A nuestros muy amados hijos:
El cardenal Aquiles Lienart, Obispo de Lille;
El cardenal Pierra Gerlier, Arzobispo de Lyon;
El cardenal Clément Roques, Arzobispo de Rennes;
El cardenal Maurice Feltin, Arzobispo de París;
El cardenal Georges Grente, Arzobispo-Obispo de Mans.
Y a todos nuestros venerables hermanos los Arzobispos y Obispos de Francia en paz y comunión con la Sede Apostólica,
PIUS PP. XII.
Amados hijos y venerables hermanos, salud y bendición apostólica.
La peregrinación a Lourdes que Nos tuvimos la alegría de hacer cuando fuimos a presidir, en nombre de nuestro predecesor Pío XI, las fiestas eucarísticas y marianas de la clausura del Jubileo de la Redención dejó en nuestra alma profundos y dulces recuerdos. Por ello nos es también particularmente grato el saber que, por iniciativa del Obispo de Tarbes y Lourdes, la ciudad mariana se dispone a celebrar con esplendor el centenario de las apariciones de la Virgen Inmaculada en la Gruta de Massabielle, y que un comité internacional se ha creado con ese fin bajo la presidencia del eminentísimo cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio. Con vosotros, amados hijos y venerables hermanos, Nos queremos agradecer a Dios el insigne favor concedido a vuestra patria y las muchas gracias derramadas desde hace un siglo sobre la multitud de peregrinos. Nos queremos además invitar a todos nuestros hijos a renovar, en este año jubilar, su piedad confiada y generosa en quien, según la frase de san Pío X, se dignó establecer en Lourdes “la sede de su inmensa bondad” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S., VI, 1914, p. 376).
I-Francia y la devoción a María
Toda tierra cristiana es tierra mariana; y no existe pueblo rescatado por la sangre de Cristo que no se ufane de proclamar a María como su Madre y Patrona. Esta verdad adquiere, sin embargo, un relieve asombroso cuando se evoca la historia de Francia. El culto a la Madre de Dios allí se remonta a los orígenes de su evangelización; y entre los santuarios marianos más antiguos el de Chartres atrae aún a los peregrinos en gran número y a millares de jóvenes. La Edad Media que, con san Bernardo principalmente, cantó la gloria de María y celebró sus misterios, vio el admirable florecimiento de vuestras catedrales dedicadas a Nuestra Señora: Le Puy, Reims, Amiens, París y muchas otras. Esta gloria de la Inmaculada la anuncian desde lejos con sus esbeltas agujas, la hacen resplandecer en la luz pura de sus vidrieras y en la armoniosa belleza de sus estatuas; testimonian sobre todo la fe en un pueblo que se eleva sobre sí mismo en magnífico impulso para rendir en el cielo de Francia el homenaje permanente de su piedad mariana.
En las ciudades y en el campo, en la cima de las colinas o dominando el mar, los santuarios consagrados a María —humildes capillas o basílicas espléndidas— cubrieron poco a poco el país con su sombra tutelar. Príncipes y pastores, fieles innumerables, han acudido a ellas, hacia la Virgen Santa, a la que invocaron con los títulos más expresivos de su confianza o de su gratitud. Invócasela aquí como Nuestra Señora de la Misericordia, de Toda Ayuda o del Buen Socorro; allá, el peregrino se refugia junto a Nuestra Señora de la Guardia, de la Piedad o del Consuelo; en otras partes, su oración se eleva hacia Nuestra Señora de la Luz, de la Paz, del Gozo o de la Esperanza; o implora a Nuestra Señora de las Virtudes, de los Milagros o de las Victorias. ¡Admirable letanía de vocablos cuya enumeración, jamás agotada, narra de provincia en provincia los beneficios que la Madre de Dios prodigó a través de los tiempos sobre la tierra de Francia!
El siglo diecinueve, sin embargo, tras la tormenta revolucionaria, había de ser por muchos títulos el siglo de las predilecciones marianas. Para no citar más que un hecho, ¿quién no conoce hoy la medalla milagrosa? Revelada en el corazón mismo de la capital francesa, a una humilde hija de san Vicente de Paúl que Nos tuvimos la dicha de incluir en el catálogo de los santos, esta medalla, adornada con la efigie de “María concebida sin pecado”, ha prodigado en todas partes sus prodigios espirituales y materiales. Y algunos años más tarde, del 11 de febrero al 16 de julio de 1858, plugo a la Bienaventurada Virgen María, con un nuevo favor, manifestarse en tierra pirenaica a una niña piadosa y pura, hija de una familia cristiana, trabajadora en su pobreza. “Ella acude a Bernardita —dijimos Nos en otra ocasión—; la hace su confidente, su colaboradora, instrumento de su maternal ternura y de la misteriosa omnipotencia de su Hijo para restaurar el mundo en Cristo mediante una nueva e incomparable efusión de la Redención” (discurso del 28 de abril de 1935 en Lourdes; Eug. Pacelli, Discursos y Panegíricos, 2a ed., Vaticano, 1956, p. 435).
Los acontecimientos que por entonces se desarrollaron en Lourdes, y cuyas proporciones espirituales se miden hoy mejor, os son perfectamente conocidos. Sabéis, amados hijos y venerables hermanos, en qué condiciones asombrosas, a pesar de las burlas, las dudas y las oposiciones, la voz de esta niña, mensajera de la Inmaculada, se ha impuesto al mundo. Conocéis la firmeza y la pureza del testimonio, controlado con prudencia por la autoridad episcopal y por ella sancionado ya en 1862. Ya las multitudes habían acudido, y no han dejado de ir a la gruta de las apariciones, a la fuente milagrosa, en el santuario erigido a petición de María. Se trata del conmovedor cortejo de los humildes, de los enfermos y de los afligidos; de la imponente peregrinación de miles de fieles de una diócesis o de una nación; del discreto paso de un alma inquieta que busca la verdad... “Nunca —dijimos Nos— se vio en ningún lugar de la tierra semejante efusión de paz, de seguridad y de alegría” (ibídem, p. 437). Jamás, podríamos añadir, llegará a conocerse la suma de beneficios que el mundo debe a la Virgen socorredora. “O specus felix, decorate divae Matris aspectu! Veneranda rupes, unde vitales scatuere pleno gurgite lymphae!” (Oficio de la fiesta de las Apariciones, himno de las segundas vísperas).
Estos cien años de culto mariano, por otra parte, han tejido en cierto modo entre la Sede de Pedro y el santuario pirenaico estrechos lazos que Nos tenemos la satisfacción de reconocer. ¿No ha sido la misma Virgen María la que ha deseado estas aproximaciones? “Lo que en Roma, con su infalible magisterio, definía el Soberano Pontífice, la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres, quiso, al parecer, confirmarlo con sus propios labios cuando poco después se manifestó con una célebre aparición en la Gruta de Massabielle...” (Decreto De Tuto, para la canonización de santa Bernardita, 2 de julio de 1933,- A. A. S. XXV, 1933, p. 377). Ciertamente que la palabra infalible del Pontífice Romano, intérprete auténtico de la verdad revelada, no tenía necesidad de ninguna confirmación celestial para imponerse a la fe de los fieles. Pero ¡con qué emoción y con qué gratitud el pueblo cristiano y sus pastores recogieron de labios de Bernardita esta respuesta venida del cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción!”.
Por lo tanto, no sorprende que nuestros predecesores se hayan dignado multiplicar sus favores hacia este santuario. Desde 1869, Pío IX, de santa memoria, se felicitaba de que los obstáculos suscitados contra Lourdes por la malicia de los hombres hubiesen permitido “manifestar con más fuerza y evidencia la claridad del hecho” (carta del 4 de septiembre de 1869 a Henri Lasserre; Archivo Secreto Vaticano, Ep. lat. an. 1869, número CCCLXXXVIII, f. 695). Y contando con esa garantía, colma de beneficios espirituales a la iglesia recién construida, y hace coronar la imagen de Nuestra Señora de Lourdes. León XIII, en 1892, concede oficio propio y la misa de la festividad in apparitione Beatae Mariae Virginis Immaculatae, que su sucesor extenderá muy pronto a la Iglesia Universal; el antiguo llamamiento de la Escritura encontrará en ella una nueva aplicación: Surge, amica mea, speciosa mea, et veni: columba mea in foraminibus petrae, in caverna maceriae! (Cant. 2, 13-14. Gradual de la misa de la festividad de las Apariciones). Al final de su vida, el gran Pontífice quiso inaugurar y bendecir personalmente la reproducción de la Gruta de Massabielle construida en los jardines del Vaticano; y en la misma época su voz se elevó hacia la Virgen de Lourdes en una oración fervorosa y ejemplar: “Que gracias a su poderío, la Virgen Madre, que cooperó en otro tiempo con su amor en el nacimiento de los fieles dentro de la Iglesia, sea de nuevo ahora instrumento y guardiana de nuestra salvación...; que devuelva la tranquilidad de la paz a los espíritus angustiados; que apresure, en fin, en la vida privada lo mismo que en la vida pública, el retorno a Jesucristo” (breve del 8 de septiembre de 1901; Acta Leonis XIII, vol. XXI, p. 159-160).
El cincuentenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen ofreció a San Pío X la ocasión para testimoniar en un documento solemne el lazo histórico entre este acto del Magisterio y la aparición de Lourdes: “Apenas había definido Pío IX ser de fe católica que María estuvo desde su origen exenta de pecado, cuando la misma Virgen comenzó a obrar maravillas en Lourdes” (carta encíclica Ad Diem Illum, del 2 de febrero de 1904; Acta Pii X, vol. I, p. 149). Poco después crea el título episcopal de Lourdes, ligado al de Tarbes, y firma la introducción de la causa de beatificación de Bernardita. A este gran Papa de la Eucaristía estaba sobre todo reservado el subrayar y facilitar la admirable conjunción que existe en Lourdes entre el culto eucarístico y la oración mariana: “La piedad hacia la Madre de Dios —observa— hizo florecer una notable y fervorosa piedad hacia Cristo Nuestro Señor” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S. VI; 1914, p. 377). Por otra parte, ¿podía ser de otro modo? Todo en María nos lleva hacia su Hijo, único Salvador, en previsión de cuyos méritos fue inmaculada y llena de gracia; todo en María nos eleva a la alabanza de la adorable Trinidad, y bienaventurada fue Bernardita desgranando su rosario ante la gruta, que aprendió de los labios y de la mirada de la Santísima Virgen a tributar gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por lo tanto, Nos tenemos la satisfacción, en este centenario, de asociarnos a este homenaje tributado por san Pío X: “La única gloria del santuario de Lourdes consiste en el hecho de que los pueblos se sientan atraídos por María a la adoración de Jesucristo en el Augusto Sacramento, de tal modo que este santuario, a la vez centro del culto mariano y trono del misterio eucarístico, sobrepasa, al parecer, en gloria a todos los demás en el mundo católico” (breve del 25 de abril de 1911; Arch. Brev. Ap. Pius X, an. 1911, Div. Lib. IX, pars I, f. 337).
Este santuario, ya lleno de favores, quiso enriquecerlo Benedicto XV con nuevas y preciosas indulgencias; y si las trágicas circunstancias de su pontificado no le permitieron multiplicar los actos públicos de su devoción, quiso, sin embargo, honrar a la ciudad mariana concediendo a su Obispo el privilegio del palio en el lugar de las apariciones. Pío XI, quien había ido personalmente como peregrino a Lourdes, continuó su obra, y tuvo la dicha de elevar a los altares a la privilegiada de la Virgen que, al tomar los velos, fue sor María Bernarda, de la Congregación de la Caridad y de la Instrucción Cristiana. ¿No autenticaba a su vez, por decirlo así, la promesa de la Inmaculada a la joven Bernardita “de ser bienaventurada no en este mundo sino en el otro?” Y ya Nevers, que se honra conservando el relicario precioso, atrae en gran número a los peregrinos de Lourdes, deseosos de aprender junto a la santa a captar como conviene el mensaje de Nuestra Señora. Pronto el ilustre Pontífice, que seguía el ejemplo de sus predecesores honrando con una legación las fiestas aniversarias de las apariciones, decidió clausurar el Jubileo de la Redención en la Gruta de Massabielle, allí donde, según sus propias palabras, “la Virgen María Inmaculada apareció varias veces a la Bienaventurada Bernardita Soubirous, donde con bondad exhortó a todos los hombres a la penitencia, en el lugar mismo de la asombrosa aparición que Ella colmó de gracias y de prodigios” (breve del 11 de enero de 1933; Arch. Brev. Ap. Pius X, Ind. Per-net. f. 128). En verdad, terminaba diciendo Pío XI, este santuario “es considerado ahora con justo título como uno de los principales santuarios marianos del mundo” (ibídem).
A este unánime concierto de alabanzas ¿cómo no habríamos de unir Nos nuestra voz? Nos lo hicimos principalmente en nuestra Encíclica Fulgens Corona, al recordar, como lo hicieron nuestros predecesores, que “la Bienaventurada Virgen María quiso confirmar por Sí misma, al parecer, mediante un prodigio, la sentencia que el Vicario de su Divino Hijo en la tierra acababa de proclamar con aplauso de la Iglesia entera” (Carta Encíclica Fulgens Corona, del 8 de septiembre de 1953; A. A. S. XLV, p. 578).
Y Nos recordamos en aquella ocasión cómo los Romanos Pontífices, conscientes de la importancia de esta peregrinación, no habían dejado de “enriquecerla con favores espirituales y con los beneficios de su benevolencia” (ibídem). La historia de estos cien años, que Nos acabamos de evocar a grandes rasgos ¿no es en efecto una constante demostración de esta benevolencia pontifical, cuyo último acto fue la clausura en Lourdes del año centenario del dogma de la Inmaculada Concepción? Mas a vosotros, amados hijos y venerables hermanos. Nos deseamos recordar especialmente un reciente documento en virtud del cual Nos favorecíamos el movimiento de un apostolado misionero en vuestra querida patria. Nos quisimos evocar en él “los singulares méritos que Francia se ha conquistado a lo largo de los siglos en el progreso de la fe católica”; y, en ese orden de ideas, “Nos dirigimos nuestro espíritu y nuestro corazón hacia Lourdes, donde, cuatro años después de la definición del dogma, la Virgen Inmaculada en persona confirmó sobrenaturalmente, mediante apariciones, conversaciones y milagros, la declaración del Doctor Supremo” (Constitución Apostólica Omnium Ecclesiarum, del 15 de agosto de 1954; A. A. S. XLVI, 1954, p. 567).
Hoy, otra vez, Nos dirigimos hacia el célebre santuario, que se dispone a recibir a orillas del Gave a la muchedumbre de peregrinos del centenario. Si desde hace un siglo fervorosas súplicas, públicas y privadas, han obtenido allí, por intercesión de María, tantas gracias de curación y de conversión, Nos tenemos la firme confianza de que durante este año jubilar Nuestra Señora querrá responder aún con generosidad a las esperanzas de sus hijos; pero Nos tenemos sobre todo la convicción de que nos apremia para que recojamos las lecciones espirituales de las apariciones y para que nos encaminemos por la vía que tan claramente nos ha trazado.
II—El mensaje de María
Estas lecciones, eco fiel del mensaje evangélico, hacen resaltar de manera sorprendente el contraste que opone los juicios de Dios a la vana sabiduría de este mundo. En una sociedad que apenas si tiene conciencia de los males que la minan, que vela sus miserias y sus injusticias bajo apariencias prósperas, brillantes y despreocupadas, la Virgen Inmaculada, que nunca llegó a tocar el pecado, se manifiesta a una niña inocente. Con compasión maternal recorre con la mirada este mundo rescatado por la sangre de su Hijo, en el que desgraciadamente el pecado hace a diario tantos desastres; y, por tres veces, lanza su apremiante llamamiento: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”. E incluso pide gestos expresivos: “Id a besar la tierra en señal de penitencia por los pecadores”. Y al gesto hay que unir la súplica: “Rezaréis a Dios por los pecadores”. Y así como en los tiempos de Juan Bautista, como en los comienzos del ministerio de Jesús, la misma exhortación, fuerte y rigurosa, dicta a los hombres el camino del retorno a Dios: “¡Arrepentíos!”(Mt. 3, 2; 4, 17). ¿Y quién se atrevería a decir que esta incitación a la conversión del corazón ha perdido actualidad en nuestros días?
Mas ¿podría la Madre de Dios venir junto a sus hijos en otra forma distinta de mensajera de perdón y de esperanza? Ya el agua corre a sus pies: Omnes sitientes, venite ad aquas, et haurietis salutem a Domino (Oficio de la fiesta de las Apariciones, primer responso del III Noct.). A esta fuente, a la que Bernardita dócilmente fue, la primera, a beber y a lavarse, acudirán todas las miserias del alma y del cuerpo. “He ido, me he lavado y he visto” (Jn. 9, 11), podrá contestar, con el ciego del Evangelio, el peregrino agradecido. Pero lo mismo que en el caso de las muchedumbres que se apretaban junto a Jesús, la curación de las llagas físicas sigue siendo, al mismo tiempo que un gesto de misericordia, una señal del poder que el Hijo del Hombre tiene de perdonar los pecados (cír. Mc. 2, 10). Junto a la gruta bendita la Virgen nos invita en nombre de su Divino Hijo, a la conversión del corazón y a la esperanza del perdón. ¿La escucharemos?
En esta humilde respuesta del hombre que se reconoce pecador está la verdadera grandeza de este año jubilar. ¡Cuántos beneficios habría derecho a esperar para la Iglesia si cada uno de los peregrinos de Lourdes —e incluso todo cristiano unido de corazón a las celebraciones del centenario— llevara a cabo en sí mismo, en primer lugar, esta obra de santificación, “no de palabra y con la lengua, sino con actos y de verdad” (1 Jn. 3, 18). Todo le invita, por otra parte, pues en ningún lugar tal vez como en Lourdes se siente uno llevado al mismo tiempo a la oración, al olvido de sí mismo y a la caridad. Viendo la abnegación de los camilleros y la paz serena de los enfermos, observando a fieles de todos los orígenes, comprobando la espontaneidad de la ayuda recíproca y el fervor sin afectación de los peregrinos arrodillados ante la gruta, los mejores se sienten cautivados por la atracción de una vida más totalmente dedicada al servicio de Dios y de sus hermanos, los menos fervorosos tienen conciencia de su tibieza y vuelven a encontrar el camino de la oración, los pecadores más endurecidos y hasta los incrédulos se sienten a menudo tocados por la gracia o, por lo menos, si son leales, no se mantienen insensibles ante el testimonio de esta “muchedumbre de creyentes que no tienen más que un corazón y un alma” (Act. 4, 32).
Por sí sola, por lo tanto, esta experiencia de algunos breves días de peregrinación no basta, por lo general, para grabar con caracteres indelebles el llamamiento de María a una auténtica conversión espiritual. Por lo tanto, Nos exhortamos a los pastores de las diócesis y a todos los sacerdotes a rivalizar en celo con el fin de que las peregrinaciones del centenario se beneficien de una preparación, de una realización y, sobre todo, de consecuencias lo más propicias posible para una acción profunda y duradera de la gracia. El retorno a una práctica asidua de los sacramentos, el respeto a la moral cristiana en toda la vida, el alistamiento, en fin, en las filas de la Acción Católica y de las diversas obras recomendadas por la Iglesia, tan solo bajo estas condiciones el importante movimiento de multitudes previsto en Lourdes para el año 1958 dará, conforme a la misma esperanza de la Virgen Inmaculada, los frutos de salvación tan necesarios a la presente humanidad.
Pero, por primordial que sea, la conversión individual del peregrino no podría bastar. En este año jubilar Nos os exhortamos, amados hijos y venerables hermanos, a suscitar entre los fieles encomendados a vuestros cuidados un esfuerzo colectivo de renovación cristiana de la sociedad, en respuesta al llamamiento de María: “Que los espíritus ciegos... se sientan iluminados por la luz de la verdad y de la justicia —pedía ya Pío XI con ocasión de las fiestas marianas del Jubileo de la Redención—; que los que se pierden en el error sean conducidos de nuevo al camino recto; que una libertad justa sea concedida en todas partes a la Iglesia, y que una era de concordia y de verdadera prosperidad surja para todos los pueblos” (carta del 10 de enero de 1935; A. A. S. XXVII, p. 7).
Pues bien: el mundo, que en nuestros días ofrece tantos justos motivos de orgullo y de esperanza, conoce también una temible tentación de materialismo, denunciada a menudo por nuestros predecesores y por Nos mismo. Este materialismo no está solamente en la filosofía condenada que preside la política y la economía de una fracción de la humanidad; se manifiesta también en el amor al dinero, cuyos daños se amplifican en proporción con las empresas modernas, influyendo por desgracia en muchas determinaciones que pesan en la vida de los pueblos; se traduce en el culto del cuerpo, en la búsqueda excesiva del confort y en el alejamiento de toda austeridad de vida; lleva al desprecio de la vida humana, de la misma que se destruye antes de que haya visto la luz del día; se encuentra en la desenfrenada persecución del placer, que se presenta sin pudor e incluso intenta seducir, con lecturas y espectáculos, a almas aún puras; está en el desinterés por el hermano, en el egoísmo que le oprime, en la injusticia que le priva de sus derechos, en una palabra, en esta concepción de la vida que regula todo únicamente mirando a la prosperidad material y a las satisfacciones terrenales. “Alma mía —decía un rico—: dispones de abundantes bienes de reserva para mucho tiempo; descansa, come, bebe y festeja. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma” (Lc. 12, 19-20).
A una sociedad que en su vida pública a menudo discute los supremos derechos de Dios, que quisiera conquistar el universo al precio de su alma (cfr. Mc. 8, 36), y de este modo caminaría hacia su ruina, la Virgen ha lanzado maternalmente como un grito de alarma. Atentos a su llamamiento, los sacerdotes deben atreverse a predicar a todos, sin temor, las grandes verdades de la salvación. En efecto, no hay renovación duradera si no se basa en los principios inmutables de la fe; y corresponde a los sacerdotes formar la conciencia del pueblo cristiano. Del mismo modo que la Inmaculada, compadeciéndose de nuestras miserias, pero clarividente de nuestras verdaderas necesidades, viene a los hombres para recordarles los pasos esenciales y austeros de la conversión religiosa, los ministros de la palabra de Dios, con seguridad sobrenatural, deben trazar a las almas el camino recto que conduce a la vida (cfr. Mt. 7, 14). Lo harán sin olvidar el espíritu de paciencia y de dulzura que les inspira (cfr. Lc. 9, 55), pero sin velar nada de las necesidades evangélicas. En la escuela de María aprenderán a no vivir más que para dar a Cristo al mundo pero, si es preciso también a esperar con fe la hora de Jesús y a permanecer al pie de la cruz.
Junto a sus sacerdotes, los fieles deben colaborar en este esfuerzo de renovación. En cualquier lugar en que la Providencia lo ha colocado ¿quién no puede hacer aún más por la causa de Dios? Nuestro pensamiento se dirige en primer lugar hacia la multitud de almas consagradas que en la Iglesia se hallan dedicadas a innumerables obras de bien. Sus votos de religión los obligan más que los demás a luchar victoriosamente, bajo la égida de María, contra el apego al mundo de los apetitos desordenados de independencia, de riqueza y de placer; por lo tanto, siguiendo el llamamiento de la Inmaculada, habrán de oponerse al asalto del mal con las armas de la oración y de la penitencia y con las victorias de la caridad. Nuestro pensamiento va igualmente hacia las familias cristianas, para exhortarlas encarecidamente a que se mantengan fieles a su insustituible misión en la sociedad. Que se consagren, en este año jubilar, al Inmaculado Corazón de María. Este acto de piedad será para los esposos una ayuda espiritual preciosa en la práctica de los deberes de castidad y de fidelidad conyugales; conservará en su pureza la atmósfera del hogar en el que crecen los hijos; más aún, hará de la familia, vivificada por su devoción mariana, una célula viva de la regeneración social y de la penetración apostólica. Y, ciertamente, más allá del círculo familiar, las relaciones profesionales y cívicas ofrecen a los cristianos deseosos de trabajar en la renovación de la sociedad un campo de acción considerable. Reunidos a los pies de la Virgen, dóciles a sus exhortaciones, echarán en primer lugar sobre sí mismos una mirada exigente, y se entregarán a extirpar de su conciencia los juicios falsos y las reacciones egoístas, rechazando la mentira de un amor a Dios que no se traduzca en efectivo amor a sus hermanos (cfr. Jn. 4, 20). Procurarán, cristianos de todas las clases y de todas las naciones, encontrarse en la verdad y en la caridad, desterrando las incomprensiones y las sospechas. Indudablemente, es enorme el peso de las estructuras sociales y de las presiones económicas que gravita sobre la buena voluntad de los hombres, paralizándolos a menudo. Pero, si es verdad, como nuestros predecesores y Nos mismo hemos puesto de relieve con insistencia, que la cuestión de la paz social y política es ante todo, en el hombre, una cuestión moral, ninguna reforma es fecunda, ningún acuerdo es duradero sin un cambio y una purificación de los corazones. La Virgen de Lourdes lo recuerda a todos en este año jubilar.
Y si, en su solicitud, María se inclina con cierta predilección hacia algunos de sus hijos ¿no es, amados hijos y venerables hermanos, hacia los pequeños, los pobres y los enfermos, a los que Jesús tanto amó? “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré”, parece decir con su Divino Hijo (Mt. 11, 28). Acudid a Ella vosotros a quienes abruma la miseria material sin defensa frente a los rigores de la vida y la indiferencia de los hombres; acudid a Ella vosotros a quienes azotan duelos y pruebas morales; acudid a Ella, queridos enfermos y achacosos, que sois verdaderamente recibidos y honrados en Lourdes como miembros vivos de Nuestro Señor; acudid a Ella y recibid la paz del corazón, la fuerza del deber cotidiano, la alegría del sacrificio ofrecido. La Virgen Inmaculada, que conoce los vericuetos secretos de la gracia en las almas y el silencioso trabajo de esta levadura sobrenatural del mundo, sabe qué precio tienen, a los ojos de Dios, vuestros sufrimientos unidos a los del Salvador. Ellos pueden contribuir. Nos no lo dudamos, a esa renovación cristiana de la sociedad que Nos imploramos de Dios por la poderosa intercesión de su Madre. Que ante la oración de los enfermos, de los humildes, de todos los peregrinos de Lourdes, María vuelva igualmente su mirada maternal hacia los que aún se encuentran fuera del único redil de la Iglesia, para juntarlos en la unidad. Que Ella dirija su mirada hacia los que buscan y tienen sed de verdad, para conducirlos a la fuente de las aguas vivas. Que recorra, en fin, con su mirada estos inmensos continentes y estas vastas zonas humanas en las que Cristo es por desgracia tan poco conocido, tan poco amado; y que consiga para la Iglesia la libertad y la alegría de responder en todos los lugares, siempre joven, santa y apostólica, a la esperanza de los hombres.
“¿Queréis tener la bondad de venir?”, decía la santísima Virgen a Bernardita. Esta discreta invitación, que no obliga, que se dirige al corazón y solicita con delicadeza una respuesta libre y generosa, la Madre de Dios la propone de nuevo a sus hijos de Francia y de todo el mundo. Sin imponerse les incita a reformarse a sí mismos y a trabajar con todas sus fuerzas por la salvación del mundo. Los cristianos no se mantendrán sordos ante este llamamiento: irán a María. Y a cada uno de ellos, por medio de esta carta, Nos quisiéramos decir con san Bernardo: In periculis, in angustiis, in rebus dubiis Mariam cogita, Mariam invoca... Ipsam sequens, non devias; ipsam rogans, non desperas; ipsam cogitans, non erras; ipsa tenente, non corruis, ipsa protegente, non metuis; ipsa duce, non fatigaris; ipsa propitia, pervenis...” (Hom. II super Missum est; R. L. CLXXXIII, 70-71).
Nos tenemos la esperanza, amados hijos y venerables hermanos, de que María acogerá vuestra oración y la nuestra. Nos así lo pedimos en esta fiesta de la Visitación, muy apropiada para celebrar a la que, hace un siglo, se dignó visitar la tierra de Francia. Y al invitaros a cantar a Dios, con la Virgen Inmaculada, el Magníficat de vuestra gratitud. Nos invocamos sobre vosotros y sobre vuestros fieles, sobre el santuario de Lourdes y sus peregrinos, sobre todos los que tienen la responsabilidad de las fiestas del centenario, la más amplia efusión de gracias, en prenda de las cuales Nos os concedemos de todo corazón, en nuestra constante y paternal benevolencia, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen, el 2 de julio del año 1957, decimonono de nuestro pontificado.
PIUS PP. XII
Oración mariana del Papa para los enfermos
“Madre de amor y clemencia, con el corazón traspasado por la espada del dolor, apiádate de nosotros, pobres enfermos, reunidos contigo en el Calvario de Jesús.
Los elegidos con la sublime gracia del dolor deseamos completar en nosotros la Pasión de Cristo, cuyo Cuerpo Místico es la Iglesia, y consagrarte nuestras personas y sufrimientos, para que como humildes víctimas propiciatorias, los ofrezcas en el altar de la Cruz de tu Divino Hijo, en bien de nuestras almas y de las de nuestros hermanos.
Acepta ¡oh Madre Dolorosa! nuestra dedicación, y confirma en nuestros corazones la gran esperanza de que, por compartir los sufrimientos de Cristo, seamos merecedores de compartir la gracia divina aquí y en la eternidad. Amén”.
Tomado de la revista Regina Mundi nro4
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