Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
San José le habla a la
historia de la capital de un tesoro colonial que desea regresar del olvido que
petrificó su memoria.
San José de la Peña está
adherido por su costado derecho al Nino Dios y a la Santísima Virgen María, su
esposa. Mira de frente con ojos serenos hacia Bogotá. Una abundante cabellera
negra le cae sobre los hombros. Su barba espesa y bien cuidada muestra un color
más claro. Usa una túnica verde con cuello dorado y adornos rojos que le llegan
a los pies. Sobre esa vestimenta se cubre con un manto de color carmelito con
mangas y bordes amarillos. Usa el cinto ancho amarillo oscuro y en su mano
izquierda porta una granada. (Punica
granatum).
Rostro de piedra de san José de la Peña, Bogotá. |
Su complexión robusta
está hecha de piedra maciza por creación del Altísimo que moldeó su postura
viril. San José forma parte del conjunto escultórico denominado Nuestra Señora
de la Peña. La monumental obra fue hallada en la cima del cerro del Aguanoso
por Bernardino de León, un platero del barrio San Victorino, el 10 de agosto de
1685. La escultura fue esmaltada por don Pedro Laboria que cobró, en 1730, 138
pesos por su tarea.
El silencio josefino permitió
que el culto se centrara en la Madre del Redentor a quien le otorgaron un
patronazgo por ser la soberana del Nuevo Reino de Granada, título que ratificó
el fruto del granado que muestra José.
La granada, por sus abundantes semillas, fue considerada por algunos pueblos antiguos como símbolo de la abundancia y en la fértil Sabana de Bogotá se escuchó aquel pasaje bíblico que dice: “tierra de trigo, de cebada, de viñas, de higueras y de granados; tierra de olivos, de aceite y de miel (Deuteronomio, 8, 8).
Así, entre la fecundidad y la devoción,
los bogotanos de antaño estudiaron la encíclica Quamquam pluries sobre el santo rosario y el patrocinio de san José
que promulgó el papa León XIII, el 15 de agosto de 1889. Solo que algunos no
entendieron que la plegaria evita las protestas.
El san José obrero,
desde su escarpado territorio, ha observado cientos de bochinches que dejaron
tiznada la ciudad de caos. Los grafitos sin ortografía, las vidrieras rotas y
los monumentos profanados con signos obscenos. Todo el imperio de la decadencia
se levanta anualmente para celebrar el Día del Trabajo. La rutina del desastre
se llama protesta y a la manifestación se le agrega el título de fenómeno
social, acción popular que reivindica los derechos de la clase proletaria.
Pobre san José que contempla con horror las concentraciones de muchedumbres en
la plaza mayor. La masa ignara sale a destruir el patrimonio cultural de la urbe
en nombre del estigma criminal del disturbio.
Quizás por esa
dictadura del tumulto enardecido, los ratos de peregrinación a la loma cambiaron
y se adaptaron a los tiempos anárquicos. San José, el hombre silente, sigue
magnánimo en aquellos dominios de su María Santísima.
El carpintero que
dignificó el quehacer diario con su título de jornalero soporta ser la víctima
de su fiesta onomástica. Una de las estatuas
de yeso del patriarca fue vilmente destruida en el sótano del Centro Mariano
Nacional de Colombia por los ladrones que buscaban bienes de fortuna entre los
libros de la academia. Las letras, como no embrutecen, no se pudieron cambiar
por alucinógenos y eso desencadenó la furia de los malhechores. (2009).
Fuera de aquellos
recintos sacros, justo al lado del CAI de la Policía del barrio Los Laches,
está otra efigie de san José que cuida a los romeros que aún suben por unas
escaleras de cemento hacia el templo de su esposa. Allí son consolados por el
corazón de su hijo, Jesús que escucha: “San José, líbranos de las protestas de
los trabajadores”.
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