Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La
faena de llevar amigos al Santuario de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá a veces requiere de la paciencia del santo Job. Incredulidad, curiosidad,
incertidumbre, disculpas, penas, dudas, miserias y el arsenal del pecado,
reacio a la limpieza aumenta sus conjuros. Variadas conductas se imponen entre
la planificación y el desplazamiento.
Algunos
ridiculizan la historia. Profanan con sus comentarios ácidos la dimensión
eterna del santuario. Unos pocos piensan que van a quedar al descubierto sus
fechorías morales y los menos entendidos aseguran que la peregrinación es un
ritual folclórico.
Los
mohines de cada rostro marcan el derrotero de sus cuitas. El alma cerrera
encuentra una oportunidad para desbocar sus tremendos secretos. El miedo íntimo
a un Dios Omnipotente sigue siendo una constante terrible en el trasegar hacia
el momento de la absolución.
En
algún paso el peregrino prefiere volver al turismo religioso por comodidad.
Pregunta por el estilo arquitectónico de la basílica o piensa en el mejor
ángulo para la fotografía. Es la forma correcta de evadir el sendero que
conduce hacia la reconciliación en el confesionario. Existe una aversión al
sacramento del perdón. La excusa, es por lo general, un sofisma desgastado por
la charlatanería callejera. “Yo no me confieso ante otro más pecador que yo”.
La retahíla contra el cura es parte de un libreto escrito por el demonio.
La
prudencia ordena una catequesis urgente y sin tregua contra el rubor de señalar
la vía. Si no creen en el palabra del Creador por lo menos deberían aceptar las
recomendaciones de un veterano en caídas. Quizás se logre algo de convencimiento.
Las variables pasan por una encantadora cifra de buenas charlas para evadir la
situación.
Una
mujer, pensaba indignada, y así lo expresó que se le estaba quitando su derecho
a ser feliz. Su dicha consistía en
romper el sexto mandamiento en su cama. Le preocupaba ser tildada de casquisuelta.
En el fondo tenía un pacto con su cuerpo. Satisfacer sus deseos a escondidas de
cualquier tipo de regla moral era parte de su libertad independiente. Confesar
era algo inaudito. Su placer, era su tesoro. Posesión que no podría ser
arrojada de su ser ni arrebata por una bendición. En síntesis, no tenía porque
pedir perdón.
En
contraste, un romero pudo desnudar su corazón de prostituta bajo el impulso de
una necesidad más valiente. Se fustigó el interior con un látigo de
arrepentimientos. Lacerado se arrodilló ante la ventanilla y se desahogó
profundamente. Hincado de rodillas sus miembros encalambrados necesitaron de
ayuda para colocarse de pie.
Los
infractores y la Virgen
tienen un encuentro de imanes. Los primeros tienen necesidad de su intercesión
para poder explicar y repetir que son de barro. Ella, madre amantísima, se
desborda en lágrimas de alegría que los ángeles riegan sobre cada pesar hasta
hacer brotar una indulgencia. Las faltas, tanto tiempo guardadas bajo el amparo
de un olvido programado para no acceder al arrepentimiento, emergen silentes.
Momento
cumbre. El hombre se derrite frente al altar. La renovación del individuo comienza por aceptar su fragilidad.
Nada lo cubre. Los títulos de fuerzas académicas, los logros aventureros, el
dinero por millones, las posiciones sociales encumbradas y las defensas
agudísimas del intelecto humano caen al compás de una serenata de alivios. Solo
ante la inmensidad de su nada, el penitente busca el refugio maternal.
Sublime instante. El grito celestial se escucha por
los confines del universo. “…Os digo que de la misma manera, habrá más gozo en el
cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan arrepentimiento…” (Lucas 15, 10).
El
intento comunitario se enredó en cualquier pretexto y la marcha continuó su
distancia del Altísimo vivo.
Vuelve
de atrás algún compadre desconcertado. Se acerca misterioso. Guarda en su
mochila compañera una botella de ron adulterado, bebida de bucaneros. Su conversación
es distinta. No quiere un sacerdote sino una explicación a su romance. Pasó por
su existencia una curvatura hecha mujer. Desde entonces la cacería del problema
se incrementó. El sujeto se sintió con la obligación suprema de conquistar a lo
inalcanzable. Tartamudeó, exprimió la las endorfinas y preparó su plan
explosivo. Objetivo: la mujer, su hermosura, su intimidad, su afecto.
La
barrera de las circunstancias se imponía. El consejo de la sabiduría popular
dictaminó: “Las casadas ni crudas ni asadas”. La respuesta del solitario don
Juan fue: “Necesito una amante”. No consultó a su conciencia ni al camarada de
antaño. Simplemente era un estratega en busca de la lid perfecta. Soñó con los laureles
del triunfo sobre la hamaca montañera.
Las
semanas del libertinaje se chocaron contra el muro femenino de: “estoy casada,
pero hablemos”. Vaya paradoja. El
cerebro se le desquició. Desde ese momento talentos y riquezas se invirtieron
en descifrar el porqué le dijo “hablemos”. Si la estulticia tuviera un monumento
este sitio quedaría en la incertidumbre ingenua de ese enamorado.
La
voz del romance canalla se aniquiló en los argumentos poderosos del amor
adolescente. El sentimiento se transformó en un constructor de utopías. La
idolatría se derritió ante el pequeño tótem en que se convirtió la casada.
Y
la desgracia feliz apareció. Resulta que la señora lo encontró fascinante,
culto, seductor, varonil y en un susurro condenatorio le confesó: Somos almas
gemelas arrebatadas de su base por un yerro de juventud.
Ya
no hubo talanquera ni barranco que los trancara.
El asunto tenebroso es una victoria cotidiana. “…Mire,
pasa que
ya llevo cinco años a escondidas… Y bueno quisiera saber si la Patrona me puede ayudar…” La
respuesta es una sola: Misericordia.
El
hecho es un atentado flagrante, y lo condenó a la clandestinidad. El buen
amante, la convirtió en su deidad particular. Dependía emocional del rato de
gozo carnal. Explotó en un carnaval de ilusiones sosegadas bajo el chorro de
licor. Los cómplices les prestaron moneda, vehículo, apartamento, lugares y
disculpas.
Ebrios
de sensaciones, borrachos de lujuria, y atormentados por esa tristeza fatal,
tesoro sin mérito, se sometieron a la dicha contundente que los tuvo amanecidos:
son lo prohibido. Luchan en franca derrota. Se desbordaron y se esclavizaron
sin tregua.
¿Dónde
está la salida? El cinismo mordaz los arropó bajo sus sofismas descarados. Nada
pudo separar la dulzura desastrosa de esa miel envenenada. Fueron prisioneros
encadenados a una lejanía agonizante. Inventaron recuerdos para escribirlos en
letras que hicieron sangrar a los árboles. Las iniciales convictas dejaron su
impronta en las cortezas de los ocales. La condición pasó su citación de cobro.
Ella, la buena dama resultó embarazada de su legítimo esposo. Ella, en su sacra
sabiduría señorial, decidió volver a reedificar la luna de miel en su hogar
inmaculado. Un rato de lágrimas potentes
se apoderó de la tarde barrial. Los cuerpos saciados se despidieron fusilados.
Ella compungida hizo borrón en un santiamén. Hasta nunca, porque la falsa
deidad devoró implacable los años de combate tras las líneas maritales.
Él
aún liba. La botella despreocupada guardó sus líquidas emociones. El mancebo tejió
su desventura en la puerta del templo tutelar donde intentó negociar si valía
la pena el olvido o podía seguir amándola en suicida terquedad. Entonces se dio
cuenta que sólo quería preguntarle a la Santísima Virgen
María, si todavía tenía un manto para abrigar su corazón desvencijado.
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