Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
“Porque soy un huésped en tu casa, un peregrino, lo mismo
que mis padres”. (Salmo 39, 13).
La pandemia del coronavirus no pudo detener las peregrinaciones para
visitar a la Virgen de Chiquinquirá.
La alerta mundial por la enfermedad infecciosa llevó sus noticias por los
senderos del miedo y el regreso ante la Patrona quedó condicionado por una
ilusión andariega tejida de añoranzas. La última plegaria pronunciada en la
fiesta de la promesa grande (2019) se diagramó aferrada a la idea de volver. La
súplica se encontró con una demora implantada. La esperanza del retorno se
estacionó sobre once meses de una sindemia asesina, la covid-19.
La senda del indulto marcó la fecha para tornar a la Villa de los Milagros,
el 20 de noviembre de 2020*. La tribulación del peregrino requería de orar ante
el altar de los portentos, necesidad del agradecimiento, porque la Purísima
seguía ejerciendo su oficio de intercesión contra la pestilencia desde cuando
derrotó a la viruela en Tunja, 1587. La mediación de María es auxiliadora ante
Dios, su Hijo.
La alegría, equilibrada por una descomunal certeza histórica, estaba en
movimiento. El síndrome de la trasmisión quedó erradicado de esos rumbos.
El buen amigo Óscar Sepúlveda, que llegó de Miami (EUA), decidió volver a
la Ciudad Promesa por arte de los prodigios insondables. El periplo incluyó
recoger al cronista y a su esposa en la señorial urbe de Chicaquicha cuya
semántica en chibcha antiguo traduce “al pie de la cumbre”. Su pronunciación
castellana tiene sabor a sal vigua, Zipaquirá. El trío de amigos acudió a la
protección del buen patrono de los excursionistas, el arcángel San Rafael, para
volver al primer santuario de la América del Sur.
El Chevrolet Aveo devoró los kilómetros con la suavidad del automóvil bien
conducido. En la subida a Pajarito, sector de Tausa, el acelerador se pisó a
fondo para sobrepasar a un lento camión carguero. La línea amarilla no alteró
el libre desplazamiento. Solo que cien metros adelante estaba instalado un
retén de Policía dedicado a controlar este tipo de maniobras. La señal del
agente fue contundente: “Salga de la carretera”.
- Por favor, señor, los documentos del vehículo. Bien, venga que le
pondremos un parte por adelantar en doble línea amarilla. Desembarco silente
para atender la reconvención.
El agente dijo: “don Óscar esto se puede arreglar”. El infractor respondió:
“Póngalo, póngalo” y regresó malhumorado con el comparendo en la mano, que
guardó arrugado en el estuche de la consola. Se acomodó e intentó echar andar
el motor que no operó porque faltaba la clave de la llave del encendido.
El guardia le miró despectivo y expresó: “como que va tocar ponerle el otro
parte porque el carro no le enciende”. Unos segundos después el automotor
partía sin novedad sobre la ruta señalada.
Las verdes praderas campesinas alimentaban vacas lecheras. Los rumiantes,
indiferentes al fenómeno de la Niña y a la virulencia, seguían instintivamente
junto a las cercas de piedra bajo la paz labriega de los potreros. Los bramidos
se fugaban tímidos entre los ocales y las lejanías azulosas de las colinas.
La armonía del trayecto se detuvo en las cercanías de la laguna de Fúquene.
Otra vez, la costumbre de los obreros y sus máquinas reparaban los agujeros de
la sinuosa carretera con asfalto caliente. Las cuadrillas de reparcheo
realizaban el oficio de remendar los agujeros con las medidas de la pobreza. La
idea era que el presupuesto de obras públicas siempre tenga un rublo de gastos
en cosas inútiles. La demora tomó su puesto en la fila de camiones y buses que
se turnaron un carril para poder avanzar.
La paleta verde de “siga” hizo sonar los motores de 30 máquinas
estacionadas a la deriva del tiempo.
La senda encontró, junto al gran espejo de agua, el toponímico El Mirador.
Allí, la estatua de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá vigilaba
monumental. La pintura del conjunto escultórico, entre triste y sucio,
reclamaba la atención de los lugareños. La Inmaculada permanecía atenta ante
tanta indiferencia que pasaba a 50 kilómetros por hora.
Las curvas mostraron los pequeños pueblos aledaños a la geografía de las
dehesas. Susa y Simijaca quedaban atrás sobre la soñolienta línea del paisaje
embriagador. Un campo fértil se extendía junto a los letreros de la divina
declaración de amor a la humanidad: “avemaría”. Las letras, llenas de gracia,
son una especie de aliento y bienvenida a los hijos pródigos.
El descenso del alto de la Palestina abrió las puertas del cariño a esa
vieja jaculatoria que se llama gratitud. El territorio se volvía netamente
chiquinquireño.
La urbe, en su dinámica de expectativas, no tuvo una buena recepción para
el vehículo. La apática desinformación marcó la pauta. Los habituales
parqueaderos para visitantes estaban cerrados con amarradijos en un acto de
brazos caídos. El único establecimiento operaba junto al parque de la
Concepción, en el lote del destruido e histórico caserón de El Molino. De aquel
inmueble vetusto y noble solo quedó su nombre como patrimonio nacional de una
vocación por la amnesia.
La bajada hacia la basílica se encontró con unos locales adheridos a la
gran estructura en proceso de demolición, según la valla informativa puesta en
la calle 18. El atrio era una corraleja donde se apiñaban las filas de gentes.
Ellas se ubicaban, sobre las huellas pintadas en el piso, cada dos metros en la
hilera de ingreso contra una puerta cerrada. El registro se ejecutaría a partir
de la 1:30 p.m., para poder oír misa de 2:00 p.m. La extinta concurrencia de
antaño añoraba el bullicio de la algarabía sin talanqueras.
La situación era una resta de circunstancias a la realidad. Faltaba media hora para el ingreso. Tiempo
dedicado para aliviar los rigores corporales y morder galletas con agua
aromática.
La atención al foráneo, por parte de los raizales, sigue siendo una acción
mecánica, sin arte ni parte. Ellos viven del turismo, pero el turista no
palpita en ellos. Hay una herida merecida en toda su hermosura desolada. El
vendedor es un soplo de dolor conservado en la caja registradora. Les alumbra
un fondo trémulo de ganancias sin honduras ni prisas. El forastero vendrá por la tradición tejida
en la rueca de los siglos. Y ellos, los guardianes de una identidad, venderán
espacios, comidas e imágenes. El esfuerzo por platicar pasó de moda con el paso
de la factura. “Pague y vámonos” dice la costumbre de no encontrar dichas
terrenas en la Ciudad de los Cien Pianos.
Mientras los fieles aguardaban su turno de acceso, un mendigo arrojaba una
rosa mustia a los pies de los viajantes. El sujeto buscaba una limosna al
mostrar su flor marchita de tanto golpear las baldosas pisoteadas por los
tumultos dominicales. Alguien participó de la comedia y depositó unas monedas
en la mano del pordiosero. El menesteroso las echó en el bolsillo trasero de
sus deshilachados yines y se marchó cabizbajo para tirar su anzuelo vegetal en
otro pantano de la ingenuidad social.
El ingreso marcó el instante de la felicidad sin tregua. El paso final se
encontró con un pequeño escritorio de madera usado para el control interno. El
saludo de rigor se unió a la presentación de la cédula de ciudadanía ante un
operario amable. El portero leía el código de barras del documento con un
lector conectado al computador y ordenaba seguir al puesto. Los números
asignados para tomar silla fueron los correspondientes a los dígitos cardinales
13, 14 y 15. El aforo autorizado era de 176 visitantes, una muestra simbólica
del gentío que acostumbra copar cada rincón de la santa morada.
La contemplación del lienzo embriagó los sentidos con los murmullos íntimos
de la milicia angelical. La Madre Castísima inundó el alma del viajero con un
desbordado regocijo de humildes dichas infinitas.
El perfume de la tierra de la Consoladora de los Afligidos colmó de
bendiciones a la esposa adorada. Ella, de hinojos, oraba el santo rosario hasta
regarlo con sus lágrimas.
El comulgatorio, el escenario de las devociones, lucía una lámina de vidrio
que separaba al feligrés del sacerdote oficiante. La obligación de comulgar en
la mano se volvió regla de supervivencia. Las medidas impuestas por la
autoridad civil, en aras de la bioseguridad, parecían diseñadas por un enemigo
acérrimo de la Iglesia. El salmo 91 y su
sentencia bíblica: “la peste no llegará a tu casa” quedó en un entredicho de exégesis.
La protección, convertida en barrera obligatoria, no tenía remedio.
Mejor cambiar de espacio narrativo para mirar la entrada del obispo emérito
de Magangué, monseñor Leonardo Gómez Serna, O.P. El prelado se sentó en el
presbiterio a rezar a su particular manera… “Alégrate María, el Señor está
contigo…”
Mientras el salterio recitaba los misterios dolorosos, un técnico nacional,
armado de un taladro industrial, perforaba las columnas de la nave central para
instalar una cadena plástica de color amarillo y negro que remplazaría la cinta
del “no pase”.
¿Para qué taladrar una pieza monumental? El error del horror impuso su
ruido perforante en esos ladrillos testigos de infinitas confesiones dadas por
labios penitentes. ¿No sería mejor colocar pequeñas columnas, al estilo museo,
para preservar al inmueble de los lacerantes huecos? La respuesta quedará como
parte de la dictadura de la torpeza.
El Evangelio del día sumó su queja en favor del arte sacro que habita en la
basílica.
“San Lucas 19, 45-48.
En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los
vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero
vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».
Los bandidos, de las afueras del cristianismo, les impusieron normas a los
promeseros para robarles el espacio vital. Les hurtaron el alborozo folclórico
del alpargate y el tiple, les desvalijaron el fulgor de las muchedumbres. Les
esquilmaron la serenidad de su fe. El legalismo depredador trajo el pavor. El
eco del acento marinero del Nazareno, sobre la tempestad: “no tengan miedo”
(Marcos 6,50) se ahogó entre la tinta de un decreto.
La salida de la eucaristía contrastó con las multitudes que emergían
fervorosas del recinto eternizado. Los rostros pletóricos de gozo anunciaban la
risa del encuentro. Los bendecidos asistían a las variadas sesiones de
fotografías para el testimonio gráfico del cariño a la Rosa del Cielo, oficio
de la memoria agradecida.
La siguiente estación encontró su meta en el despacho del santuario para
cumplir con una tradición ancestral. Óscar había volado más de 2.300 kilómetros
para venir a pagar unas misas. Al oficio se sumaron tres salves a la Chinca por
un encargo.
Y luego a callejear por entre los almacenes que esperaban mover su caja
menor con grandes ventas. La caminata probó el acierto del refrán: “en casa de
herrero azadón de palo”. El dicho cumplía con su veredicto a la letra. La
intención de comprar una camándula, con estuche de lujo, la materializó la
nada. La necesidad tenía rostro de cánido y se optó por adquirir un adminículo medianamente
parecido al concepto primario.
El paseo por las tiendas terminó donde el hambre obliga al uso del mantel.
El restaurante, “Soy Boyacense”, funciona dentro de una casona de arquitectura
decimonónica. El encantador lugar tiene un corredor de ingreso adornado con
bellas fotografías en blanco y negro. Entre las imágenes sobresalía una de 1919
donde se transportaba a la Reina Morena coronada por un pueblo devoto y fiel al
terruño mariano.
En el patio central, debajo de la escalera, había una especie de cuarto de
san Alejo convertido en vitrina. Los almanaques, las imágenes, los cuadros, las
estatuas de diferentes advocaciones y un surtido de objetos religiosos
permanecían a la espera de un comprador caritativo.
La mesa fue servida con tres platos distintos para degustar la bromatología
criolla. Uno de ajiaco santafereño, otro con mazamorra chiquita y el último,
lomo de cerdo a la plancha. El menú fue acompañado con limonada y jugo de mora.
Si los centenarios muros de la morada conversaran contarían sobre las
leyendas del ayer convertidas en añeja nostalgia de olvido. Su esqueleto de
maderas no rememoró nada sobre el ultraje de 1816, el robo con suicidio de
1886, el misterioso incendio de 1896, el terremoto de 1967, la visita
pontificia de 1986, las fiestas del septenario y mil sucesos archivados por el
asombro. Hay relatos para dejar con la boca abierta al más escéptico liberal.
El ruido de la cocina solo devoró clientes como un favor fascinante del
comedor.
¿Será que algún día contratarán a un investigador? Una voz que les narre a
los comensales los montones de vivencias paridas por las épocas de los abuelos.
Los balcones aún esperan el cálido rumor de la oralidad para recitar la
historia de la epopeya divina.
La respuesta puede ser una carcajada burlona que indigne a cualquier acto
de soberanía idealista. Los ventanales del domicilio alimentario vieron pasar
acontecimientos que modificaron el orden del simple transcurrir de los destinos
de la patria.
Y movidos por la misma condición de pasajeros por la vía de la vida la
partida marcó la razón de la despedida. Esta vez no había entrada para ir hasta
el baldaquino y deprecar por una gracia. Ese rezo debe colocar unas líneas
finales en este texto para no salir del valle feliz de los hijos de la Colombia
bendita.
El sentimiento, en un acto volitivo de místico albedrio, decidió arrancarse
el corazón para arrojarlo a los pies de la Rosa del Cielo con un beso de
serenata enamorada…La peregrinación 113 ancló sus letras en la tela renovada de
María de Chiquinquirá.
*Ese día, el virus subió su cifra macabra al registro
criminal de 34.929 colombianos enviados a la tumba.
El colorido relato me permitió viajar con la mente a visitar a la Reina sin restricción alguna. Gracias Julio Ricardo porque esto no es sólo el resultado de tu maravilloso estilo literario sino del verdadero amor a la Madre, que brota de tu corazón.
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