Por
Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad
Mariológica Colombiana
El
Santuario de Nuestra Señora de la
Peña tenía su fama
manchada por los escándalos de las carnestolendas, una fiesta que
comprendía desde el domingo de quincuagésima hasta al miércoles de ceniza, día
en que empezaba la cuaresma.
El
padre Struve luchó contra la mácula del lúpulo, el anís y el maíz para
erradicarlos de las tradiciones católicas. Le costó algo más de 20 años darle
un sentido místico a las celebraciones. En los años sesenta logró una función
acorde con el Santuario.
En
esa contienda, entre el sermón moral y la chicha, se interpuso un líquido fatal
conocido con los alias de “chirrinchi, tapetusa o palito”. Ese jugo, de
fabricación artesanal, vivía en aprietos desde la Colonia cuando el 8 de
junio de 1693 el rey de España, Carlos II, ordenó a la Audiencia de Santa Fe
extinguir la producción del aguardiente, debido “a los sumos perjuicios y daños
que se han experimentado en la pública y universal salud de mis vasallos de los
Reinos del Perú y la
Nueva España ”. El ojén era parte de las soberanas tundas a la
mujer por parte de la terapia afectiva: “porque te quiero te aporreo”, tan de
boga en aquellos parajes agrestes.
Antes
de la llegada de Struve, como capellán de la ermita, el anisado de la loma tuvo
su rato de atención por parte del Estado. El camino empedrado que construyó,
entre 1893 y 1897, fray León Caicedo, para unir la Parroquia de Egipto con la Capellanía de la Peña se transformó en una de
las rutas del delito de la ruana, el contrabando del aguardiente cerrero.
La
vía ayudó a juntar a los vecinos para la jarana de los extramuros bajo el
patronazgo de cuatro parroquias de pura estirpe santafereña. Los templos, en
orden de altura sobre la urbe, fueron: Nuestra Señora de la Peña , Nuestra Señora de
Egipto, Nuestra Señora de las Aguas y Nuestra Señora de las Nieves. La
circunvalar también comunicó a los compadres de gaznates curtidos. Ellos
oficiaron la devoción por el trago clandestino.
Así,
el aguardiente destilado, en las remotas veredas de La Calera y Choachí (Cundinamarca),
se mercadeaba en las chicherías de aquellos nobles solares en los años 20 y 30
del siglo XX, pero fue alebrestado y perseguido como a un animal de monte por
cuenta de la Ley
88 de 1923, lucha antialcohólica.
La
norma estableció en su artículo primero: “…Desde la sanción de esta ley el
precio mínimo de los licores destilados de producción nacional que se expendan
en el territorio de la república será el siguiente: un peso cincuenta centavos
($1.50) por cada botella de 720
gramos de aguardiente común, ron blanco y tafia, y un
veinticinco por ciento más sobre el precio para los demás licores monopolizados
de esta clase; desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, ese precio será de un
peso setenta y cinco centavos ($1.75); del 1o. de julio de 1930 en adelante,
será de dos pesos ($2.00); del 1o. de julio de 1931 en adelante, será de dos
pesos con cuarenta centavos ($2.40); del 1o. de julio de 1932 en adelante, será
de dos pesos con ochenta centavos ($2.80); del 1o. de julio de 1933 en
adelante, será de tres pesos veinte centavos ($3.20); y del 1o. de julio de
1934 en adelante, será de tres pesos sesenta centavos ($3.60). El precio de los
demás licores monopolizados quedará aumentado en un veinticinco por ciento
(25%) anualmente, desde el 1o. de julio de 1929 en adelante, hasta la fecha en
que el aguardiente común llegue al de tres pesos sesenta centavos por botella…”
El
papel del artículo 3º de la misma ley, impuso: “…No se permitirá el expendio de
licores o de bebidas alcohólicas o fermentadas los domingos y demás días de
fiestas civil y eclesiástica, los de elecciones populares y los jueves y
viernes santos…”
La
invitación al fraude quedó lista en la mente de los mafiosos. El precio de
entre 60 y 80 centavos por botella del refinado entre la manigua contra los
$3,60 pesos del oficial departamental resultó un sustento formal para los
socios de una operación delictiva.
El
amancebamiento, entre la fechoría y la legalidad, formó un indisoluble
matrimonio donde reinó la familia de la corrupción.
El
legalismo fue una ofensa que se convirtió en negocio. La desafiante medida, que
incrementaba los precios sin tregua, resultó vencida por la fuerza del atavismo
etílico. Los peregrinos que visitaban los toldos, que en la época de carnavales
rodeaban el Santuario de la Peña ,
defendieron su tradicional uso con fiereza de beodo contumaz.
El
papel de la publicación normativa sirvió para atizar los fogones donde se
preparaba el tapetusa y la democrática amarilla. La dupla del elixir popular
nutrió con sus consumos de juerga la rebeldía levantisca de un conglomerado sin
patria legal.
La
industrialización del folclórico desmán tuvo su esplendor por causa de un
lambón que decidió vender a su jefe. La felonía quedó frustrada en un
accidentado operativo donde los guardias lograron convertir un arresto en una
transacción próspera.
Según
la crónica judicial, el 21 de enero de 1928, se supo que Papá Fidel (Fidel
Baquero), destilador ilegal de aguardiente estaba por los lados del Santuario
de la Peña. De
madrugada le cayeron por sorpresa, le intimaron rendición. El sujeto huyó por
un atajo cuesta abajo. Los disparos, a la topa tolondra, y el parte victorioso
de la muerte del bandido fueron la inauguración de una parranda institucional.
El cohecho se formó autoritario al lado del ejercicio aduanero. El mediocre
zafarrancho elevó al fugitivo a la categoría de gran patrón de los beodos de
alpargate.
Don
Fidel, un ex agente del Resguardo de filiación liberal, comprendió que debía
cambiar de estrategia y posiciones para poder surtir a sus compinches de las
fondas del Paseo Bolívar, La Peña ,
El Egipto y Las Nieves, sectores oscuros de una capital sin ciudadanos.
Los
alambiques necesitaron del apoyo logístico de los “Patiasados” o calerunos.
Ellos sí expertos predecesores, productores y repartidores de un aguardiente
hecho para combatir el frío en las peligrosas cacerías a peinilla contra los
osos de anteojos en los páramos de Chingaza.
Los
socios tejieron la red de un sistema de destilación rural que abastecía a la
capital con un ilícito tráfico de un zumo que enriqueció al cabecilla,
envileció a la gentuza y sobornó a los “dotores”. Al Capone, su alter ego, no
lo hubiera hecho mejor. Al principio se
fortalecieron las ventas en las cuatro parroquias del Avemaría, la Peña , Egipto, las Aguas y las
Nieves. Posteriormente, el mercado surtió a otros barrios.
Los
traficantes, conocidos con el mote de “Cafuches” y liderados por Papá Fidel, pusieron
en calzas prietas a los agentes del Resguardo Nacional de Aduanas de
Cundinamarca. Los representantes del
Gobierno nunca pudieron detener el flujo de licor en los estancos de tan
conspicuos y peligrosos domicilios. Los creadores tenían la ventaja de estar
aferrados a la sombra protectora de los bosques de niebla.
Escuela
de tatabros
Las
montañas del Oriente guardaron la fórmula prohibida para estimular a los
arrieros de La Calera ,
que vendían carbón vegetal en las casonas de la Parroquia de las Aguas.
Ellos heredaron de sus bisabuelos una trocha de altura para llegar y bajar por
Monserrate. La misma que usó el federalista, Atanasio Girardot, para amenazar a
las centralistas fuerzas de Antonio Nariño, el 9 de enero de 1813.
El
sendero, de vientos andariegos, no se borró de la memoria y vio pasar, en octubre de 1981, a la compañía de
infantería del batallón Guardia Presidencial, armada y equipada, como castigo
por la pérdida de una bayoneta. Los soldados marcharon desde La Calera hasta Monserrate, en
una travesía de 20 horas. Descendieron del cerro tutelar hasta su cuartel
frente al parque de los Mártires. Sin saberlo patrullaron el mapa de una guerra
civil y los vericuetos del trazado de una costumbre de evasiones.
La
senda siguió vigente en la oralidad y en las investigaciones de unos
exploradores. En 1991, en la vereda El Manzano de La Calera , habitaba don Manuel
Avellaneda, un antiguo cazador de pumas, que a sus 85 años de edad, recordó la
herencia de sus mayores para fabricar el
“Rastrojero”. El mismo néctar que Papá Fidel llamó “Palito” cuando lo
hizo circular por los alrededores del Santuario de la Peña.
Sobre
la fabricación, don Manuel tiene la palabra con la certeza de que algún día las
hojas de papel podrán guardar el acento, el sonido y el dejo de su voz
campesina que, por primera vez, habló ante una grabadora.
“Puaquí
lo fabricaban unos y otros, eso era muy fácil. Se echaba un poco de agua, se
hacía un poco de chicha pero con harto dulce y lo dejaban que se enjuertara y
eso quedaba que ya no se podía pasar de lo mero juerte.
“Le
ponían otro poco de dulce y lo dejaban otros tres o cuatro días que volviera y
enjuertara y ahí sí, entonces tenía olla, pero un ollonón de tiesto que hacia porai unas ochenta botellas de agua
y la ponían sobre el fogón.
“Entonces
sobre ese pedazo diolla ponían una paila de cobre y la olla que taba esjondada
aquí le hacían un guequito redondo y le metían una caña brava. Ya destapada
toda por dentro como un tubo y le aseguraban el gueco que no juera a ventilar
ni a vaporar nada porai y que la caña quedara jirme que no se juera a mover
pa’ningun lado.
“Luego
aquí sobre la paila de cobre en medio de la paila y la olla eso llamaban
alambique, entonces ponían una tira de papel
y más encima un trapo con engrudo, untado de engrudo bien tapao y le
arrojaban que también no juera a ventilar ni a vaporar nada y en la punta de la
caña le ponían una mota dialgodón y ahí le echaban candela por debajo al olla
pero con tino, que no juera a botarse a derramarse.
“Principiara
a hervir lentamente y entonces como ya no se vaporaba esa olla por ningún lado
entonces el sudor de la olla que hervía daba en el asiento de la paila y ese
sudor de la paila era el que jormaba el aguardiente.
“Adentro
iba una cuchara de madera y con cabito largo y ese cabo venía a dar entre la
caña y entonces el aguardiente caía en la cuchara de madera y se venía por el
cabito que tenía una canalita y llegaba a entre la caña y se cojía por la caña
y salía a donde taba la mota de algodón y ahí seguía escurriendo y debajo había
una botella y lo seguían recibiendo, pero ya cayendo un chorrito delgadito, y
le sacaban a esa olla unas ocho o nueve botellas de aguardiente.
“Bueno
y entonces ya echaba a salir como blanco y ese ya no servía y entonces ya
volvían y destapaban la olla y sacaban ese guarapo de entre la olla lo echaban
a otra vasija y volvían y echaban del que quedaba nuevo a la mesma olla y
volvían y azotaban lo mismo y volvían y seguían hasta que acababan de destilar
el guarapo. Bueno, y ahí ese quedaba con anís y con todo. Ese lo colaban otra
vez y lo echaban al mismo barril y le echaban dulce otra vez y lo echaban al
mismo barril y le echaban dulce otra vez
y a los quince días taba pa’sacar el otro y eso uno pa’tomar como salía
caliente entonces cogía uno en una botella, una media botellada, tapaba bien la
botella y la echaba entre el agua y eso en estico taba jirio y ahí helao ya
tomaba uno, eso era rico. Ese aguardiente lo vendían en Bogotá y en La Calera , en los pueblos, en
las tiendas donde vendían harto.
“Eso
sí era barato, eso valía treinta centavos una botella. Claro que en ese tiempo
treinta centavos eso servían más que casi como tres mil pesos hoy, porque una
panela valía dos centavos, el anís valía cuarenta centavos la libra y con una
libra sacada uno diez botellas de aguardiente”.
El
informe lo complementó otro noble señor de pata al suelo, don Maximino Gavilán,
de 78 años de edad, residente en la vereda San José.
“La ruta era que salía uno puaquí puarriba de La Calera y salía a Usaquén,
salía uno por aquella carretera y salía uno a dar a Usaquén. Eran por ahí unas
cuatro horas de camino por entre barriales, porque todavía camino ni carretera,
sino camino de herradura que llamaban.
“Se
hacían las pilas de leña, y se hacia el horno y se montaba y se le metía
candela y se le echaba tierra y a lo que se cocinaba todo se bajaba la tierra y
cogía el carbón y ya ahí lo llevaba uno
un costalado y lo llevaba y lo vendía en Bogotá
puahí a cincuenta centavos la carga de carbón y eso era bien vendido.
Eso hace por lo menos unos sesenta años y con eso iba uno y hacia mercado y
venía otra vez a sacar su carbón. Cada ocho días seis cargas, eso son tres
pesos y con eso se hacía harto mercado. Eso lo comprábamos en Bogotá en una
parte que llamábamos Patiasado, que a nosotros los de La Calera nos llamaban
patiasados.
“Eso
íbamos allá al barrio Las Aguas, allá abajito de Monserrate y puallá íbamos a
vender el carbón y ya teníamos nuestra clientela allá nosotros y después de
vender todos nos veníamos a hacer mercado a Chapinero.
“Chapinero
era ahí, como un pueblo, unas casitas en redondo y ahí uno los almacenes,
amarraba las bestias ahí en el corral iba no, y hacía mercado y compraba uno el
anís pa’sacar el aguardiente también, allá le tocaba decir uno que le vendieran
“gransa” paque no le echaran los guardas y de una librita de gransa tenía uno
pa’sacar unas doce botellas de aguardiente.
“En
cambio, la chicha se hacia era puallí y la hacia mejor dicho una sola persona y
esa se la vendió al pueblo y ya la repartían porque eso tenía su multa el que llegara a
contrabandear eso. Eso llegaba el resguardo y lo llevaba pa La Calera , pal pueblo y allá
lo apresaban o le sacaban multa.
“El
aguardiente lo hacíamos aquí mismo. Eso se rompen tres ollas y se envuelven en
trapo, le echa uno mulliga de ganao en redondo y falque uno ahí y la olla de
abajo si es guena, esa es la que lleva
toda el agua. En cima se le pone una olla con una cañuela y más encima le pone
uno la otra y ahí va destilando el aguardiente poco a poco y lleva encima una
paila y se le echa constantemente agua porque si llega a derramarse eso prende
candela, entonces se pierde todo. Eso duraba quince días entre el barril
jermentado. A los quince días se sacaba el primer viaje y salían unas 16
botellas y al segundo ese no duraba sino puahí unos nueve días y se sacaba eso
y ya eso si ya no servia pa’más y tocaba regar eso y volver a echarle panela y
agua y hacer otra vez.
“Nosotros
sacábamos el aguardiente era pa’nosotros, porque eso sí llegaban y lo
denunciaban a uno se lo llevaban pa’ la “guandoca”. Y de donde saca el aguardiente el humo azul y
si lo sacaban en el día eso allá le caía el resguardo, entonces nosotros lo
sacábamos puahí de noche y sacábamos mazorcas y hacíamos piquete y sacamos el
aguardiente puahí pal mes, y al mes golvíamos y sacamos otra vez. En ese
tiempo, el que se tomaba una cerveza era mucho lujo, eso valdría un centavo,
eso era barato”.
Contra
esos testimonios se despertó el rugir de un progreso inmoral que sacudió al
Bacatá de 1938. A
sus 400 años le dio por liberalizar sus libertinajes furtivos. La urbe dormía,
el sueño cachaco, arrinconada en la meseta de una cordillera. Los raizales la
edificaron lejos de las tierras calientes donde subsistía un país desconocido
para sus gobernantes. Dos presidentes de la república andina no conocieron sus
mares, Marco Fidel Suárez y Miguel Antonio Caro.
Un
día de septiembre de 1946, la barriada, de peones y criadas, se vistió de luto
por la muerte del jefe de los cafuches. Las bandas acéfalas le dieron la
revancha al Resguardo. No se habían recuperado del golpe emocional cuando cayó
asesinado su ídolo, el negro Jorge Eliécer Gaitán.
La
turbamulta enardecida incineró, el 9 de abril de 1948, a Bogotá en una
borrachera de güisqui y sangre. Los habitantes de las lomas vieron la humareda
de la morada que los humilló. Ya no la inundaba el alcohol salvaje sino los
torrentes de saqueadores, que machete en mano, se abalanzaron contra la Historia.
La
quemazón no acabó con las alquitaras usadas por los empresarios del guaro
criollo, pero sí con los cafuches. Sin la jefatura de Fidel ni el empuje moral
de Gaitán, la artesanal truhanería declinó entre la hoguera del Bogotazo,
masacre implacable. Los sobrevivientes emigraron. Sin embargo, el legado de
Papá Fidel pervive por algunas callejuelas de la Candelaria.
El
derrotero del pecarí
En
vísperas de la cuaresma de 2015, un periodista siguió tras las huellas del
anisado proscripto. El cronista descendió de la Peña nueva por sobre los vestigios de la línea
empedrada por fray Caicedo, que terminan en la carrera séptima Este con calle
sexta, frontera entre lo rural y lo urbanizado a la brava por la invasión de
los hambrientos.
La
andadura continuó por el lado izquierdo de la quebrada Manzanares, que aún
corre por entre una exuberante vegetación nativa hasta convertirse en
alcantarilla. Dos rocas inamovibles desvían el trayecto hacia la Capilla del Guavio donde
una estatua de la Patrona
de los rolos permanece en riguroso encierro. En esos terrenos tuvo el caudillo
su campamento cuando le dio por mercadear el orujo de los calerunos. Nadie
quiso recordar nada.
Por
la carrera cuarta Este se giró al Norte, una cuadra, y se bajó por la calle
6D Bis A para tomar la carrera tercera Este donde se enrumbó hacia el
mercado de Rumichaca. El pequeño centro de abastecimientos tenía tres puestos
de ventas de hortalizas y frutas en funcionamiento. El resto del
establecimiento permanecía desocupado, barrido y ordenado junto a la estatua de
Nuestra Señora del Carmen. La
Virgen estaba arropada con un manto azul que le cubría el
rostro.
Las
marchantas no hablaron porque no querían a un intruso con cámara de fotografía
que no les compraba la mazorca tierna. La malicia reservó para cada pregunta
una mentira. Así que el recorrido continuó por la calle novena (Calle de la Peña ) al Occidente donde los
dipsómanos usan la Calle
del Animal (carrera primera) para mear en su empedrado. Es el triunfo diurético
de la cerveza, enemiga formal del chirrinchi.
Al
Norte, un poco más adelante, la
Iglesia de Nuestra Señora de Egipto contemplaba el busto del
general Hermógenes Maza, un prócer de sable heroico y jumas legendarias. Sus
gestas tuvieron el patrocinio de aquel licor bravío.
Por
la novena, se bajó unas cuadras para tomar la carrera segunda con destino al
Chorro de Quevedo donde los cuenteros, de feria y academia, insisten en
predicar que allí se fundó a Santa Fe Bogotá.
En
su plazoleta está la Ermita
de San Miguel del Príncipe, sitio donde confluye el tráfico peatonal de los
estudiantes que pasan por el Callejón del Embudo. Este es un empedrado
escoltado por bares donde se toma chicha en totuma y se habla del chirrinchi
con el misterio del secreto a voces. Allí reside el nieto reconocido del
tapetusa, el de las siete yerbas: albahaca, mejorana, manzanilla, cidrón,
limonaria hierbabuena e hinojo.
Todavía
lo venden por el camino de Monserrate, como antaño. El transgresor pasó a ser
parte de las bebidas típicas colombianas.
Al
salir del Embudo se abre el espacio a la plaza de la Concordia , otro esfuerzo
de los amos de la originalidad por eliminar el rico pasado de la plazuela
Chiquinquirá. Territorio de promeseros, coplas y sorbos de matute.
Al
final, en la calle 12 D con carrera segunda, se tuerce una cuadra para tomar la
carrera tercera y seguir hacia el Norte donde colocaron un letrero: “Old calle 16” (calle 12 F ) que conduce al Parque de
los Periodistas.
En
el monumento a los redactores se observó a un vendedor de artesanías libando
algo similar al buscado brebaje. El personaje decidió compartirlo con tres
turistas despistadas que sorbían mate. Las mujeres armaron, ante la propuesta
del mancebo, una rechifla acompañada de gestos obscenos. El alboroto llamó la
atención de la Policía ,
que cuidaba la estación de Trasmilenio de las Aguas, lo que impidió aclarar la
sospecha.
El
tramo final se hizo por la calle 19 hacia Occidente. Atrás quedó la leyenda del
Espeluco de las Aguas y el boquerón del río San Francisco, por donde los
cafuches evadieron al Resguardo cada vez que les vino en gana.
En
la esquina de la 19 con carrera Séptima se dobló al Norte hasta la calle 20
donde está el templo parroquial de Nuestra Señora de las Nieves. Al frente, en
una banca del parque, una mujer harapienta dormitaba aferrada a una botella de
vidrio repleta de una bebida amarillenta que parecía ser chirrinchi adulterado.
La
pordiosera despertó y, Ave María Purísima, se bebió un trago de olvido… porque
ya no oyó el jolgorio embriagado de un pueblo arisco que arrojó por el barranco
de la amnesia a las carnestolendas de la Peña.
Un poco extenso pero interesante e ilustrativo. Muchas gracias.
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