jueves, 4 de septiembre de 2014

La catequesis de una promesera

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

En Chiquinquirá, la Villa de los Milagros, es frecuente escuchar historias de peregrinos, relatos vernáculos que por su sencillez guardan la herencia del valor teológico.

Este cronista fue testigo de una idea expresada en una tienda- restaurante donde los romeros toman sus alimentos con sabor a tierra colombiana sin más recetas que la tradición del buen gusto.

Entre la sopa de mazorca y las viandas exquisitas se habló de la Santísima Virgen María. El respeto apostólico del creyente, que sabe que puede expresar sus ideas sin temor, estuvo dentro de los linderos de un santuario mariano.

Mientras las cucharas y los comentarios de los hombres dejaban construir sus conversaciones sobre María Santísima, una hermosa zipaquireña, hija de nobles solares, dejó para el recuerdo de la travesía sus posturas sobre el episodio de las Bodas de Caná (Juan 2-1,11). Ella entregó el resumen de sus tesis para estas líneas que solo quieren destacar el valor de la Mariología popular. Ciencia construida bajo el anónimo pasar de los andariegos que visitan a la Patrona de rodillas y con su camándula enredada en el alma.

El texto de aquella charla de romeros dice: “En ese pasaje tan interesante, la Madre de Dios es muy solicita a la necesidad de los novios, pero también intercede y se adelanta al misterio de la Eucaristía a la transustanciación, al Cordero.

Ante el  llamado de atención de su Hijo: ‘Aún no ha llegado mi hora’ (la hora del sacrificio por la humanidad) Ella acató la voluntad de su Hijo y lo ratificó con la frase: ‘Hagan lo que Él les diga’. Los sirvientes obedecieron el mandato de Jesús y llenaron las vasijas.

Las tradiciones de los judíos no explican lo de las seis tinajas destinadas a los ritos de purificación. Pero en este signo hay tanta complejidad en su simplicidad que vale la pena mirarlo con la lente del catolicismo. En ese acto de la ablución, los cristianos marianos podemos pensar en el sacramento de la confesión donde nos limpiamos de nuestros pecados para poder pasar al banquete de la Eucaristía.

Dios nos espera siempre y nos dice: ‘Llenen sus corazones hasta el borde’. Él nos explica que nunca limita el amor que nos tiene porque está destinado para nuestra salvación.

La crónica muestra a un novio que escuchó a un maestresala decir: ‘todos sirven primero el vino mejor; y cuando se ha bebido en abundancia, el peor. Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora’. Este hecho nos enseña el paralelo entre los dos líquidos, el humano y el divino. El licor de Dios es el mejor porque es en su ágape donde se sirve el elixir de la vida eterna.

Sin embargo, el hombre se deja llevar por las superficialidades mundanas. Se obnubila por las cosas materiales y no se da cuenta de que Dios es lo único trascendentalmente importante.

El Evangelio también destaca un sacramento, el del matrimonio donde se unen lo divino y lo humano. En esta descripción se identifica lo indisoluble de la unión, a ejemplo de las bodas de Cristo con su Iglesia, indivisible por el afecto divino.

De esos enlaces y su excelsa misión surge el valor sagrado, tanto del sacramento marital como el de la Iglesia, al fundirse con Jesucristo en la intimidad de la Eucaristía.

En síntesis, los esposos por el misterio de la comunión deben llegar a la salvación por medio de la fe, la esperanza y la caridad”.

La promesera calló y partió. En sus labios se escuchó una plegaria de marcha: “Virgencita de Chiquinquirá, llévanos con bien. Santo ángel, con tus alas protégenos y con tus espadas defiéndenos”.


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