Las monjas del Convento de Santa Clara de Bogotá fueron
exclaustradas en 1863.
Foto: Julio Ricardo
Castaño Rueda /SMC.
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La romería es la historia de la Patria que creció en el
vientre de María de Chiquinquirá. Sin Ella no existiría la Guabina chiquinquireña, el bello coplerío y el democrático
vino colombiano, la chicha. La caminata se vistió con el traje del romance
campesino: el tiple para la serenata, la hermosa promesera y el beso bajo el
amparo de la ruana. La romería está tallada en el corazón de las camándulas. Es
la herencia de los abuelos a la
Villa de los Milagros al trazar el rumbo de un poema que se
persignó de rodillas.
La romería es el arte humilde del folclor colombiano. Vive
del torrente que viaja por las venas de la nacionalidad para purificarse en el sacrificio
del altar. Así es la peregrinación a la tierra de la Patrona. Un sonido de
alpargates que extendió sus ecos por los siglos dormidos en los campanarios de
los tímidos pueblos coloniales.
Entendido ese crujir de las cotizas en su ecuación
pedestre, valdría preguntar si ante la dinámica migratoria se opone una fuerza
estática. ¿Podría una peregrinación moverse sin trasladar sus mochilas por la Rosa de los Vientos?
El cuestionamiento chocaría inverosímil ante el empuje
arrollador de un romero, pero la respuesta rompe la lógica formal de una gracia
que no termina de cantar su humilde gesta.
Pero, ¿cómo sería una excursión mariana sin salir de
casa? Esa conducta incompresible fue común en el Bogotá del siglo XIX. El
cronista, José María Cordovez Moure, en
sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá
retrató los recorridos al santuario de la Virgen Morena dentro
de un amurallado claustro de piedra y adobe.
La escena era así.
“…En efecto, las
monjas llevaban en los conventos la vida austera que les prescribían las instituciones
de las respectivas fundadoras, sin que esto fuese obstáculo para que tuvieran
algunas distracciones análogas a las que disfrutamos en el mundo; por ejemplo,
en todos los años hacían la romería a Nuestra Señora de Chiquinquirá, ni más ni
menos que como la que efectuaba cierto viajero al derredor de su cuarto, con la
diferencia de que las monjas iban montadas en pollinas alquiladas de las que
emplean los alfareros para conducir materiales de construcción, llevando
consigo todo el tren de los viajeros, incluso los tiples, chucho y pandereta,
pernoctando y comiendo en posadas improvisadas, provistas de encauchados,
quitasoles y grandes sombreros que las preservaran de la intemperie, quejándose
del mal camino y de las molestias y contratiempos anexos a nuestro modo de
viajar; en una palabra: representaban a lo vivo las peripecias que ocurren a
los que llevan a cabo la romería a Chiquinquirá, sin olvidar las invocaciones
al cielo por medio del Magnificat,
para que las librara de las tormentas; a san Rafael, para que le sirviera de
guía en los peligros del viaje: y a san Cristóbal, a fin de que las sacara con
bien en el paso de los ríos…, y concluían la jornada entonando el Tedeum en acción de gracias porque
habían salido sin percances de ladrones después de atravesar tenebrosas selvas.
Tres días duraba el lejano viaje por todos los vericuetos del convento...” (Ver
la edición de la
Editorial Aguilar. Madrid, España. 1962. Serie cinco. Pág.
943).
Los puntos suspensivos
marcan el derrotero hacia otro pasaje distinto que permite suponer, con el
permiso de don José María, que las buenas religiosas tenían alguna copia del
lienzo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá donde se inclinarían para
pagar su promesa.
El relato
terminó sin saber que dejó escrito un retazo vital del telar chiquinquireño. El
texto es una prueba, quizás la única, de un tipo singular de travesía que rompió
con la tradición de las esteras tendidas en el rincón de las posadas camineras.
Su acento pretérito tiene ese equipaje de fe que acaricia los herrajes de un
rosario de nostalgias.
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