El santo Concilio de Trento en su XXV sesión, a principios de diciembre de 1563, inculca
la doctrina del II Concilio Ecuménico de Nicea (787) sobre la veneración que se
debe a las imágenes de los santos. Según esta doctrina, las imágenes de Cristo,
de María y de los santos se deben colocar y conservar en las iglesias
cristianas y se les ha de rendir la debida veneración; no porque se creyese que
en ellas hubiera algo divino o alguna fuerza especial (“inesse aliqua in iis divinitas vel virtus”) sino porque el honor
que se les da, se refiere a los prototipos o sea, a las personas por ellas
representadas, de modo que cuando delante de ellas nos arrodillamos o si las
besamos, en verdad veneramos con culto de adoración a Cristo y de veneración a
María y los santos.
A
continuación el S. Concilio de Trento, en el lugar citado, impone a los obispos
la obligación de enseñar a sus fieles por medio de esta escuela sencilla y
piadosa de las imágenes, pinturas o esculturas, los artículos de fe en ellas
representadas y los beneficios recibidos de Cristo y los milagros obrados por
los santos.
Las primeras
imágenes de Cristo y de los santos, las encontramos en las catacumbas, después
en las basílicas en grandiosos mosaicos. Esta herencia de la tradición
cristiana de arte que hallamos tanto en Oriente como en Occidente, fue puesta
en peligro por los mahometanos primero, quienes detestaban cualquier clase de
imaginería sagrada, y más tarde en forma aún más grave por los emperadores bizantinos
quienes comenzando con León III se hicieron tristemente famosos por su odio
iconoclasto. El campeón de parte de la Iglesia católica contra esta herejía, fue san
Juan Damasceno (fallecido en 749), cuatro veces maldito según el sínodo de
Constantinopla de 754, pero más bien bienaventurado según el II Concilio
Ortodoxo de Nicea. El papa León XIII, extendiendo su fiesta a todo el orbe
católico, lo honró con el título de Doctor
ecclesiae.
Si pensamos
en los fervorosos sermones marianos que se han conservado de su pluma, no tiene
nada de raro el que s. Juan de Damasco se levantara desde un principio contra
la destrucción de las sagradas imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos. Fue
educado piadosamente, y como lo demuestran sus numerosos escritos, con efectiva
profundidad por un fraile, Cosmas de Sicilia, a quien su padre había libertado
de la esclavitud mahometana. La doctrina del Damasceno, en todos sus puntos,
está caracterizada por su fidelidad a la tradición cristiana y el fervor de su
exposición. El santo confirmó estas sus convicciones, una vez que había
renunciado al oficio hereditario de su familia en la corte del califa de
Damasco, pues, alejándose de los honores del mundo, entró en el claustro de san
Sabas cerca de Jerusalén. Allí vieron la luz sus obras dogmáticas,
apologéticas, sus homilías y poesías entre las cuales se encuentran verdaderas
joyas marianas; y aunque sus sermones que llevan por título “In Annuntiationem sanctissimae Dominae
nostrae Dei Genetricis” y “In
sanctissimae Dominae nostrae Dei Genetricis semperque Virginis Mariae
Natalitium diem” posiblemente no sean de él, los otros intitulados “In dormitionem sanctissimae Dei Genetricis
ac perpetuae Virginis Mariae” sí son auténticos y ellos por sí solo
demuestran el tierno y vivísimo amor del santo a la Madre de Dios.
En su obra
dogmática fundamental La fuente de la
ciencia, en el Libro IV, cap. XVI, san Juan defiende las imágenes de
Cristo, de María y de los santos, con argumentos duraderos. Partiendo de la
idea de que el mismo Dios Creador hizo al hombre una imagen suya, y de que los
judíos del Antiguo Testamento, a pesar de las prohibiciones de Dios de hacerse
imágenes con lo cual Dios los quiso proteger contra el paganismo que los
rodeaba, tenían representaciones de los santos ángeles en el arca y símbolos en
su templo, el santo pasa al argumento teológico de mayor importancia: la
encarnación de Cristo. ¿Qué es ella, en el fondo, si no que el mismo Dios se
hiciera visible, tangible, adorable en figura humana? Sabemos de esta vida
visible de Nuestro Señor por los relatos evangélicos que a los posteriores, que
no tuvieron la dicha de ver a Cristo, dan la seguridad de su existencia humana.
Y los que no saben leer, ¿cómo pueden ellos recibir el mensaje de la vida de
Jesús? Ellos, cuando ven una imagen del Señor Crucificado, caen de rodillas y
lo adoran a través de esta imagen para acordarse de sus beneficios. No adoran,
por cierto, la materia de la cruz, madera o metal o lienzo pintado, sino al que
en la imagen se halla representado. “Lo mismo pasa con la Madre de Dios. Porque la
veneración que se le tributa en la imagen, se refiere al que de ella tomó
carne”. Aquí vemos claramente cómo el principio tantas veces citado por el
Damasceno y tomado de san Basilio “quoniam
honos qui eis exhibetur, refertur ad prototypa”, induce a nuestro teólogo
no sólo a una simple reducción de la imagen a la Virgen viva, sino en forma
de una doble reducción a Cristo mismo como si nos quisiera inculcar el sentir
de la Iglesia
Católica la cual siempre ha dicho y profesado “per Maríam ad Christum”. Si Dios
satisfizo el deseo humano de ver las cosas invisibles expresadas en símbolos e
imágenes, —y lo hizo como vimos, en la Encarnación de su Hijo—, la Iglesia no puede ser
reprochada ni obra mal en permitir como elemento del culto cristiano las
sagradas imágenes que recuerdan a los cristianos los beneficios divinos y los
milagros de sus santos.
Ricardo Struve H.
Pbro.
Dios te
guarde, benignísima Madre de la misericordia; Dios te salve, conciliadora de la
paz, deseadísima María. ¿Quién dejará de amarte? Tú eres luz en las dudas,
consuelo en las tristezas, alivio en las angustias, refugio en los peligros y
tentaciones. Tú eres, después de tu Unigénito, salvación cierta. ¡Dichosos los
que te aman!
S. Penitenciaría 22 de abril de 1941
¡Oh Madre de
piedad y de misericordia, Santísima Virgen María! ruego a tu piedad que te
dignes asistirme clementemente.
S. Penitenciaría, 25 de mayo de 1941
Tomado de la revista Regina
Mundi (nro 2).
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