Los hijos de la tradición y
de la fe se reúnen en grupos familiares para ir a saludar a la Santísima Virgen
María. Es una tarea legada por los siglos a sus conciencias. Sus votos son más
que una herencia. Son parte de una memoria cristiana que ama y agradece.
Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológic a
Colombiana
Don Medardo Eliécer Cipagauta se levantó más temprano
que el canto del gallo para atizar el fogón. La estufa de leña mostraba los
tiznes y las raspaduras producidas por las ollas y las vasijas abolladas. El
cocinero sopló las chispas que saltaron entre el hollín, las cenizas grises y
el humo azuloso. La candelada se precipitó por el tubo renegrido que reemplazó
a la chimenea.
La changua, el chocolate y el aguadepanela hervían
juntos en un triunvirato de olores y chorotes. El aroma delicioso siempre olía
a rancho y madera seca. El sabor es el de la tierra colombiana.
El anciano perdió la cuenta de sus fechas. Es una
costumbre ancestral no hablar de los años por edades sino por sucesos.
En su memoria habita el recuerdo de su taita. A don
Medardo padre le gustaba contar anécdotas. La oralidad siempre es un vicio
familiar. Cuando estaba sute su progenitor le contó como aprendió a rezar el
Santo Rosario. La primera camándula la fabricaron con pepas de tagua y cáñamo
en el solar de la estancia.
En esos tiempos, la
religión romana soportaba las amenazas masónicas que se vistieron con las
libreas liberales. La furrusca se formó por el lado de arriba. Un cachiporro santandereano llamado Paulo Emilio Villar se le adelantó al
matarife Rafael Uribe U. y se levantó la corrosca. Y ahí estuvo la vaina
peluda. La matazón quedó declarada contra los godos capitalinos.
Los rojos querían la revancha porque les había ido como a los
perros en misa. Desde los tiempos de Núñez, el Bígamo, el liberalismo no mordía
las mieles del poder. La colectividad roja perdió las reyertas entre macheteros
o las mal llamadas guerras de 1885 y 1895.
La insurrección engendraría la Guerra de los Mil Días que no fue otra cosa que
una fábrica de traiciones y tumbas.
Don Medardo hijo sonríe porque cuando su
taita hablaba encendía un tabaco y bebía guarapo. Según él, eso era una mezcla
para machos. La combinación tenía mejor sabor que el aguardiente con pólvora
que le daban cuando lo reclutaron en las filas constitucionales.
El difunto le narró sobre el día en que
mi general Ramón Neira lo enroló en Chiquinquirá. Lo cogieron por
las buenas para ir a pelear en Santander contra el ateísmo liberal. Él estaba
pelado, apenas un guambito de 13 años y pata al suelo. El patrón ordenó y la
abuela le amarró al pescuezo un escapulario tejido con cabuya.
No fue más. El pleito contó con un
montón de chusmeros y las gentes decentes que arrimaron desde la capital. El
Gobierno optó por transportar municiones y tropas para detener a los herejes
por este lado. De Bogotá salieron los carromatos, los
batallones y las juanas por la vía de Chía, Zipaquirá, Chiquinquirá, Socorro,
San Gil, Piedecuesta y Bucaramanga.
El plaguero no cabía en la plaza grande (Plaza de la Libertad ). Fue tan grande
la ventolera que los señores curas de Santo Domingo bajaron a la Patrona de Chiquinquirá
para sacarla en procesión. (16 de diciembre 1899). Las voces conservadoras se unieron a las rogativas
para pedir una victoria azul.
El ateísmo rojo debía ser sometido.
Al otro día, los Cofrades del Santísimo Rosario y la Guardia de Honor de María
ofrecieron viandas y medallas a los voluntarios reclutados con la bayoneta
calada. La misión era sagrada. Los elegidos defenderían la religión contra los
pecadores “comecuras”. Los soldados oyeron la Misa de rodillas y se marcharon sin despedidas ni
abrazos. No hubo tiempo para amolar los machetes.
La guerra no sabía para dónde iba. Las caminatas, el hambre, el
frío y las pocas balaceras sólo dejaron los mortecinos para el buche de los
zamuros. Los liberales perdieron y ganaron en Peralonso. Todos supieron que fue
una traición aleve, mercantil y gobiernista.
“Nos vendieron barato, como a ganado enfermo”, decía don Medardo,
el Viejo. Los verdaderos machos no se aguantaron el desplante y echaron para su
tierra sin entregar los fistos.
Yo me quedé porque no distinguía la trocha. Los macheteros masones
avanzaron. En el campamento se habló de sus diabluras y maldades. Los asalta
conventos envalentonados prometían tragos de sangre sobre los altares
consagrados. Entonces sucedió la quemazón en serio.
El
Gobierno del doctor conservador, don Manuel Antonio Sanclemente, le soltó los
perros a los chusmeros. Mi general Próspero Pinzón, nacido en Hatoviejo, cogió
el zurriago y echó entre las alforjas, medallas, velas, novelas y rosarios
bendecidos por el propio Dean de la Catedral Primada.
Él llegó al frente con el cuento del salterio. Para vencer al demonio
se necesita una camándula. En los potreros de la Hacienda Palonegro
aprendí a rezar el Santo Rosario.
En una mera noche nos formaron por compañías y nos pusieron a
gritar los misterios, los padrenuestros, las avemarías, las glorias y las
salves. Todos lo aprendieron por temor a la azotaina con las fornituras o la
planera.
La pedagógica catequesis se interrumpió. Las avanzadas de
caballería detectaron a las filas insurgentes. Los soldados rasos sabían su
destino. Ellos debían pararlos porque sus oficiales, en su mayoría, sólo sabían
arriar vacadas.
Los chisperos anarquistas, para demostrar su pasión por la
estupidez, colocaron sus armas bajo el mando de la mediocridad trágica.
El elegido por la farsa para la calamidad fue un simulacro de
payaso. El sujeto, conocido como Gabriel Vargas Santos, se ganó en un garito de
mala muerte el apodo de “general”. Él se encargó de avergonzar a la historia
militar colombiana.
Los colorados volvieron a fracasar rotundamente. Ese es el verbo
predilecto de sus idiosincrasias. Esta vez la verdad les molió el lomo y la
retaguardia. La trilla duró quince días. Nos matamos, día y noche, sin darle
respiro a la peinilla ni al Máuser. (11 a
26 de mayo de 1900).
Las calaveras y los fémures les sirvieron de comida a los perros y
a las ratas. La sepultura fue al aire libre porque no hubo brazos para quemar o
enterrar. La hedentina aún la guardo en la nariz.
En junio de 1900.
Mi general me mandó con el Batallón Palonegro en junta
con el Popayán a visitar a la
Virgencita de Chiquinquirá para darle las gracias por la
victoria. Dos meses, después me licenciaron dizque porque mi mamacita quedó
viuda. Al abuelo de Medardo lo apuñalearon los godos por ser liberal en una
chichería caminera de Saboya.
En agosto del mismo año, bajó mi general Próspero Pinzón para
donde mi Señorita. El jefe y sus capitanes los condecoró el ñor cura Buenaventura
García y Saavedra, O.P., con una medalla de la Virgen de Chiquinquirá. En
después, arrimamos para Zipaquirá y ahí nos quedamos.
Usted fue el benjamín. Lo tuve con mi segunda esposa, que era
gaitanista. La primera la mató el tifo después de 14 partos. Usted, mijo, nació
por los años en que el único liberal de verdad jugaba tejo en la Perseverancia , por
allá en las lomas bogotanas. Por eso, le puse crisma y el nombre Eliécer de mi
doctor Gaitán. A todas estas nunca supe si el Negro Jorge arrimó a donde la Patrona.
“Yo soy un ex soldado patriota, p…, liberal y macho porque no hay
aguardiente malo ni godo bueno”. Soy muy devoto de don Laureano Gómez. La
verdad es que todos los amos son iguales, pero no soy un godo desteñido. Desde
los 16 años, al igual que mi tatarabuelo, siempre le cumplí a la virgencita
morena con llevarle unas preces para los aguinaldos de diciembre pa’ que nos
libre de la godarria liberal.
Los borbotones del aguapanela caliente lo sacaron del territorio
nostálgico. Ahí se acabaron los recuerdos. Revolvió los leños con la paciente
sagacidad de un experto y esperó el bronco fogonazo. Medardo suspiró porque ya
iban a ser las cuatro y media de la mañana.
En ese momento arribó su hija mayor con una sonrisa mañanera. El
femenino rostro mostraba un afán feliz. Por fin, el domingo señalado para
combatir a la rutina se hacía presente en su casalote.
El padre Roncancio los citó para la cinco y media en la puerta del
templo de Jesús Obrero. El objetivo establecía una peregrinación al Santuario
de la Virgen
de Chiquinquirá.
Los feligreses querían celebrar el Domingo de Pentecostés. Otros
se quedaron en casa porque según los áulicos de la mentira el fin del mundo
empezaría dos días después. La fecha manoseada por la trapisonda, el 6 de junio
de 2006, traía la cifra con tres seis. De acuerdo con el capítulo 13 del Apocalipsis La Bestia tiene su número. El
miedo andaba en boga y en boca del embuste.
A doña Filomena no le importaron los comentarios sensacionalistas
ampliados por unos medios vendedores de papel. Ella simplemente viajaría para
agradecer favores celestiales. Preñada a los 14 años y molida a palo por su
marido pasó su adolescencia entre la
estufa, el catre y la enfermería.
Las golpizas sistemáticas y brutales le rompieron la conciencia y
el catecismo. Cualquier día “la pela” le rebosó la copa. La ley del Canasto o
matrimonio por convivencia la hastió. Decidió separarse y trabajar por su
cuenta sin más esperanza que la incertidumbre.
Entre las moliendas, las zurras y los fogones creció. Aprendió la
culinaria campestre. La almojábana criolla, con sus raíces árabes, castellanas
y boyacenses, le producía el sustento necesario para levantar a su prole. Las
viandas le colaboran con el producido al trabajo marital. La repitente es una
señora bendecida en el altar.
Ahora anda
dichosa porque el nuevo patrón-esposo es un partidario del arremuesco (demostración de cariño).
Ella, mientras amarra los corotos, le comenta a su china menor los
cuentos paternos. Así, la una supo y la otra escuchó los relatos orales sobre
como un pueblo, sin acta de fundación, se volvió famoso en el mundo hispano.
Los milagros, patrocinados por la Virgen , son abundantes en
gracias y bendiciones.
La mujerona sonreía con su alegría autóctona. La ilusión
desarreglaba el pesimismo. Ella vendería las almojábanas entre los pasajeros
del bus 744 cuya ruta fue señalada con el número uno.
Los envoltorios, el fiambre y una caja quedaron organizados junto
al portón. El perro cruzado con gozque latía desaforado. El can sabía que no lo
invitarían a la romería.
La peregrinación, diseñada para salir de Zipaquirá con rumbo
Ubaté-Chiquinquirá-Ráquira-Zipaquirá, tendría los ingredientes propios de la
colombianidad.
La cita solemnemente fijada para las 5:30 a.m. no logró su
cometido. Dos horas y media después se escuchó la primera protesta: “Padre,
vámonos ya que faltan 25 minutos para los ocho y aún no salimos”.
La paciencia muisca todo lo
alcanza. “Así son todas las peregrinaciones”, refunfuñaba una voz anónima.
A esas alturas temporales
la caravana, compuesta por cuatro buses, recogía retrasados, invitados
especiales y al folclor colombiano en su expresión retardataria. La señora
disculpa y el señor atasque eran los invitados de honor. Cualquier infamia
apocalíptica es un cuento de hadas en comparación con la organización y
transporte de 160 paisanos a un territorio mariano. El párroco tiene un puesto
ganado en los altares.
El sacerdote ingresó al bus
guía e interrogó a sus dos ayudantes sobre los “patos” o colados: “¿Quién se
pirateó? ¿Cuántos son los piratas?”…
La respuesta no lo dejó
conforme porque la precisión incluía un
“¿quién sabe? porque falta uno que ya pagó. Ese no ha llegado y en
cambio no se sabe cuántos son los asignados a este bus. De donde se deduce que
sobran dos y faltan cuatro. Ellos ya vinieron, pero son del otro grupo. Total
estamos realizado una lista porque la señora que vendió las boletas no está”.
El cura, en un gesto de resignación cristiana, dio la espalda y desembarcó.
Cinco minutos después el vehículo partió.
La señora entremetida o
rezandera, sin saber qué la motivó, encomendó a los romeros a la protección del
Altísimo.
Los potreros desolados y las casitas campesinas con
las tapias derrumbadas adornaban la fugaz visión. La belleza sabanera parecía
sacada del corazón de una fantasía. Dios ama a Colombia en demasía.
El paisaje pasaba con sus texturas verdes y sus vacas
en los pastizales inundados. Adentro la fiesta viajera acometía el momento
musical. Los corridos y el despecho iban de la mano. La tragedia emocional
afloraba de algunos pechos femeninos. La guascarrilera las emocionaba. La
Jarretona les gustó.
Los grupos familiares y las parejas pronto
descubrieron que el fondo musical les servía como arrullo. Morfeo visitó a esas
conciencias trasnochadas y ansiosas. La calma sosegó el trayecto.
Los extramuros urbanos prometen un desarrollo
urbanístico a corto plazo. La tierra salina se quedó atrás y se entró en los
dominios de la
Hacienda Casablanca , que aún conserva su capilla colonial.
Esta es un Monumento Nacional desamparado por el exceso de amor a la patria
arquitectónica.
La ruta desembocó en los territorios ardientes. Los
hornos que fabrican ladrillos en Sutatausa (Sutapelao) y Tausa muestran el
abandonó estatal en toda su dimensión criminal.
El verde se reemplazó por las peladuras desérticas.
El olor a quema penetra en las fosas nasales sin compasión. La perspectiva
paisajística quedó nublada. La masa nubosa y gris logró ocultar el disco solar.
Sólo se ve una bola incandescente que intenta penetrar la enorme, espesa y
constante cortina contaminante.
Al ritmo de los hornos se incinera una zona vital
dentro del ecosistema sabanero. Los chircales producen los ladrillos y las
lozas para edificar la tierra quemada. Es un círculo vicioso. Para subsistir
matan el lugar donde viven. El futuro
recuerda que con ese presente no habrá pasado. Y sin tradición todo se consume
en la hoguera del olvido.
El Peñón de Sutatausa recuerda un silencio heroico.
Su cumbre testificó la hazaña de un suicidio colectivo. Los indígenas
prefirieron saltar al vacío antes que rendir sus macanas ante las adargas
españolas. La queja histórica no se enmudece por el anonimato y el incendio
perpetuo. Esa voz no se callará.
Dios bendiga a esas almas indomables. La velocidad
deja oculto el suceso.
La carretera desciende hacia el bellísimo Valle de
Ubaté. Los hatos lecheros imponen su extensión. Las praderas sin árboles claman
por una reforestación urgente. Ojalá la recuperación no aparezca como el legado
del poeta chiquinquireño, Julio Flórez, cuando declamó: “…Todos nos llega
tarde…”
Las ventas de quesos contradicen las leyes de oferta
y demanda. Allí, a mayor pedido turístico, el producto es más costoso.
La parada obligatoria se dio en la plaza de mercado
de San Diego de Ubaté. El área principal está dotada con un conjunto de
pequeñas casetas donde se vende comida al por mayor. Los comensales nunca
faltan y los fogones no se apagan.
La orden de la guía estableció 20 minutos para romper
el ayuno. Los desayunaderos fueron literalmente invadidos para devorar el
famoso consomé “levantamuertos”. El menú incluye: el caldo con papa pastusa,
carne frita, chocolate espeso, arepas con queso, pan blandito, calao, gaseosa y
fritanga. (Gallina solterona y campesina, bofe, chunchullo, longaniza, papa
criolla, yuca asada, morcilla, plátano frito y demás viandas prohibidas por
aumentar el colesterol).
El esfuerzo estomacal para digerir es proverbial.
Ingerir esa cantidad de alimentos requiere un entrenamiento gastronómico propio
de la cultura cundiboyacense.
El asalto a los comedores comunales se ejecuta con la
parsimonia sistemática y hambrienta. El cronista aprovechó y buscó otras alternativas
menos alimenticias en una visita a la Basílica Menor , pieza maravillosa de la
arquitectura neogótica.
Ubaté es el propietario de un monumento religioso
fuera de serie. El templo es digno de ese pueblo trabajador y sencillo.
La corta caminata se detuvo frente a las placas
colocadas en las casas esquineras del centro urbano. La historia, con sus datos
escritos en las lozas, habló de los indígenas, las encomiendas, los toros, el
periodismo de don Rafael Urdaneta y la tradición quesera.
La sorpresa no podía faltar. Por la ruta se atravesó
un campesino que traía un zorro vivo y capturado en una correría por los
alrededores.
El montero marchaba orgulloso con su mascota
sostenida por el brazo izquierdo. El cánido disfrutaba el paseo con su cara
marrullera. El predador quizás sea un cerdocyon
thous o un urocyon cinereo. El lector perdonará la falta de información,
pero no hubo forma de averiguar más.
Adiós, al cazador.
La caminata detuvo sus pasos frente al atrio. Allí,
en la pared, una placa habla del milagro del Santo Cristo de Ubaté una obra del
platero Diego de Tapia. La prueba testimonial está enterrada tres metros bajo
tierra según consta en el texto.
El suceso, que hizo famoso al Cristo, sucedió en
1619. Consistió en que algún defensor de
las artes plásticas iba a demoler el crucifijo por vetusto. La piqueta
renovadora se disponía a romper la figura cuando la pieza se renovó. El
crucificado mostró el sudor y la sangre de sus llagas. La obra se salvó y entró
a formar parte del bagaje cultural-religioso.
La oración, que recuerda el inusual hecho, reza: “…Santo Cristo de Ubaté, milagrosamente
renovado y fervorosamente venerado por tantos files devotos, agradecidos de tus
favores, arrepentidos por nuestras culpas y perdonando de corazón a quienes nos
han ofendido, nos postramos a tus pies, confiados en que tu gran misericordia
atenderá nuestros ruegos y aliviará nuestras penas…”
Sin embargo, quedó una pregunta sin respuesta:
¿Para qué enterraron el documento donde consta el
milagro? ¿No sería mejor tener el original en un archivo protegido? ¿Y las
ediciones facsimilares en la
Alcaldía , el Despacho Parroquial y en la
Basílica ?
El reloj señaló el retorno.
Los pasajeros ingresaron a los vehículos a la topa
tolondra. La expedición continuó su marcha por el ubérrimo Ubaté. La tierra
feraz muestra orgullosa sus dehesas alineadas con cercas y vacadas lecheras que
pastan con sus rumiantes movimientos. La quietud monótona de una actividad
motora mantiene el ritmo campesino. Es el campo nacional con sus fértiles
trinos.
Desde la ventanilla, pareciera que la paz tuviera su
cuna entre aquellas dehesas.
La realidad invernal, dentro del verano temporal,
rompe la dinámica geográfica. En esos lugares, medio abandonados por los
pronósticos metereológicos, llueve en verano y hace sol en el invierno.
El recorrido se agota bajo la marcha sin incidentes.
Al internarse en los antiguos dominios de doña Teresa
de Verdugo, una aristocrática matrona española, la realidad se humedece. El
pueblo de Fúquene, fundado en 1542 por la señora de Verdugo, se ahoga.
Las muestras son fatales. Cientos de hectáreas aún
permanecen inundadas. “La laguna reclama lo que le robaron los terratenientes”,
sintetizó una pasajera. Su diagnóstico
es exacto. Los dueños de la feudalidad optaron por desecar las orillas de la Laguna de Fúquene para
sembrar pasto y levantar ganado lechero.
El gran robo lo pagan anualmente bien caro. Los
intereses son mortales. En abril se ahogaron más de 400 reses. La zona fue
declara en emergencia invernal. La calamidad cruel la absorbieron los
minifundios y los espoliques.
La gran laguna le pertenece a la desidia
cundinamarquesa y a los municipios de Fúquene y Susa.
Ellos, los verdaderos dueños, la empeñaron ante el
patrón bogotano que se apropió del lago sagrado. Los indígenas brutos lo
mantuvieron intacto. Las lumbreras modernas lo convirtieron en pastaje. Y
todavía se preguntan el porqué deben acatar el Tratado de Libre Comercio con
los Estados Unidos.
Respuesta: Lo deben acatar porque ustedes, el hampa
feudal, son la infección miserable y carroñera que mangonea a un país, huérfano
y sin identidad, que amantó la mentira.
No les duele, en su dramática ignorancia, que antaño
la fuente hídrica llegara a tener una extensión de 56 kilómetros
cuadrados. En los años sesenta sus orillas mojaban la carrilera del tren que
también murió por un abarrotamiento de progreso. Esas aguas puras dan origen al
río Suárez que riega los departamentos de Boyacá y Santander.
Hoy, en este rato pasajero, el desastre es evidente.
Las cercas fueron reemplazadas por enormes diques de contención. Los arrumes de
grava, tierra negra, piedras y sacos de arena son movidos con maquinaria
pesada. Algunas palas ya no operan por falta de mantenimiento y otras no
laboran. Los operarios dejaron las dragas abandonadas porque es domingo. Quizás
imploran una tregua. La naturaleza reclama sus dominios y la tecnología sólo
produce grandes charcas aisladas. El color negro se refleja en los esteros.
La maldición del demonio Fu, una deidad muisca con
cara de zorro, los vigila desde el fondo de la laguna.
En la lontananza, los campesinos recogen a sus reses
sobrevivientes. Los sembrados de pan coger y sus casuchas desaparecieron. El
invierno los mata con su exceso de vida.
La laguna muestra su imponencia monumental. El cielo
se refleja en los espejos recuperados. La armonía natural impone su carácter y
le recuerda al ganadero su calidad de extraño invasor.
El robo, con fatalidad ecológica, fue patrocinado por
los gamonales con astucia social negativa. Literalmente destrozaron un sistema
hídrico que nutre a tres departamentos.
La camarilla apátrida impuso el artero negocio
familiar sobre el derecho de los pueblos al patrimonio común. La imbecilidad a
corto plazo es cínica. El mandamás y su corte tienen la desvergüenza de pedir
ayudas económicas al Gobierno central. La gran ubre estatal pone a mamar a sus
terneros del erario para que sean cebados por el presupuesto nacional.
La lucha entre la supervivencia miserable y el
comercio lechero sigue.
Los contrafuertes intenta contener una maldición: “La
colombianada”. Lamentablemente, la mediocridad y el soborno jurídico son el
soporte del desastre moral. Lo que resta es una patria abusada y lisiada por el
vicio que se alimenta en la sórdida cazuela del expediente sin resolver.
Los amos nacionales son el eje desastroso de
cualquier calamidad. El escenario es la intriga y el fraude. Las consecuencias
chapucean bajo el junco doblado. La paradoja inhumana de este asunto triste es
que el próximo año la tramoya continuará. Los miserables pagarán los costos de
la opulencia.
El ruido del motor adormece. Los promeseros ya no
contemplan el monumento a la imbecilidad lechera. El sueño, con un poquito de
monóxido de carbono, es ideal para pasar ese tramo amargo.
Fúquene, la laguna invencible, reclama sus derechos y
la sordera municipal insiste en criar vacas.
El estado onírico lo interrumpe una banda de guerra.
Los tambores y las cajas con sus compases tradicionales despiertan a los
peregrinos. Un profesor ensaya un desfile por la vía de ingreso a la capital
religiosa. El trancón es inevitable. Afortunadamente, el bastón mayor optó por
virar a la derecha y el tráfico pudo fluir.
La caravana parqueó debajo del puente peatonal que
une el Parque Julio Flórez con el Parque Juan Pablo II. Son las 10:20 a.m. El
pastor reúne a sus ovejas sobre el pasadizo para unas instrucciones especiales.
La prisa no deja que el cronista atienda. El objetivo
es visitar a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.
Al ingresar a la basílica, el padre Fernando Piña
O.P., inició la Santa Misa
de las 10:30 a.m. La fiesta de Pentecostés encendió su fuego santificante.
Los fieles hicieron la señal de la cruz.
Los rostros y los trajes denunciaban travesías
singulares. Los unían las penas y la fe. Vinieron a orar con en el alma en
vilo. Llegaron de muy lejos para pedirle al Padre Celestial que enviara el
Espíritu Santo para poder hacer su voluntad.
Al final de su
homilía, el padre Piña sintetizó el instante. “…Ustedes no saben la cantidad de
dolor que se acumula bajo estos muros. Es inmenso el padecimiento…” El
predicador busca en sus palabras consuelos y prosigue: “…Incluso algunos
pecados les serán retenidos porque viven en unión libre o en estado de
adulterio”.
“Dios no niega el perdón. Sólo que algunos no están
preparados para recibir ese sacramento… Hijitos míos, hay que cambiar. Deben
corregirse para poder recibir a Nuestro Señor…”
La fase traumática del hombre enfrentado al pecado
trazó su pena. El dolor iracundo destazó la espina dorsal del alma. Algunos,
rotos por dentro, ya no lloran. La sequía es un trance intranquilo entre la
soledad y el inmenso patíbulo que lo mató a diario. Los umbrales infortunados
han calcinado sus tradiciones en la piel y en el destino mutante.
Los romeros no piden nada. La anestesia para sus
males no la da el confesionario. El pecado y la desdicha son dos hermanos
necesitados de una tregua.
La certeza del rompimiento interno sigue rasgando las
vísceras del sentimiento. Ellos
diferencian claramente el ajetreo débil del barro y la trasformación llagada
por la fuerza fatídica.
Hay penas dolientes que salen intactas del
confesionario. El alivio de la
Verónica no le quitó el tao al Redentor. La ruptura sobre el
hombro es más profunda y más tranquila. No hay sutura, pero existe un bálsamo.
El madero tiene su cirineo. Jesús vendrá en forma de sacramento a sostener al
peregrino desvencijado.
Qué importa entonces la dimensión fatal. La queja se
acalla y se aguanta con una ferocidad silente. La catástrofe se ata con la
sangre del Cristo crucificado y se acarrea el infortunio. La serenidad
transforma el rictus amargo en una sonrisa invencible.
Los andariegos veteranos miran el sagrado lienzo.
Acuden, con sus ojos suplicantes, ante la Madre de Dios. “…Porque eres de los pecadores el
consuelo y la alegría. Oh madre, clemente y pía, escuchad nuestros clamores…”
Imploran piedad y una oportunidad para comulgar. Por
un pedazo de pan dejaron comarcas y
fatigas. Millas y millas trajinaron sus alpargates. No piden condicionar la
voluntad de Dios al capricho humano. Sólo reclaman la dignidad del calvario.
En el fondo, el horrible cataclismo que los exprime
es una forma santificante. No lo entienden, pero lo presienten. El lúgubre
pesar es un mercader. Compra desgarrones y los trueca por resignaciones. El
siniestro secreto no impide ofrecerlo en holocausto.
Ante la adversidad se mira al sagrario y se exclama,
con voz de cruzado: “…Gloria honor y reparación al Sagrado Corazón de Jesús…”
Las palabras evangélicas resuenan en las conciencias aporreadas: “…No sólo creer en Cristo, sino también
sufrir por él…”. (Flp 1, 29) porque si morimos con Él, viviremos con Él; si
perseveramos con Él, reinaremos con Él. (2 Tim 2, 11-12).
Los rezagados, la mayoría pasajeros desconocidos,
ingresaron al santuario por grupos. El embarque se programó para las 12 m . Nuevamente resultó vano
el esfuerzo por cumplir con el cordial respeto por la puntualidad.
La masa se mueve, se desperdiga, se pierde, se
compacta, se encuentra y se dispersa.
Las galas domingueras son aprovechas para pavonearse
con sus blusas blancas y los pantalones negros. La moda vernácula es un
conjunto informal. Las ruanas, los bordones y las cotizas se cambian por los
yines y las camisetas estampadas. Los peregrinos rezaron compraron, husmearon y
volvieron al parqueadero. A las 13:30, las colas realizaban sus respectivas
filas. La peregrinación incluía una visita al pueblo de los olleros para
almorzar.
El almuerzo es una voz que motiva. El mensaje mueve
las entrañas y el estómago, las piernas.
Las flotas descienden hacia el desforestado territorio de Ráquira. Las
artesanías, símbolo ancestral de este paisaje urbano, aparecen colgados en cercas
y casaquintas. Miran y señalan, con sus colorines festivos, el ritmo creativo y
repetido de las formas ancestrales.
Ráquira vive con la capa caída. La época comercial
con su esplendor pasó. Los almacenes
ofrecen los mismos productos por espacio de tres cuadras. La calle, matizada
con los diseños precolombinos, es
una artesanía en venta. La fiesta
artesanal inunda la necesidad. Algo se compra para recordar que Colombia es
cerámica y talento combinados por el ingenio campesino.
Ráquira no cambia su rostro pintarrajeado y empedrado
por turistas enamorados de sus obras repetidas. La monotonía cromática se rompe
con dos detalles que demuestran un movimiento renovador. El templo parroquial
fue remodelado. Tarea que les costó un lustro y apenas fue terminada el 29 de
enero de 2006. Los arreglos mantienen la tradición evangélica.
En la plaza principal, la estatua del burro aguatero
se rompió. La pata delantera derecha muestra la cicatriz y su fisura.
Irónicamente, los magos del barro no repararon la pieza con su probada pericia
para las esculturas. Simplemente arrumaron ladrillos para sostenerla. Al lado,
el olvido ensucia la efigie que representa al fraile Francisco de Orjuela
(agustino) como fundador de Ráquira en 1580. El recorrido obligatorio y los
almacenes repetidos se devoran el rato asignado.
La partida
altera los planes. La salida se
retrasó 60 minutos más. La máquina se enciende. El motor escupe el gas que le
permite mover la carrocería por la serpenteante carretera que asciende hacia
Chiquinquirá. Lejos y sobre las lomas unas letras blancas señalan unas palabras
rotas como la prisa del ocaso. Adentro, doña vendedora les recuerda a sus
paisanos que sus almojábanas son más baratas que en Ubaté. La noche, la lluvia
y el ruido son el conjuro prófugo de un sueño que adormece. Los peregrinos,
atrincherados en sus puestos, muestran sus rostros bendecidos por una
inextinguible esperanza. Cumplieron con partir, orar y regresar. La hora 20
recibe a los descendientes de los Zipas en la capital salinera.
La misión acabó. La fatiga recuerda las investigaciones
de Manuel Ancízar consignadas en su libro La Peregrinación
de Alpha. Él cita la historia del padre Moya, cura de Chipaque, que trató
de persuadir a los indios para que no hicieran un viaje tan largo porque desde
Chipaque hasta Chiquinquirá había 20 leguas: “...Es
cierto mi amo cura; mas siempre iremos de cuando en cuando a Chiquinquirá,
porque estamos acostumbrados desde tiempo de nuestros padres a ir bien lejos a
nuestras devociones...”
El texto se aplica al alma peregrina de estos viajeros apretujados por el afán
y la despedida.
El redactor tomó otro rumbo. Regresó a Muequetá para
registrar en su Diario de campo la
peregrinación personal número 37 (junio 4 de 2006). El retorno ajustó los 10.114 kilómetros
exclusivamente recorridos para acudir al llamado de Nuestra Señora del Rosario
de Chiquinquirá.
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