Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Acudid a José y haced cuanto él os dijere”.
(Génesis 41, 55).
San José, el descendiente del rey David, se nacionalizó bogotano en las
breñas olvidadas del oriente capitalino. Él descendió a lomo de labriego de las
empinadas y ariscas crestas del cerro del Aguanoso. Quizás su benigna
protección sobre el Niño Jesús y su castísima esposa evitó la caída del
conjunto escultórico a los profundos abismos de aquellos lugares de vértigo.
Hoy vive sobre el calumniado cerro de Los Laches dentro del templo levantado
en 1722 porque su vida de protector silente padeció el rigor de las
carnestolendas, manifestación pagana en la antesala de la cuaresma, penitencia
del rito católico.
El camino de la loma pronto se llenó de los desposeídos de la fortuna,
apellido del expósito criado en el hospicio. Los siervos de la gleba, los hijos
del mestizaje comprendieron que su raza, herencia de solares y crisoles
sociales, podía encontrar la dignidad junto al padre putativo de Jesús, el
Cristo.
Los miembros de la perpetua servidumbre colonial consagraron a san José de
la Peña sus faenas manuales por dos razones. La primera, el escape al sitio de
la montaña donde la democracia surgía en su simpleza de vulgo conversador. Y la
segunda, por el respeto a la tradición de los mayores que fueron guardianas del
primer tesoro de la fe capitalina, la Sagrada Familia.
El clan divino congregó a las almas, sus devociones y servicios.
Los niños aguadores, con sus múcuras y barriles cargados sobre las albardas
de los burros, hicieron del aquel rincón el perpetuo pesebre.
A ellos se sumaron los alarifes, constructores de una ermita votiva. La tecnología
arquitectónica atrajo a los albañiles mayores, los carpinteros, los
ornamentadores, los blanqueadores, los imagineros, los entalladores, los
tejeros, los aparejadores, los retableros y a los canteros.
Los indígenas, asiduos visitantes del Este soleado, llevaron sus alfareros
y sus vasijas para libar la chicha a los pies de aquel que sostenía con su mano
izquierda la granada, signo y símbolo de una identidad en proceso de
construcción.
La muchedumbre, motivada por el impulso del afecto peregrino, se sustentó
en el regazo maternal de las llamadas amas de cría. Ellas amamantaron a los
hijos de los gamonales.
Los aparceros de las veredas trajeron sus frutos como parte de las promesas
del exvoto. La romería creció y el
disturbio, propio de la combinación de las coplas y las mujeres bellas, se incrementó
según la dinámica de los piropos.
El alboroto de la coplería atrajo la asistencia de las autoridades virreinales.
El poder incluyó a la guardia de alabarderos y el interminable tren de la arriería.
Tarea vigente en el siglo XXI. Ella mantiene sus gestos con los caporales de
las fincas contiguas. Tiempos campesinos metidos entre el monte y sus malezas.
La ciudad de la santa fe siguió en búsqueda del patronazgo para su
incipiente industria. La respuesta era san José, el fiel custodio de María y de
Jesús, cuyo nombre aparecía en las pilas bautismales regado por el agua
bendita. Las cabezas húmedas pasarían a ser de los barberos, que arreglaban
pelucas y sacaban muelas. Los peluqueros inventaron el remedio genérico: sangrar
a los cristianos. Terapia contra toda inflamación o acumulación de disgustos,
anemia o cualquier sudor. Ellos anduvieron por la ruta de la calle novena
porque la clientela necesitaba el milagro del bisturí.
La crónica de los caminantes llegó a tierras lejanas. Las fronteras del
reino oyeron hablar de la Virgen de la Peña y de su esposo san José. Las
baraqueras, lavadoras de oro, del río Cauca supieron que su trasegar podría
encontrar un consuelo en un lugar tan distante de sus aluviones. A ellas las
hipnotizaron los bogas del río Grande de la Magdalena. Algunos atletas del río,
tallados a fuerza de empujar las piraguas, dejaron por una temporada las
pértigas. Se unieron a los muleros y fueron a conocer las callejuelas donde
habitaban los reinosos. La mayoría volvió a San Bartolomé de Honda para
embriagarse, cantar y navegar con la libertad de las ondas junto a los
centinelas de las orillas, los caimanes de miradas llorosas.
“…Oh, María, ¡las más poderosa! ¡Bendita reina del cielo, madre de Dios,
apiádate de nosotros los pobres bogas! Recorre con nosotros este día y que los
rápidos y remolinos no impidan nuestro progreso. ¡Qué el hombre blanco, nuestro
patrón, aquí, nos de abundancia de brandy y tal vez un poquito de mantequilla
para freír nuestro pescado! ¡Hurra por el patrón blanco y las bonitas muchachas
indias de Ocaña! Viva María, el santo San José…” (Cf. Jhon Steuart. Narración
de una expedición a la capital de la Nueva Granada y residencia allí de once
meses. Academia de Historia de Bogotá. Tercer Mundo Editores. Colección
viajantes y viajeros, 1989. Pág. 71).
El eco de los prodigios se regó por valles y cordilleras. El sonido de la
oralidad encantó a los barnizadores de San Juan de los Pastos. Los pastusos
trajeron su arte para recibir la bendición. El barniz o Mopa, hoy patrimonio de
la humanidad, formó parte de la cultura del agradecimiento.
Las tareas criollas dieron vida a una sociedad que requería los ajustes de
la civilización católica. Los batihojas con sus golpes de mazo labraron los
metales reducidos a delgadas planchas, piezas que fueron al santuario para dejar
su testimonio.
El gentío encontró una razón más para subir a orar. Entre las multitudes se
destacaron las famosas bordadoras que tejieron los ornamentos para los heroicos
capellanes de la Peña.
La salud física de los forasteros pasó por las manos del boticario y las
plegarias a san José. El examen corporal fue untado con las mezclas de hierbas,
el aguardiente rastrojero, las cerezas sabaneras y las recetas de los
yerbateros cuyas bondades de sanidad pregonaban los buhoneros de ocasión en los
días de mercado en la Plaza Mayor.
El bazar mostró a los canilleros, miembros del arte del tejido que enrolla
en la canilla el hilo de la trama. La gente de las manualidades formó las
alianzas propias de la producción. Los cardadores de mantas, industria
precolombina, se asoció a los cargueros. Los cordoneros, elaboraron sus cordones,
flecos y borlas. Muchos hilos para apretar las cargas o guarnecer los
cortinajes de las casonas de los patrones.
La ocasión del mercadillo era propicia para el correero, fabricante de
correas de cuero cuyos clientes se hallaban entre los corraleros, cuidadores de
las mulas, con destino a los arrieros, forjadores de las trochas aún vigentes
para el transporte del fruto campesino.
Al gremio se incorporó el festero, hijo de músicos, que se encargó de conseguir
las serenatas, cobrar y repartir las ganancias. La fiesta de la colina trajo al
gallero y a sus aves de pelea sustentadas por la palabra mayor de la apuesta.
El ascenso para las señoritas, sin mancha de la tierra, obligó al uso de
las buenas caballerías. Los chalanes llamaron a los guarnicioneros para
realizar los arneses en cuero o en paño. Los herreros pusieron sus fuelles al
servicio de las herraduras, los estribos y las espuelas.
La cabalgata trajo el romance y su aporte de luz intelectual. Los
iluminadores adornaron libros y estampas con colores vivos para la imaginación
y el sentimiento, dupla emocional del amor declarado.
La cuesta interminable en sus juergas votivas vio pasar una lista larga de
personajes que aún perviven en los campos de los pueblos circunvecinos como el
jaulero, las lavanderas, el leñador y el faquín, una bestia humana de carga.
La ruta, por el lado de la ermita de Belén, sobre la calle quinta, congregó
a los loceros en la fábrica de loza fina de Bogota. Industria cuyas ruinas marcó
una época de leyendas sobre sus siete hornos.
El trabajo formal congregó a los chircaleños, los marraneros y los mayordomos
que tornaron en compañeras a las molenderas, que con las piedras de la quebrada
prepararon el cacao para el desayuno.
La alegría perpetua de los compositores, con o sin los carnavales,
desarrolló entre los neogranadinos el uso de las guitarras, las vihuelas, las flautas
y los tiples unidos a los trompetas, atabales y chirimías de un folclor cuyo
modelo se denominó el obraje. Labor en el taller casero de piezas vitales para
el jolgorio.
La jarana se apoyó en las infaltables viandas del delicioso piquete
santafereño. Las carnes y las turmas fueron sazonadas por profesionales como el
ollero, el pastelero, el panadero y el pollero. El peón de carga llevó aquellas
comilonas a los parajes con mantel. El paseo dominical contó con las buenas
artes de la planchadora de almidón, el sombrerero y los sastres para que el
traje luciera adecuado para la ocasión. El tintorero, encargado de teñir mantas con
sustancias vegetales o minerales, fue el socio, en buena ley, del urdidor,
especialista en preparar los hilos de algodón para disponer la urdimbre.
El talabartero se unió al llamado del desfile para cuidar y remendar los
aperos y los zamarros de cuero de león. La parranda no quedaba lista sin la
presencia del polvorero y sus juegos pirotécnicos.
El cuchillero, vendedor de cuchillos y objetos de corte, encontró en el
curandero a un cirujano empírico que era amigo de cierto curtidor abastecedor
de cueros de res para los zapateros de lezna, talabarteros y colegas de José. El
filo de esas piezas necesitaba de la seguridad de un buen cerrajero. fabricante
de llaves, candados, cerrojos, escudetes y estoperoles para las puertas.
La masculinidad de la actividad manual tuvo espacios casi femeninos con las
cesteras. Mujeres dedicadas a la elaboración, con fibras vegetales, de canastos
para el transporte de mercancías. Ellas fueron las comadres de las vendedoras de
los famosos tabacos de Ambalema y de las cocineras, manos dedicadas al
delicioso arte de los guisos.
Las fiambreras, aderezadas por las tradicionales chicheras, sostuvieron el
tumulto que subía y bajaba por entre las sendas de gredas amarillentas. Las
improntas de bestias y alpargates registraron a otros personajes con
habilidades distintas como el calígrafo, amante del escritorio y de la palabra.
Los escribientes escrituraron predios a los dueños de las haciendas sin
fronteras. Era la disciplina del papel sellado para poder lidiar con los aparceros
que se encontraban con los carboneros de Choachí y La Calera.
La masa, en su vigor formal de construcción de plegarias, recurrió a otros gremios
vitales para la subsistencia de las comodidades. Los matarifes y los carpinteros
asiduos diseñadores de taburetes, arcases, arquibancos, artesonados, tabernáculos,
altares, retablos y silletería para el coro. Esos se mezclaron con el vendedor
de cera, el cerero. El uso del culto litúrgico en la evangelización trajo al grabador
que dejó sus huellas en las estampas por medio de incisiones en láminas de metal
cuya biografía es la memoria de la urbe.
Así, la gente del común fue al hogar de san José para pedir su paternal
bendición. Tradición de profesionales consagrados a producir el sustento para
sus familias. “¿Acaso
se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (Génesis, 41, 38).
Hermoso relato muy apropiado para el inicio de este año dedicado al Santo Patriarca.
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