Los padres de la Virgen María
Se trata en
este artículo del culto que la Iglesia Universal , y la Orden Carmelitana ,
en particular, han rendido desde época remota a los felices progenitores de la Madre de Dios.
La razón de
ese culto es obvia: El amor a María ha despertado como lógica consecuencia el
de su bendita madre. Y en cuanto a los carmelitas, siendo el Carmen, por
excelencia, la Orden
de María, no puede menos de mirar con singular afecto todo lo que a ella se
refiere. El glorioso José tiene su trono muy alto en todos nuestros templos por
ser esposo de la Virgen.
Sus padres, a quienes la tradición aplica los nombres de
Joaquín y Ana, no pueden estar lejos de la hija ni en el culto de la Iglesia ni en el corazón
de los fieles.
Y esta
razón vale para que una revista eminente y exclusivamente mariana, como es Regina Mundi, dé cabida en sus páginas a
cuestiones relacionadas con los bienaventurados abuelos del Salvador.
Entrando en
materia podemos preguntarnos: ¿Quiénes son los padres de la Virgen ? El Evangelio no
consigna sus nombres. Dos evangelistas se ocupan de la genealogía de Nuestro
Señor: san Mateo y san Lucas; y ambos trazan, aunque en forma diversa, la línea
ascendente de José, esposo de María, de quien nació Jesús. Del ancestro de la Madre no se ocupan. Para
explicarnos su proceder tenemos que atender a los comentarios de los santos
Padres: Sólo de los varones se acostumbraba dar la prosapia, y en el caso, los
evangelistas siguen la costumbre, prescindiendo aquí de una circunstancia
milagrosa no ocurrida en otra generación: En la concepción de Jesús ninguna
parte activa tuvo José, pues María fue por siempre virgen. Además, estando
prescrito en la Ley
que cada uno de los israelitas se desposara con personas de su misma tribu, al
trazar la progenie de José implícitamente se indica la de su esposa, ya que él,
justo como era, no pudo tomar por mujer a una extraña contra la prohibición
legal. Y María, como hija única y heredera, tenía obligación, legal de casarse
con un varón de su misma tribu y su misma familia.
San Mateo
comienza su Evangelio así: “Libro de la generación de Jesucristo, hijo de
David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac; Isaac engendró a Jacob...”
Con muchas lagunas anota los nombres de padre e hijo hasta llegar al versículo
16: “Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, que se
llama Cristo”. (Math., I, 1-17).
San Lucas
sigue orden ascendente, al contrario de Mateo: “Y era el mismo Jesús, al
comenzar, como de treinta años, hijo, según se creía, de José, que lo era de
Helí, el de Matat, el de Leví..., etc.” (Lúe. III, 23-38).
No otra
cosa nos dicen: Ni una palabra sobre la ascendencia de María. Para tener alguna
noticia de sus padres debemos acudir a la tradición. Esta les asigna los
nombres de Joaquín y Ana con que los conoce la Iglesia , que celebra sus
fiestas el 16 de agosto y el 26 de julio respectivamente.
Veamos
sobre cada uno de ellos algunos detalles:
San
Joaquín—Del padre de Nuestra Señora, varón de la estirpe de David, se dice que
nació en Nazaret, y entre otras muchas virtudes se distinguió por su caridad
con los necesitados. El evangelio del pseudo-Mateo
trae sobre este punto los siguientes pormenores:
“Por
aquellos días vivía en Jerusalén un hombre llamado Joaquín, perteneciente a la
tribu de Judá. Este pastoreaba sus propias ovejas y temía a Dios con sencillez
y bondad de corazón. No tenía otro cuidado fuera del de sus rebaños, con cuyo
producto sustentaba a todas las personas piadosas, ofreciendo presentes duplicados
a los que se entregaban a la vida de piedad y estudio de la Ley , y sencillos a los
servidores de estos. Así, pues, hacía tres partes de sus bienes, bien se
tratara de las ovejas, o de los corderos, o de la lana, o de cualquiera otra
cosa que le pertenecía: la primera la distribuía entre las viudas, los
huérfanos, los peregrinos y los pobres; la segunda era para las personas
consagradas al culto de Dios; la tercera, finalmente se la reservaba para sí y
para su familia.
El Señor en
recompensa multiplicaba de tal manera sus ganados que no había nadie en todo el
pueblo de Israel que pudiera comparársele (en la abundancia de reses). Venía
observando esta costumbre desde los quince años. Cuando llegó a los veinte tomó
por mujer a Ana, hija de Isacar, que pertenecía a su misma tribu, esto es: de
estirpe davídica. Y después de vivir veinte años de matrimonio, no tuvo de ella
hijos ni hijas”.
A pesar de
tantas virtudes una gran amargura devoraba su corazón, por la causa que indica
el apócrifo. Hacía veinte años había tomado, a Ana por esposa, y Dios no
bendecía su unión, pues no tenía hijos, afreta grande para todo israelita. Los
desprecios de sus conciudadanos no hacían más que aumentarle la pena. Continúa
el libro:
“Y sucedió
que se encontraba Joaquín durante las fiestas entre los que ofrecían incienso
al Señor, preparando a su vez sus ofrendas ante la presencia de Dios. En esto
se le acercó un escriba llamado Rubén y le dijo: “No te es lícito mezclarte
entre los que ofrecen sus sacrificios a Dios, puesto que Él no se ha dignado
bendecirte dándote descendencia en Israel”. Así pues, sintiéndose avergonzado
ante el pueblo, se retiró del templo llorando, y, sin pasar por casa, se fue a
la majada. Allí recogió a “los pastores; y, atravesando montañas, se fue a una
región muy lejana, de manera que durante cinco meses consecutivos no volvió a
tener noticia de él Ana, su mujer”.
Narran el
hecho, también, otros apócrifos, como el Protoevangelio
de Santiago y el Libro sobre la Natividad de María.
Pero no
podía faltar la milagrosa consolación del cielo. Con ligeras variantes
describen los libros citados la aparición de un celeste mensajero que anuncia a
Joaquín el embarazo de su esposa y le promete grandes felicidades. El anunciado
fruto de bendición fue María, llamada a ser Madre de Dios.
(Un
breviario de los Carmelitas, compuesto en 1495, trae como texto de las tres
lecciones de la vida de santa Ana, en su fiesta, toda la leyenda que de los
libros apócrifos acabamos de copiar, o simplemente citar).
Después de
esto nada más sabemos de Joaquín. Es Joaquín uno de esos santos; que, como su
yerno José, aparecen por un instante en escena, cumplen cabalmente la misión
que la divina Providencia les había encomendado ab aeterno, y desaparecen de la vista de los mortales para ir a
brillar por perpetuas eternidades en la mansión de Dios. Nada más nos dice de
él la tradición; no vuelven a ocuparse de él los apócrifos. Murió, y fue al
seno de Abrahán, de donde pocos años después salió con la maravillosa procesión
de justos que acompañando a su divino Nieto Jesucristo, se dirigió al cielo al
reabrirse sus puertas durante tantos siglos cerradas a los mortales.
Del culto
tributado a san Joaquín nos ocuparemos en aparte especial.
Santa Ana—Algo de lo dicho respecto de
san Joaquín debemos aplicarlo a santa Ana. Su historia es común. Igual pobreza
de textos evangélicos auténticos; y relativa abundancia de datos legendarios en
los apócrifos. Pero tengamos en cuenta que en medio de los simples frutos de la
fantasía contienen estos libros muchos elementos tomados de la tradición
popular, no pocas veces fundados en la verdad del hecho. Por eso no hay que
rechazar a priori todo lo que ellos nos cuentan. “Muchos de los detalles
contenidos en el Protoevangelio han
sido incorporados con el tiempo a la doctrina teológica, y tanto la Iglesia griega (a partir
del siglo VI), como la latina (a partir del siglo VIII), han acabado por
tomarlos como históricos. Tales son los relativos a la natividad milagrosa de
María (siendo estériles sus padres, Joaquín y Ana); presentación y estancia en
el templo hasta la edad de la pubertad; designación maravillosa de José para
esposo y guardián de María; nacimiento de Jesús en una cueva, etc. Estas
noticias tuvieron eco muy pronto entre los exégetas y oradores sagrados...”
De santa
Ana se dice que nació en Belén y que era hija de Matán, sacerdote de dicha
localidad. Por el padre descendía de Leví, y por la madre pertenecía a la tribu
de Judá. No sabemos en qué año de su edad la tomó Joaquín por esposa. En las
anteriores noticias sobre el glorioso patriarca veíamos cómo veinte años de
estéril matrimonio le atribuye la tradición.
Si la falta
de un vástago tanto apenaba a Joaquín, no menor aflicción causaba a la bendita
Ana. A él lo despreciaban los príncipes del pueblo; de colmar de oprobios a la
esposa se encargaban sus doncellas. Ana lloraba al mismo tiempo su esterilidad
y su viudez, ya que, además de no tener hijos, su marido la había abandonado
por la misma causa, internándose a ocultar su dolor en el desierto. Hace poco
transcribíamos las palabras con que el pseudo-Mateo
narra el hecho. Pero el ángel los consuela simultáneamente ordenándoles que se
pongan en camino de Jerusalén, cada uno desde el lugar en donde se halla; y que
en la Puerta Dorada
de la ciudad tendrá lugar el feliz encuentro de ambos, comienzo de una época de
venturas sin fin, puesto que habrán de ser padres de María, la Madre del Redentor. El
vaticinio se cumple: Nace la Niña ,
es llevada al templo a los tres años, de donde sale en la pubertad para ser
confiada a José. Muere san Joaquín, le sobrevive un poco santa Ana, a quien
también llega la hora de ir a reunirse con su esposo en la morada de los
justos, para con él y con ellos subir al cielo en compañía de Jesús el día de la Ascensión.
Fuera de
las pocas noticias apuntadas nada más nos dicen de santa Ana los autores pseudo
inspirados. Una sola vez vuelve a aparecer en el tránsito dichoso de María al
paraíso. El llamado Libro de San Juan
Evangelista, que narra con mil detalles milagrosos la muerte, inhumación y
Asunción de Nuestra Señora, trae a santa Ana entre los bienaventurados que,
junto con Isabel, su prima, Juan Bautista, Abrahán, Isaac, Jacob y David,
bajaron a cantar un himno de bendición sobre el sepulcro vacío. Una vez que el
cuerpo intacto de la
Virgen Inmaculada subió al cielo para ser coronada Reina del
Universo.
Las
leyendas de la Edad Media
atribuyen a santa Ana tres maridos y tres hijas, cuyos nombres dan. Con ellos
la representan algunos cuadros de iglesias y monasterios antiguos. Beda el
Venerable, escribió sobre las hijas y sobrinos de santa Ana; Gersón expuso en
un sermón la creencia en el famoso trinobio; y la Sorbona se pronunció en
favor de dicha opinión, contra algunos que la negaban. Hoy nadie se ocupa de
ese asunto. (Analecta, O. C. D., 1932, p. 120).
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