jueves, 27 de febrero de 2014

Asumida por cielo


Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

“¿Murió o no murió la Virgen María?” es el interrogante de un lector que confesó su duda: “yo le pregunté a un cura y él me contestó: pues si falleció Cristo, con mayor razón su madre”.

Esos diálogos apresurados sólo sirven para intentar echarle sombras al sol. La respuesta al dilema está escrita en la historia sagrada de la Iglesia de forma meridianamente contundente. Sin embargo, las opiniones que alejan al intelecto de la verdad caen en la banalidad de rendirle un tributo al sofisma.

El papa Pío XII, en la constitución apostólica munificentissimus deus, definió como dogma de fe que la Virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste: “…44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.

45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.

46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada. 
47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo. Nos, PÍO, Obispo de la Iglesia católica, definiéndolo así, lo hemos suscrito. Dado en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta, el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo de nuestro pontificado…”

La declaración, tal vez, no sea lo suficientemente diáfana para algunos amantes de la duda metódica. Lo cual permite definir el concepto de muerte, dentro del contexto universal, como la separación del alma del cuerpo. Sobre el tema dice el catecismo: “…366 La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (Cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres -,y que es inmortal (Cf. Cc. de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final…” 

Queda expuesto clarísimamente como ocurre la defunción y no coincide, de ninguna manera, con lo expresado por su Santidad Pío XII cuando pontificó que la Santísima Virgen María fue: “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Nótese, por caridad intelectual, que no fue asunta al cielo como consecuencia de la ruptura alma-cuerpo.

La dura cerviz, que desvirtúa la sana doctrina, necesita de un concilio ecuménico o de la proclamación del quinto dogma mariano. Ahí se definirá la corredención de la Santísima Virgen María y se dejará expresado que no pasó por el deceso. Simplemente porque el amor del Omnipotente la creó Inmaculada, prerredimida y la hizo consustancial al Verbo, misterio supremo de su misericordia. 

La conducta del Padre Celestial de prerredimir a sus criaturas aparece en el Antiguo Testamento donde otorgó la gracia de la asunción sin la tragedia de la defunción, destino de los pecadores. Dice Génesis, 5:24: “…Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios…”

“…Mientras iban caminando y conversando, de pronto apareció un carro de fuego, tirado por caballos de fuego. Pasó entre los dos hombres y los separó, y Elías fue llevado al cielo por un torbellino…” (2 de Reyes 2: 11).

En ambos casos, la voluntad del Altísimo se impuso sobre las leyes naturales y eximió a los dos personajes del sepulcro a pesar  que sus méritos los mantenían en esencia e historia fuera de la condición impoluta de la Virgen Madre.

Y si ellos, manchados por el yerro de Adán, fueron premiados con el cielo, ¿qué no haría el Omnipotente por rescatar a su progenitora del sesgo oscuro de una parca insolente?

Además, ¿qué sentido tiene apoyarse en libros apócrifos, repletos de fantasías orientales y embustes de la oralidad pagana? Si lo único que une a los relatores es el mantenimiento de la tradición de la asunción o dormición de la bienaventurada Virgen María.

Y dormición es la palabra donde la vacilación regresa para tergiversar los acontecimientos. El verbo dormir jamás será sinónimo de morir porque la semántica y la etimología, en su evolución diacrónica, les definieron un significado exacto.

En síntesis, vale una contra pregunta: ¿dentro del Plan de Salvación de Dios de qué serviría la muerte de la Virgen María? De nada porque el único Redentor es Cristo Jesús. Ella soportó la profecía de Simeón, la que le atravesó el alma, hasta convertirla en Corredentora sin muerte. Este axioma lo ratificó el papa Juan Pablo II al citar a Borromeo. “…San Carlos escribe: ‘Sufrirás aún mayores dolores, Oh Madre bendita, y continuarás viviendo; pero la vida para ti será mil veces más amarga que la muerte. Verás cómo entregan en manos de pecadores a tu Hijo inocente… Lo mirarás brutalmente crucificado entre ladrones, su santo costado abierto por la cruel lanzada, y finalmente, contemplarás aquella sangre que tú misma le diste... ¡Aún así, no podrás morir!’ (Homilía el domingo después de la Epifanía en la Catedral de Milán, 1584). [1] Juan Pablo II, L'Osservatore Romano, edición en inglés, 12 de noviembre, 1984, p. 1

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