De las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero
(Libro 1, 4: CCL 122, 25-26, 30)
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.
(Libro 1, 4: CCL 122, 25-26, 30)
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.
Proclama la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra
todos sus afectos interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la
observancia de los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las
proezas de la majestad de Dios.
Se alegra en Dios su salvador el espíritu de aquel cuyo
deleite consiste únicamente en el recuerdo de su creador, de quien espera la
salvación eterna.
Estas palabras, aunque son aplicables a todos los santos,
hallan su lugar más adecuado en los labios de la Madre de Dios, ya que ella,
por un privilegio único, ardía en amor espiritual hacia aquel que llevaba
corporalmente en su seno.
Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma y única persona, su verdadero hijo y Señor.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.
Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma y única persona, su verdadero hijo y Señor.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.
Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que
entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras
comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles,
también a ellos, una participación en la santidad eterna
y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma: Todo el
que invoque el nombre del Señor se salvará, ya que este nombre se identifica
con aquel del que antes ha dicho: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
Por esto se introdujo en la Iglesia la hermosa y
saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia
de la alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la encarnación
del Señor enardece la devoción de los fieles y la meditación repetida de los
ejemplos de la Madre
de Dios los corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la
hora de Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las
múltiples preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a
encontrar el recogimiento y la paz del espíritu.
Material enviado por la Legión de María. Hermana Dora Inés Castellanos Pulido.
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