jueves, 31 de julio de 2014

El lienzo que catequizó a Colombia



El encomendero Antonio de Santana colgó en la capilla doctrinera de Suta una imagen de la Virgen del Rosario, plasmada en una manta de algodón, que a los mayores les recordó a Bachué y que sus hijos llamarían, después de una prodigiosa manifestación divina, Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. El español y el chibcha se fusionaron para venerar a una advocación mestiza.

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana


La cosmogonía muisca y la doctrina de la Iglesia católica se encontraron bajo el  techo de la capilla de los Aposentos de Suta, valle de Sanquecipá, en 1562.

A los nativos del altiplano cundiboyacense, la maternidad de la Virgen María los atraía, pero el cordón umbilical les ahorcaba sus creencias porque entre la madre primigenia, Bachué y la Madre de Dios había una diferencia radical: Cristo.

El fraile dominico, Andrés de Jadraque, el mismo que colaboró en conseguir un pintor para el cuadro que adornó el recinto le contó a la comunidad indígena sobre el Dios que del barro creó a un hombre llamado Adán y a su mujer, Eva, de una costilla de aquel primer padre.

La pregunta de la escolástica inmortal retumbó en esas tierras: “¿entendieron?” La respuesta fue el silencio de la resistencia pasiva, que inundó la atmosfera.

En la segunda clase les habló de María, la Madre de Jesús, porque el parto humano era algo fácil de comprender para una sociedad tribal.

Los conceptos extraños chocaban de forma invasora en la conciencia del aborigen. La razón de ese comportamiento era simple. Ellos amaban a su Bachué. La mujer les pertenecía por herencia de sangre porque salió de la laguna de Iguaque dotada de un conocimiento especial sobre los secretos de la naturaleza. Ella habló su lengua y los gestó como sociedad.

La segunda madre, la extranjera, aparecía citada en el Credo de los Apóstoles: “…Nació de Santa María siempre Virgen…” y como si fuera poco el doctrinero les narró una serie de ideas tan difíciles de comprender como abstractas para la dimensión idolátrica de una confederación amante del sol.

 “…La Anunciación a María inauguró “la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35)…”

Nuevamente, la pregunta eterna (¿entendieron?) no tuvo un eco motivante para el catequista. Para los sometidos, los misterios antropológicos del Dios encarnado en una Virgen de Nazaret, llamada María, no los invitó a creer. Les dio igual escuchar el sermón porque los hijos de la raza vencida seguían la costumbre jerárquica de oír para obedecer. Además, el radicalismo religioso-ritual no les permitía acatar las sentencias por el arraigo familiar de sus creencias. No les era si siquiera compresible cambiar a la mamá Bachué por la Madre María Santísima.

Sobre Bachué quedó un esbozo consignado por fray Pedro Simón, un sacerdote franciscano español, que escribió el libro Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales.

“…En el distrito de la ciudad de Tunja, a cuatro leguas a la parte del Norte y una de un pueblo de indios que llaman Iguaque, se hace una coronación de empinadas sierras, tierra muy fría tan cubierta de páramos y ordinarias neblinas que casi en todo el año no se descubren sus cumbres, si no es al medio día por el mes de enero. Entre estas sierras y cumbres se hace una muy honda, de donde dicen los indios que a poco de como amaneció apareció la luz y creadas las demás cosas, salió una mujer que llaman Bachué y por otro nombre acomodado a las buenas obras que les hizo Furachogua que quiere decir mujer buena, porque fura llaman a la mujer y choque es cosa buena, sacó consigo de la mano un niño de entre las mismas aguas de edad de hasta tres años y bajando ambos juntos de la sierra a lo llano, donde ahora está el pueblo de Iguaque, hicieron una casa donde vivieron hasta que el muchacho tuvo edad para casarse con ella, porque luego que la tuvo se casó, y el casamiento tan importante y la mujer tan prolífica y fecunda que de cada parto paría cuatro o seis hijos, con que se vino a llenar toda la tierra de gente, porque andaban ambos para muchas partes dejando hijos en todas, hasta que después de muchos años estando la tierra llena de hombres y los dos ya muy viejos se volvieron al mismo pueblo y  llamando a mucha gente que los acompañara, a la laguna de donde salieron, junto a la cual les hizo la Bachué una plática exhortando a todos a la paz y conservación entre sí, la guarda de los preceptos y leyes que les había dado que no eran pocas, en especial en orden al culto de los dioses, y concluido se despidió con singulares clamores y llantos de ambas partes, y convirtiéndose ella y su marido en dos muy grandes culebras, se metieron por las aguas de la laguna, y nunca más aparecieron por entonces…”

La Santísima Virgen María y Bachué eran dos seres que no se podían albergar en el alma del raizal. La rebeldía interior se alborotó. No solamente debían hablar un idioma extranjero sino  que tenían que recitar de memoria unas oraciones que les cercenaba su rico acervo. No obedecieron porque las circunstancias pedagógicas en materia didáctica eran pavorosas. Las técnicas de enseñanza les dejaron en el canal auditivo la opción de oír sin escuchar.

Los catequizados seguían en sus rutinas de labranza y cuando les tocaba el turno de ir a la clase de religión española, sábados o domingos, entraban recelosos a la capilla-choza, que si bien era hechura de sus manos tenía un objeto particular al que llamaban la Virgen del Rosario.

El lienzo, pintado por el mejor hojalatero de Tunja de nombre Alonso de Narváez, también les pertenecía porque era un manta de algodón,  de 1,25 x 1,19 m., que fue tejida por sus mujeres. Los colores y sus mixturas fueron extraídos de sus tierras. La imagen principal, la Virgen, los embelesaba por ser una mujer con un niño de brazos que media 1,05 m de alto. Sus dos acompañantes, san Antonio de Padua (1,04 m de alto) y san Andrés apóstol (90 cm de altura) les recordaban a los descendientes de Bachué.

Los ratos, gastados por las clases de Historia Sagrada, nada cambiaron. Los oficios manuales seguían sus ciclos lunares para la cosecha. La rutina de la conversión, en el papel de la predica, solo avanzaba en la cuenta de gastos para ayudar en el arraigo de la fe en América. Europa intervino con su voz de alta lejanía. Su mandato resonó en esas comarcas de Ultramar.

Para 1564 llegó al Nuevo Reino de Granada el eco del Concilio de Trento, un tanto retrasado, pero oportuno para reforzar las charlas en la capilla de Suta de Santana. (Sutamarchán)  “…Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios…”

¿A cuál de los participantes, en la silla de las repeticiones dominicales, le importó el mandato de los prelados? La orden conciliar no hizo mella en las conductas atávicas. Y para colmo de males, las intransigencias administrativas de un burócrata peninsular enterraron en el surco del absurdo la simiente del Evangelio. En 1566, al incomodo sujeto se le ocurrió pedirles a los padres dominicos la doctrina de Suta. La situación fue aprovechada por los “alumnos” para ratificarse en sus rutinas de adoración a los fenómenos naturales. Al Sur seguía vigente el trono del dios Fu, una deidad con cabeza de zorro, que vivía en una isla de la laguna de Fúquene y cuya misión era protegerlos de sus enemigos, los muzos. “…El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron…” (Mateo 13, 3-4).

Catecismo sin catequesis

Los evangelizadores, contra viento y marea, crecían a medida que los clérigos, de diferentes comunidades, desembarcaban en esas comarcas de soledades edénicas. La misión consistía en descubrir donde hacia falta una iglesia. Y ante el empuje colosal de la mística apostólica clavaban una cruz en los lugares que mostraban un carácter ignoto.

La estrategia continuó al ritmo de los alarifes. La bandera del Rey se izó sobre los vecindarios amerindios que soportaron la medida de la vara castellana. Templo sobre adoratorio. Teología contra ritual. Técnicas, asombros y discursos destrozaban el núcleo social indígena para volverlo a procrear bajo el dominio de un trono real.

El avance del feudalismo  presentó las cifras que servirían para medir la productividad de los súbditos en aras del interés comercial. A mediados de 1576, la Real Audiencia le informó al rey Felipe II de España que los indios tributarios de la jurisdicción de Santa Fe de Bogotá eran más o menos 50.000, sin contar esposas e hijos.

Para esa población, el arzobispo de Santa Fe de Bogotá, Luis Zapata de Cárdenas, promulgó en el mes de noviembre de 1576 un catecismo “sobre lo que el sacerdote debe hacer para enseñar a los indios para que vengan en conocimiento de Dios y se puedan salvar”.

En esa época, en la encomienda de Suta ya habían pasado 14 años de intentos formativos. El cuadro de la Virgen del Rosario y sus edecanes, testigo de dudas y resistencias, comenzó a mostrar signos de un deterioro crítico. Sus formas, como apoyo visual, ya no era tan nítidas. Los trazos presentaron un descolorido que aumentó con las inclementes lloviznas. Goteras y ventarrones, paulatinamente borraron a la Señora y a su Hijo del tejido.

En la conciencia de algunos catequizados sucedía lo mismo. Las enseñanzas de los curas se habían erosionado porque los comportamientos de los patrones no eran un modelo de axiología cristiana. Hubo bellas excepciones, pero en una etapa de mestizaje progresivo y negociación sobre principios universales para favorecer a los intereses de la minoría, el Evangelio se perdía entre la beatería dictatorial de los resguardos.

Existía ya una generación mixta en cuando a conocimientos. Los niños muiscas hablaban de Bochica y de Jesús como dos maestros de la agricultura, pero no había una inclinación por el credo de los amos dominantes. En varias aldeas de su territorio como Fontibón, Chía, Suba y Bosa el sincretismo religioso se mantenía vigente. Los jeques o mohanes eran unos personajes que mantenían sus relaciones clandestinas con la herejía. El diálogo subversivo de los chamanes con sus demonios como Buziraco y deidades como Chibchacon, el Protector y Huitaca, una especialista en lujuria, vivía presente en las aulas de la tradición oral. La balanza del arcángel San Miguel, donde se pesan las almas, mostraba un fiel indeciso. “…Otras (semillas) cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron…” (Mateo 13, 5-6).

En Boyacá, a diferencia del Tolima y sus pijaos, algunos de sus antiguos optaron por el bautismo y renegaron de sus nombres autóctonos. Ellos cambiaron de identidad por un acuerdo de servicios, entre el señor cura y sus devociones. A los caciques les interesaba seguir siendo jefes bajo la égida del régimen foráneo.

De ese modo, la catequesis podía continuar con el apoyo de los taitas. Razón que fue aprovechada, en 1578, por el padre Juan Alemán de Leguizamón para implementar mejores estrategias de instrucción. Alemán reemplazó al cura doctrinero, de Suta y Chiquinquirá, Francisco Pérez.

Uno de los primeros oficios del recién llegado fue quitar el cuadro de la Virgen del Rosario porque no servía para ilustrar sus tesis.

Las imágenes del lienzo desaparecieron por el uso y el abuso. Razón que motivó la devolución, muy respetuosa, al señor Antonio de Santana.   “…Y pidió al dicho Antonio de Santana, encomendero del dicho pueblo de Suta que en aquella sazón era vivo, que le diese otra imagen o imágenes para poner en el altar de la dicha capilla porque se le hacia mal decir Misa en la dicha capilla por estar el dicho lienzo tan deslustrado y maltrecho…” (Cf. Proceso sobre la Renovación del cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá). Declaración del padre Juan Alemán de Leguizamón 1588).

La preparación en Suta, patrocinada por una tela de la Santísima Virgen María, llegó a su fin. La delicada espiritualidad mariológica que tenía la población se acabó, pero dejó una huella en las conciencias juveniles de los hijos de aquella sociedad sometida por el empuje de una Europa desbordada. El curso interpretó la partida como el principio de un mal presagio porque la imagen materna que los acompañó durante la infancia y la adolescencia se iba para siempre. El cambio fue drástico, el profesor trajo a un Cristo crucificado. La crucifixión los espantó sobre manera. “…Otras (semillas) cayeron entre zarzas, y estas, al crecer, las ahogaron…” (Mateo 13, 7).

La brega pastoral se veía en constante pugna por desarraigar del pensamiento muisca su contenido ritual e ideológico que se había afianzado en los valles de la cordillera Oriental durante siglos. El territorio abarcaba una superficie de casi 50.000 kilómetros cuadrados que habitaron desde el año 5.500 antes de Cristo.

Las profundas raíces culturales de las tribus que se levantaron en esos suelos no podían ser eliminadas con una simple catequesis financiada por un encomendero.

El acto colonizador de educar con dogmas a unos hombres de los cuales se dudaba si tenían alma tenía en vilo al hispanoamericano siglo XVI. La humanidad salía de la Edad Media y se sumergía en un renacimiento pagano que dejaba a Nuestro Señor como el testigo de una aventura mundial a la deriva de la esperanza.

El ensamble de la enjalma sobre el lomo de América requería de un ajuste del arriero para poder triunfar en su reto civilizador. La manía edificadora, que trazaba plazas sobre los cercados de los caciques, asfixiaba la acción sencilla del Redentor.

Los embajadores del Viejo Continente castellanizaban lo que no entendía para poder someterlo a los medios de producción que movían al yugo mercantilista del virreinato. Los primitivos del Nuevo Continente luchaban contra los invasores y sus armas invisibles como la viruela. Ellos defendían a sus demonios de los vicios del diablo bajo el criminal título de “conquistadores”.

Las corrupciones del poder partían de una premisa simple. La mentira en lengua chibcha era igual de perversa que en el idioma castellano.

Por esa razón la maloca de los chamanes, ubicada en Chiquinquirá, mantenía bajo control los miedos de sus súbditos. Ellos insistían en la adoración al espíritu del mal. La potestad para subyugar protegía los privilegios de una casta de embusteros. Contra ella se oponía otra ralea de rufianes que reclamaban títulos de linaje pagados con el oro saqueado de las tumbas precolombinas. En medio de esas fuerzas opuestas, pero idénticas en sus objetivos de control dominante para usurpar, se levantaban unos frailes enviados por Dios para salvar las ánimas de los protagonistas de los bandos en conflicto.

La conquista, a saqueo y fuego del hampa española, perdió la primera oportunidad de evangelizar. “No mentir, no robar, no fornicar y no matar” fueron cuatro mandamientos que salieron despedidos del Decálogo del Sinaí ante la avanzada de una soldadesca de sicarios. El arcabuz y los perros de presa, expertos  en cazar indios, dejaron una impronta cruel de ese salvajismo terrorista. La herida quedó abierta y reseñada en los farallones de Sutatausa (Cundinamarca) cuando en 1541 los indígenas optaron por el suicidio colectivo antes que rendirse ante los bandoleros españoles.

La Colonia trajo la segunda oportunidad para la Santa Iglesia Católica de educar con amor en la coherencia entre la acción y la dicción. Sin embargo, los destrozos sociales dejados por los matarifes que les presidieron marcaron a las siguientes generaciones con el resabio de la incredulidad.

El esfuerzo apostólico, digno de titanes, era estéril en resultados espirituales. En 1586, ningún indígena recibía el Sacramento de la Eucaristía.

El Cielo se compadeció de ese estado de ayuno desalmado  porque en Chiquinquirá, la tierra de las neblinas, donde funcionaba el laboratorio de las idolatrías muiscas se presentó un prodigio que venció a la oscuridad del pecado de nacionalidad mixta. El lienzo que fue repudiado por indigno de la encomienda de Suta se renovó por gracia de Dios. La manta, más ancha que larga, como la piedra que desecharon los arquitectos, ahora era la piedra angular de la nueva etapa de la evangelización.

La pintura desecha pasó al estado de restauración en parte por las fervorosas suplicas de doña María Ramos. El fenómeno se dio ante la mirada atónita del niño indígena Miguel y la india Isabel. El pueblo que estaba en tinieblas vio una luz, diría el profeta Isaías.

María, la Estrella de la Evangelización, intercedió ante la misericordia de su amado Hijo para que la Palabra, sepultada por los pecados de las encomiendas, resucitara del sepulcro del mohán y rompiera la roca de una tumba inmoral impuesta por los gamonales de lúgubre codicia.

En Chiquinquirá, el 26 de diciembre de 1586, la luz del Evangelio comenzó a crecer como el sol en un amanecer de verano. El impulso del portento quedó ratificado con la conversión de los indígenas. La comunidad, testigo del cambio en el lienzo, decidió edificar una capilla de vara en tierra y paja para reemplazar a la choza de los aposentos de Chiquinquirá. La romería de inválidos abrió el camino para una serie de curaciones de carácter sobrenatural, los cuales han sido debidamente documentados en el proceso jurídico canónico seguido tras los hechos ocurridos.

Al año siguiente, cuando la fama del lugar era un hecho probado, las altas autoridades de Tunja fueron a la naciente aldea para solicitar la salida de la Patrona de su hogar. Necesitaban que la Omnipotencia Suplicante contrarrestara al mal de viruelas y sarampión que los mataba al por mayor.

El cacique de Chiquinquirá, don Alonso Indio, seguido por su gente encaró al cura para preguntarle que para dónde llevaban a la Madre Dios. Fue esta la primera acción indígena encaminada a defender la santidad de la Virgen María. Ese día, cuando los muiscas llamaron Madre de Dios a la Santísima Virgen María, el mito de Bachué murió.

La protesta de los antiguos adoradores de la naturaleza  marcó un derrotero moral muy elevado. Tanto que cuestionó a una autoridad eclesial que debió explicarles el motivo prioritario de la salida del cuadro de Chiquinquirá. La escolta de los chiquinquireños mantuvo en alto el vigor de su fe.  El giro brusco rompió la crónica.  Los indios fueron a catequizar con su ejemplo, de humildad y obediencia, a una ciudad cuyas noblezas hedían a defunción. La peste era una tabla rasa que escribía sin la ortografía española cada epitafio.

La realidad de sanar cuerpos y almas no se detuvo. La Historia demostró hasta la saciedad como la evangelización, desde Chiquinquirá, siguió ejerciendo su derecho divino a iluminar el país. Los propios llevaron su legado por los territorios de la antigua confederación. Los mestizos y blancos difundieron la noticia más allá de las fronteras del virreinato, incluidas las posesiones de Filipinas. La renovación de la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá marcó el fin de una época oscura en métodos y en circunstancias para dar paso al Sol de Justicia. Jesucristo por fin pudo ser presentado a los pastores del altiplano  como ocurrió en Belén de Judea.

La Virgen María se hizo morena, en el grado perfecto de la etnia elegida. En su corazón inmaculado está la tierra buena del sentimiento que puso fin a la tristeza y en su vientre, El Verbo se hizo carne. “…Otras (semillas)  cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta...” (Mateo 13, 8). El Evangelio sobrevivió a la catequesis de los encomenderos.

Notas: El cuadro original de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá fue sacado de su santuario entre 1587 y 1999 en nueve ocasiones para cumplir diferentes misiones.

El cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, la Renovación, salió por Colombia en 1913 y 2013. En la primera salida fue brutalmente atacada y en la segunda ocasión recorrió el río grande de la Magdalena desde La Dorada (Caldas) hasta Barranquilla (Atlántico).

La imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá fue coronada, como Reina y Patrona de Colombia, el 9 de julio de 1919.
El papa Pío XI le concedió el título de Basílica Menor al templo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá (Boyacá), el 18 de agosto 1927.
El cuadro original de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá presidió el III Congreso Mariano Nacional realizado en Bogotá en 1954
En Santafé de Antioquia, se clausuró el Congreso Mariano en honor de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella. Lo presidió el obispo auxiliar Guillermo Escobar Vélez. El 15 de agosto de 1954.
El nuncio apostólico, José Paupini, en representación de su santidad Juan XXIII, coronó canónicamente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella, Antioquia. El 13 de septiembre de 1959.

La imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá recibió el cetro de oro el 9 de julio de 1944.

La imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá recibió una medialuna en oro el 9 de julio de 1964.

El Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá celebra tres fechas especiales en el año. El 9 de julio (Coronación), 7 de octubre (fiesta del Santo Rosario) y el 26 de diciembre (La Renovación).

El papa Juan Pablo II le concedió al templo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella (Antioquia) el título de Basílica Menor. El 16 de abril 1986.

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá cuenta en el año 2014 con 91 templos que llevan su nombre en el territorio nacional.

El Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá celebra la fiesta del Septenario Mariano. Cada siete años el lienzo desciende de su trono para desfilar por las calles de su ciudad.

El Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá es visitado, en promedio, por un millón de peregrinos al año. Los visitantes son nacionales y extranjeros.

El lienzo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá ha recibido varias condecoraciones nacionales, como la Cruz de Boyacá.

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, La Chinita, tiene su fiesta y feria el 18 de noviembre en Maracaibo, Venezuela.

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, tiene su fiesta y feria el 20 de enero en Caraz, Perú. Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, tiene sus fiestas en octubre en Cascas, Perú.


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