jueves, 14 de marzo de 2013

La Virgen y sus vírgenes



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

El tema mariano es el punto crítico en las conversaciones con los miembros de ciertos credos, especialmente con los autodenominados “cristianos”. En días pasados, al sostener una charla con un amigo que apostató de su religión y es feliz porque encontró a Jesucristo (sin su Madre), se dio una particular controversia donde se descubrió la equivocación patrocinada por un concepto impostor. El buen sectario anunció triunfante un tema para confundir a muchos bautizados con su aseveración contundente. La afirmación es la siguiente:
 “La virgen de san Marta es otra advocación o manifestación de la Virgen María porque ustedes, los católicos, son unos idólatras que adoran a once mil vírgenes distintas”.

La respuesta inmediata, honesta y extensamente franca, fue un no rotundo para el tremendo sofisma, pero igual se le explicó la dimensión de su descalabro para disipar la humareda venenosa de la blasfemia.

Para resolver ese nudo gordiano, producto de una ausencia  formal de catequesis, basta con pasar la espada del intelecto por una página del diccionario de la Real Academia Española donde se define el significado de la palabra advocación, que no es sinónimo de manifestación, a saber:

1. f. Tutela, protección o patrocinio de la divinidad o de los santos a la comunidad o institución que toma su nombre.

 “2. f. Denominación complementaria que se aplica al nombre de una persona divina o santa y que se refiere a determinado misterio, virtud o atributo suyos, a momentos especiales de su vida, a lugares vinculados a su presencia o al hallazgo de una imagen suya, etc. Cristo de la Agonía. Virgen de la Esperanza, del Pilar

Entendida la semántica es necesario recordarle a los amantes de discutir con la Biblia, reducida al versículo de su interés, que no se leyeron los pasajes del santo Evangelio de Lucas 10, 38-42 y de Juan 11, 1-5 donde se establece claramente que doña Marta de Betania era la hermana de Lázaro, personaje histórico porque en su casa se hospedó Jesús de Nazaret. Con leer esos párrafos apoyados en los dos primeros capítulos de los textos de san Lucas bastaría para comprender quien es la Madre de  Jesús y cual es su amiga. Si lo hicieran podrían entender que son dos mujeres distintas con atributos diferentes que cumplen misiones separadas en la vida de la Iglesia, pero sirven al mismo Señor.

La Santísima Virgen María es la Madre de Dios, sin importar el número de sus advocaciones “…Concebirás y darás a luz un hijo, que podrás por nombre Jesús…” (Lucas 1, 31).  Y Marta es una hospedadora de Cristo: “…llegó Jesús a una aldea y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa…” (Lucas 10, 38).

Pero lo fascinante del asunto es que Marta, cuyo himen no conoció varón, es venerada (no adorada) nada menos que en la Iglesia Luterana y en la Comunión Anglicana, sin contar por supuesto la Iglesia Católica Apostólica y Romana cuya fiesta se celebra el 29 de julio.  Marta es una mujer, que por sus virtudes, llegó a ser santa. La moda de confundirla con una advocación de la Santísima Virgen María es un yerro patrocinado por la malicia perversa de ciertos herejes.

Sobre el segundo punto de la aseveración, este redactor invita, muy humildemente, a cualquier persona a que publique un solo documento oficial de la Iglesia católica donde se indique, sugiera u ordene la adoración de la Santísima Virgen María por parte de sus fieles. Mientras lo encuentra, porque no existe, se permite darle un repaso breve al tema desquiciado de las supuestas 11 mil vírgenes donde se mezcla la leyenda, la historia y el error. Cruel trilogía.

En el siglo V de la era cristiana, un noble de Britania de nombre Ereo se enamoró de Úrsula y la pidió en matrimonio. El  pretendiente era pagano y ella, seguidora de Cristo. Por esa razón, la doncella pidió tres años de espera para peregrinar a Roma. Con ella viajaron diez mujeres más, seguramente amigas de la casa. De regreso de su romería, y al llegar a Colonia (Alemania), fueron  secuestradas por una horda de hunos. Los bárbaros quisieron retozar con esas señoritas y ellas se negaron a complacerlos. La noble acción les costó la vida. Así Úrsula y compañía se convirtieron en mártires. Las once vírgenes inmoladas se conocen con los nombres de Úrsula, Aurelia, Brítula, Cordola, Cunegonda, Cunera, Pinnosa, Saturnina, Paladia y Odialia de Britannia, nombres grabados en una placa por Clematius, un senador, habitante de Colonia, que les mandó edificar una basílica.

A esos datos sueltos se suma, un documento del año 922 encontrado en un monasterio cerca de Colonia donde está escrito: “Dei et Sanctas Mariae ac ipsarum XI m virginum”   “undécima mártires virginum” (once mártires vírgenes), pero algún mal traductor del latín le agregó el millar y con ese montón terrible el dato llegó a España por intermedio de Beatriz de Suabia, esposa de Fernando III de Castilla, llamado El Santo (1199-1252). El Rey, sin mucho pudor investigativo e influenciado por su consorte, introdujo la devoción por las once mil vírgenes en sus dominios. Y por esa línea, de pasiones medievales, llegó a los feudos americanos de sus sucesores, los Reyes Católicos, donde todavía crean confusión entre los oyentes de los cuenteros y sus falacias.

Realmente, no se necesita una prueba histórica rigurosa para demostrar el triunfo del sentido común sobre la exageración. Basta con imaginar la logística necesaria para mover 11.000 mujeres por una Europa romanizada para reducir el tamaño de las viajeras a los proporciones de lo coherente.
En conclusión, estos debates aburridos surgen de unos garajes donde la opinión se convirtió en verdad para garantizar el sustento del embuste. Así la libertad de conciencia, sometida a un libertinaje de tinte religioso, les permite crear un culto personalizado acorde con ciertos pecados particulares donde reina la mentira.

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