jueves, 28 de enero de 2021

Un recorrido con María por el Antiguo Testamento

 


 

Diácono Gonzalo Sandoval Romero.

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Summarium

 

La madre del Mesías Redentor aparece en el Antiguo Testamento como Prometida en el Génesis: a Adán, Abraham, Isaac, Jacob; en Éxodo, a Moisés y demás jefes del pueblo escogido, y en Isaías y en Miqueas. Vislumbrada, bajo diversas figuras tales como: el Arca de la Alianza, la esposa del Cantar de los Cantares, el Tabernáculo, la Nube del Carmelo, la Torre de David. Prefigurada, como encarnada en mujeres de particular relieve llamadas a desempeñar misiones o en la cadena genealógica del Mesías como Judit, Esther, Abigail, María, la hermana de Aarón, Tamar, Rayab, Betsabé y Ruth.

 

 

 

El A.T. presenta la semblanza de María bajo figuras e imágenes como: las de “Nueva Eva”, “hija de Sión”, “Pobre de Yahvé”, “Arca de la Alianza”, “Madre de Emmanuel”, etc.

 

Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como la Tradición, manifiestan la función de la Madre del Salvador en la economía de la Salvación.

 

Los del Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo.  Estos primeros documentos tal como se leen en la Iglesia y como se interpretan a la luz de la Revelación ulterior dan plenas evidencias acerca de la figura  de la Mujer Madre del Redentor.

 

La función de la Madre del Salvador evidenciada a la luz de la Revelación, la encontramos bajo tres aspectos y diferentes interpretaciones:

 

§     La Prometida

§     La Vislumbrada

§     La Prefigurada

 

 

La Prometida

 

La primera promesa de salvación que leemos en el Antiguo Testamento es la de Génesis 3,15 “Enemistad pondré entre ti y la mujer y entre tu linaje y su linaje.  Ella te pisará la cabeza mientras asechas tú su calcañal”.

 

a.               Interpretación Naturista.  El texto recoge la etiología de la enemistad secular entre el hombre y la serpiente; es la interpretación mitológica del sentimiento del miedo que el hombre experimenta ante la serpiente, que parece acometer al hombre.

 

b.               Interpretación Ética. Representa la lucha entre el bien y el mal.

 

c.                Interpretación abierta a un sentido salvífico. Se considera con esta interpretación que el texto es salvífico, porque de una o de otra manera se afirma la victoria del bien sobre el mal que se logra por medio de Cristo.  En el marco de esta interpretación es donde cabe el contenido mariológico del Génesis 3,15.

 

 

Sentido Mesiánico

 

En los pasajes del Antiguo Testamento referidos a María hay que comenzar por descubrir su significado mesiánico, porque sólo en unión con Cristo puede advertirse en ellos la presencia de su Madre.  El sentido mesiánico se descubre cuando se produce explícita e implícitamente la victoria del bien sobre el mal realizada por un individuo, no por una colectividad; en Génesis, como la realización es de un individuo no de toda la colectividad, la oposición comienza entre dos individuos, la serpiente y la mujer.

 

La lucha continúa entre dos colectividades: el linaje de la serpiente contra el linaje de la mujer para concluir con dos individuos.

 

Vemos como queda patente en el texto que la victoria sobre el mal es por un descendiente del linaje de la mujer que no puede ser otro que el Mesías.  Si aceptamos este significado, vemos cómo estamos sometidos a muchas acechanzas; puede verse implícitamente anunciada la victoria mesiánica, para ello es necesario tener en cuenta todo el proceso histórico salvífico.  Veamos cómo la promesa hecha por Dios a Adán en el Paraíso se repite en Abraham (Gn 12, 1 ss), Isaac (Gn 26, 2-5), Jacob (Gn 28 13-15), Moisés (Ex 3) y los demás jefes del pueblo escogido.  Es la promesa de una tierra, un reino, una protección, una bendición, una salvación; puede decirse que esta profecía del antagonismo de dos poderes que se enfrentan es un esbozo de la historia de la salvación, cuyos hechos se enhebran en un Plan Salvador victorioso que conduce a un Mesías Libertador.

 

El autor deja ver su inspiración en una victoria conseguida por un libertador singular.  También vemos como la historia de la salvación es conducida por instrumentos de Dios y cómo se espera en el futuro ese gran libertador definitivo.

 

Es el Nuevo Testamento que nos revela que Cristo es el vencedor y por Él, nosotros (Rom 16, 20).

 

 

Sentido Mariológico

 

Parece evidente que la mujer que aparece en Gn 3,15 ss no es otra que Eva.  Es importante notar cómo se le da importancia a la mujer en la enemistad con el mal y su participación en la victoria, por eso hay que distinguir dos planos: El primero o más superficial apunta a Eva; el más profundo prefigura o alude a otra mujer, cuyo papel en la enemistad con el demonio y la lucha contra él ha sido verdaderamente relevante.  En el cumplimiento de la promesa en el Nuevo Testamento, encontramos una mujer,  “llena de gracia”,  al lado del Redentor: MARÍA.

 

Desde el siglo II los Padres de la Iglesia establecieron el paralelismo Adán – Cristo  con las mujeres asociadas: Eva y María.  La primera, desobedeciendo se constituyó en causa de muerte para sí y para todo el género humano.  María obedeciendo, fue la causa de la vida para todos los hombres.  Muchos Padres de la Iglesia, al explicar la relación entre Gn 1, 3-15 y Lc 1, 28 comentan que la profecía se cumplía de una manera perfecta, sólo en María; en Eva, únicamente de una manera imperfecta.

 

Tanto el Papa Pío IX en la bula definitoria de la Inmaculada Concepción como Pío XII en la Asunción de María recurren a este argumento Bíblico – Patriótico de la asociación de María a la obra de redención, profetizada ya en el protoevangelio.

 

Otra famosa promesa en el Antiguo Testamento es la que se encuentra en Isaías 7,14: “Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel”.  Se trata del anuncio como garantía de que Yahvé salva a su pueblo.  El signo es el nacimiento del hijo de una doncella (la Virgen es traducción griega de ha_almah, hebreo, con artículo determinado, lo que lo hace aún más significativo, pues no es cualquier doncella o virgen la que va a parir).  Emmanuel, significa “Dios con nosotros” como se lee un poco más adelante en el mismo Isaías (8,10).

 

Se trata de expresiones plenamente mesiánicas: Dios salva a Judá con este niño que nacerá de la doncella; en el Evangelio de San Mateo 1, 22-23 se evoca este texto para hacer ver que ya estaba anunciada proféticamente la concepción virginal de Cristo en el seno de la Virgen María.

 

Las expresiones del capítulo 9 de Isaías, en que se llama al Niño que nos ha nacido y nos ha sido dado: Admirable-Consejero, Dios-Poderoso, Siempre-Padre, Príncipe de la Paz, forman parte de un himno de entronización, en que se cantan los atributos de un rey ideal, a quien se espera en el futuro.  Isaías se expresa como un perfecto profeta para indicar la certeza de un acontecimiento futuro.

 

El profeta Miqueas escribe después de Isaías.  Su vaticinio parece un reflejo de Isaías.  Los dos anuncian el nacimiento del libertador de la Invasión Asiria (Is 9, 5-6, 7, 16 y Mq 5, 1-5), los dos hablan de una desolación del pueblo que dura hasta la llegada del libertador (Is 7, 18, 18 ss y Mq2 5 2-4).  Los dos anunciaron la madre que va a dar a luz al dominador que salvará al Rebaño de Dios (Is 7, 14 y Mq 5, 1).

 

Mateo ve cumplido este oráculo en el nacimiento de Cristo en Belén, según la respuesta de los sumos sacerdotes y escribas de Jerusalén a la consulta del Rey Herodes interrogando a los magos (Mt 2, 1-6).

 

En Miqueas 5, 1-3 dice: “Mas tú Belén de Éfrata aunque eres la menos entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel y cuyos orígenes son de antigüedad desde los días de antaño.  Por eso él los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz”.  Todo el pueblo tenía la convicción, como se demostró el día de la llegada de los magos a Jerusalén, que el Mesías habría de nacer en Belén, de donde el alboroto de toda la gente (Mt 2, 1-6).  Según esto, la “parturienta”, o “la que ha de dar a luz” no es otra que María, la Madre del Mesías.

 

 

Vislumbrada

 

Los cristianos deben leer el Antiguo Testamento para reflexionar sobre la Virgen, personificación de un colectivo especial, escogido, depositario de promesas de preferencias divinas.

 

La figura de María en Lumen Gentium dice: “Sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación.  Finalmente con ella misma, Hija Excelsa de Sión, tras la prolongada  espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economía al tomar de Ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de liberar al hombre del pecado mediante los misterios de su humanidad (n-55).

 

La conciencia de María de pertenecer a los humildes, sencillos y pobres, que de ninguna otra parte podría provenir para María sino de su formación en el Antiguo Testamento, la manifiesta en su respuesta al mensaje “Yo soy la sierva del Señor” y en las expresiones del MAGNIFICAT  sobre la humildad y pequeñez de su sierva.  Por su parte, la Hija de Sión, figura del pueblo elegido, lleva la promesa que se cumplirá en la plenitud de los tiempos.

La excelsa Hija de Sión aplicada por excelencia a María es propia del Vaticano II:

La gran revelación de los tiempos nuevos es la Hija de Sión, madre de un pueblo real, sacerdotal, profético.  Los privilegios de María, su misión, tienen siempre como fin a Jesús.  En esta perspectiva se coloca el aporte de la Hija de Sión en el Antiguo Testamento no se agota, sino que se actualiza en MARÍA.

 

Ella es el Israel cualitativo, el Arca de la Alianza Escatológica, por ser Madre del Mesías.  El redescubrimiento del tema de la Hija de Sión supone un esfuerzo de investigación no solo para los católicos sino también para las Iglesias Ortodoxas y Reformadas.

 

 

Prefigurada

 

En los libros del Antiguo Testamento, tal como se interpretan a la luz de la revelación posterior y como los lee e interpreta la Iglesia, se perfila la vida de María de varias maneras. a) En llamamientos – vocaciones que requieren una respuesta de fe.  b) Como encarnada en mujeres de particular relieve en el colectivo del pueblo escogido, llamadas a desempeñar misiones en la historia del mismo pueblo o participantes en la cadena genealógica del Mesías.  c) En objetos o hechos que permiten vislumbrar aspectos de la relación María – Cristo o María Iglesia.

 

 

Llamamiento – Vocaciones

 

En el Antiguo Testamento hay una historia de fe, acompañada de exigencias de fe.  Es la de Abraham.

 

Por vocación se entiende una llamada de alguien a alguien para algo.  En este caso la iniciativa es de Dios, el destinatario es Abraham, el objeto, los designios divinos sobre la historia y la vida del Patriarca, para lo cual debe asumir un sacrificio doloroso como, la muerte: dejar su pueblo (Gen 12), sacrificar a su hijo único (Gen 22) y sobre todo, debe acoger como veraz a Dios, que lo llama.  La respuesta es global: Cree y cumple, “toma a tu hijo, a tu único hijo, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en uno de los montes, el que yo te diga” (Gen 22, 2).

 

El Patriarca que confiaba en la promesa hecha por Yahvé, de tener una gran descendencia y ser padre de un pueblo, sentía por otra parte la contradicción de la inmolación de su hijo al Señor que le exigía.  Se puso en camino y esperó contra toda esperanza” (Rom 4, 18).  Abraham es la figura, en su fe.

 

En continuidad con el modo de ser de Dios, que se manifiesta constante en su proyecto salvador, María, como Abraham, ofreció a su hijo en el templo, con un ofrecimiento que llegaría a su cima en el Calvario: Jesús es el “Primogénito” ofrecido como Isaac pero no perdonado; además, todo primogénito hebreo era signo de la “liberación” de la esclavitud.  Los primogénitos hebreos en Egipto fueron perdonados, mientras Jesús, primogénito del Padre y por tanto primogénito por excelencia, no fue perdonado, y a precio de su sangre nos ha ganado la nueva y definitiva liberación.

 

María se nos presenta no sólo como aquella que se somete a las leyes que mandan la oblación del primogénito y la purificación de la madre, sino también y sobre todo como tipo y modelo de la aceptación y de la oblación: acoge al Hijo del Padre para ofrecerlo por nosotros.

 

Así, Jesús es en su humanidad “la descendencia de Abraham” (Gal 3,16) no solamente según la carne y la sangre (Mt 1, 1),  (Lc 3, 34), sino también la fe: una fe israelita en la cual desde su infancia, fue educado por Maria su madre.

 

 

MUJERES FIGURAS DE MARÍA

 

No debemos pretender ver a María en todas las mujeres que sobresalen en el Antiguo Testamento.  Tampoco conviene ver en ellas una contraposición femenina, no es justo ni conveniente ver en estas formas la trascendencia de la Palabra de Dios, el mismo que creó al hombre y a la mujer.  Sobre toda condición sexual, hay que entender lo que Yahvé realizó en distintas mujeres israelitas o en su pueblo por mediación de ellas, aprender cómo actúa el Señor salvíficamente según su proyecto a favor nuestro para entender luego un poco mejor la elección de María y la obra que en ella y por ella tuvo como protagonista al Altísimo.

 

Las  mujeres de la Biblia, las figuras de María, al mismo tiempo son imágenes de mujer e imágenes de un pueblo.  Esas mujeres independientemente de la veracidad de su existencia histórica, realizaron hazañas extraordinarias capaces de salvar al pueblo de diferentes maneras y en diversas situaciones.

 

A través de sus actos se revela la fuerza de Dios que salva al pueblo.  Se revela no solo la resistencia y lucha de las mujeres, sino la resistencia y lucha del pueblo.  En las que llenas de defectos humanos, entran por disposición divina en la ascendencia mesiánica, se manifiestan los caminos misteriosos de Dios en la preparación de la Encarnación, y en las condiciones de ellas, por contraste de algunas anti-figuras de María.

 

Tamar fue una mujer cananea, esposa del primogénito de Judá, ER así se llamaba, murió sin dejar descendencia de su esposa, por lo cual la dió a su segundo hijo Onán, quien no quiso cumplir con su deber de marido y desperdiciaba el semen, por lo que el Señor lo hizo morir.  Judá, temeroso de que acaeciere otro tanto al tercer hijo, despidió a su nuera Tamar quien, disfrazada de prostituta, y con el rostro cubierto, sedujo a su suegro y con él concibió a Fares.  A través de esta generación, Tamar queda incorporada entre los antepasados de Jesús (Cf. Gen 38, 6-30; Mt 1,3).

 

María, profetiza y hermana de Aarón.  “Tomó en sus manos un tímpano y todas las mujeres la seguían con tímpanos y danzando en coro, y María les entonaba el estribillo: cantad a Yahvé pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro” (Ex 15, 20).  El canto y la alabanza de las mujeres es el canto y la alabanza del pueblo.  María representa a la mujer y al pueblo capaces de dar gracias después de una experiencia salvífica concreta.

 

Rayab era una prostituta pagana de Jericó, quien hospedó y protegió a los espías que había enviado Josué.  Protegida a su vez por los israelitas después de la toma de Jericó por orden de Josué, se unió a uno de los espías, desconocido, y con él concibió a Booz, quien también, según la genealogía de Jesús, del evangelio de San Mateo, es ascendiente de Jesús.  Así, la ramera Rayab entra en los antepasados del Mesías (Cf Jos 2, 1-21; 6, 22-25; Mt 1,5).

Ana, esposa estéril de Elcaná, engendra al Juez Samuel, el cual desde su más tierna infancia se consagra al servicio de Dios y del pueblo.  Ana es mujer, pero es también el pueblo capaz de engendrar a sus servidores, servidores al mismo tiempo del Señor.  El evangelista Lucas la ha relacionado igualmente con el misterio de María, al poner en boca de ésta el Magnificat, en gran parte calcado del himno que en gratitud pronuncia Ana (1, Sam 2, 1-10).

 

Tanto en este caso como en otro de mujeres estériles como Sara, la esposa estéril y vieja de Abraham, vemos la intervención de Yahvé para provocar el nacimiento de hombres destinados a una misión importante en la historia de Israel.

 

Betsabé era la mujer de Urías el hitita, de la que se enamoró David y con ella cometió adulterio, e hizo morir en la guerra a su esposo para quedarse con ella.  En castigo por ambos pecados, el hijo de la unión murió enseguida.  Un segundo hijo fue Salomón quien, por intrigas de la misma Betsabé, fue el heredero del trono y por consiguiente de la ascendencia del Mesías (Cf 2 Sam 11; 1 Re 1, 11-31; Mt5 1, 6-7).

 

Los tres nombres que siguen corresponden también a libros del Antiguo Testamento, son mujeres por cuyo medio Yahvé realiza designios para su pueblo.

 

Ruth: Es una moabita, es decir, extranjera, despreciada por los hebreos.  Ha sido idealizada por el libro que lleva su nombre, como mujer modelo de fidelidad, de fe  y de dulce carácter.  Elimelec, su mujer Noemí y sus dos hijos acosados por el hambre que dominaba a Judá, emigraron a Moab.  Allí se casó el menor con Ruth la Moabita.  Elimelec y el joven esposo de Rut murieron; entonces Noemí regreso a Belén, llevándose consigo a Ruth y al otro hijo,  siendo muy pobres, tenían que ir a espigar lo sobrante de un campo de trigo.  Allí Ruth se relacionó con Booz, dueño de uno de estos trigales quien, cumpliendo la Ley del Levirato por la muerte del esposo de Ruth y del  hermano de éste, la tomó como esposa, pues era el pariente más cercano del difunto esposo y del otro hermano fallecido.  De este matrimonio nació Obed, abuelo de David y, por consiguiente, ascendiente de Jesús.  (Cf Ruth  4, 18-22; Mt 1, 5-6).

Mas no solamente por esta razón de ascendencia davídica y mesiánica.  En el libro se ve clara la intervención de Yahvé al enderezar la línea davídica del Mesías, valiéndose de una mujer pobre y extranjera.  El fruto de la fecundidad de Ruth lleva el sello divino: Dios “hizo que Ruth concibiera”, “es prenda de la esperanza y de la restauración futura, y sobre todo de la perpetuidad de la dinastía davídica”.  Ruth a su vez, simboliza al pequeño pueblo a punto de extinguirse, pero que finalmente, sobrevive gracias a la continuidad de la generación y la garantía de una descendencia.

 

Judit.  El libro de Judit es una parábola sobre la victoria del pueblo frágil simbolizado en la figura de una mujer.  El autor, probablemente de época muy tardía prescinde de las perspectivas históricas para presentar una especie de síntesis de acontecimientos nacionales que revelan la fragilidad del pueblo de Israel y el poder de Dios que lo defiende de todos los poderes del mal, personificados en Holofernes, militar poderoso y sensual, en esta ocasión por la mano de una mujer, Judit, nombre que significa Judía, con sus encantos femeninos, a los que Dios añade otro más.  En esta  victoria Judit se identifica al mismo tiempo con el pueblo de Dios y lo representa, así como María se identifica con la Iglesia y la representó en la cooperación a la Redención.

 

Ester es otro libro épico en el que encontramos otro detalle de la liberación del pueblo por parte de Yahvé, a través de esa mujer.  Ester, que llega a ser esposa de Jerjes (Azuero), se convierte en reina y su intervención ante el rey salva a los judíos de su exterminio, simbolizando la asistencia continua de Dios en la historia humana, particularmente su protección con los humildes y perseguidos.  Varios de los textos de este libro, así como el de Judit, han merecido entrar en la liturgia mariana con mucha propiedad.

 

La liturgia ha empleado en sus libros otras diversas figuras acomodaticias de María tomadas del Antiguo Testamento, tales como la Esposa del Cantar de los Cantares, el Arca de la Alianza, el Tabernáculo, la Nube del Carmelo, la Torre de David.  Su aplicación piadosa a la Virgen se encuentra por lo general, en diversas letanías.

 

La imaginación nos llevaría a un maximalismo más propio de la poesía que de una reflexión teológica sobre la Virgen si pretendiéramos seguirlas todas.

 

La visión de las mujeres bíblicas como imágenes del pueblo, así como de todos los tipos de que nos habla Lumen Gentium No. 55, ayuda a comprender a la luz del Nuevo Testamento y de la reflexión de la Iglesia, la “prolongada espera de la promesa”, que había de realizarse en el seno de María, llegada la plenitud de los tiempos.

 

En el Antiguo Testamento, Yahvé es el creador del pueblo.  El entra en el pueblo de Israel como salvador.

 

En el Nuevo Testamento el Nuevo nace ligado al Antiguo.  Nace de las esperanzas del antiguo, pero fundamentalmente “irrumpe” desde Dios.  María, imagen de ese pueblo que espera, recibe a Dios en su seno; o, en otros términos, el pueblo se convierte en morada de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 21 de enero de 2021

San José, el devoto de María

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

El santo del silencio se convirtió en el primer mariólogo después del Dios, trino y uno. Su tarea respetuosa soportó el desdoro y la gloria en un instante de su existencia. Dolor humilde.

La Santísima Trinidad acudió en su ayuda porque este varón justo, creyó oportuno no interponerse en la voluntad de su Señor. Sin embargo, sería él un colaborador insigne en la obra mesiánica.

“El ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús”. (Mt 1, 20-21).

La respuesta a su obediencia lo encontró en la gruta de Belén. Era el padre putativo del Dios encarnado y protector de la Sagrada Familia.  Allí pudo contemplar una escena sublime e irrepetible: la maternidad divina de la Virgen María. José, defensor de aquel dogma.

“Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”. (Lc 2,16).

Y sus faenas de patriarca silente encontraron la razón mariana del servicio al Mesías indefenso.

“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno”. (Lc 2,21).

El buen José, fiel a su misión paterna, y cumplidor de la ley por su herencia davídica tomó a su consorte y marchó al templo para dejar el testimonio de una profecía.

“Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: ‘Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.  (Lc 2, 34-35).

Luego aquel hogar escribió una historia de coraje heroico sin par. María, la Madre Virgen, y el Niño Dios se confiaron a los cuidados absolutos de José en una peligrosa travesía por el desierto hacia una tierra de gentes paganas.

“El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. (Mt 2,13).

“…Y estuvo allí hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dice el Señor por el profeta: ‘De Egipto llamé a mi hijo’…” (Mt 2,15).  “Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: será llamado Nazareno”. (Mt 2, 21-23).

La huida a Egipto y la aventura del retorno no lo pudieron preparar para responder a una pregunta de María Inmaculada: “¿dónde está Jesús?” El insondable martirio para los cónyuges debió estremecer al universo que les anunciaba un calvario.

“Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles”. (Lc 2, 44-46).

Después del episodio cruel, búsqueda y encuentro, José, el carpintero, construyó un lugar sencillo. La luz del amor divino alumbró con su ternura el cálido encanto de una bendición para un clan anónimo. Una mirada de su castísima esposa bastaba para que san José hiciera la voluntad de Dios, su Hijo.

jueves, 14 de enero de 2021

La romería, el contagio de la misericordia

 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

  

“Porque soy un huésped en tu casa, un peregrino, lo mismo que mis padres”. (Salmo 39, 13).

La pandemia del coronavirus no pudo detener las peregrinaciones para visitar a la Virgen de Chiquinquirá.

La alerta mundial por la enfermedad infecciosa llevó sus noticias por los senderos del miedo y el regreso ante la Patrona quedó condicionado por una ilusión andariega tejida de añoranzas. La última plegaria pronunciada en la fiesta de la promesa grande (2019) se diagramó aferrada a la idea de volver. La súplica se encontró con una demora implantada. La esperanza del retorno se estacionó sobre once meses de una sindemia asesina, la covid-19.

La senda del indulto marcó la fecha para tornar a la Villa de los Milagros, el 20 de noviembre de 2020*. La tribulación del peregrino requería de orar ante el altar de los portentos, necesidad del agradecimiento, porque la Purísima seguía ejerciendo su oficio de intercesión contra la pestilencia desde cuando derrotó a la viruela en Tunja, 1587. La mediación de María es auxiliadora ante Dios, su Hijo.

La alegría, equilibrada por una descomunal certeza histórica, estaba en movimiento. El síndrome de la trasmisión quedó erradicado de esos rumbos.

El buen amigo Óscar Sepúlveda, que llegó de Miami (EUA), decidió volver a la Ciudad Promesa por arte de los prodigios insondables. El periplo incluyó recoger al cronista y a su esposa en la señorial urbe de Chicaquicha cuya semántica en chibcha antiguo traduce “al pie de la cumbre”. Su pronunciación castellana tiene sabor a sal vigua, Zipaquirá. El trío de amigos acudió a la protección del buen patrono de los excursionistas, el arcángel San Rafael, para volver al primer santuario de la América del Sur.

El Chevrolet Aveo devoró los kilómetros con la suavidad del automóvil bien conducido. En la subida a Pajarito, sector de Tausa, el acelerador se pisó a fondo para sobrepasar a un lento camión carguero. La línea amarilla no alteró el libre desplazamiento. Solo que cien metros adelante estaba instalado un retén de Policía dedicado a controlar este tipo de maniobras. La señal del agente fue contundente: “Salga de la carretera”.

- Por favor, señor, los documentos del vehículo. Bien, venga que le pondremos un parte por adelantar en doble línea amarilla. Desembarco silente para atender la reconvención.

El agente dijo: “don Óscar esto se puede arreglar”. El infractor respondió: “Póngalo, póngalo” y regresó malhumorado con el comparendo en la mano, que guardó arrugado en el estuche de la consola. Se acomodó e intentó echar andar el motor que no operó porque faltaba la clave de la llave del encendido.

El guardia le miró despectivo y expresó: “como que va tocar ponerle el otro parte porque el carro no le enciende”. Unos segundos después el automotor partía sin novedad sobre la ruta señalada.

Las verdes praderas campesinas alimentaban vacas lecheras. Los rumiantes, indiferentes al fenómeno de la Niña y a la virulencia, seguían instintivamente junto a las cercas de piedra bajo la paz labriega de los potreros. Los bramidos se fugaban tímidos entre los ocales y las lejanías azulosas de las colinas.

La armonía del trayecto se detuvo en las cercanías de la laguna de Fúquene. Otra vez, la costumbre de los obreros y sus máquinas reparaban los agujeros de la sinuosa carretera con asfalto caliente. Las cuadrillas de reparcheo realizaban el oficio de remendar los agujeros con las medidas de la pobreza. La idea era que el presupuesto de obras públicas siempre tenga un rublo de gastos en cosas inútiles. La demora tomó su puesto en la fila de camiones y buses que se turnaron un carril para poder avanzar.

La paleta verde de “siga” hizo sonar los motores de 30 máquinas estacionadas a la deriva del tiempo.

La senda encontró, junto al gran espejo de agua, el toponímico El Mirador. Allí, la estatua de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá vigilaba monumental. La pintura del conjunto escultórico, entre triste y sucio, reclamaba la atención de los lugareños. La Inmaculada permanecía atenta ante tanta indiferencia que pasaba a 50 kilómetros por hora.

Las curvas mostraron los pequeños pueblos aledaños a la geografía de las dehesas. Susa y Simijaca quedaban atrás sobre la soñolienta línea del paisaje embriagador. Un campo fértil se extendía junto a los letreros de la divina declaración de amor a la humanidad: “avemaría”. Las letras, llenas de gracia, son una especie de aliento y bienvenida a los hijos pródigos.

El descenso del alto de la Palestina abrió las puertas del cariño a esa vieja jaculatoria que se llama gratitud. El territorio se volvía netamente chiquinquireño.

La urbe, en su dinámica de expectativas, no tuvo una buena recepción para el vehículo. La apática desinformación marcó la pauta. Los habituales parqueaderos para visitantes estaban cerrados con amarradijos en un acto de brazos caídos. El único establecimiento operaba junto al parque de la Concepción, en el lote del destruido e histórico caserón de El Molino. De aquel inmueble vetusto y noble solo quedó su nombre como patrimonio nacional de una vocación por la amnesia.

La bajada hacia la basílica se encontró con unos locales adheridos a la gran estructura en proceso de demolición, según la valla informativa puesta en la calle 18. El atrio era una corraleja donde se apiñaban las filas de gentes. Ellas se ubicaban, sobre las huellas pintadas en el piso, cada dos metros en la hilera de ingreso contra una puerta cerrada. El registro se ejecutaría a partir de la 1:30 p.m., para poder oír misa de 2:00 p.m. La extinta concurrencia de antaño añoraba el bullicio de la algarabía sin talanqueras.

La situación era una resta de circunstancias a la realidad.  Faltaba media hora para el ingreso. Tiempo dedicado para aliviar los rigores corporales y morder galletas con agua aromática.

La atención al foráneo, por parte de los raizales, sigue siendo una acción mecánica, sin arte ni parte. Ellos viven del turismo, pero el turista no palpita en ellos. Hay una herida merecida en toda su hermosura desolada. El vendedor es un soplo de dolor conservado en la caja registradora. Les alumbra un fondo trémulo de ganancias sin honduras ni prisas.  El forastero vendrá por la tradición tejida en la rueca de los siglos. Y ellos, los guardianes de una identidad, venderán espacios, comidas e imágenes. El esfuerzo por platicar pasó de moda con el paso de la factura. “Pague y vámonos” dice la costumbre de no encontrar dichas terrenas en la Ciudad de los Cien Pianos.

Mientras los fieles aguardaban su turno de acceso, un mendigo arrojaba una rosa mustia a los pies de los viajantes. El sujeto buscaba una limosna al mostrar su flor marchita de tanto golpear las baldosas pisoteadas por los tumultos dominicales. Alguien participó de la comedia y depositó unas monedas en la mano del pordiosero. El menesteroso las echó en el bolsillo trasero de sus deshilachados yines y se marchó cabizbajo para tirar su anzuelo vegetal en otro pantano de la ingenuidad social.

El ingreso marcó el instante de la felicidad sin tregua. El paso final se encontró con un pequeño escritorio de madera usado para el control interno. El saludo de rigor se unió a la presentación de la cédula de ciudadanía ante un operario amable. El portero leía el código de barras del documento con un lector conectado al computador y ordenaba seguir al puesto. Los números asignados para tomar silla fueron los correspondientes a los dígitos cardinales 13, 14 y 15. El aforo autorizado era de 176 visitantes, una muestra simbólica del gentío que acostumbra copar cada rincón de la santa morada.

La contemplación del lienzo embriagó los sentidos con los murmullos íntimos de la milicia angelical. La Madre Castísima inundó el alma del viajero con un desbordado regocijo de humildes dichas infinitas.

El perfume de la tierra de la Consoladora de los Afligidos colmó de bendiciones a la esposa adorada. Ella, de hinojos, oraba el santo rosario hasta regarlo con sus lágrimas.

El comulgatorio, el escenario de las devociones, lucía una lámina de vidrio que separaba al feligrés del sacerdote oficiante. La obligación de comulgar en la mano se volvió regla de supervivencia. Las medidas impuestas por la autoridad civil, en aras de la bioseguridad, parecían diseñadas por un enemigo acérrimo de la Iglesia.  El salmo 91 y su sentencia bíblica: “la peste no llegará a tu casa” quedó en un entredicho de exégesis. La protección, convertida en barrera obligatoria, no tenía remedio.

Mejor cambiar de espacio narrativo para mirar la entrada del obispo emérito de Magangué, monseñor Leonardo Gómez Serna, O.P. El prelado se sentó en el presbiterio a rezar a su particular manera… “Alégrate María, el Señor está contigo…”

Mientras el salterio recitaba los misterios dolorosos, un técnico nacional, armado de un taladro industrial, perforaba las columnas de la nave central para instalar una cadena plástica de color amarillo y negro que remplazaría la cinta del “no pase”.

¿Para qué taladrar una pieza monumental? El error del horror impuso su ruido perforante en esos ladrillos testigos de infinitas confesiones dadas por labios penitentes. ¿No sería mejor colocar pequeñas columnas, al estilo museo, para preservar al inmueble de los lacerantes huecos? La respuesta quedará como parte de la dictadura de la torpeza.

El Evangelio del día sumó su queja en favor del arte sacro que habita en la basílica.

“San Lucas 19, 45-48.

En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».

Los bandidos, de las afueras del cristianismo, les impusieron normas a los promeseros para robarles el espacio vital. Les hurtaron el alborozo folclórico del alpargate y el tiple, les desvalijaron el fulgor de las muchedumbres. Les esquilmaron la serenidad de su fe. El legalismo depredador trajo el pavor. El eco del acento marinero del Nazareno, sobre la tempestad: “no tengan miedo” (Marcos 6,50) se ahogó entre la tinta de un decreto.

La salida de la eucaristía contrastó con las multitudes que emergían fervorosas del recinto eternizado. Los rostros pletóricos de gozo anunciaban la risa del encuentro. Los bendecidos asistían a las variadas sesiones de fotografías para el testimonio gráfico del cariño a la Rosa del Cielo, oficio de la memoria agradecida.

La siguiente estación encontró su meta en el despacho del santuario para cumplir con una tradición ancestral. Óscar había volado más de 2.300 kilómetros para venir a pagar unas misas. Al oficio se sumaron tres salves a la Chinca por un encargo.

Y luego a callejear por entre los almacenes que esperaban mover su caja menor con grandes ventas. La caminata probó el acierto del refrán: “en casa de herrero azadón de palo”. El dicho cumplía con su veredicto a la letra. La intención de comprar una camándula, con estuche de lujo, la materializó la nada. La necesidad tenía rostro de cánido y se optó por adquirir un adminículo medianamente parecido al concepto primario.

El paseo por las tiendas terminó donde el hambre obliga al uso del mantel. El restaurante, “Soy Boyacense”, funciona dentro de una casona de arquitectura decimonónica. El encantador lugar tiene un corredor de ingreso adornado con bellas fotografías en blanco y negro. Entre las imágenes sobresalía una de 1919 donde se transportaba a la Reina Morena coronada por un pueblo devoto y fiel al terruño mariano.

En el patio central, debajo de la escalera, había una especie de cuarto de san Alejo convertido en vitrina. Los almanaques, las imágenes, los cuadros, las estatuas de diferentes advocaciones y un surtido de objetos religiosos permanecían a la espera de un comprador caritativo.

La mesa fue servida con tres platos distintos para degustar la bromatología criolla. Uno de ajiaco santafereño, otro con mazamorra chiquita y el último, lomo de cerdo a la plancha. El menú fue acompañado con limonada y jugo de mora.

Si los centenarios muros de la morada conversaran contarían sobre las leyendas del ayer convertidas en añeja nostalgia de olvido. Su esqueleto de maderas no rememoró nada sobre el ultraje de 1816, el robo con suicidio de 1886, el misterioso incendio de 1896, el terremoto de 1967, la visita pontificia de 1986, las fiestas del septenario y mil sucesos archivados por el asombro. Hay relatos para dejar con la boca abierta al más escéptico liberal. El ruido de la cocina solo devoró clientes como un favor fascinante del comedor.

¿Será que algún día contratarán a un investigador? Una voz que les narre a los comensales los montones de vivencias paridas por las épocas de los abuelos. Los balcones aún esperan el cálido rumor de la oralidad para recitar la historia de la epopeya divina.

La respuesta puede ser una carcajada burlona que indigne a cualquier acto de soberanía idealista. Los ventanales del domicilio alimentario vieron pasar acontecimientos que modificaron el orden del simple transcurrir de los destinos de la patria.

Y movidos por la misma condición de pasajeros por la vía de la vida la partida marcó la razón de la despedida. Esta vez no había entrada para ir hasta el baldaquino y deprecar por una gracia. Ese rezo debe colocar unas líneas finales en este texto para no salir del valle feliz de los hijos de la Colombia bendita.

El sentimiento, en un acto volitivo de místico albedrio, decidió arrancarse el corazón para arrojarlo a los pies de la Rosa del Cielo con un beso de serenata enamorada…La peregrinación 113 ancló sus letras en la tela renovada de María de Chiquinquirá.

 

*Ese día, el virus subió su cifra macabra al registro criminal de 34.929 colombianos enviados a la tumba.

 

jueves, 7 de enero de 2021

San José de la Peña

 


 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

                        

Acudid a José y haced cuanto él os dijere”. (Génesis 41, 55).

 

San José, el descendiente del rey David, se nacionalizó bogotano en las breñas olvidadas del oriente capitalino. Él descendió a lomo de labriego de las empinadas y ariscas crestas del cerro del Aguanoso. Quizás su benigna protección sobre el Niño Jesús y su castísima esposa evitó la caída del conjunto escultórico a los profundos abismos de aquellos lugares de vértigo.

Hoy vive sobre el calumniado cerro de Los Laches dentro del templo levantado en 1722 porque su vida de protector silente padeció el rigor de las carnestolendas, manifestación pagana en la antesala de la cuaresma, penitencia del rito católico.

El camino de la loma pronto se llenó de los desposeídos de la fortuna, apellido del expósito criado en el hospicio. Los siervos de la gleba, los hijos del mestizaje comprendieron que su raza, herencia de solares y crisoles sociales, podía encontrar la dignidad junto al padre putativo de Jesús, el Cristo.

Los miembros de la perpetua servidumbre colonial consagraron a san José de la Peña sus faenas manuales por dos razones. La primera, el escape al sitio de la montaña donde la democracia surgía en su simpleza de vulgo conversador. Y la segunda, por el respeto a la tradición de los mayores que fueron guardianas del primer tesoro de la fe capitalina, la Sagrada Familia.

El clan divino congregó a las almas, sus devociones y servicios. 

Los niños aguadores, con sus múcuras y barriles cargados sobre las albardas de los burros, hicieron del aquel rincón el perpetuo pesebre.

A ellos se sumaron los alarifes, constructores de una ermita votiva. La tecnología arquitectónica atrajo a los albañiles mayores, los carpinteros, los ornamentadores, los blanqueadores, los imagineros, los entalladores, los tejeros, los aparejadores, los retableros y a los canteros.

Los indígenas, asiduos visitantes del Este soleado, llevaron sus alfareros y sus vasijas para libar la chicha a los pies de aquel que sostenía con su mano izquierda la granada, signo y símbolo de una identidad en proceso de construcción.

La muchedumbre, motivada por el impulso del afecto peregrino, se sustentó en el regazo maternal de las llamadas amas de cría. Ellas amamantaron a los hijos de los gamonales.

Los aparceros de las veredas trajeron sus frutos como parte de las promesas del exvoto.  La romería creció y el disturbio, propio de la combinación de las coplas y las mujeres bellas, se incrementó según la dinámica de los piropos.

El alboroto de la coplería atrajo la asistencia de las autoridades virreinales. El poder incluyó a la guardia de alabarderos y el interminable tren de la arriería. Tarea vigente en el siglo XXI. Ella mantiene sus gestos con los caporales de las fincas contiguas. Tiempos campesinos metidos entre el monte y sus malezas.

La ciudad de la santa fe siguió en búsqueda del patronazgo para su incipiente industria. La respuesta era san José, el fiel custodio de María y de Jesús, cuyo nombre aparecía en las pilas bautismales regado por el agua bendita. Las cabezas húmedas pasarían a ser de los barberos, que arreglaban pelucas y sacaban muelas. Los peluqueros inventaron el remedio genérico: sangrar a los cristianos. Terapia contra toda inflamación o acumulación de disgustos, anemia o cualquier sudor. Ellos anduvieron por la ruta de la calle novena porque la clientela necesitaba el milagro del bisturí.

La crónica de los caminantes llegó a tierras lejanas. Las fronteras del reino oyeron hablar de la Virgen de la Peña y de su esposo san José. Las baraqueras, lavadoras de oro, del río Cauca supieron que su trasegar podría encontrar un consuelo en un lugar tan distante de sus aluviones. A ellas las hipnotizaron los bogas del río Grande de la Magdalena. Algunos atletas del río, tallados a fuerza de empujar las piraguas, dejaron por una temporada las pértigas. Se unieron a los muleros y fueron a conocer las callejuelas donde habitaban los reinosos. La mayoría volvió a San Bartolomé de Honda para embriagarse, cantar y navegar con la libertad de las ondas junto a los centinelas de las orillas, los caimanes de miradas llorosas.

“…Oh, María, ¡las más poderosa! ¡Bendita reina del cielo, madre de Dios, apiádate de nosotros los pobres bogas! Recorre con nosotros este día y que los rápidos y remolinos no impidan nuestro progreso. ¡Qué el hombre blanco, nuestro patrón, aquí, nos de abundancia de brandy y tal vez un poquito de mantequilla para freír nuestro pescado! ¡Hurra por el patrón blanco y las bonitas muchachas indias de Ocaña! Viva María, el santo San José…” (Cf. Jhon Steuart. Narración de una expedición a la capital de la Nueva Granada y residencia allí de once meses. Academia de Historia de Bogotá. Tercer Mundo Editores. Colección viajantes y viajeros, 1989. Pág. 71).

El eco de los prodigios se regó por valles y cordilleras. El sonido de la oralidad encantó a los barnizadores de San Juan de los Pastos. Los pastusos trajeron su arte para recibir la bendición. El barniz o Mopa, hoy patrimonio de la humanidad, formó parte de la cultura del agradecimiento.

Las tareas criollas dieron vida a una sociedad que requería los ajustes de la civilización católica. Los batihojas con sus golpes de mazo labraron los metales reducidos a delgadas planchas, piezas que fueron al santuario para dejar su testimonio.

El gentío encontró una razón más para subir a orar. Entre las multitudes se destacaron las famosas bordadoras que tejieron los ornamentos para los heroicos capellanes de la Peña.

La salud física de los forasteros pasó por las manos del boticario y las plegarias a san José. El examen corporal fue untado con las mezclas de hierbas, el aguardiente rastrojero, las cerezas sabaneras y las recetas de los yerbateros cuyas bondades de sanidad pregonaban los buhoneros de ocasión en los días de mercado en la Plaza Mayor.

El bazar mostró a los canilleros, miembros del arte del tejido que enrolla en la canilla el hilo de la trama. La gente de las manualidades formó las alianzas propias de la producción. Los cardadores de mantas, industria precolombina, se asoció a los cargueros. Los cordoneros, elaboraron sus cordones, flecos y borlas. Muchos hilos para apretar las cargas o guarnecer los cortinajes de las casonas de los patrones.

La ocasión del mercadillo era propicia para el correero, fabricante de correas de cuero cuyos clientes se hallaban entre los corraleros, cuidadores de las mulas, con destino a los arrieros, forjadores de las trochas aún vigentes para el transporte del fruto campesino.

Al gremio se incorporó el festero, hijo de músicos, que se encargó de conseguir las serenatas, cobrar y repartir las ganancias. La fiesta de la colina trajo al gallero y a sus aves de pelea sustentadas por la palabra mayor de la apuesta.

El ascenso para las señoritas, sin mancha de la tierra, obligó al uso de las buenas caballerías. Los chalanes llamaron a los guarnicioneros para realizar los arneses en cuero o en paño. Los herreros pusieron sus fuelles al servicio de las herraduras, los estribos y las espuelas.

La cabalgata trajo el romance y su aporte de luz intelectual. Los iluminadores adornaron libros y estampas con colores vivos para la imaginación y el sentimiento, dupla emocional del amor declarado.

La cuesta interminable en sus juergas votivas vio pasar una lista larga de personajes que aún perviven en los campos de los pueblos circunvecinos como el jaulero, las lavanderas, el leñador y el faquín, una bestia humana de carga.

La ruta, por el lado de la ermita de Belén, sobre la calle quinta, congregó a los loceros en la fábrica de loza fina de Bogota. Industria cuyas ruinas marcó una época de leyendas sobre sus siete hornos.

El trabajo formal congregó a los chircaleños, los marraneros y los mayordomos que tornaron en compañeras a las molenderas, que con las piedras de la quebrada prepararon el cacao para el desayuno.

La alegría perpetua de los compositores, con o sin los carnavales, desarrolló entre los neogranadinos el uso de las guitarras, las vihuelas, las flautas y los tiples unidos a los trompetas, atabales y chirimías de un folclor cuyo modelo se denominó el obraje. Labor en el taller casero de piezas vitales para el jolgorio.

La jarana se apoyó en las infaltables viandas del delicioso piquete santafereño. Las carnes y las turmas fueron sazonadas por profesionales como el ollero, el pastelero, el panadero y el pollero. El peón de carga llevó aquellas comilonas a los parajes con mantel. El paseo dominical contó con las buenas artes de la planchadora de almidón, el sombrerero y los sastres para que el traje luciera adecuado para la ocasión.  El tintorero, encargado de teñir mantas con sustancias vegetales o minerales, fue el socio, en buena ley, del urdidor, especialista en preparar los hilos de algodón para disponer la urdimbre.

El talabartero se unió al llamado del desfile para cuidar y remendar los aperos y los zamarros de cuero de león. La parranda no quedaba lista sin la presencia del polvorero y sus juegos pirotécnicos.

El cuchillero, vendedor de cuchillos y objetos de corte, encontró en el curandero a un cirujano empírico que era amigo de cierto curtidor abastecedor de cueros de res para los zapateros de lezna, talabarteros y colegas de José. El filo de esas piezas necesitaba de la seguridad de un buen cerrajero. fabricante de llaves, candados, cerrojos, escudetes y estoperoles para las puertas.

La masculinidad de la actividad manual tuvo espacios casi femeninos con las cesteras. Mujeres dedicadas a la elaboración, con fibras vegetales, de canastos para el transporte de mercancías. Ellas fueron las comadres de las vendedoras de los famosos tabacos de Ambalema y de las cocineras, manos dedicadas al delicioso arte de los guisos.

Las fiambreras, aderezadas por las tradicionales chicheras, sostuvieron el tumulto que subía y bajaba por entre las sendas de gredas amarillentas. Las improntas de bestias y alpargates registraron a otros personajes con habilidades distintas como el calígrafo, amante del escritorio y de la palabra.

Los escribientes escrituraron predios a los dueños de las haciendas sin fronteras. Era la disciplina del papel sellado para poder lidiar con los aparceros que se encontraban con los carboneros de Choachí y La Calera.

La masa, en su vigor formal de construcción de plegarias, recurrió a otros gremios vitales para la subsistencia de las comodidades. Los matarifes y los carpinteros asiduos diseñadores de taburetes, arcases, arquibancos, artesonados, tabernáculos, altares, retablos y silletería para el coro. Esos se mezclaron con el vendedor de cera, el cerero. El uso del culto litúrgico en la evangelización trajo al grabador que dejó sus huellas en las estampas por medio de incisiones en láminas de metal cuya biografía es la memoria de la urbe.

Así, la gente del común fue al hogar de san José para pedir su paternal bendición. Tradición de profesionales consagrados a producir el sustento para sus familias.  “¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (Génesis, 41, 38).