“Verdadero retrato de las Ymagenes de Jesus y María y Josep,
caminante de Velem a la villa de Jerusalem a presentar al Niño Dios en el
Templo. Se benera en la
Hermita de la
Peña. Las vio Bernardino de León en la cumbre de uno de los
serros que están al sud de esta
ciudad de Santa fe Bogotá en el nuevo Reino de Granada,
delineadas en una grande piedra, entre
los arboles llenas de extraordinarios resplandores rodeadas de Angueles y
Zerafines, San Miguel con la custodia y San Gabriel y San Raphael; el dia primero de Agosto del
año de Nuestro Señor 1686.
Se trasladaron al sitio
donde están el primero de diciembre de 1716. Las pintó Pedro Josep Figueroa a
devoción del presbítero D.D. Johan Agustín Matallana. Año 1817.”
En este
paisaje de pesebre monumental, la ermita de La Peña diminuta y blanca corona de devociones y reminiscencias las más salada joroba de Guadalupe. Cándido
el cielo, azul, como para un poema. Arriba, la serranía trajinada de veredas y senderillos. Hacia abajo, la ciudad muy chiquitina, envuelta en un manto de
humos emanaciones y tufos pestilentes. Cuatro caminos serranos,
que en sus baldosas de piedra enseñan la
entraña colonial y propician el tardo andar de los jumentos, conducen a la
ermita. Son algo así como la
prolongación de las calles altas. Unas cintas de fiesta, que se prenden a la
ciudad y le transmiten, donosamente, la
alegría de los carnavales, que arriba bullen.
Asoma la cuaresma en la ventanuca del año recién
nacido perfil de vieja mojigata y rezandera. Viene tocada de una cofia de
penitencias y golpes de pecho. Es la estampa de lo trascendental, de la
muerte y de la vida de la carcajada y del llanto. Y escoge de toda la ciudad, la plazolita de la Peña , para danzar primero una
danza loca de alegrías y luego cubrirse de Cenizas la frente en memoria de la eterna mutabilidad. Desde el
domingo la pobre vieja danza. Comenzó
con un repiqueteo de candores cuyo eco
materno se regó sobre la ciudad adormecida en el alba. Siguió con una tronamenta
de cohetes y polvorines, que bombardeo
el cielo y que ocasionó la fuga
de los tiernos angelitos. Y, ahora, todo es bullicio. Danza como una peonza,
borracha de amores y promesas, danza
llena de flores y perfumes, danza en la
serranía y en los barrios. Una
abigarrada multitud de gentes simples y
comunes les ve danzar y se encarama en la loma y se embriaga y vocifera y
cumple promesas y oraciones. El encanto
de las carnestolendas, carnaval de La
Peña , que flota en
el recuerdo de la antigua
ciudad.
La
noticia de semejante portento difundiéndose rápidamente. El señor arzobispo
pretendió, en defensa de los fueros de
la religión, que el bloque de piedra, con la Santa Madre y sus acompañantes, fuese trasladado a la
ermita de Egipto. Pero don Bernardino de León, el propietario de la Virgen de los Arcángeles,
de San José y del Niño, protestó con energía y se negó enfáticamente a acceder
a los arzobispales deseos. Entretanto
la imagen recibía culto de todos los habitantes del páramo, que hallaban en la Virgen de la Peña consuelo tan especial benigno que a pocos años todos la habían
hecho su patrona. Adoraban en ella la tierra, el monte, la piedra y la cal, la ilusión de la patria, el
recuerdo de sus días de gloria
la esencia misma de su existencia, empotrada en el
monte, como una protesta del buen Dios contra el monopolio que los
españoles ejercían sobre la religión, las devociones y los
milagros.
Poco después, el señor León ordenó de su peculio la
construcción de la ermita, que aún existe. Ignórase quién hizo los planos del
templo, y cómo si por milagro o arte humano, pudo bajarse del cerro el enorme
bloque de piedra en que las imágenes
dibújanse, hasta el sitio donde
hoy se veneran. Lo cierto es que un
artista fue encargado de darles
forma y que este señor , bien
intencionado pero escaso de talento, talló las toscas figuras de San Miguel
la Virgen ,
el Niño y san José, desechando las de los arcángeles Gabriel y Rafael que a
ellas estaban unidas.
Con la
erección de la ermita, cobró vitalidad la devoción de las Santas Imágenes
.Intervino el capítulo metropolitano. Erigióse una capellanía especial y el
papa Benedicto XIV, en Bula Solemne, creó la Archicofradía de
Nuestra Señora de La Peña
.Fueron nombrados miembros de ella los
más destacados cristianos personajes de la Peña. Hubiéronse
de resignar los indios a dejar que su santa patrona ocupase el trono
que los españoles le cediera. Don José
Figueroa, le pintó faldas y túnicas a la Virgen y a San José. Y
enemigo de la indumentaria autóctona, recortó las corroscas que todas las imágenes lucían y en cambio les
colocó unas tremendas coronas y aureolas llenas de pedrería y reflejos.
Desde
entonces, a mediados de febrero, los
indios del páramo tuvieron costumbre bajar a la ermita. Llegaban en caravanas
majas y adornadas, montados en sus borricos y mulas. Los varones con la montera y la zurriaga. Las hembras encasquetadas
hasta las cejas la corrosca. La
mantilla de frisa, nueva limpia y las enaguas
amplias y almidonadas, que
producían un pernicioso traqueteo de intimidades.
Con la
población de las lomas, la fiesta de la
Peña que fuera manifestación estricta de la devoción de los
indios, tomo proporciones mayores. Hoy
abarca todos los barrios de arriba. Egipto, Belén, La Peña , El Guavio, la
reclaman y la hacen suya. Y de las
barriadas de abajo, también acuden las gentes que se fueron resbalando por el cerro de
generación en generación, hasta estabilizarse
definitivamente en la
Sabana.
Por la
alegría de los caminos torcidos al sol
como cortezas vegetales bullen
los romeros, en grupos ingenuos y reidores. Esta la señora de mantilla y
lutos anciana ya, cuyos zapatos
desvencijados parece que pretendieran morder a la tierra, con las dos
hijas chiquitas desarrapadas. Los brazos
exangües. Los ojillos traviesos y confusos. De negro las dos, van bendiciendo las baldosas con el martirio de los pies
desnudos. Viniéronse muy de mañanita del apartamento que tienen en la vecindad,
con unas cuantas pastillas de chocolate, algunos centavos y cinco devotas novenas. Van a cumplir voto a la Virgen. Al entrar a la
ermita, la vieja señora extiende los
brazos en cruz y con una vocecilla que
es un sollozo, comienza a masticar oraciones, tan emocionada y tan hondamente contrita que no alcanza a notar como la mantilla se mancha con dos grandes lagrimones
que le juguetearon entre las arrugas del rostro.
Vése
también la pareja enamorada. El de paño con una corbata flagrante color
revolucionario. Casi impedido de andar por la impiadosa escasez de los zapatos
nuevos. Calzados todos los dientes de
oro y en la solapa una flor de tallos ariscos. Ella, modistilla ingenua apenas
alcanzó a embadurnarse las mejillas
frescas con el cosmético
ruborizado. Viste un trajecillo de fino olán y de primores. Del cuello le pende
y le cae sobre el seno
incitando al pecado una medalla
santa. Van tropezando venturas y emociones
dichosas. Se hablan sin mover los
labios, apenas con los ojos que retratan azorados la estampa
de los fallidos deseos. Al llegar
a la ermita únense más. Tómanse de las manos y recitan
los dos una oración que sube al cielo donde Dios la recibe
y la devuelve para que encalle en un beso.
***
Este pordiosero aquí sentado sobre la tierra
limpia cegada la pupila, las piernas llagas y la sonrisa idiota extiende una mano carcomida y puerca “una limosna por amor de Dios al
cieguito”
Su voz
ancha, profunda y miserable parece que le rasgara el pecho y le enterrara en las entrañas una puñaleta de rencores. Cuando la mano no se frunce bajo la pesadumbre de la moneda
de níquel, la boca en silencio, masculla maldiciones y blasfemias. Parece
que la muerta pupila quisiera asesinar la imagen de quien negó la limosna. Pero a los pocos
instantes apenas percibe que viene otro romero, extiende otra vez la mano y
enseña nuevamente la sonrisa.
***
Por los
caminos hay bazares y ventas “puestos”
de chicharrón y fritanga, atendidas por unas señoras comadres ventrudas y
grasosas, que inician la desnudez de sus dentaduras postizas en cuanto ven que
el cliente llega.
Hombres
y mujeres, viejos y niños detiénense en
estos bazares y como si cumpliesen con
un rito comienzan a masticar carnes,
papas y frituras y a ingerir cervezas y
bebidas gaseosas, hasta satisfacerse.
De
cuando en cuando viene un grupo con tiples y con bandolas. El bambuco de coplas
movidas se introduce en los matorrales y rechazado por el eco ciérnese por el aire limpito y bueno. Mozas y mozos
contonéanse en el afán de bailar muy juntitos. El suegro va
vociferando por el dolor en los pies. La suegra hace reminiscencias y, charlatana quisiera que todos los amores
que florecen en el camino se le enredaran
en la boca marchita, en el cabello blanco y en las pupilas en sombra.
Carnestolendas
carnaval de la Peña ,
promesa de la Virgen ,
oraciones y rezos, lágrimas y sonrisas. Irse
por el caminito, a la loma a barnizarse de inocencias y candores. A sentir que
fluye la vida buena y humilde, de los bazares
y de las fritangas de los
vientres de los tiples y de las notas
del bambuco. ¡Carnestolendas, tiempo de locura y bullicio!
Carnestolendas
para emborracharse de sol en la loma, antes de marcarnos la frente con el signo
compungido de las cenizas de cuaresma.
Autor: José Joaquín Jiménez. Cronicas, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario