Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
“Boyacá es una
bendición, su persona” decía algún famoso comediante para promocionar la
cultura de su terruño.
Sí, no hay duda. En ese departamento las bendiciones
marianas tienen un lugar ancestral para ir a recibirlas. Se trata de la
Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá
a donde el peregrino de antaño llegaba tras dejar las trochas embarradas con
sus pisadas apuradas. El paso cadencioso del campesino vigoroso se regaba con
sudor y se acompaña de tiples y coplas. El brindis con la chicha fermentaba y
el piropo fino le tejía a la romería su
alegría humilde.
Las centurias pasaron y la tradición siguió tan
campante, excepto por una conducta que en el siglo XXI se mira con algo de
recelo: entrar al templo de rodillas.
La pregunta de este cronista es por qué la suspicacia.
La respuesta, como todas las cosas íntimas del colombiano, es compleja. Y la
mejor manera de ilustrar la tesis es mostrando el fenómeno por medio de
modelos.
Si un labriego, de ruana y alpargate, entra con su
sombrero en la mano y las sienes
marcadas por las cicatrices del barro, probablemente no llame la atención. Será
automáticamente enmarcado dentro del costumbrismo campesino que se aferra a las
viejas consideraciones de los antiguos.
La ruana, abrigo de macho macho, como lo canta el
bambuco del maestro Luis González, perdió sus colores entre los trajines del
campo. El fique de sus cotizas trae el desgaste monumental de pararse en las
piedras mojadas sin resbalar. El zurriago amarillento cuelga de su muñeca como
un apéndice lisiado. El sombrero, de tapia pisada, guarda en sus alas las
quemaduras de muchos soles… El ropero envejecido esconde un cuerpo usado por el
trabajo desde épocas sin memoria. Quizás ya no debería moverse y menos sobre
sus articulaciones, pero el paisano avanza con su camándula fatigada de dar
vueltas entre sus manos callosas por el
uso excesivo del azadón. Sus dedos cual tenazas fueron adheridas a su mango para
abrir los surcos del sembrado de su estancia. Allí plantó las deliciosas papas
que otros vendieron rellenas de sabores en los restaurantes de comida
internacional.
Es posible que la monumental figura del patriarca
imponga el respeto de su historia o que simplemente forme parte de la rutina
agraria, pero su trasegar cansino no es algo novedoso para el turista.
En cambio si un foráneo hace lo mismo se convierte en
el centro de atracción. En algunos casos llama la atención de algún fraile o
del sacerdote que esté celebrando la Santa
Misa. Ellos lo contemplan con ternura de pastor, severidad de
inquisidor, curiosidad de catequista, espanto de prelado y cuestionamiento e
indiferencia según sea la sensibilidad del presbítero.
En privado comentan: “Yo no sé porque la gente hace
eso, como si se fueran a ganar el cielo.” Otro ministro dijo en público, y con profundad humildad: “Esas prácticas
sostienen mi sacerdocio porque son una expresión de fe”.
Esa dualidad de opiniones no debió ser un problema
para el Apóstol de los Gentiles porque en su carta a los hijos de Roma
consignó: “…Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que
ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios”. Romanos
14,11…”
La respuesta sigue sin cubrir toda la amplitud del
interrogante porque dentro de la idiosincrasia nacional hay variables
insospechadas e insoportables.
Muchos parientes de sangre y amigos de la entraña
íntima del corazón huyen despavoridos del lado de la persona que decide entrar
de rodillas a saludar al Altísimo y luego a la Virgen. El raizal, valiente hasta el extremo, se escapa,
se evapora, se mimetiza detrás de cualquier columna o desaparece entre el
gentío para que nadie pueda relacionarlo con el penitente, que se mueve camino
del altar.
El ridículo, conocido en el argot popular con el
nombre de: “OSO”, en mayúscula sostenida, es la condición social que más afecta
al individuo de la Colombia
sin identidad. Basta ver como el alegre compadre de innumerables jaranas y
profunda camaradería se aleja a velocidades, que si se pudieran medir rompería
los registros olímpicos.
Por encima del sentimiento afectivo y los vínculos de
sangre está el plantígrado irrisorio que le hace sonrojar las mejillas y, ante
esa señal de alarma, hay que pagar escondederos a peso porque esas prácticas
rituales premodernas están pasadas de moda, según algunos descendientes de
noble solar.
En contraposición a los escándalos producidos por el
peregrino conservador se ven otros casos. Ejemplo, un niño de escasos cinco
años interrumpió a una devota en su trayecto de humildad para preguntarle por
qué andaba así. El pequeño meditó los argumentos y un rato después le pidió a
su madre que lo acompañara en su primera excursión por el corredor central de
la basílica. La señora lo mimó, lo aplaudió, pero no lo dejó participar de la
experiencia formal. Fue ella la que inició el gran desfile. Su pequeño la
guiaba con un cirio encendido mientras que la voluminosa fémina sentía como sus
carnes protestaban con la fatiga de unos implacables calambres. No estaba
acostumbrada a los ritmos del romero. Debió hacer muchas paradas frente a su
pequeño, que la seguía jugando con la llama de la veladora. A veces queriendo
derramar la cera derretida en el piso y otra veces como serio farero de
escondida bahía. Por fin, la mujer obesa llegó a la baranda del comulgatorio y
descansó. El niño estaba feliz porque la próxima vez no le podría negar la
opción fundamental de hacer lo mismo. El principio de imitación estaba
injertado en su aprendizaje de actividad lúdica. Para el infante no era
sacrificio, ni ridículo era una forma de entablar un diálogo con “Papá
Lindo”.
Quizás, ninguno de los dos conceptualizó el proceso,
pero la herencia ancestral de los viajeros se reactivó por causa de una
pregunta infantil. El linaje de la tradición pasó de una generación a otra en
media hora.
El último paradigma, literalmente captó las miradas
del elemento masculino. Una delgada y bien organizada jovencita, menor de 25
años, emprendió su trayectoria, sin prisa.
Su mirada estaba fija en el milagroso lienzo del
altar. Sus manos en posición de súplica y preces cual angelical figura de
vitela parecía una religiosa del medioevo que hubiera cambiado el sayal por el
bluyín.
La señorita tenía un ritmo particular. Avanzaba
delicadamente, despacio, saboreando cada Ave María. Parecía que estuviera en
algún trance donde el dolor y el murmullo del gentío expectante no influyeran
en su místico coloquio. Seguía una línea recta trazada por la costumbre o por
su buen equilibrio. La cabeza erguida, la mirada concentrada. No se quejó, no
se apoyó, no descansó y no se desvió. Simplemente seguía en un andar automático
donde cualquier opinión, pregunta, piropo, carraspeo o tumulto de feligreses
apresurados no logró hacerla cambiar de rumbo ni de oficio.
Ella seguía sola y la Eucaristía del medio
día comenzó sin que se inmutara. Continuó hasta terminar su salterio en las
gradas del presbiterio…
La respuesta al por qué algunas personas insisten en
postrarse podría diagramarse en una palabra, en cuyas cuatro columnas se
sostiene la existencia del universo: Amor. Sí, por amor a la Reina del Cielo la visita se
hace de hinojos, privilegio de promesero.
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