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Nuestra Señora de la Peña, Bogotá, 1685. |
El tío
Simón dos años mayor que la tía Regina, fue mercader en sus mocedades, y tuvo
la dicha de hacer un viaje a Jamaica, de donde trajo unos cuantos pesos en
ropas, y un surtido no menor de cuentos, aventuras y tragedias que todavía le
dura y, según va, le durarán hasta que la parca le corte el hilo de sus días.
Como entonces allegó algunos y no escasos bienes de fortuna, los afianzó en una
hacienda de la Sabana y dos casas en la ciudad, con lo cual tiene para no
pensar en trabajar, dormir como un lirón, comer cuanto le dan y salir a la
tienda de un compañero de viaje a hablar de las muchas y singularísimas cosas
que en él les acontecieron.
No hay
hombre y de menos bilis que el tío Simón: bien le pueden decir que la casa se
está quemando o que el supremo gobierno está haciendo de las suyas con sus
propiedades, que el reconcomiéndose y descenizando su cigarro, dice con
envidiable pasta: allá se las avenga; eso no es conmigo: ahí está Regina que es
la encargada de afanarse por todo. Sin embargo, tiene un lado flaco que lo pone
en más movimiento de lo necesario, y es la masonería, en la que se inscribió
desde su aparición entre nosotros, y la que ha consagrado toda su atención.
Además, como no hay mortal ninguno por más acorazado que esté con la
indiferencia, que no encuentre dardos que le lleguen a el alma, él tiene el
agudísimo de su hijo Aquilino, cuya suerte le lastima y, a quién ama, como aman
los padres a sus hijos desgraciados.
Aquilino
ni es alto ni pequeño, y su semblante, a pesar del desaseo y abandono tiene
cierta expresión de dulzura que lo hace en extremo simpático. Su vestido se
compone de un sombrero de paja hecho puntas y grasoso, un saco descolorido con
los codos despedazados, los calzones comidos en la parte inferior, y los
botines sin tacón, pero siempre bien embetunados en el frente. Cuando era niño
todos presagiaban que andando los tiempos sería un Newton o un Cuvier, según su
viveza y las muchas habilidades que comenzaba a dejar ver; y quien lo vea ahora
y hable con él por primera vez, tiene que pensar que es portento: sabe desde
pegar un plato, limpiar las manchas de la ropa e inventar específicos hasta
hacer fulminantes y resolver la cuadratura del círculo con cuatro fórmulas
diferentes. Si no fuera porque estamos acostumbrados a ver la suerte que los
cabe a estos estudiantes de habilidades, pensaríamos que lo descaecido de
Aquilino era efecto de los vicios; pero muy lejos de esto, es un hombre si no
virtuoso, al menos no malo; y los vicios que se le puede acusar, y eso en sus
actuales tristes circunstancias, son los comunes a la pobreza: si juega, es por
tentar fortuna; bebe, por complacer a un amigo, y si enamorara es por matar el
tiempo. Los buenos de sus padres, principalmente la tía Regina ha probado
cuantos medios han podido darle una colocación honorable para que a la par
muestre sus talentos, le cobre cariño al
trabajo: ora lo vemos de oficinista del Gobierno, y desempeñando tan bien el
destino, que se atrae la estimación del Jefe y de los subalternos; es hábil
pendolista y redacta una nota con tal tino como si llevara años estar empleado;
pero cuando menos se piensa desaparece y no vuelven a saber de él hasta el cabo
de tres meses, hay noticia lo han dejado en una montaña enfermiza buscando una
mina de diamantes, sino una sustancia vegetal que reemplace a la quina, y que
si la descubre, será millonario; ora de
dependiente de un mercader, que despedirlo porque no asiste al almacén, por
estar en una platería ensayando reactivos químicos, y en una tintorería tiñendo
unas plumas para el sombrero de Fulanita o haciéndole a Zutano una refacción en
un cuadro de Vásquez; y ora por último, creyendo a la tía Regina que en una
ocupación más en armonía con su afición, consigue que se fije en ella, logran
que le den un puesto en unas minas de hierro. Se cree feliz y en vías de
regenerarse cuando se encuentra entre máquinas y hornos; allí como en todas
partes se hace el primero a poco tiempo; pero héteme que de la noche a la
mañana le da por aprender latín para ordenarse y se viene a su casa a dar
principio a lo que llama su verdadera vocación; y es lo peor que se vuelve sin
blanca en el bolsillo; pues es tan maniflojo que real que llega a sus manos no
tarda en gastarlo para obsequiar al primero que encuentra, con quien intima de
tal manera, que después de referirle cuanto tiene en el pecho, acaba por
dejarse matar por él si es necesario.
Conocidos
ya los tres personajes más conspicuos de la ilustre casa de mis venerados tíos,
daré principio a la relación que motiva el presente artículo.
-¿Qué
habrá sucedido que hay tales gritos y carreras en la casa de la tía Regina?
¿Qué ha ocurrido?
-Pues
que mi amo Pedrito se ha medio matao, y lo pior es que a yo me echan la culpa,
me respondió la china, que sin mantilla y a todo correr salía huyendo la calle,
cuando yo entraba.
Era el
mes de marzo, y los cerezos de la huerta parecían doblar sus ramas por el peso
de sazonadas y vistosas frutas. Los muchachos de la casa a quienes la tía
Regina había prohibido coger una sola cereza para que enfermaran de disentería,
reinante por ese tiempo en la ciudad, y que guardaba la llave de la huerta
debajo de su colchón, no pudiendo resistir a la tentación de que se les vedase
lo que tan provocativo se ofrecía a sus ojos, resolvieron robarse las llaves, y
tomarse por asalto los cerezos.
Los dos
mayores se subieron con ansiosa rapidez, y después de haber saciado y llenado
los bolsillos, comenzaron a echarlos a los que quedaban en el suelo. Pedrito,
niño avispado y travieso, instigado por la china para que le alcanzara un
codiciable racimo que había en la extremidad de una rama, fue acogerlo, más
rompiósele, y al suelo vino a dar.
-Se
mató Pedrito. Exclamaron todos: se mató Pedrito repitieron madre y abuela
cuando lo vieron desde el balcón tendido en el suelo y bañado en sangre.
Feliciana con solicitud maternal vuela a él, y levantándole y estrechándolo
contra el pecho dolorosamente, exclama: se mató mi hijo.
Mientras
tanto la tía Regina, creyéndolo muerto, y que en lo humano no tenía remedio, se
dirige al oratorio, y al pie del altar le pide con fervor al cielo la vida de
su desgraciado nieto, y concluye ofreciéndole a la Virgen que si Pedrito se
salva, irá con toda la familia a la ermita de la Peña a presentárselo, lo mismo
que a los otros hermanos, y comulgar allí todos los de la casa. Llena de fe salía del oratorio, cuando lo
subían entre la madre y Aquilino, quien más veloz que el mismo céfiro, ya había
ido dos veces a la botica y traído los medicamentos, que él sabía eran buenos
para el caso; al verlos les dice: Pedrito no se muere; mañana estará bueno y
sano. Y así sucedió, pues poco comenzó a volver en sí, y por instantes se
notaba su reposición, la que todos, después de haber oído a la tía Regina,
atribuyeron a milagro, menos el tío Simón, que buscado por toda la ciudad, le
dijo a su esposa al oír lo que le refería llena de contento, con la
indiferencia más glacial: conque milagrito tenemos, ¿eh? Entonces, ¿para qué me
necesitan?, y volviéndoles la espalda, se encaminó prontamente para su cuarto.
Al día
siguiente Pedrito ya corría y saltaba en la alcoba, donde lo tenían preso; y al
verlo la mamá y la abuela, se congratulaban y se reforzaban en la idea del
milagro, y en el comprometimiento que tenían de cumplir la promesa.
-Y es
tan necesario cumplirla como que yo estoy debiendo otra que de tiempo atrás he
hecho, para que Nuestra Señora me componga a este hombre de mi marido. Mira,
Feliciana, que cada día está más echado a perder. Parece que la herejía le
hubiera empedernido el corazón. Pero la Virgen me lo ha de componer.
Para
una persona tan ortodoxa y tan de tuerca y tornillo en esto de la piedad como
la tía Regina, debía exasperar el pensamiento de tener en su casa y como quien
no dice nada, en su caro marido, un ser refractario a toda práctica religiosa;
y más el apego a la masonería, en donde era tan puntual, que al dar las siete
de la noche, se vestía el traje de pecar, como el sonriendo decía, compuesto de
un gran capotón, sombrero enfundado, linterna y un respetable garrote de
guayacán; y lloviera o tronará y por más que la tía Regina intentara oponerse,
el, como si todo fuer con otro pausadamente llega a la puerta de la calle, y
dice en alta voz: cuidado con echarme el palo, y cerrándola se endereza al taller,
aunque sea a conversar con el hermano portero.
La tía
Regina que sabía de buena tinta que los pasos que llevaba su marido eran de que
se lo cargara el diablo, no dejó resorte que no moviera par separarlo de tan
peligrosa senda, pero tal empeño era inútil, pues parecía que su descreimientos
se aumentaba con cada día que pasaba. Por esto la tía Regina se colgó de las potestades
del cielo, y entre lo mucho que pedía con ese objeto, en el rosario de por la
noche rezaba tres padrenuestros por la conversión de un pecador que está en
gran peligro de condenarse.
Llega
por fin el día tan deseado de la promesa, y en todos los de la casa y hasta en
los objetos inanimados se vislumbra el genio activo y movedor de la tía Regina.
A pesar
de que desde ocho días antes se había ido aglomerando en un rincón de la
despensa de dulce, cuanto se iba ocurriendo para que a lo último no se viesen
en afanes, y al cabo no se olvidara nada, fueron tantos los regaños y carreras,
y eso de tropezar en las puertas y quebrar lo que en las manos conducía, que
semejaba una improvisación del momento.
Como
era costumbre en la casa de la tía, lo mismos que en las santafereñas, los
comestibles debían preparar en la casa y por las señoras, sin tener que apelar
a los menjurjes de fondas y confiterías, que según decían, eran hechos con agua
del caño y sobre el mostrador; así fue que la buena tía queriendo alardear en
esa ocasión de lo mucho que sabía en el arte culinario, tan pronto como volvió
de la plaza, se vistió un traje más
viejo que los que de costumbre usaba, se caló un gran chapeo de castor que fue
de un su tío fraile candelario, y
haciendo cerrar la puerta de la calle para que nadie la importunara con las
visitas, dio principio a la preparación de esos magníficos manjares, que de
solo pensar ellos bostezo de debilidad.
Cosas era de verla sentada al frente de una mesita que solo servía para
tales casos, que guardaba bien cubierta debajo de su cama, cercada de los
nietos que con tanto ojo contemplaban el manipuleo, y también al menor descuido
el uno cogía la cuchara de palo del ahogo, el otro un poco de masa para
payasear lo que veía hacer, y al más chiquito, para que se entretuviese, le
daba la china el sagrado cartapacio de las recetas. Estese quieto, le gritaba a
aquel; no sea glotón a este; y la china: malvada, para que le das las recetas.
Y poniéndose en pie y en actitud de suspender la tarea, dice: con muchachos es
imposible. Afortunadamente Feliciana la sosiega alistándole cuanto necesita, y
ordenando que lleve los niños a jugar con Copito, el perro de la casa, y que
también hacia parte de los espectadores. Más los chicos iban volviendo uno tras
otro y al poco se repetía la misma escena.
A pesar
que se acostaron a las 12 de la noche, muy en contra de sus usos y costumbres,
por dejar todo a punto de viaje, no eran las tres de la mañana cuando ya todos
estaban de pie; y la tía Regina, como un hábil general el día de la batalla,
recorre todos los puntos y señala cada cual el papel que ha de desempeñar, y el
canasto y burujú que le toca conducir, por una sabia determinación se había
despachado desde la víspera a dos de las criadas de más confianza, y al taita,
Pacho, después de haber conseguido él la malva para los barrederos del horno y
corrido más de cuatro veces de chite para caldearlo, se despacharon, digo, con
las ollas de alto bordo y cuanto pudiera embrazar la ascensión fácil y rápida a
la colina de la Peña. Por esto a las cuatro y media cuando aún brillaban las
estrellas, y el sol a semejanza del tío Simón, roncaría como él a pierna
suelta, se abrieron las puertas de la calle para dar paso, primero al perro
Copito que hecho un gusto salía retozando con un objeto negro en el hocico, y
en seguida los muchachos que con una ruana, corrosca, y el constitucional
escobero de madera con cabeza de caballo de trapo, corrían para arriba y para
abajo, y fingiendo escarceos y corcovos,
o, parodiando relinches, alborotaban a los vecinos; tras de ellos iban las
criadas con canastos; esteras de chingalé y tapetes, cada cual con alpargaticos
nuevos, enaguas sonadoras, y más contentas que si fueran a hacer reinas de la
Trapisonda.
A un
lado, camaradas míos, que salgo de brazo con mía tía, que va de gran sombrero
cubano ya en estado de fosilización, dos pañolones, y lleva en la mano el
manojo de las llaves de la casa. Mirando a todas partes, pregunta: ¿que se nos
queda? Pues se iba a quedar nada menos que el tío Simón, que a pesar que su
activa consorte le había llamado repetidas veces, y al fin quitándole las
cobijas, estaba en paños menores dando vueltas por el cuarto, a guisa del que
tiene que buscar algo no muy de su agrado. Reconociendo la tía Regina la persona
que faltaba, nos suplicó a Aquilino y al que estas mocedades escribe, que
fuéramos a sacarlo, pues si no, jamás saldría.
-Oh
querido sobrino, me dijo al oírme, pues verme no podía por estar en cuatro pies
buscando debajo de un canapé: en las que lo ponen a uno las mujeres. No ve
usted: hace más de una hora que estoy buscando una bota que falta y no la
encuentro.
Nos
proponíamos a ayudársela a buscar, cundo llega una criada jadeante de correr,
diciendo, mi amo Simón, aquí está la bota: Copito se la había llevado para la
calle. Pongásela sumercé que allá abajo lo están aguardando. No tiene sino que
está un poquito mojada, porque la tenía jugando en el caño cuando se la quité.
-Mujer
de Dios, ¿así querrán que yo me la ponga? Esa sí que no. Díle a Regina que
venga a ver que otras botas me pongo, aunque yo para pasear no me maño si no
con estas.
Aquilino
para evitar que subiera la tía y le dijese cuatro gordas, le sacó del ropero
otras, que aunque no estaban muy sanas, sí podían servirle para que los pies jugasen
con desahogo y no le lastimasen los muchos callos que no pocas veces le hacían
salir de sus calillas.
Reunidos,
pues, ya todos en la calle, se cerró la puerta, se le dieron dos buenos
empellones para ver que no estuviera abierta, y desfiló la comitiva, ocupando
la retaguardia la tía Regina y su amado sobrino, que a más de llevarla casi en
peso y cargar en el bolsillo las enormes llaves de la casa, tenía que ir
empuñando el monumental paraguas, para que la brisa de la mañana no constipara
a quien estaba ya en la tarde de la vida.
Habíamos
pasado del sitio denominado El Cedro, cuando oímos a alguna distancia y a la
vanguardia de los nuestros tal algazara de perros y después de gritos, amenazas
e insultos, que la tía sobresaltada, me dijo: es seguro que algo les ha pasado
a los muchachos: corre a ver qué sucede, y desprendiéndose de mi brazo, me
empujó como para darme impulso en la carrera que debía dar.
Pedrito,
el aporreado, el de la promesa, iba delante de todos retozando con el festivo
Copito, y cuando menos piensa salen de una choza tan feroces perros a morder a
su amigo, que él, con arrojo digno de boletín, un buen canto y con certeza le
da tal pedrada a uno, que poniendo los ladridos en las nubes, huye a ampararse
de sus dueños, mientras otros enardecidos lo acosan con tan canina rabia, que
no bastan a defenderlo ni lo escoberazos, ni el sombrero, ni los gritos que
lanzan, y viene a tierra. Si Aquilino a todo correr no acudiera tan pronto, lo
habrían despedazado, pero como para conseguirlo tenía que dar a diestro y
siniestro a cuanto perro hallara, se formó tal Babel perruna, que al fin
acudieron sus dueños, que eran unos esforzados picapedreros, y con buenas
razones primero, y después con puños y palos salieron a la defensa de sus
guardianes, hicieron con Aquilino lo que Pedrito con los perros. Cuando ya lo
habían arrojado al suelo y le daban como a cuerpo ajeno, llegué, yo; y debido a
que ellos me conocían, como también a lo adusto de la cara que yo debía llevar,
sosegaron su encono, y con mal inventadas disculpas intentaron disculparse, las
que yo di por ciertas y justas, tanto por no exponerme a seguir la misma suerte
de Aquilino, como cortar inmediatamente la discordia y poder seguir nuestra
marcha en santa paz.
Para no
alarmar a la tía, hice que Aquilino se lavara la sangre que por boca y narices
le salía, y se adelantasen con Pedrito a aguardarnos en la Peña.
Más que
tristeza, aflicción me dio ver el estado ruinoso de las casas que cercan la
iglesia; y las lágrimas asoman a mis ojos cuando entro a lo que fue casa del
capellán, derruida y abandonada hoy, y en otro tiempo cuando con los míos pasé
allí horas tan deliciosas, tan bella y tan pintoresca… ¡ah! Tal vez la casa no
ha cambiado, lo que ha cambiado es el corazón y por esto me parece tan triste y
ruinoso.
Los
alegres cimbalillos anuncian que la misa va a empezar; y todos hasta el tío
Simón, nos dirigimos a la iglesia; el a fuer de despreocupado, se pone a ver
los muchos y los buenos cuadros que decoran las paredes, mientras la tía Regina
y Feliciana, teniendo en brazos a dos de los niños más pequeños, y a los lados
los mayores con sendas luces rezaban devotamente y en alta voz para que los
acompañaran las criadas y uno que otro serrano que acudió a oír misa.
Como en
esta clase de escritos se debe tratar de tocar lo menos posible las cosas
santas, pues lo es justo que por darle variedad a un cuadro de suyo frívolo y
mundano, se llegue hasta la profanación, solo diré, porque así interesa a mi
objeto, que en el acto de la presentación de los niños a la Virgen, y después
cuando la abuela, la hija y toda la servidumbre de la casa recibieron la augusta
comunión, yo me sentí enternecido, y sin quererlo, volví la vista al tío Simón,
quien con los ojos
clavados en el suelo, daba muestras de sentir algo parecido a lo que yo
experimentaba. ¡Cómo se pinta la felicidad del alma en el plácido semblante de
todos cuando acabada la función, salen de la iglesia! Feliciana en medio de sus
dos pequeñuelos, se acerca a su padre y le dice: padrecito, si supiera cuanto
he rezado a la Virgen por usted.
- ¿Por
mí? le pregunta el tío Simón alarmado.
-Simón,
le dice su esposa poniéndole cariñosamente la mano en el hombro, ahora cuán dichosos
somos, pero mayor sería nuestra dicha, si tú ... ¡Ah! pero la Virgen me lo ha
de conceder.
El tío
Simón inclinó turbado los ojos, y sin decir una palabra, se encaminó a la
espalda de la iglesia, donde tocado de lo que acaba de ver y oír, sintió brotar a sus ojos ya
marchitos dos lágrimas, que eran como las mensajeras que anunciaban que su alma
hasta entonces lóbrega y fría, comenzaba a calentarse por la luz de la verdad.
Impulsado por su repentino deseo de desandar lo que por tantos años había
malamente andado, escogió el momento en que el capellán iba a salir de la
iglesia, para ir a él, y contarle lo que en su interior pasaba.
Tan luego como la tía Regina y Feliciana lo
vieron hablando con el capellán, adivinaron lo que ocurría, y no tuvo límites
su contento; y cuando se separaron, esposa e hija corren a él, y abrazándolo y
llorando de amor, lo llevan al pie del altar de la Virgen, donde conmovido y
arrasados los ojos en lágrimas, hace una plegaria tan sentida, que el llanto
corre por todos los semblantes.
Qué más
fortuna podrían apetecer estas buenas mujeres que ver colmados sus deseos; por
lo que en ese día ni una nube vino a toldar su felicidad, y en todas las
fisonomías se pintaba aquella alegría que solo las almas virtuosas alcanzaban a
disfrutar.
Era un
encanto ver a la familia regada por las colinas cercanas, unos cogiendo ramas
secas para llevar al fogón donde se hacia la comida, y otros buscando nidos de
copetones y chisgas, y todos cogiendo uvas y esmeraldas. Mamá, mamá, gritaba un
chiquillo entre el bosque, mire cuanta esmeralda. Al mismo tiempo otro con una
brazada de leña se llegaba a la tía Regina, diciéndole: mama aguelita, pa que
vea que yo si traigo.
Llegada
la hora de comer se extendió un blanco mantel sobre la verde grama, donde se
colocaron apetitosos manjares; y sentados todos en el suelo y en rededor y alumbrados
por el sol arrebolado de la tarde, el capellán bendijo la mesa, y en animada
conversación dimos fin a la comida: y cuando ya la noche se acercaba,
descendimos de la colina, bendiciendo a Dios por habernos dado un día tan
feliz.
Roque
Roca y Roquete. (Seudónimo de Ángel Cuervo, bogotano).
Tomado
de El Pasatiempo, periódico
noticioso, industrial, científico y literario. Bogotá, 22 de octubre de 1877. “Una Promesa”.
Documento Biblioteca Nacional de Colombia.