Entre la tilma de Juan Diego en México y la manta de María
Ramos en Chiquinquirá están escritos los primeros capítulos del misterio de la
evangelización en el Nuevo Mundo.
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Hay
una historia anudada, con fibras de maguey y de algodón, en la conciencia de
los pueblos precolombinos. Las memorias
empiezan así: En aquellos días, María partió y fue sin demora a un sitio
de la montaña del Tepeyac y saludó al indígena Juan Diego: “…Sabelo, ten por cierto, hijo mío, el más pequeño que yo soy la
perfecta siempre Virgen Santa María…”
El testimonio de la salutación quedó consignado en el Nican mopohua (aquí se cuenta) material
escrito por Antonio Valeriano que lo redactó, hacia el año de 1549, después de haber escuchado el
relato de su coterráneo, el vidente Cuauhtlatoatzin,
(Juan Diego) sobre su encuentro con la
Madre de Dios. El libro que, guardó en sus líneas el primer
renglón de la gesta evangelizadora en las almas amerindias, fue escrito en lengua náhuatl y algunos eruditos lo
denominan el Evangelio de Guadalupe.
Así, la buena noticia del Tepeyac, comenzó su recorrido por
la tradición oral de unos nativos mesoamericanos de acuerdo con la profecía
bíblica “…Mirad: la
Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por
nombre Emmanuel…” (Is 7, 14).
La
Inmaculada Concepción se
reveló a Juan Diego en su estado de gravidez porque vino a esas tierras para
anunciarles la Palabra
de su Hijo y a dar a luz a su Iglesia bajo el tormento de la conquista y la
colonización ibérica. “…Apareció en el cielo una gran señal: una mujer
vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona
de doce estrellas. Y estando encinta,
clamaba con dolores de parto, en la angustia del alumbramiento…” (Apocalipsis
12,1).
Los
signos del vaticinio son claramente visibles en el famoso ayate de Juan Diego.
En esas fibras, tan estudiadas por los científicos de diferentes disciplinas, se
inició la feliz doctrina sobre el embarazo de la Santísima Virgen
para una civilización superior vencida por la viruela que trajeron, detrás de
la cruz, los aventureros españoles. Ella entregaría a su Jesús amado.
Lo
importante de aquella crónica, en que la maternidad de María hizo parte de la
cosmogonía de los nativos del hemisferio occidental, es que ilustra un secreto sin
estudio. Este arcano consiste en que la mariofanía tiene un principio mexicano
y un final colombiano. Los dos acontecimientos se complementan en una fundamental armonía sobre la línea del
tiempo, relativamente corta del siglo XVI,
diciembre de 1531 y diciembre de 1586.
Se
puede observar que solo habían pasado 55 años, quizás dos generaciones, cuando el
Ser Supremo decidió mostrar la siguiente fase de la profecía de Isaías sobre el
Emmanuel.
Los
nativos olleros de la cultura del maíz y del algodón quedaron perfectamente
catequizados cuanto pudieron testificar en sus comarcas sobre el prodigio de
Chiquinquirá.
El
milagro de la renovación de una deteriorada pintura de la Virgen del Rosario, en
compañía de san Antonio y san Andrés en los aposentos de Catalina García de
Irlos, viuda del encomendero Antonio de Santana, el 26 de diciembre de 1586,
cerró el episodio celestial que comenzó en el Tepeyac y terminó a los pies del
Terebinto.
Chiquinquirá,
que en la semántica de la lengua chibcha significa: “Tierra de nieblas”, fue iluminada
por los ecos del grito del profeta: “…El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz
grande…” (Isaías 9,2). Cristo encendió la estrella de Belén en el
valle de Chiquinquirá. Era la
Pascua de Navidad de 1586, y el Nuevo Reino de Granada se
estremeció de gozo.
Allí, en la capilla-pesebre, los naturales
conocieron a su Salvador: “…Vinieron, pues,
apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.
Y
al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño. Y todos los que oyeron, se maravillaron de
lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón.
Y volvieron los pastores glorificando y
alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había
dicho…” (Lucas 2, 16-20).
La mujer vestida de sol que estaba encinta, medio
siglo antes, en las tierras aztecas mostró
en sus brazos a su unigénito. Ella estaba acompañada por un par de santos, un
apóstol y un fraile. El primero, san Andrés, era el hermano de Pedro, que bien
representa la dignidad episcopal del Buen Pastor porque había edificado sus
catedrales para organizar la jerarquía del servicio en las nacientes diócesis
donde se levantaron las capillas doctrineras.
El segundo, san Antonio de Padua, es el hombre del
sayal marrón, el peregrino. Él simboliza el trasegar heroico de las órdenes misioneras
que llegaron a los virreinatos para sembrar los sacramentos en el neuma de los
hijos de una raza sometida por el sortilegio de la tecnología. Las técnicas
acumuladas por los siglos formaron las cátedras del conocimiento acuartelado en
las universidades y monasterios de los Pirineos y de los Alpes. De allí
trajeron, los monjes, las ciencias de la escolástica.
Los padres dominicos, los franciscanos, los jesuitas
y los carmelitas entre otras comunidades se unieron a la tarea de amasar un
continente de barro. Las manos de los sacerdotes obtuvieron una cerámica apostólica con el
mandamiento de María: “…Hagan lo que
Él les diga…” (Juan 2. 1,11). En este punto,
de la alfarería cristiana, la anunciación del Tepeyac se fundió con la
visitación del Terebinto.
La
Santísima Virgen María
anunció a Juan Diego: “…Yo soy la perfecta siempre Virgen
Santa María…”
La Santísima Virgen María visitó a María Ramos para
decirle con las palabras de Sofonías (3,14): “…Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate
de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha retirado las sentencias que
pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el Señor,
está en medio de ti: ya no temerás ningún mal…”
Y
la sorprendida Ramos pudo haber contestado con el interrogante de santa Isabel: “… ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?...” (Lucas 1,43).
El primer párrafo de la evangelización americana había sido
leído de una delicada página del misterio de Dios por los labios de la Puerta del Cielo.
Desde entonces, el agua y fuego del bautismo se extendieron
por los parajes ignotos de una geografía avasallante. El salvaje receloso
encontró en el clero, secular y regular, la custodia moral de sus catequesis y se dejó guiar por la mano
de la Reina del
Santo Rosario porque “…Jesús dijo: ‘Te alabo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los
prudentes y haberlas revelado a los pequeños’. (Mateo
11, 25-27).
En conclusión, resulta tremendamente fascinante que las dos
advocaciones marianas vernáculas más importantes de Latinoamérica, Guadalupe y
Chiquinquirá, según lo acreditan sus títulos y patronazgos, fueran plasmadas en
dos rústicos lienzos donde se grabó el mensaje teológico de la embajadora del
Fiat: “…Hágase en mí según tu palabra…”
(Lucas 1, 38).
Entre el tintero.
Quedan razones que preguntan: ¿Si al cuadro de Nuestra Señora
del Rosario de Chiquinquirá se le aplicaran avanzadas técnicas fotográficas se
podría contemplar, por un misterioso efecto del signo revelado, a las viudas del
oratorio?
Esas sufridas mujeres de la colonia figuran en el proceso eclesiástico
de 1587 con los nombres de María Ramos, viuda
de Hernández; Catalina García de Irlos, viuda de Antonio de Santana y Juana de
Santana, viuda de Juan Morillo, tres testigos principales y excepcionales del
suceso.
Y
tal vez también haya quedado escondida, para el ojo humano, la india ladina Isabel y su pequeño hijo, Miguel.
El niño fue quien informó sobre la ocurrencia de un fenómeno que incendió la fe
de los aborígenes, tan maltratada por los abusos de algunos encomenderos.
Si ese descubrimiento definiera los trazos del suceso,
ya contado por la investigación canónica, se hablaría de un equilibrio entre la
trilogía masculina de “los Juanes” del Tepeyac (san Juan Diego, su tío, Juan Bernardino, y el obispo Juan de
Zumárraga) y la trilogía femenina de Chiquinquirá (María, Juana y Catalina).
Entonces
se podría afirmar que el anuncio del engendramiento divino (la esperanza del Redentor) para el
continente lo recibió el elemento masculino, Juan Diego. “…Mirad: la Virgen está encinta… ” (Is
7,14). Y el segundo, el de la
maternidad plena (el nacimiento del Mesías), lo acoge la parte femenina de estos
anales, María Ramos. “…Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador…” (Lucas 2, 11).
Al final, estas tintas piden un estudio detallado porque
en 1986 solo se tomaron algunas placas radiológicas para determinar la
autenticidad del lienzo de Narváez. La solicitud radica en la pregunta de Nuestra
Señora de Guadalupe que sigue vigente en Chiquinquirá: “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”