Parroquia de Santo Tomás de
Villanueva, Castelgandolfo.
Lunes 15 de agosto de 2011
Lunes 15 de agosto de 2011
Queridos hermanos y
hermanas:
Nos encontramos reunidos, una vez más, para celebrar
una de las más antiguas y amadas fiestas dedicadas a María santísima: la fiesta
de su asunción a la gloria del cielo en alma y cuerpo, es decir, en todo su ser
humano, en la integridad de su persona. Así se nos da la gracia de renovar
nuestro amor a María, de admirarla y alabarla por las «maravillas» que el
Todopoderoso hizo por ella y obró en ella.
Al contemplar a la Virgen María se nos
da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Sí, porque
también nuestra existencia diaria, con sus problemas y sus esperanzas recibe
luz de la Madre
de Dios, de su itinerario espiritual, de su destino de gloria: un camino y una
meta que pueden y deben llegar a ser, de alguna manera, nuestro mismo camino y
nuestra misma meta. Nos dejamos guiar por los pasajes de la Sagrada Escritura
que la liturgia nos propone hoy. Quiero reflexionar, en particular, sobre una
imagen que encontramos en la primera lectura, tomada del Apocalipsis y de la
que se hace eco el Evangelio de san Lucas: la del arca.
En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el
cielo el santuario de Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál es el significado del
arca? ¿Qué aparece? Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la presencia
de Dios en medio de su pueblo. Pero el símbolo ya ha cedido el puesto a la
realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera arca de la alianza
es una persona viva y concreta: es la Virgen María. Dios no habita en un mueble, Dios
habita en una persona, en un corazón: María, la que llevó en su seno al Hijo
eterno de Dios hecho hombre, Jesús nuestro Señor y Salvador. En el arca —como
sabemos— se conservaban las dos tablas de la ley de Moisés, que manifestaban la
voluntad de Dios de mantener la alianza con su pueblo, indicando sus
condiciones para ser fieles al pacto de Dios, para conformarse a la voluntad de
Dios y así también a nuestra verdad profunda. María es el arca de la alianza,
porque acogió en sí a Jesús; acogió en sí la Palabra viva, todo el contenido de la voluntad de
Dios, de la verdad de Dios; acogió en sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna,
que culminó con la ofrenda de su cuerpo y de su sangre: cuerpo y sangre
recibidos de María. Con razón, por consiguiente, la piedad cristiana, en las
letanías en honor de la Virgen ,
se dirige a ella invocándola como Foederis
Arca, «Arca de la alianza», arca de la presencia de Dios, arca de la
alianza de amor que Dios quiso establecer de modo definitivo con toda la
humanidad en Cristo.
El pasaje del Apocalipsis quiere indicar otro aspecto
importante de la realidad de María. Ella, arca viviente de la alianza, tiene un
extraordinario destino de gloria, porque está tan íntimamente unida a su Hijo,
a quien acogió en la fe y engendró en la carne, que comparte plenamente su
gloria del cielo. Es lo que sugieren las palabras que hemos escuchado: «Un gran
signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies
y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta (...). Y dio a
luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 1-2; 5).
La grandeza de María, Madre de Dios, llena de gracia, plenamente dócil a la
acción del Espíritu Santo, vive ya en el cielo de Dios con todo su ser, alma y
cuerpo.
San Juan Damasceno refiriéndose a este misterio en una
famosa homilía afirma: «Hoy la santa y única Virgen es llevada al templo
celestial... Hoy el arca sagrada y animada por el Dios vivo, (el arca) que
llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, no
construido por mano de hombre» (Homilía II sobre la Dormición , 2: PG 96, 723); y prosigue: «Era preciso que
aquella que había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los
tabernáculos de su Hijo... Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido habitara en
la estancia nupcial del cielo» (ib., 14: PG 96, 742).
Hoy la
Iglesia canta el amor inmenso de Dios por esta criatura suya:
la eligió como verdadera «arca de la alianza», como Aquella que sigue
engendrando y dando a Cristo Salvador a la humanidad, como Aquella que en el
cielo comparte la plenitud de la gloria y goza de la felicidad misma de Dios y,
al mismo tiempo, también nos invita a nosotros a ser, a nuestro modo modesto,
«arca» en la que está presente la
Palabra de Dios, que es transformada y vivificada por su
presencia, lugar de la presencia de Dios, para que los hombres puedan encontrar
en los demás la cercanía de Dios y así vivir en comunión con Dios y conocer la
realidad del cielo.
El Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar
(cf. Lc 1, 39-56) nos muestra esta arca
viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se
pone en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una ciudad de Judá y
dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. Me parece importante subrayar la
expresión «de prisa»: las cosas de Dios merecen prisa; más aún, las únicas
cosas del mundo que merecen prisa son precisamente las de Dios, que tienen la
verdadera urgencia para nuestra vida. Entonces María entra en esta casa de Zacarías
e Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios
mismo hecho hombre. Ciertamente, en aquella casa la esperaban a ella y su
ayuda, pero el evangelista nos guía a comprender que esta espera remite a otra,
más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el
símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza,
aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los
ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la alianza, la Madre de Dios, que va a
visitarla. Así, la pariente anciana la acoge diciéndole «a voz en grito»:
«¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo
para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). Y es el Espíritu Santo
quien, ante Aquella que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan
Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). Aquí el evangelista
san Lucas usa el término «skirtan», es decir, «saltar», el mismo término
que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo
Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que había
vuelto finalmente a la patria (cf. 2
S 6, 16). Juan Bautista en el
seno de su madre danza ante el arca de la Alianza , como David; y así reconoce: María es la
nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el
mundo, que no guarda para sí esta divina presencia, sino que la ofrece
compartiendo la gracia de Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente
«causa nostrae laetitiae», el «arca» en la que verdaderamente el
Salvador está presente entre nosotros.
Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en
cierto sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros:
también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó
—ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a María. En esta
solemnidad de la Asunción
contemplamos a María: ella nos abre a la esperanza, a un futuro lleno de
alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no
perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra;
seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces
resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del
cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra
verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.
(Cf. Librería Editrice Vaticana).
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