domingo, 10 de agosto de 2025

La Virgen de la Peña, 340 años entre la historia de la amnesia

Foto Julio Ricardo Castaño Rueda

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana


“¿Se darán a conocer tus maravillas en las tinieblas, y tu justicia en la tierra del olvido?” (Sal 88, 12).  

El Príncipe de la Milicia Celestial protege a Nuestra Señora de la Peña de la indiferente olvidanza de Bogotá.

La Virgen guarda en su templo las memorias coloniales de la ciudad de Quesada. En su sacro recinto está tallado el escudo del rey Carlos II de España, El Hechizado. Tiene bajo su cuidado la bula de su santidad Benedicto XIV donde aprobó la Hermandad de Santa María de la Peña.

Por sus altares pasaron los nobilísimos presidentes de capa y espada de la Real Audiencia y el ceremonial religioso de la Colonia bajo el mandato del ilustre arzobispo Antonio Sanz lozano, juez eclesiástico del milagro en la montaña. La humilde intercesión de María de la Peña quedó adherida en la memoria oral de los raizales y sus descendientes.

El domingo 9 de marzo de 1687 un pavoroso sonido infernal aturdió a la ciudad de la santa fe con miedos y especulaciones. Tan grande resultó el pánico que, en la actualidad, los cachacos de pura cepa conversan sobre el “tiempo del ruido” en sus remembranzas de añoranza santafereña.

Los prodigios de la Reina de los Ángeles en su loma formaron parte de la medicina sin curandero y de las súplicas de un conglomerado de labriegos sabaneros, arrieros de tierras calientes, bogas del Magdalena y de ilustres viajeros repletos de ciencia europea. Los excursionistas subieron de paseo y bajaron convertidos por la fuerza del asombro en devotos marianos.

La mirada tutelar de la Patrona vio llegar a las disciplinadas tropas peninsulares en 1816. Los húsares de Fernando VII perseguían a un francés sacrílego de apellido Serviez. La revuelta independista, ardite de una casta de sofistas, puso en peligro al conjunto escultórico de la Peña. El conde de Cartagena, don Pablo Morillo, mandó encarcelar al capellán de la Peña, padre José Ignacio Álvarez. Los criollos acomodados, de rancia estirpe castellana, acusaron a la Virgen de patriota, delito de lesa majestad. La advocación se salvó de ser demolida por la almádana.

El discurso iconoclasta contra la Santísima Virgen cambió cuando en el día de su fiesta patronal, 10 de agosto de 1819, la vanguardia del Batallón Rifles trajo su bandera adornada con los laureles de la victoria en el Puente de Boyacá. Heroísmo anónimo. La patria nunca pudo comprender ni agradecer aquel triunfo. Sus caudillos optaron por linchar la libertad en el patíbulo de sus leyes. Los decretos, interesados en favorecer sus negocios de masonería, alejaron al país de Dios.

La secuencia de las guerras civiles, heredera de la libertad, llevó sus estertores y clamores hasta la Señora de la Peña. El vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, José Manuel Marroquín, y una comitiva de altos dignatarios eclesiales presidida por el señor arzobispo Bernardo Herrera Restrepo le entregaron el pabellón nacional para suplicarle una tregua. Era el 8 de septiembre de 1902. La matanza decimonónica, que gestaron los tramoyistas del florero de Llorente, seguía desatada. La súplica fue escuchada. Hubo paz con el Tratado de Wisconsin, 21 de noviembre de 1902.

Y unas décadas después, las promesas al Altísimo se subastaron en los mentideros de la contumelia partidista. El 9 de abril de 1948, la humareda de los incendios en la capilla del Hospicio y del palacio arzobispal subieron con su grito desolador hasta los feudos de la Madre Castísima. La Bogotá señorial había muerto asesinada por las turbas ebrias de revuelta, saqueo y demagogia.

El populacho del arrabal pagó su culpa ante la fosa común. Esa gente era descendiente de los chisperos que el 20 de julio de 1810 fueron alebrestados por el señor José María Carbonell Martínez. Este sujeto era fiel al anarquismo del bochinche. Quizás el único leal a su propia equivocación. El resto de caciques terminaron con el título de altezas serenísimas.

La tragedia aplazada para el santuario llegaría en un acontecimiento sin explicación razonable. En mayo de 1968, el padre Richard Struve Haker restaurador de su linaje arquitectónico y de sus pergaminos de prosapia, hidalguía y abolengo abandonó, en santa obediencia, el hogar de la Virgen de la Peña. El regreso a su Alemania natal dejó un legado cultural exclusivo. Bagaje que no encontró un sucesor con la voluntad para continuar defendiendo las valiosas tradiciones de aquel rincón mariano, colonial y bogotanísimo.

El primero en aprovechar la ausencia del sacerdote guardián fue el periódico El Espectador. El medio, tan liberal para tolerar los yerros de su partido, publicó un artículo contra la célebre devoción. El diario tituló: “La Virgen sin piernas, Patrona de Bogotá”, 27 de junio de 1968. Su rotativa sembró las noticias del olvido.

Si la prensa no podía cuidar de la memoria de la capital, ¿qué se podía esperar del hampa del sector? La nostalgia en las tapias de adobe y la fama de las carnestolendas hicieron del barrio de la Peña un lugar desconocido para la pujante capital. Ella no invitó al santo padre Pablo VI a conocer a su Inmaculada.

El silencio disimulado de la desmemoria siguió su curso. Y ahora, en el año Jubilar de 2025, cuyo escudo reposa en el ara de ese Monumento Nacional se oyen historietas recortadas de los erróneos resúmenes de las redes sociales. La cuentería y la leyenda se confunden en la narrativa del afán por responder a la pregunta difícil: ¿cuál es la historia de la Virgen de la Peña?

La solución a ese diálogo, entre la ignorancia y la amnesia, está en el denominado “Fondo Struve”. Una estantería metálica donde el autor de estas líneas dejó clasificado el Archivo Histórico de la Peña entre varias decenas de documentos originales. Ese material es parte de la Biblioteca Mariana de la Peña que reposa en los vecinos dominios del Seminario Redemptoris Mater y nadie lo lee porque es extensamente fascinante.

2 comentarios:

  1. Tuve la gracia de escuchar parte de la historia de boca de su autor y visitar con él y un grupo de fieles, legionarios de la Santísima Virgen, el lugar donde reside la imagen de nuestra Señora de la Peña, y percibir puramente desde los sentidos, la soberanía, autoridad y fuerza de su presencia; desde la fe el amor de la Madre de Dios que cuida y protege a todos sus hijos aún a quienes la ignoran, su presencia fiel llevando al Salvador en sus brazos entre los más humildes. Ave María Purisima, que no cesa de hacerse presente allí donde Nuestro Señor desea ser conocido.

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