El encomendero Antonio de
Santana colgó en la capilla doctrinera de Suta una imagen de la Virgen del Rosario,
plasmada en una manta de algodón, que a los mayores les recordó a Bachué y que
sus hijos llamarían, después de una prodigiosa manifestación divina, Nuestra
Señora del Rosario de Chiquinquirá. El español y el chibcha se fusionaron para
venerar a una advocación mestiza.
Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
La cosmogonía muisca y la doctrina de la Iglesia católica se
encontraron bajo el techo de la capilla de los
Aposentos de Suta, valle de Sanquecipá, en 1562.
A los nativos del altiplano cundiboyacense, la
maternidad de la Virgen
María los atraía, pero el cordón umbilical les ahorcaba sus
creencias porque entre la madre primigenia, Bachué y la Madre de Dios había una
diferencia radical: Cristo.
El fraile dominico, Andrés de Jadraque, el mismo que
colaboró en conseguir un pintor para el cuadro que adornó el recinto le contó a
la comunidad indígena sobre el Dios que del barro creó a un hombre llamado Adán
y a su mujer, Eva, de una costilla de aquel primer padre.
La pregunta de la escolástica inmortal retumbó en esas
tierras: “¿entendieron?” La respuesta fue el silencio de la resistencia pasiva,
que inundó la atmosfera.
En la segunda clase les habló de María, la Madre de Jesús, porque el
parto humano era algo fácil de comprender para una sociedad tribal.
Los conceptos extraños chocaban de forma invasora en
la conciencia del aborigen. La razón de ese comportamiento era simple. Ellos
amaban a su Bachué. La mujer les pertenecía por herencia de sangre porque salió
de la laguna de Iguaque dotada de un conocimiento especial sobre los secretos
de la naturaleza. Ella habló su lengua y los gestó como sociedad.
La segunda madre, la extranjera, aparecía citada en el
Credo de los Apóstoles: “…Nació de Santa María siempre Virgen…” y como si fuera poco el doctrinero les
narró una serie de ideas tan difíciles de comprender como abstractas para la
dimensión idolátrica de una confederación amante del sol.
“…La Anunciación a María inauguró “la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), es decir, el cumplimiento de
las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en
quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo
será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc1, 34) se dio mediante el
poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35)…”
Nuevamente, la pregunta eterna (¿entendieron?) no tuvo
un eco motivante para el catequista. Para los sometidos, los misterios
antropológicos del Dios encarnado en una Virgen de Nazaret, llamada María, no
los invitó a creer. Les dio igual escuchar el sermón porque los hijos de la
raza vencida seguían la costumbre jerárquica de oír para obedecer. Además, el
radicalismo religioso-ritual no les permitía acatar las sentencias por el
arraigo familiar de sus creencias. No les era si siquiera compresible cambiar a
la mamá Bachué por la
Madre María Santísima.
Sobre Bachué quedó un esbozo consignado por fray Pedro Simón,
un sacerdote franciscano español, que escribió el libro Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias
Occidentales.
“…En el distrito de la ciudad de Tunja, a
cuatro leguas a la parte del Norte y una de un pueblo de indios que llaman
Iguaque, se hace una coronación de empinadas sierras, tierra muy fría tan
cubierta de páramos y ordinarias neblinas que casi en todo el año no se
descubren sus cumbres, si no es al medio día por el mes de enero. Entre estas
sierras y cumbres se hace una muy honda, de donde dicen los indios que a poco
de como amaneció apareció la luz y creadas las demás cosas, salió una mujer que
llaman Bachué y por otro nombre acomodado a las buenas obras que les hizo
Furachogua que quiere decir mujer buena, porque fura llaman a la mujer y choque
es cosa buena, sacó consigo de la mano un niño de entre las mismas aguas de edad
de hasta tres años y bajando ambos juntos de la sierra a lo llano, donde ahora
está el pueblo de Iguaque, hicieron una casa donde vivieron hasta que el
muchacho tuvo edad para casarse con ella, porque luego que la tuvo se casó, y
el casamiento tan importante y la mujer tan prolífica y fecunda que de cada
parto paría cuatro o seis hijos, con que se vino a llenar toda la tierra de
gente, porque andaban ambos para muchas partes dejando hijos en todas, hasta
que después de muchos años estando la tierra llena de hombres y los dos ya muy
viejos se volvieron al mismo pueblo y
llamando a mucha gente que los acompañara, a la laguna de donde
salieron, junto a la cual les hizo la
Bachué una plática exhortando a todos a la paz y conservación
entre sí, la guarda de los preceptos y leyes que les había dado que no eran pocas,
en especial en orden al culto de los dioses, y concluido se despidió con
singulares clamores y llantos de ambas partes, y convirtiéndose ella y su
marido en dos muy grandes culebras, se metieron por las aguas de la laguna, y
nunca más aparecieron por entonces…”
Los
catequizados seguían en sus rutinas de labranza y cuando les tocaba el turno de
ir a la clase de religión española, sábados o domingos, entraban recelosos a la
capilla-choza, que si bien era hechura de sus manos tenía un objeto particular
al que llamaban la Virgen
del Rosario.
El lienzo, pintado por el
mejor hojalatero de Tunja de nombre Alonso de Narváez, también les pertenecía porque era un manta de
algodón, de 1,25 x 1,19 m ., que fue tejida por
sus mujeres. Los colores y sus mixturas fueron extraídos de sus tierras. La
imagen principal, la Virgen ,
los embelesaba por ser una mujer con un niño de brazos que media 1,05 m de alto. Sus dos
acompañantes, san Antonio de Padua (1,04 m de alto) y san Andrés apóstol (90 cm de altura) les
recordaban a los descendientes de Bachué.
Los ratos, gastados por las clases de Historia
Sagrada, nada cambiaron. Los oficios manuales seguían sus ciclos lunares para
la cosecha. La rutina de la conversión, en el papel de la predica, solo
avanzaba en la cuenta de gastos para ayudar en el arraigo de la fe en América.
Europa intervino con su voz de alta lejanía. Su mandato resonó en esas comarcas
de Ultramar.
Para 1564 llegó al Nuevo Reino de Granada el eco del
Concilio de Trento, un tanto retrasado, pero oportuno para reforzar las charlas
en la capilla de Suta de Santana. (Sutamarchán)
“…Manda el santo Concilio a todos
los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que
instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e
invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las
imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los
tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los
santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios…”
¿A cuál de los participantes, en la silla de las
repeticiones dominicales, le importó el mandato de los prelados? La orden
conciliar no hizo mella en las conductas atávicas. Y para colmo de males, las
intransigencias administrativas de un burócrata peninsular enterraron en el
surco del absurdo la simiente del Evangelio. En 1566, al incomodo sujeto se le
ocurrió pedirles a los padres dominicos la doctrina de Suta. La situación fue aprovechada por los “alumnos” para ratificarse
en sus rutinas de adoración a los fenómenos naturales. Al Sur seguía vigente el
trono del dios Fu, una deidad con cabeza de zorro, que vivía en una isla de la
laguna de Fúquene y cuya misión era protegerlos de sus enemigos, los muzos. “…El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas
cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron…” (Mateo 13, 3-4).
Catecismo
sin catequesis
Los evangelizadores, contra viento y marea, crecían a
medida que los clérigos, de diferentes comunidades, desembarcaban en esas
comarcas de soledades edénicas. La misión consistía en descubrir donde hacia
falta una iglesia. Y ante el empuje colosal de la mística apostólica clavaban
una cruz en los lugares que mostraban un carácter ignoto.
La estrategia continuó al ritmo de los alarifes. La
bandera del Rey se izó sobre los vecindarios amerindios que soportaron la
medida de la vara castellana. Templo sobre adoratorio. Teología contra ritual.
Técnicas, asombros y discursos destrozaban el núcleo social indígena para
volverlo a procrear bajo el dominio de un trono real.
El avance del feudalismo presentó las cifras que servirían para medir
la productividad de los súbditos en aras del interés comercial. A mediados de 1576, la Real Audiencia le informó al rey Felipe II de
España que los indios tributarios de la jurisdicción de Santa Fe de Bogotá eran
más o menos 50.000, sin contar esposas e hijos.
Para esa
población, el arzobispo de Santa Fe de Bogotá,
Luis Zapata de Cárdenas, promulgó en el mes de noviembre de 1576 un catecismo “sobre lo que el sacerdote debe hacer para
enseñar a los indios para que vengan en conocimiento de Dios y se puedan
salvar”.
En esa época, en la encomienda de Suta ya habían pasado 14 años de
intentos formativos. El cuadro de la
Virgen del Rosario y sus edecanes, testigo de dudas y
resistencias, comenzó a mostrar signos de un deterioro crítico. Sus formas,
como apoyo visual, ya no era tan nítidas. Los trazos presentaron un descolorido
que aumentó con las inclementes lloviznas. Goteras y ventarrones,
paulatinamente borraron a la
Señora y a su Hijo del tejido.
En la conciencia de algunos catequizados sucedía lo mismo. Las
enseñanzas de los curas se habían erosionado porque los comportamientos de los
patrones no eran un modelo de axiología cristiana. Hubo bellas excepciones,
pero en una etapa de mestizaje progresivo y negociación sobre principios
universales para favorecer a los intereses de la minoría, el Evangelio se
perdía entre la beatería dictatorial de los resguardos.
Existía ya una generación mixta en cuando a conocimientos. Los
niños muiscas hablaban de Bochica y de Jesús como dos maestros de la
agricultura, pero no había una inclinación por el credo de los amos dominantes.
En varias aldeas de su territorio como Fontibón, Chía, Suba y Bosa el
sincretismo religioso se mantenía vigente. Los jeques o mohanes eran unos
personajes que mantenían sus relaciones clandestinas con la herejía. El diálogo
subversivo de los chamanes con sus demonios como Buziraco y deidades como
Chibchacon, el Protector y Huitaca, una especialista en lujuria, vivía presente
en las aulas de la tradición oral. La balanza del arcángel San Miguel, donde se
pesan las almas, mostraba un fiel indeciso.
“…Otras (semillas) cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y
brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el
sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron…” (Mateo 13, 5-6).
En Boyacá, a diferencia del Tolima y sus pijaos, algunos de sus
antiguos optaron por el bautismo y renegaron de sus nombres autóctonos. Ellos
cambiaron de identidad por un acuerdo de servicios, entre el señor cura y sus
devociones. A los caciques les interesaba seguir siendo jefes bajo la égida del
régimen foráneo.
De ese modo, la catequesis podía continuar
con el apoyo de los taitas. Razón que fue aprovechada, en 1578, por el padre Juan
Alemán de Leguizamón para implementar mejores estrategias de instrucción.
Alemán reemplazó al cura doctrinero, de Suta y Chiquinquirá, Francisco Pérez.
Uno de los
primeros oficios del recién llegado fue quitar el cuadro de la Virgen del Rosario porque
no servía para ilustrar sus tesis.
Las imágenes del
lienzo desaparecieron por el uso y el abuso. Razón que motivó la devolución,
muy respetuosa, al señor Antonio de Santana.
“…Y pidió al dicho Antonio de Santana, encomendero del
dicho pueblo de Suta que en aquella sazón era vivo, que le diese otra imagen o
imágenes para poner en el altar de la dicha capilla porque se le hacia mal
decir Misa en la dicha capilla por estar el dicho lienzo tan deslustrado y
maltrecho…” (Cf. Proceso
sobre la Renovación del cuadro de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá). Declaración
del padre Juan Alemán de Leguizamón 1588).
La preparación en Suta, patrocinada por una tela de la Santísima Virgen
María, llegó a su fin. La delicada espiritualidad mariológica que tenía la
población se acabó, pero dejó una huella en las conciencias juveniles de los
hijos de aquella sociedad sometida por el empuje de una Europa desbordada. El
curso interpretó la partida como el principio de un mal presagio porque la
imagen materna que los acompañó durante la infancia y la adolescencia se iba
para siempre. El cambio fue drástico, el profesor trajo a un Cristo
crucificado. La crucifixión los espantó sobre manera. “…Otras (semillas) cayeron entre zarzas, y
estas, al crecer, las ahogaron…” (Mateo 13, 7).
La brega
pastoral se veía en constante pugna por desarraigar del pensamiento muisca su
contenido ritual e ideológico que se había afianzado en los valles de la
cordillera Oriental durante siglos. El territorio abarcaba una superficie de casi
50.000 kilómetros
cuadrados que habitaron desde el año 5.500 antes de Cristo.
Las profundas raíces
culturales de las tribus que se levantaron en esos suelos no podían ser
eliminadas con una simple catequesis financiada por un encomendero.
El acto colonizador de
educar con dogmas a unos hombres de los cuales se dudaba si tenían alma tenía
en vilo al hispanoamericano siglo XVI. La humanidad salía de la Edad Media y se
sumergía en un renacimiento pagano que dejaba a Nuestro Señor como el testigo
de una aventura mundial a la deriva de la esperanza.
El ensamble de la enjalma
sobre el lomo de América requería de un ajuste del arriero para poder triunfar
en su reto civilizador. La manía edificadora, que trazaba plazas sobre los
cercados de los caciques, asfixiaba la acción sencilla del Redentor.
Los embajadores del Viejo
Continente castellanizaban lo que no entendía para poder someterlo a los medios
de producción que movían al yugo mercantilista del virreinato. Los primitivos
del Nuevo Continente luchaban contra los invasores y sus armas invisibles como
la viruela. Ellos defendían a sus demonios de los vicios del diablo bajo el
criminal título de “conquistadores”.
Las corrupciones del poder
partían de una premisa simple. La mentira en lengua chibcha era igual de
perversa que en el idioma castellano.
Por esa razón la maloca de
los chamanes, ubicada en Chiquinquirá, mantenía bajo control los miedos de sus
súbditos. Ellos insistían en la adoración al espíritu del mal. La potestad para
subyugar protegía los privilegios de una casta de embusteros. Contra ella se
oponía otra ralea de rufianes que reclamaban títulos de linaje pagados con el
oro saqueado de las tumbas precolombinas. En medio de esas fuerzas opuestas,
pero idénticas en sus objetivos de control dominante para usurpar, se
levantaban unos frailes enviados por Dios para salvar las ánimas de los
protagonistas de los bandos en conflicto.
La conquista, a saqueo y
fuego del hampa española, perdió la primera oportunidad de evangelizar. “No
mentir, no robar, no fornicar y no matar” fueron cuatro mandamientos que
salieron despedidos del Decálogo del Sinaí ante la avanzada de una soldadesca
de sicarios. El arcabuz y los perros de presa, expertos en cazar indios, dejaron una impronta cruel
de ese salvajismo terrorista. La herida quedó abierta y reseñada en los
farallones de Sutatausa (Cundinamarca) cuando en 1541 los indígenas optaron por
el suicidio colectivo antes que rendirse ante los bandoleros españoles.
El esfuerzo apostólico,
digno de titanes, era estéril en resultados espirituales. En 1586, ningún
indígena recibía el Sacramento de la Eucaristía.
El Cielo se compadeció de
ese estado de ayuno desalmado porque en
Chiquinquirá, la tierra de las neblinas, donde funcionaba el laboratorio de las
idolatrías muiscas se presentó un prodigio que venció a la oscuridad del pecado
de nacionalidad mixta. El lienzo que fue repudiado por indigno de la encomienda
de Suta se renovó por gracia de Dios. La manta, más ancha que larga, como la
piedra que desecharon los arquitectos, ahora era la piedra angular de la nueva
etapa de la evangelización.
La pintura desecha pasó al
estado de restauración en parte por las fervorosas suplicas de doña María
Ramos. El fenómeno se dio ante la mirada atónita del niño indígena Miguel y la
india Isabel. El pueblo que estaba en tinieblas vio una luz, diría el profeta
Isaías.
María, la Estrella de la Evangelización ,
intercedió ante la misericordia de su amado Hijo para que la Palabra , sepultada por los
pecados de las encomiendas, resucitara del sepulcro del mohán y rompiera la
roca de una tumba inmoral impuesta por los gamonales de lúgubre codicia.
En Chiquinquirá, el 26 de
diciembre de 1586, la luz del Evangelio comenzó a crecer como el sol en un
amanecer de verano. El impulso del portento quedó ratificado con la conversión
de los indígenas. La comunidad, testigo del cambio en el lienzo, decidió
edificar una capilla de vara en tierra y paja para reemplazar a la choza de los
aposentos de Chiquinquirá. La romería de inválidos abrió el camino para una
serie de curaciones de carácter sobrenatural, los cuales han sido debidamente
documentados en el proceso jurídico canónico seguido tras los hechos ocurridos.
Al año siguiente, cuando
la fama del lugar era un hecho probado, las altas autoridades de Tunja fueron a
la naciente aldea para solicitar la salida de la Patrona de su hogar.
Necesitaban que la
Omnipotencia Suplicante contrarrestara al mal de viruelas y
sarampión que los mataba al por mayor.
El cacique de
Chiquinquirá, don Alonso Indio, seguido por su gente encaró al cura para
preguntarle que para dónde llevaban a la Madre Dios. Fue esta la primera acción indígena
encaminada a defender la santidad de la Virgen María. Ese
día, cuando los muiscas llamaron Madre de Dios a la Santísima Virgen
María, el mito de Bachué murió.
La protesta de los
antiguos adoradores de la naturaleza
marcó un derrotero moral muy elevado. Tanto que cuestionó a una
autoridad eclesial que debió explicarles el motivo prioritario de la salida del
cuadro de Chiquinquirá. La escolta de los chiquinquireños mantuvo en alto el
vigor de su fe. El giro brusco rompió la
crónica. Los indios fueron a catequizar
con su ejemplo, de humildad y obediencia, a una ciudad cuyas noblezas hedían a
defunción. La peste era una tabla rasa que escribía sin la ortografía española
cada epitafio.
La realidad de sanar
cuerpos y almas no se detuvo. La
Historia demostró hasta la saciedad como la evangelización,
desde Chiquinquirá, siguió ejerciendo su derecho divino a iluminar el país. Los
propios llevaron su legado por los territorios de la antigua confederación. Los
mestizos y blancos difundieron la noticia más allá de las fronteras del
virreinato, incluidas las posesiones de Filipinas. La renovación de la
milagrosa imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá marcó el fin de
una época oscura en métodos y en circunstancias para dar paso al Sol de
Justicia. Jesucristo por fin pudo ser presentado a los pastores del
altiplano como ocurrió en Belén de
Judea.
Notas: El cuadro original de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá fue sacado de su santuario entre 1587 y 1999 en nueve ocasiones
para cumplir diferentes misiones.
El cuadro de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá, la Renovación ,
salió por Colombia en 1913 y 2013. En la primera salida fue brutalmente atacada
y en la segunda ocasión recorrió el río grande de la Magdalena desde La Dorada (Caldas) hasta
Barranquilla (Atlántico).
La imagen de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá fue coronada, como Reina y Patrona de Colombia, el 9 de julio de
1919.
El papa Pío XI le concedió el título de Basílica Menor al
templo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá
(Boyacá),
el 18 de agosto 1927.
El cuadro original de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá presidió el III Congreso Mariano Nacional realizado en Bogotá en
1954
En Santafé de Antioquia, se clausuró
el Congreso Mariano en honor de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella. Lo presidió el obispo
auxiliar Guillermo Escobar Vélez. El 15 de agosto de 1954.
El nuncio
apostólico, José Paupini, en representación de su santidad Juan XXIII, coronó
canónicamente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella , Antioquia. El 13 de septiembre de 1959.
La imagen de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá recibió el cetro de oro el 9 de julio de 1944.
La imagen de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá recibió una medialuna en oro el 9 de julio de 1964.
El Santuario de Nuestra Señora del Rosario
de Chiquinquirá celebra tres fechas especiales en el año. El 9 de julio
(Coronación), 7 de octubre (fiesta del Santo Rosario) y el 26 de diciembre (La Renovación ).
El papa Juan
Pablo II le concedió al templo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de
La Estrella
(Antioquia) el título de Basílica Menor. El 16 de abril 1986.
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá
cuenta en el año 2014 con 91 templos que llevan su nombre en el territorio
nacional.
El Santuario de Nuestra Señora del Rosario
de Chiquinquirá celebra la fiesta del Septenario Mariano. Cada siete años el
lienzo desciende de su trono para desfilar por las calles de su ciudad.
El Santuario de Nuestra Señora del Rosario
de Chiquinquirá es visitado, en promedio, por un millón de peregrinos al año.
Los visitantes son nacionales y extranjeros.
El lienzo de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá ha recibido varias condecoraciones nacionales, como la Cruz de Boyacá.
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá,
La Chinita ,
tiene su fiesta y feria el 18 de noviembre en Maracaibo, Venezuela.
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá,
tiene su fiesta y feria el 20 de enero en Caraz, Perú. Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquirá, tiene sus fiestas en octubre en Cascas, Perú.
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