jueves, 6 de junio de 2019

El milagro dio su testimonio



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La iluminación que renovó a la tela de la encomienda de Chiquinquirá, el 26 de diciembre de 1586, lo trastocó todo. La comunidad muisca fue literalmente interpelada por una manifestación divina que no admitía el error ni permitía las hipótesis explicativas.  El ritual tribal, la tradición oral, sus costumbres ancestrales y la cosmogonía fueron bendecidas por la luz de Cristo.

La restauración prodigiosa de un lienzo desteñido, maloliente y roto en la choza-capilla cambió la teogonía del pueblo indígena por el sacramento del bautismo.

El impacto del fenómeno asombró a los aborígenes y a los españoles de forma contundente, sin incertidumbres ni falacias. La realidad del rompimiento de las leyes físicas generó una difusión de la noticia con urgencia perentoria. El hecho crecía en su vigencia sagrada. La noticia se transmitía con prisa entre las gentes de aquella época y región.

Los espacios sociales, que formaron parte de la cotidianidad de la etnia que interactuó con el periodo de colonización española, no permitieron la más mínima sombra de duda o artificio para adulterar los hechos.  

La sociedad chibcha de Boyacá, principal testigo de la elaboración de la pintura y su vida útil, recordó que durante un lapso de 16 años los abuelos, sus hijos y nietos fueron a recibir los principios del catolicismo frente a un tríptico que se deterioró con el pasar del tiempo y las inclemencias del clima. Ellos se familiarizaron con el objeto, pero las enseñanzas sobre una Madre Virgen que dio a luz al Dios Hombre penetró muy poco en sus conciencias politeístas. El misterio dogmático de la encarnación del Verbo no cambió la idolatría de los nativos porque el cuadro mantenía el equilibrio del mestizaje. Era manufactura de los europeos con materias primas de la tierra conquistada. Los catecúmenos conocían bien el origen de los trazos coloridos cuyo concepto gráfico religioso moría desteñido para consuelo de su amor por la naturaleza exuberante del trópico.

El utensilio era parte de las tediosas charlas dominicales del doctrinero que los obligaba a escuchar las tesis del Dios desconocido y, además, crucificado.

El uso funcional del lienzo cumplió un ciclo que los naturales conocían bien y resumían así:

El encomendero de Suta, Antonio de Santana, encargó al fraile Andrés de Jadraque, O.P., para contratar con el platero, Alonso de Narváez, el diseño de un cuadro de la Virgen del Rosario sobre una manta de algodón. El artista plasmó a san Antonio de Padua, la Virgen María y san Andrés Apóstol. (Tunja, 1582).

La pintura terminada fue colocada en la capilla de Suta (Sutamarchán) donde sirvió de apoyo para la catequesis hasta 1578. En ese año fue retirada por el sacerdote Juan Alemán de Leguizamón por inservible e indecorosa para el culto. La imagen fue devuelta a su dueño, Antonio de Santana, que la envío con unos indígenas para sus aposentos de Chiquinquirá.  Allí fue usada como trapo para secar trigo hasta principios de 1586, cuando doña María Ramos la encontró, la limpió y le construyó un bastidor para liberarla del oprobioso olvido que azota a las cosas inútiles.

El escenario geográfico quedó dispuesto para escribir la crónica del prodigio. Tres sitios, con población mayoritaria de raizales, contemplaron los sucesos históricos de la primera pintura mariana del Nuevo Reino de Granada. La triada de los toponímicos guarda una armonía didáctica muy simple, pero fundamental para comprender ese episodio de conexión entre lo humano y lo divino a saber: Tunja (la creación), Sutamarchán (la doctrina) y Chiquinquirá (la renovación).

La realidad había dictado su cátedra de asombro.  

A los 15 días de ocurrido el portento, el 10 de enero de 1587, doña María Ramos rindió declaración jurada ante el cura de Chiquinquirá y Suta, Juan de Figueredo. El clérigo estuvo acompañado por el escribano de Su Majestad Felipe II de España, Diego López Castiblanco, quien sentó su firma junto al relato sobre el fenómeno de la renovación de un cuadro que dio origen a la advocación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

Pasaron 433 años y la pregunta, tan reiterada, vuelve a levantar su voz humilde. ¿Existe alguna otra advocación de la Virgen que a los quince días de producirse el milagro tuviera las piezas jurídico-canónicas suficientes para establecer con certeza la veracidad de los hechos?

La respuesta le queda a la historia de la Mariología desde el siglo primero hasta la fecha.

Mientras la ciencia teológica dicta su sentencia inapelable es vital aclarar que lo ocurrido en Chiquinquirá, tierra de sacerdotes, no fue una mariofanía común porque se renovó una pieza pictórica por gracia del Espíritu Santo. No se presentó ningún tipo de aparición de la Santísima Virgen María. Ni mucho menos “se renovó la Virgen” como explican los guías turísticos de ocasión.

La mujer llena de gracia e inmaculada no necesita renovarse por su especialísima condición de Madre de Dios. “El ángel le dijo: ‘No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús’…” (Lucas 1, 30-31).

En síntesis, la presencia de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá debe ser renovada en el alma de cada colombiano.

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