A los que escogió para ser miembros del
Reino les exigió que se hicieran semejantes en alma, corazón, sentimientos y
palabras y acciones a Su Divino Hijo Jesucristo. El cristiano, desde el
bautismo, está no sólo ofrecido sino consagrado al santo servicio de Quien
tanto nos ama y se da a nosotros. Frecuentemente se nos advierte, en los libros
santos, que debemos conformarnos al ejemplar divino, al celestial modelo
Jesucristo.
En este tiempo de ciencia del hombre que
manda avisos del talento humano a los espacios siderales y extrae conocimientos
utilísimos de esas regiones, se hace más oportuno volver a meditar sobre lo que
debemos ser los cristianos. Jesucristo es la Verdad de toda verdad, de todo
adelanto. A los cristianos sinceros les ha dado “el ser hijos y partícipes de
la gloria eterna”. Todos los adelantos científicos brindan a los cristianos un
motivo más de alabanza y unión con Dios al mismo tiempo que los exhorta a
espiritualizarse, a hacerse más semejantes al Verbo Encarnado.
En el libro que escribió san Ignacio
para ejercitar el alma en el cumplimiento de sus deberes para, con Dios y para
con los prójimos hay una reflexión sobre un rey dechado de todo bien, de todo
ideal, que quiere hacer el triunfo y para obtenerlo comunica a los que quieren
ser sus seguidores y soldados y súbditos lo siguiente:
“Quien quisiere venir conmigo ha de ser
contento de comer como yo, así ha de beber y vestir; asimismo ha da trabajar
como yo en el día y vigilar en la noche, porque así después tenga parte conmigo
en la victoria, corno la ha tenido en los trabajos”.
Pasando a san Pablo en la carta que
escribió para los filipenses y para todos nosotros, encontramos esta definición
que debemos pensar, a mañana y a la noche, de Jesucristo:
“Tened en vosotros estos sentimientos,
los mismos que en Cristo Jesús, el cual, subsistiendo en la forma de Dios, no
consideró como una presa arrebatada el ser al igual de Dios, antes se anonadó a
sí mismo, tomando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres; y en su
condición exterior, presentándose como hombre, se abatió a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.
Nos penetra el corazón y nos subyuga
esta esclavitud de Jesucristo, este despojarse de lo propio, este libre
entregarse como siervo. La vida de Jesucristo fue de cruz y martirio, de fatiga
en los caminos, de pobreza y de hambre, de predicador constante, de obrero, de
necesitar para Él y para los demás de los pobres panes y de los pequeños peces
que poseía un niño. El Omnipotente, el Verbo, el Creador se hizo
voluntariamente esclavo. La existencia de Jesucristo en la tierra es el
permanente servicio al Padre: “yo hago siempre lo que Le agrada”. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo”. “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”.
La libertad de la criatura racional, la
libertad de los hijos de Dios, consiste en elegir el bien, “abominando lo malo
y apegándose a lo bueno”, en adherirse a lo que verdaderamente es el bien. El
don de la libertad se utiliza con la fe, la esperanza y la caridad. Quien vive
estas virtudes piensa con el pensamiento de Dios y ama con el Corazón de Dios.
A estas grandezas y dulzuras inefables e inenarrables conduce la libertad, ese
noble atributo cristiano de escoger no solamente entre lo bueno y lo malo sino
entre lo bueno y lo mejor: lo que piensa Dios, lo que ama Dios. Se escucha en
la profundidad del alma la virtud del todo los días más moderno y más actual,
sermón sacerdotal de Cristo:
“Como tú me enviaste al mundo yo también
los envié al mundo y por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también
sean consagrados en la verdad, no ruego por éstos, sino también por los que
crean en mí por medio de su palabra; que todos sean uno; como tú Padre, en mí y
yo en ti que también ellos en nosotros sean uno”.
Se estima altamente la dulzura
sobrenatural del salmo:
“Como los ojos de la esclava en las
manos de su señora así nuestros ojos están orientados hacia el Señor Nuestro
Dios”.
Esta es la elección y la absoluta
entrega de san Francisco Javier, del padre Carlos de Foucauld, de san Juan
Bosco, de los santos apóstoles y de todos los santos.
“He aquí la esclava del Señor”, es la
gran voz de la libertad sobrenatural dicha por la Virgen que Isaías anunciara
como Madre de Dios. Estas palabras expresan el verdadero concepto de libertad
sobrenatural. Más tarde encontraremos en el Evangelio este decir: “Yo hago
siempre lo que le agrada”. La esclava del Señor escogió lo mejor. Antes de la admonición
angélica había dicho: "¿pero, acaso puede suceder lo que se me dice,
siendo así que es conocido mi propósito? Después de oír el pensamiento de Dios
escogió su corazón lo que la Voluntad divina quería: “He aquí la esclava del
Señor” y “desde ese instante fue el mismo querer y no querer, el mismo pensar y
el mismo obrar con Dios”. “Y el Verbo se hizo hombre”.
Después de estas consideraciones no es
difícil al devoto de san José comprender la verdad de que este hombre justo,
este trabajador de todas las horas, es el primer devoto y por consiguiente el
primer esclavo de María Santísima.
San José, esposo de María, tenía que ser
joven, vigoroso, caminante de muy superiores energías como lo exige y lo prueba
el recorrido de Nazaret a Belén y sobre todo el de Nazaret a Egipto por entre
las arenas ardientes y adversas del desierto.
San José tenía que ser de inteligencia
clarísima porque dedicado a acompañar al Verbo y a la Madre no podía ser mediocre;
porque elegido para recibir directamente mensajes del cielo y conversar con los
ángeles estaba dotado de las capacidades adecuadas; porque destinado a ver a
los grandes de rodillas ante el Niño que estaba sentado en el trono que era el
regazo de su madre, y destinado también a dejar sin efecto decretos de reyes y
acciones de militares, había recibido una inteligencia soberana, una voluntad
indomable y un corazón digno de la enorme responsabilidad.
No olvidemos aquí la pena amarga de
quien siendo de estas grandes proporciones sin saber que el Hijo vendría por virtud
del Espíritu Santo, quiso sin que los demás lo supieran, con delicadeza suma y
con dolor profundo, occulte dimitiere
eam. Y rememoremos que cuando estaba pensando estas cosas su entendimiento
recibió la respuesta plena: un ángel del Señor se le apareció en sueños y le
dijo: “José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer, pues
lo que se engendró en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le
pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todas
estas palabras y normas las conservaba en su mente y en su corazón; eso era su
pensar y su obrar. Con alma, vida y corazón sirvió a la que invocamos como “vida,
dulzura y esperanza”. A Ella consagró su existencia para Ella todo y por Ella a
Dios.
San Luis María Grignion de Montfort dice
en una de las muchísimas veces que habla de la esclavitud a la Santísima Virgen :
“Nos hace dar sin reserva a Jesús y
María todos nuestros pensamientos, palabras, acciones y sufrimientos y todos
los momentos de nuestra vida, de modo que ya velemos, ya durmamos, ora bebamos,
ora comamos, bien realicemos las más grandes acciones, bien hagamos las más
pequeñas, siempre podremos decir con verdad que lo que hacemos, aun cuando en
ello no pensemos, es siempre de Jesús y de María, en virtud de nuestro
ofrecimiento”.
Coloquemos, estudiosos lectores, en el
Verbo “por quien son hechas todas las cosas” nuestro propósito de ser esclavos
de María a imitación del primer esclavo de Ella: san José bendito.
José
Ramón Sabogal G.
Tomado revista Regina Mundi nro 5.
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