lunes, 16 de febrero de 2015

La mendicante brindó por la Virgen olvidada



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

El Santuario de Nuestra Señora de la Peña tenía su fama  manchada por los escándalos de las carnestolendas, una fiesta que comprendía desde el domingo de quincuagésima hasta al miércoles de ceniza, día en que empezaba la cuaresma.

El padre Struve luchó contra la mácula del lúpulo, el anís y el maíz para erradicarlos de las tradiciones católicas. Le costó algo más de 20 años darle un sentido místico a las celebraciones. En los años sesenta logró una función acorde con el Santuario.

En esa contienda, entre el sermón moral y la chicha, se interpuso un líquido fatal conocido con los alias de “chirrinchi, tapetusa o palito”. Ese jugo, de fabricación artesanal, vivía en aprietos desde la Colonia cuando el 8 de junio de 1693 el rey de España, Carlos II, ordenó a la Audiencia de Santa Fe extinguir la producción del aguardiente, debido “a los sumos perjuicios y daños que se han experimentado en la pública y universal salud de mis vasallos de los Reinos del Perú y la Nueva España”. El ojén era parte de las soberanas tundas a la mujer por parte de la terapia afectiva: “porque te quiero te aporreo”, tan de boga en aquellos parajes agrestes.

Antes de la llegada de Struve, como capellán de la ermita, el anisado de la loma tuvo su rato de atención por parte del Estado. El camino empedrado que construyó, entre 1893 y 1897, fray León Caicedo, para unir la Parroquia de Egipto con la Capellanía de la Peña se transformó en una de las rutas del delito de la ruana, el contrabando del aguardiente cerrero.

La vía ayudó a juntar a los vecinos para la jarana de los extramuros bajo el patronazgo de cuatro parroquias de pura estirpe santafereña. Los templos, en orden de altura sobre la urbe, fueron: Nuestra Señora de la Peña, Nuestra Señora de Egipto, Nuestra Señora de las Aguas y Nuestra Señora de las Nieves. La circunvalar también comunicó a los compadres de gaznates curtidos. Ellos oficiaron la devoción por el trago clandestino.

Así, el aguardiente destilado, en las remotas veredas de La Calera y Choachí (Cundinamarca), se mercadeaba en las chicherías de aquellos nobles solares en los años 20 y 30 del siglo XX, pero fue alebrestado y perseguido como a un animal de monte por cuenta de la Ley 88 de 1923, lucha antialcohólica.

La norma estableció en su artículo primero: “…Desde la sanción de esta ley el precio mínimo de los licores destilados de producción nacional que se expendan en el territorio de la república será el siguiente: un peso cincuenta centavos ($1.50) por cada botella de 720 gramos de aguardiente común, ron blanco y tafia, y un veinticinco por ciento más sobre el precio para los demás licores monopolizados de esta clase; desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, ese precio será de un peso setenta y cinco centavos ($1.75); del 1o. de julio de 1930 en adelante, será de dos pesos ($2.00); del 1o. de julio de 1931 en adelante, será de dos pesos con cuarenta centavos ($2.40); del 1o. de julio de 1932 en adelante, será de dos pesos con ochenta centavos ($2.80); del 1o. de julio de 1933 en adelante, será de tres pesos veinte centavos ($3.20); y del 1o. de julio de 1934 en adelante, será de tres pesos sesenta centavos ($3.60). El precio de los demás licores monopolizados quedará aumentado en un veinticinco por ciento (25%) anualmente, desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, hasta la fecha en que el aguardiente común llegue al de tres pesos sesenta centavos por botella…”

El papel del artículo 3º de la misma ley, impuso: “…No se permitirá el expendio de licores o de bebidas alcohólicas o fermentadas los domingos y demás días de fiestas civil y eclesiástica, los de elecciones populares y los jueves y viernes santos…”

La invitación al fraude quedó lista en la mente de los mafiosos. El precio de entre 60 y 80 centavos por botella del refinado entre la manigua contra los $3,60 pesos del oficial departamental resultó un sustento formal para los socios de una operación delictiva.

El amancebamiento, entre la fechoría y la legalidad, formó un indisoluble matrimonio donde reinó la familia de la corrupción.

El legalismo fue una ofensa que se convirtió en negocio. La desafiante medida, que incrementaba los precios sin tregua, resultó vencida por la fuerza del atavismo etílico. Los peregrinos que visitaban los toldos, que en la época de carnavales rodeaban el Santuario de la Peña, defendieron su tradicional uso con fiereza de beodo contumaz.

El papel de la publicación normativa sirvió para atizar los fogones donde se preparaba el tapetusa y la democrática amarilla. La dupla del elixir popular nutrió con sus consumos de juerga la rebeldía levantisca de un conglomerado sin patria legal.

La industrialización del folclórico desmán tuvo su esplendor por causa de un lambón que decidió vender a su jefe. La felonía quedó frustrada en un accidentado operativo donde los guardias lograron convertir un arresto en una transacción próspera.

Según la crónica judicial, el 21 de enero de 1928, se supo que Papá Fidel (Fidel Baquero), destilador ilegal de aguardiente estaba por los lados del Santuario de la Peña. De madrugada le cayeron por sorpresa, le intimaron rendición. El sujeto huyó por un atajo cuesta abajo. Los disparos, a la topa tolondra, y el parte victorioso de la muerte del bandido fueron la inauguración de una parranda institucional. El cohecho se formó autoritario al lado del ejercicio aduanero. El mediocre zafarrancho elevó al fugitivo a la categoría de gran patrón de los beodos de alpargate.

Don Fidel, un ex agente del Resguardo de filiación liberal, comprendió que debía cambiar de estrategia y posiciones para poder surtir a sus compinches de las fondas del Paseo Bolívar, La Peña, El Egipto y Las Nieves, sectores oscuros de una capital sin ciudadanos.

Los alambiques necesitaron del apoyo logístico de los “Patiasados” o calerunos. Ellos sí expertos predecesores, productores y repartidores de un aguardiente hecho para combatir el frío en las peligrosas cacerías a peinilla contra los osos de anteojos en los páramos de Chingaza.

Los socios tejieron la red de un sistema de destilación rural que abastecía a la capital con un ilícito tráfico de un zumo que enriqueció al cabecilla, envileció a la gentuza y sobornó a los “dotores”. Al Capone, su alter ego, no lo hubiera hecho mejor.  Al principio se fortalecieron las ventas en las cuatro parroquias del Avemaría, la Peña, Egipto, las Aguas y las Nieves. Posteriormente, el mercado surtió a otros barrios.

Los traficantes, conocidos con el mote de “Cafuches” y liderados por Papá Fidel, pusieron en calzas prietas a los agentes del Resguardo Nacional de Aduanas de Cundinamarca. Los  representantes del Gobierno nunca pudieron detener el flujo de licor en los estancos de tan conspicuos y peligrosos domicilios. Los creadores tenían la ventaja de estar aferrados a la sombra protectora de los bosques de niebla.

Escuela de tatabros

Las montañas del Oriente guardaron la fórmula prohibida para estimular a los arrieros de La Calera, que vendían carbón vegetal en las casonas de la Parroquia de las Aguas. Ellos heredaron de sus bisabuelos una trocha de altura para llegar y bajar por Monserrate. La misma que usó el federalista, Atanasio Girardot, para amenazar a las centralistas fuerzas de Antonio Nariño, el 9 de enero de 1813.

El sendero, de vientos andariegos, no se borró de la memoria  y vio pasar, en octubre de 1981, a la compañía de infantería del batallón Guardia Presidencial, armada y equipada, como castigo por la pérdida de una bayoneta. Los soldados marcharon desde La Calera hasta Monserrate, en una travesía de 20 horas. Descendieron del cerro tutelar hasta su cuartel frente al parque de los Mártires. Sin saberlo patrullaron el mapa de una guerra civil y los vericuetos del trazado de una costumbre de evasiones.

La senda siguió vigente en la oralidad y en las investigaciones de unos exploradores. En 1991, en la vereda El Manzano de La Calera, habitaba don Manuel Avellaneda, un antiguo cazador de pumas, que a sus 85 años de edad, recordó la herencia de sus mayores para fabricar el  “Rastrojero”. El mismo néctar que Papá Fidel llamó “Palito” cuando lo hizo circular por los alrededores del Santuario de la Peña.

Sobre la fabricación, don Manuel tiene la palabra con la certeza de que algún día las hojas de papel podrán guardar el acento, el sonido y el dejo de su voz campesina que, por primera vez, habló ante una grabadora.

“Puaquí lo fabricaban unos y otros, eso era muy fácil. Se echaba un poco de agua, se hacía un poco de chicha pero con harto dulce y lo dejaban que se enjuertara y eso quedaba que ya no se podía pasar de lo mero juerte.

“Le ponían otro poco de dulce y lo dejaban otros tres o cuatro días que volviera y enjuertara y ahí sí, entonces tenía olla, pero un ollonón de tiesto  que hacia porai unas ochenta botellas de agua y la ponían sobre el fogón.

“Entonces sobre ese pedazo diolla ponían una paila de cobre y la olla que taba esjondada aquí le hacían un guequito redondo y le metían una caña brava. Ya destapada toda por dentro como un tubo y le aseguraban el gueco que no juera a ventilar ni a vaporar nada porai y que la caña quedara jirme que no se juera a mover pa’ningun lado.

“Luego aquí sobre la paila de cobre en medio de la paila y la olla eso llamaban alambique, entonces ponían una tira de papel  y más encima un trapo con engrudo, untado de engrudo bien tapao y le arrojaban que también no juera a ventilar ni a vaporar nada y en la punta de la caña le ponían una mota dialgodón y ahí le echaban candela por debajo al olla pero con tino, que no juera a botarse a derramarse.

“Principiara a hervir lentamente y entonces como ya no se vaporaba esa olla por ningún lado entonces el sudor de la olla que hervía daba en el asiento de la paila y ese sudor de la paila era el que jormaba el aguardiente.

“Adentro iba una cuchara de madera y con cabito largo y ese cabo venía a dar entre la caña y entonces el aguardiente caía en la cuchara de madera y se venía por el cabito que tenía una canalita y llegaba a entre la caña y se cojía por la caña y salía a donde taba la mota de algodón y ahí seguía escurriendo y debajo había una botella y lo seguían recibiendo, pero ya cayendo un chorrito delgadito, y le sacaban a esa olla unas ocho o nueve botellas de aguardiente.

“Bueno y entonces ya echaba a salir como blanco y ese ya no servía y entonces ya volvían y destapaban la olla y sacaban ese guarapo de entre la olla lo echaban a otra vasija y volvían y echaban del que quedaba nuevo a la mesma olla y volvían y azotaban lo mismo y volvían y seguían hasta que acababan de destilar el guarapo. Bueno, y ahí ese quedaba con anís y con todo. Ese lo colaban otra vez y lo echaban al mismo barril y le echaban dulce otra vez y lo echaban al mismo barril y le echaban dulce otra  vez y a los quince días taba pa’sacar el otro y eso uno pa’tomar como salía caliente entonces cogía uno en una botella, una media botellada, tapaba bien la botella y la echaba entre el agua y eso en estico taba jirio y ahí helao ya tomaba uno, eso era rico. Ese aguardiente lo vendían en Bogotá y en La Calera, en los pueblos, en las tiendas donde vendían harto.

“Eso sí era barato, eso valía treinta centavos una botella. Claro que en ese tiempo treinta centavos eso servían más que casi como tres mil pesos hoy, porque una panela valía dos centavos, el anís valía cuarenta centavos la libra y con una libra sacada uno diez botellas de aguardiente”.

El informe lo complementó otro noble señor de pata al suelo, don Maximino Gavilán, de 78 años de edad, residente en la vereda San José.

 “La ruta era que salía uno puaquí puarriba de La Calera y salía a Usaquén, salía uno por aquella carretera y salía uno a dar a Usaquén. Eran por ahí unas cuatro horas de camino por entre barriales, porque todavía camino ni carretera, sino camino de herradura que llamaban.

“Se hacían las pilas de leña, y se hacia el horno y se montaba y se le metía candela y se le echaba tierra y a lo que se cocinaba todo se bajaba la tierra y cogía el carbón y ya ahí lo llevaba  uno un costalado y lo llevaba  y lo vendía  en Bogotá  puahí a cincuenta centavos la carga de carbón y eso era bien vendido. Eso hace por lo menos unos sesenta años y con eso iba uno y hacia mercado y venía otra vez a sacar su carbón. Cada ocho días seis cargas, eso son tres pesos y con eso se hacía harto mercado. Eso lo comprábamos en Bogotá en una parte que llamábamos Patiasado, que a nosotros los de La Calera nos llamaban patiasados.

“Eso íbamos allá al barrio Las Aguas, allá abajito de Monserrate y puallá íbamos a vender el carbón y ya teníamos nuestra clientela allá nosotros y después de vender todos nos veníamos a hacer mercado a Chapinero.

“Chapinero era ahí, como un pueblo, unas casitas en redondo y ahí uno los almacenes, amarraba las bestias ahí en el corral iba no, y hacía mercado y compraba uno el anís pa’sacar el aguardiente también, allá le tocaba decir uno que le vendieran “gransa” paque no le echaran los guardas y de una librita de gransa tenía uno pa’sacar unas doce botellas de aguardiente.

“En cambio, la chicha se hacia era puallí y la hacia mejor dicho una sola persona y esa se la vendió al pueblo y ya la repartían  porque eso tenía su multa el que llegara a contrabandear eso. Eso llegaba el resguardo y lo llevaba pa La Calera, pal pueblo y allá lo apresaban o le sacaban multa.

“El aguardiente lo hacíamos aquí mismo. Eso se rompen tres ollas y se envuelven en trapo, le echa uno mulliga de ganao en redondo y falque uno ahí y la olla de abajo si es guena, esa  es la que lleva toda el agua. En cima se le pone una olla con una cañuela y más encima le pone uno la otra y ahí va destilando el aguardiente poco a poco y lleva encima una paila y se le echa constantemente agua porque si llega a derramarse eso prende candela, entonces se pierde todo. Eso duraba quince días entre el barril jermentado. A los quince días se sacaba el primer viaje y salían unas 16 botellas y al segundo ese no duraba sino puahí unos nueve días y se sacaba eso y ya eso si ya no servia pa’más y tocaba regar eso y volver a echarle panela y agua y hacer otra vez.

“Nosotros sacábamos el aguardiente era pa’nosotros, porque eso sí llegaban y lo denunciaban a uno se lo llevaban pa’ la “guandoca”. Y  de donde saca el aguardiente el humo azul y si lo sacaban en el día eso allá le caía el resguardo, entonces nosotros lo sacábamos puahí de noche y sacábamos mazorcas y hacíamos piquete y sacamos el aguardiente puahí pal mes, y al mes golvíamos y sacamos otra vez. En ese tiempo, el que se tomaba una cerveza era mucho lujo, eso valdría un centavo, eso era barato”.

Contra esos testimonios se despertó el rugir de un progreso inmoral que sacudió al Bacatá de 1938. A sus 400 años le dio por liberalizar sus libertinajes furtivos. La urbe dormía, el sueño cachaco, arrinconada en la meseta de una cordillera. Los raizales la edificaron lejos de las tierras calientes donde subsistía un país desconocido para sus gobernantes. Dos presidentes de la república andina no conocieron sus mares, Marco Fidel Suárez y Miguel Antonio Caro.

Un día de septiembre de 1946, la barriada, de peones y criadas, se vistió de luto por la muerte del jefe de los cafuches. Las bandas acéfalas le dieron la revancha al Resguardo. No se habían recuperado del golpe emocional cuando cayó asesinado su ídolo, el negro Jorge Eliécer Gaitán.

La turbamulta enardecida incineró, el 9 de abril de 1948, a Bogotá en una borrachera de güisqui y sangre. Los habitantes de las lomas vieron la humareda de la morada que los humilló. Ya no la inundaba el alcohol salvaje sino los torrentes de saqueadores, que machete en mano, se abalanzaron contra la Historia.

La quemazón no acabó con las alquitaras usadas por los empresarios del guaro criollo, pero sí con los cafuches. Sin la jefatura de Fidel ni el empuje moral de Gaitán, la artesanal truhanería declinó entre la hoguera del Bogotazo, masacre implacable. Los sobrevivientes emigraron. Sin embargo, el legado de Papá Fidel pervive por algunas callejuelas de la Candelaria.

El derrotero del pecarí

En vísperas de la cuaresma de 2015, un periodista siguió tras las huellas del anisado proscripto. El cronista descendió de la Peña nueva por sobre los vestigios de la línea empedrada por fray Caicedo, que terminan en la carrera séptima Este con calle sexta, frontera entre lo rural y lo urbanizado a la brava por la invasión de los hambrientos. 

La andadura continuó por el lado izquierdo de la quebrada Manzanares, que aún corre por entre una exuberante vegetación nativa hasta convertirse en alcantarilla. Dos rocas inamovibles desvían el trayecto hacia la Capilla del Guavio donde una estatua de la Patrona de los rolos permanece en riguroso encierro. En esos terrenos tuvo el caudillo su campamento cuando le dio por mercadear el orujo de los calerunos. Nadie quiso recordar nada.

Por la carrera cuarta Este se giró al Norte, una cuadra, y se bajó por la  calle  6D Bis A para tomar la carrera tercera Este donde se enrumbó hacia el mercado de Rumichaca. El pequeño centro de abastecimientos tenía tres puestos de ventas de hortalizas y frutas en funcionamiento. El resto del establecimiento permanecía desocupado, barrido y ordenado junto a la estatua de Nuestra Señora del Carmen. La Virgen estaba arropada con un manto azul que le cubría el rostro.

Las marchantas no hablaron porque no querían a un intruso con cámara de fotografía que no les compraba la mazorca tierna. La malicia reservó para cada pregunta una mentira. Así que el recorrido continuó por la calle novena (Calle de la Peña) al Occidente donde los dipsómanos usan la Calle del Animal (carrera primera) para mear en su empedrado. Es el triunfo diurético de la cerveza, enemiga formal del chirrinchi. 

Al Norte, un poco más adelante, la Iglesia de Nuestra Señora de Egipto contemplaba el busto del general Hermógenes Maza, un prócer de sable heroico y jumas legendarias. Sus gestas tuvieron el patrocinio de aquel licor bravío.

Por la novena, se bajó unas cuadras para tomar la carrera segunda con destino al Chorro de Quevedo donde los cuenteros, de feria y academia, insisten en predicar que allí se fundó a Santa Fe Bogotá.

En su plazoleta está la Ermita de San Miguel del Príncipe, sitio donde confluye el tráfico peatonal de los estudiantes que pasan por el Callejón del Embudo. Este es un empedrado escoltado por bares donde se toma chicha en totuma y se habla del chirrinchi con el misterio del secreto a voces. Allí reside el nieto reconocido del tapetusa, el de las siete yerbas: albahaca, mejorana, manzanilla, cidrón, limonaria hierbabuena e hinojo.
Todavía lo venden por el camino de Monserrate, como antaño. El transgresor pasó a ser parte de las bebidas típicas colombianas.

Al salir del Embudo se abre el espacio a la plaza de la Concordia, otro esfuerzo de los amos de la originalidad por eliminar el rico pasado de la plazuela Chiquinquirá. Territorio de promeseros, coplas y sorbos de matute.

Al final, en la calle 12 D con carrera segunda, se tuerce una cuadra para tomar la carrera tercera y seguir hacia el Norte donde colocaron un letrero: “Old calle 16” (calle 12 F) que conduce al Parque de los Periodistas.

En el monumento a los redactores se observó a un vendedor de artesanías libando algo similar al buscado brebaje. El personaje decidió compartirlo con tres turistas despistadas que sorbían mate. Las mujeres armaron, ante la propuesta del mancebo, una rechifla acompañada de gestos obscenos. El alboroto llamó la atención de la Policía, que cuidaba la estación de Trasmilenio de las Aguas, lo que impidió aclarar la sospecha.

El tramo final se hizo por la calle 19 hacia Occidente. Atrás quedó la leyenda del Espeluco de las Aguas y el boquerón del río San Francisco, por donde los cafuches evadieron al Resguardo cada vez que les vino en gana.

En la esquina de la 19 con carrera Séptima se dobló al Norte hasta la calle 20 donde está el templo parroquial de Nuestra Señora de las Nieves. Al frente, en una banca del parque, una mujer harapienta dormitaba aferrada a una botella de vidrio repleta de una bebida amarillenta que parecía ser chirrinchi adulterado.

La pordiosera despertó y, Ave María Purísima, se bebió un trago de olvido… porque ya no oyó el jolgorio embriagado de un pueblo arisco que arrojó por el barranco de la amnesia a las carnestolendas de la Peña.





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