentro de
esta nueva comunidad que nace en la cruz gloriosa, del corazón de su hijo. En
la iglesia la mujer será el corazón, de la misma manera, que la Madre de Jesús ha sido el
corazón de su hogar en la tierra y lo sigue siendo también en el cielo.
Tomado de la revista Regina Mundi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario