Alocución del padre Mora Díaz
“Yo,
átomo microscópico, partícula infinitesimal, llevando la palabra el día de
la apoteosis de la Reina de Colombia, en el
Capitolio Nacional, pórtico de la leyes, en la primera plaza de la República , ante la
estatua del Libertador, al frente de los más ricos florones de la sociedad,
como son las damas bogotanas; rodeado de los más altas poderes eclesiásticos y
civiles, es lo que se puede llamar la debilidad atrevida y que no se explica y
que no se justifica sino en atención al imperio de la obediencia que se me ha
impuesto. Para tan solemne ocasión quisiera que mi voz fuera clarín de guerra,
voz de cristal y mi inteligencia tuviera la intuición de un ángel y el
entendimiento y el entusiasmo de un serafín para entonar la plegaria de María.
¿A
qué obedece este acto tan solemne? Primeramente a cumplir un imperativo de
conciencia, una cláusula protocolaria y testamentaria, un voto solemne de lo
próceres de la independencia en momento en que apenas se mecía la patria en su
cuna. Con reverencia filial oíd literalmente el sagrado decreto:
“El presidente de la Unión considerando muy propio de la piedad del
Gobierno de los Pueblos Libres que lo han constituido, elevar públicamente sus
votos al Dios de los Ejércitos para que proteja los de la República y la salve de
la ruina y de la desolación con que la amenazan sus enemigos, y confiando en la
poderosa intercesión de la Madre
de Dios, en su Santuario de Chiquinquirá, decreta lo que sigue:
1º. A expensas del Estado y con la
solemnidad que permitan las circunstancias, se celebrará en aquella iglesia una
Misa rogativa, a que se convocará a todo el pueblo; y
2º. Los
primeros trofeos militares del enemigo que cayeran en poder de las armas de la República , se
depositarán a los pies del Cuadro Milagroso.
Dado
en Santafé a 21 de marzo de 1816.
José
Fernández Madrid, presidente de la
Unión.”
También
obedece esta solemnidad a celebrar las Bodas de Plata de la coronación
pontificia de la Virgen
de Chiquinquirá, que hoy, a esta misma hora, se verificó en el atrio de la Catedral. Como es
de estilo entre gente decente celebrar las bodas de plata, oro y diamante
obsequiando a la reina del hogar un regalo, la familia colombiana no podía
dejar pasar en silencio el XXV de la solemne coronación sin exteriorizar su
amor y gratitud a su Reina y Señora. La generación que ya va cayendo en el
sepulcro de los siglos costeó la corona imperial de oro y piedras preciosas; la
generación que se levanta tenía que ofrendar alguna presea digna del Augusta
Emperatriz, pues las reinas no solamente ostentan en sus frentes las coronas
sino que también empuñan en su diestra
el cetro imperial como signo de dominio sobre sus vasallos. Hoy a esta misma
hora Colombia entera coloca la rica joya avaluada en diez mil pesos con peso de
215 gramos
de oro de 916 milésimos, recamada con 22 esmeraldas, 18 diamantes y un topacio.
De
todos los ángulos y de todos lo horizontes de la patria parten las caravanas de
peregrinos hacia Chiquinquirá, brújula mariana de la nación. Desde las playas
del Pacífico como de las laderas del Táchira y Maracaibo, desde las orillas del
mar Atlante como de las selvas del Amazonas y Llanos de Casanare, suben a las
alturas de los Andes los peregrinos para escalar el alcázar nacional de María.
Los que visten de rústica estameña, como los gentiles y pulcros hombres; las
damas de mantillas sevillanas, como las campesinas que calzan limpias
alpargatas se dan cita bajo la gran cúpula, que se destaca sobre las verdes
colinas, como un diamante engastado en el anillo de la cordillera. En estos
momentos el Embajador Pontificio asesorado por ocho prelados que forman toda
una constelación espiritual alrededor del milagroso cuadro, pasa en medio de la
comunidad dominica, que le hace calle de honor, y va a colocar el rico cetro en
manos de la Reina
de Colombia. En estos momentos se le rinden honores militares. Los clarines,
trompetas, cajas de guerra y bandas de música hieren los aires; las campanas de
la basílica se echan a vuelo; dispara el cañón; el ejército rinde en tierra las
armas; la bandera nacional ondea sin cesar sobre la selva de bayonetas; la
flotilla de aviones cruza el espacio y arroja cascadas de flores sobre la
basílica, fragua del más ardiente patriotismo; la colonia chiquinquireña
residente en Bogotá despliega el artístico pergamino ante el trono de María y
coloca la valiosa jardinería en la escalinata; el aristócrata por excelencia,
la más alta gloria de aquella tierra, en estrofas inmortales canta por boca de
una pudibunda doncella, las glorias y prodigios de la imagen, que se yergue en
le pináculo de la historia nacional como un fanal, como una estrella
protectora. El prelado boyacense escala las alturas de la cátedra sagrada como
el pontífice de la elocuencia y presenta el sagrado lienzo tocado de eternidad
como el objeto de todas nuestras esperanzas, como fanal cargado de luz y de
victoria.
No
es una fiesta local sino nacional y casi podríamos decir internacional, pues
las grandes manifestaciones a la
Virgen de Chiquinquirá
se verifican en todo el territorio y aún más allá de la frontera. Las
fuerzas armadas de tierra, aire y mar visten el día de hoy de gala y rinden
vasallaje a la que fue constituida generalísima de los ejércitos republicanos
muchos antes de que se consolidara el régimen democrático en Nueva Granada.
Bien estaría que el Congreso declarara fiesta nacional el día de la Reina de Colombia. Lanzo
esta idea a la voracidad y al entusiasmo del pueblo colombiano. Haced que este
proyecto pase a ser ley de la
República.
De
todas partes del territorio sube el día de hoy el incienso de la oración hacia
el trono de María. Pero más pintoresco, sencillo y tierno es el homenaje del
pueblo que no puede ir a Chiquinquirá. Levanta altares sobre la cresta de las
cordilleras; en la garganta de las montañas, en los fértiles valles, en la
desembocadura de los ríos, en la playa del océano, en la tupida y solitaria
selva. El labriego enciende ante la imagen de Chiquinquirá la lámpara rodeada
de yedra que brilla en el espeso bosque como un lucero matutino. El mismo
salteador no comete hoy el crimen por respeto a María; es lo único que lo une a
la humanidad, sin él sería una fiera.
Pero
hay lugares donde no existe una capilla, un altar porque la población está en
embrión, como acaece en las llanuras de Ayapel o en la fundación de Murillo,
donde la colonia chiquinquireña perseguida y expulsada de su tierra, levanta
improvisados toldos y desmantelados chozas al pie de las faldas del nevado del
Tolima. Visitadas poco ha e interrogadas sobre la fiesta de la Virgen del terruño con
motivo de las bodas de plata, contestaron: -No tenemos más que una imagen de la Linda ; le obsequiaremos en
este día nuestra quema.
Que
homenaje tan elocuente y tan sincero. Esta noche convierten con sus fogatas la
campiña en un inmenso templo de fuego, en una basílica silvestre, cuya amplitud
está limitada por el horizonte; cuya cúpula de cristal es el nevado eterno;
cuyas columnas y pilastras están formadas por la encinas y corpulentos robles;
los arcos se entretejen con los bejucos que penden de un árbol a otro: por
órgano tiene el fragor de la catarata que se desborda en el corazón de la
montaña; por incienso el perfume de las flores; por lámpara la tibia luz de la
luna. Mirad a los horizontes de la nación y os parecerá que en sus ángulos está
escrita esta frase: Reina de Colombia, por siempre serás.
Si
Colombia se ha de salvar no se ha de salvar sino mediante el Santo Rosario, que
es la marcha real y triunfal de los espíritus”.
Tomado
del libro Historia de los Santuarios
Marianos de Colombia. Tomo I. 1950. Fray Mora Díaz, O.P.
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