San Pío X (1835-1914)
Papa 1903-1914
Encíclica «Ad diem illum laetissimum»
Librería Editrice Vaticana).
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo
que se espera (Heb 11,1) cualquiera comprenderá fácilmente que con la
Concepción Inmaculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se
alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el
pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo. Fue Madre de
Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.
Omitiendo ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la
Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que
Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos amemos unos a otros como él nos amó?
“Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna
debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc
12,1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin
afectar a su integridad, dio a luz nuestra cabeza.
Sigue el Apóstol: “Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto
y las ansias de parir (Apoc 12,2). Así, Juan vio a la Santísima Madre de Dios
gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un
misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros,
detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la
perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los dolores de parto indican el
ardor y amor con los que la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura
con su asidua oración la plenitud del número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos los fieles se esfuercen por lograr
esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de
la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios.
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